Dos
amigos se sentaron a tomar café en la mesita del restaurante. Uno llevaba
lentes. El otro, solamente una gorra. La mesera les sirvió el líquido negro en
las tacitas, y les llevó unas galletitas de cortesía. Los amigos tomaron sorbos
pequeños, y comieron cada quien dos galletas. Luego se miraron, divertidos. Uno
de ellos, el de la gorra, se puso serio, mirando hacia la mesa.
-¿Qué
te pasa?-, dijo el muchacho de los lentes, tomando más café.
Su
amigo lo miró de reojo, como si su objetivo se cumpliera: llamar su atención.
-¿Sabías
que esta tienda y el restaurante están embrujados?
El
chico de los lentes soltó una risita tonta.
-No
manches. Creo que el café tenía algo, ya no me lo voy a tomar…
-No,
es en serio. Pasan cosas raras en este lugar. Ha desaparecido gente. Y no se
diga de las muertes…
El
chico de los lentes sonrió, y luego puso su taza en la mesa, derramando el líquido,
como la mancha de sangre de un herido.
-¿Quieres
saber lo que pasa aquí…?
NUESTROS NUEVOS MIEDOS: LA TIENDA.
Por Luis Zaldivar
-No te creo.
Digo. Es imposible que pasen cosas extrañas en un lugar tan grande y que
siempre está lleno de gente. Alguien lo notaría, ¿no?
El
chico de los lentes, que se llamaba Ernesto, le asintió a su amigo el de la gorra,
de nombre Arturo.
-Sí,
sí. Pero digamos que la gente no quiere o no puede ver las cosas que pasan.
Como si algo aquí lo controlara todo y…
Arturo
soltó una carcajada, esta vez dejando salir de su boca moronas de la galleta
que se estaba comiendo.
-No
me chingues. Es obvio que si algo pasa, se sabe. Me acuerdo que aquí una vez un
niño casi se saca el cerebro cuando una repisa se le cayó en la cabeza.
-Pues
sí, llegan a pasar cosas, pero sólo en apariencia pasan pocas cosas para la
gente. Así se acostumbran a los incidentes ocasionales, sin ver lo peor de este
lugar. ¿Tan difícil es creer eso, güey?
Arturo
solo veía a su amigo con sorna. Y Ernesto no se molestaba: sólo quería que su
amigo le creyera.
-Ok,
muy bien. Digamos que es verdad. ¿Qué historia es la peor de todas?
Ernesto
se quedó pensativo, entrelazando sus dedos encima de la mesa.
-En
el baño de caballeros hay algo, que se supone atrae a la gente y después los
asesina. Al parecer era una empleada de la tienda que, acosada por el recuerdo
de su antiguo amor, se suicidó ahí.
-Ajá…
-Si
la llamas por su nombre, se aparecerá y hará lo suyo. A cualquier hora, a quién
sea. Sólo tiene que ser exactamente donde murió: en el baño de discapacitados.
-¿Y
cómo se llamaba?
Después
de una pausa dramática, Ernesto contestó:
-María.
Arturo
volvió a reírse.
-Es
como esa leyenda de Bloody Mary, que si dices su nombre tres veces en un espejo
se te aparece. De verdad eres bueno inventando cosas…
-No
lo inventé, cabrón. Si quieres ir y averiguarlo, por mi no hay problema.
Arturo,
decidido por el desafío de su amigo, se levantó y salió del restaurante.
Atravesó el departamento de los dulces y juguetes, y al fondo, encontró la
entrada a los baños. A la izquierda el de mujeres, y del lado contrario el de
hombres.
Dentro,
además de mingitorios e inodoros, sólo había tres cosas: luz baja, música de
elevador, y un señor a traje que apenas se lavaba las manos, listo para salir.
Arturo se asomó en los cubículos para ver si estaban ocupados, pero no había
nadie más ahí. Se acercó entonces al de los minusválidos, que estaba hasta el
fondo, frente a los mingitorios. Era más grande, con un espacio especial
reservado para las sillas de ruedas y unos pasamanos para facilitar su uso. Sin
temor, Arturo entró, y cerró la puerta tras él.
De
repente, sintió una vibración y el sonido de su celular lo asustó tanto que
casi resbala. Sacó el aparato y vio el mensaje de Ernesto: TE ASUSTÉ, ¿VERDAD?
NO TE VAYAS A CAGAR CUANDO LA VEAS…
-Imbécil.
Volvió
a meter el aparato en su bolsillo, se bajó los pantalones, y se sentó en el
inodoro. Escuchaba la música de ambiente, y miraba al suelo, sintiendo la
porcelana fría en sus posaderas.
-¿Estás
ahí?
Su
voz retumbó como un eco sin ganas, pero nada pasó. Sólo se escuchó el goteo de
una de las llaves para lavarse las manos, pero nada más que mereciera de su
atención.
Arturo,
aburrido, empezó a tamborilear con sus dedos sobre la caja donde guardaban el
papel higiénico. Silbó un poco al ritmo de la música, y al fin, se decidió.
-María,
¿estás ahí…?
Otra
vez nada.
-Pendejo
mentiroso-, le dijo a su amigo, mientras se levantaba y se volvía a subir los
pantalones. Sin embargo, un sonido captó su atención.
Desde
el inodoro, se escuchaba un gorjeo, como si algo salpicase dentro del agua.
Arturo se dio la vuelta poco a poco, mirando hacia abajo. En el agujero donde
todo caía, el agua parecía dar saltos, como si hirviese. Luego, su color se
tornó turbio, como el del lodo, y algo entre las manchas cafés y negras se
asomó. Era un rostro, un rostro de finas facciones, que se retorcía, parecía
quejarse en silencio. Arturo, aún con los pantalones a medio camino, se pegó a
la puerta del baño, buscando el seguro para salir. El rostro salía más y más
del inodoro, ya casi en la base, chorreando agua negra en el suelo del baño, como
si se tratara de sangre. Olía a caño y a carne podrida.
Arturo,
en su desesperación y con las manos temblorosas, encontró el seguro y lo quitó.
La puerta se abrió de repente, y cayó de bruces. Quería levantarse rápido, pero
los pantalones no lo dejaron, y con el agua chorreando, se resbaló de nuevo.
Esta vez sintió el tirón de unas manos, como si algo lo jalara de regreso al
cubículo. Trató desesperadamente de agarrarse de lo que fuera, pero no había de
dónde. Volteó a ver: una figura de mujer salía del inodoro hasta la cintura,
cubierta de sangre y de heces. La miró al rostro, mientras la figura abría los
ojos: eran rojos, inyectados en sangre, llorando lágrimas del mismo color
carmesí. Aquella cosa gritó al mismo tiempo que Arturo soltaba un alarido, mientras
la gorra, que se le había caído, se manchaba de aquello que salía de abajo…
Ernesto
esperó a su amigo media hora ahí sentado, y tuvo que pagar por los dos cafés
antes de salir al baño a buscar a Arturo. Entró al baño, pero ahí no había
nadie. Se asomó en el cubículo de los minusválidos, pero estaba vacío: limpio,
sin usar. Mientras sacaba su teléfono para marcarle a su compañero, salió del
baño, esperando verle en alguna parte de la tienda. No vio la mano negra que se
había quedado marcada en la pared de aquel baño…
3 comentarios:
Muy bueno Luis!, espero más historias de tienda jajaja
De esa tienda que casualmente es muy conocida pero no menciono porque si no me demandan jajaja
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