La
noche caía rápidamente sobre toda la ciudad, y la plaza donde se encontraba la
tienda ya estaba cerrando sus puertas. Unos cuantos curiosos aún caminaban mirando
las cosas en los aparadores, pero nadie se quedaba mucho, y menos a comprar.
Los vendedores tenían que ser rápidos: limpiar y acomodar, hacer el conteo
final de sus valores y salir temprano, antes de que el transporte escaseara
más.
Sin
embargo, en otra parte de la plaza, algo iba mal. Ernesto había salido rápido
de la tienda, asustado y pálido por lo que había visto, que no se había dado
cuenta de la hora que era. La gente no parecía ponerle mucha atención, pero si
alguien lo hubiese visto, en su estado y con esa cara de asustado, bien
pudiesen haber creído que era un fantasma.
El
muchacho bajó las escaleras eléctricas, buscando su auto, pero el miedo no le
dejaba recordar dónde lo había dejado. El primer nivel del estacionamiento
estaba bastante iluminado, y a pesar de que estaba corriendo entre las filas de
coches, ninguno era el suyo. Tuvo que bajar otras escaleras para el siguiente
nivel del estacionamiento, pero fue la misma situación: no había nada.
Se
paró un momento para recordar dónde había dejado su auto, cuando las luces del
estacionamiento empezaron a parpadear. Estaba claro que ahí no había tanta luz,
pero a pesar de eso, se veía bastante claro. Ahora, con el titilar de las
lámparas, la visión era peor, y cada vez se hacía más borrosa. Ernesto tuvo que
pegarse a una de las columnas que sostenían la estructura, para tratar de
calmar más los nervios. Pero no podía, era imposible no pensar en lo que había
pasado con aquella mujer y las muchachas. Y el chico de la farmacia, que
parecía burlarse de él…
Cerca
de las escaleras eléctricas, en el borde del estacionamiento, podían verse los
cimientos del edificio, con vigas de acero, y concreto, paredes firmes de donde
escurría el agua de fuera cuando llovía: toda una obra de ingeniería para
evitar las inundaciones. Ernesto escuchaba el agua, primero como chorros, luego
gota a gota, y el eco que hacía al resonar contra el fondo de aquel pozo de
concreto. Algo gutural parecía sonar hacía el fondo, algo que se arrastró poco
a poco desde abajo, reptando por las paredes. Era como una criatura, una enorme
serpiente o un lagarto que podía subir la pared. Sin luz y sin forma de verle,
Ernesto sólo podía escuchar:
-Ven a mí… Quiero devorar tu carne. ¡Ven a
mí…!-, decía la voz rasposa, casi apagada y silbante de aquello. El
muchacho no se iba a quedar más tiempo ahí. No iba a asegurarse de que había
algo en el fondo, que anhelaba salir, y matarlo.
Trató
de caminar unos metros hacía el estacionamiento, alejándose del borde de aquel
agujero, y para su sorpresa, la luz empezó a iluminar un poco más el ambiente.
Volteó para ver si aquella cosa lo iba siguiendo, pero no había nada, solo la
enorme pared de concreto viejo y mohoso, que se extendía hacía abajo al menos
unos veinte metros más. Pero no había monstruo ni lagarto. Secándose el sudor
de la frente con la manga, suspiró. Dio un paso hacia atrás, y sintió algo
pegajoso al pisar.
Era
pintura. De color amarillo muy brillante. No como el amarillo que se ponía para
delimitar las banquetas en una calle: este se podía ver más, como si brillara.
Ernesto levantó su pie. Su tenis no estaba sucio, y aquella sustancia no
parecía más que haber adoptado la forma de su suela, con sus líneas y figuras
geométricas. A pesar de la luz del estacionamiento, Ernesto no lo dudó: aquella
cosa brillaba en serio, y parecía hacerlo de forma intermitente, como si de un
camino se tratara. Un camino que lo llevaba hacía algún lugar.
No
parecía haber nada más. Ernesto seguía el camino de manera casi hipnótica, con
los ojos reflejando una luz amarilla que parecía verdosa. No escuchaba nada
más. Sólo podía ver aquel camino amarillo, como el enorme camino que llevaba a
Ciudad Esmeralda en El Mago de Oz. Después de andar un tramo en el
estacionamiento casi vacío, el camino se acabó, y la pintura que brillaba se
agotó como en un manchón sobre el suelo. Ahí ya no brillaba: sólo parecía una
enorme mancha de mostaza desperdiciada. Con la mente ya despejada, Ernesto
levantó la mirada, para ver hasta donde lo había llevado el camino.
Era
una simple cortina de metal de color café, con un anuncio impreso en papel y
forrado en plástico: BIENVENIDO. PARA ENTRAR, TOQUE LA CORTINA. GRACIAS. Había
un interfon a un costado de la cortina, pero parecía no funcionar. La pequeña
puerta que estaba en medio se hallaba cerrada. Al lado de aquella estructura,
rugían los generadores de electricidad de la plaza. Olía a basura y a humedad.
-¿Hola?-,
exclamó Ernesto, esperando que con eso le abrieran la puerta de la cortina.
Nada. Ni un simple ruido de pasos.
Tocó
la puerta con los nudillos, pero igual nadie parecía escucharle. Volteó para
ver el camino de pintura amarilla, pero sólo parecía haber una mancha en forma
de serpiente sobre todo el asfalto, algo que olía a muerto…
Escuchó
que la cortina se abría, y Ernesto se dio la vuelta. Fue el peor error de su
vida. La cortina ni siquiera estaba abierta: algo estaba encima de ella,
rasguñando y sosteniéndose de su superficie. Era una enorme criatura con forma
de reptil, con solo dos patas delante, y una enorme cola como de serpiente por
detrás. Parecía que su piel se movía, o al menos que el color y los patrones de
sus escamas cambiaban conforme se colocaba en un lugar o en otro. Ernesto se
quedó viendo un momento a la criatura, que había colocado sus muertos ojos
blancos en él, o al menos eso creía. Con un siseo, aquella cosa saltó hacía el
suelo, justo después de que el muchacho echase a correr.
Sin
mirar atrás, Ernesto supo que la criatura lo perseguía, a pesar de solo tener
dos patas. Al llegar hasta el primer auto que vio, saltó por encima del cofre y
se escondió tras la puerta del piloto. No se escuchaba nada, ni garras, ni
rugidos, ni nada. Tal vez aquello ya se había ido. Tal vez se escondía, o se
camuflaba con el entorno. No quiso averiguarlo. Se quedó ahí, pegado en el metal
del coche, sudando y jadeando.
Sin
embargo, sintió que algo lo arrastraba. No a él, sino al coche. El auto se
movía solo o algo lo estaba jalando. Ernesto se levantó, sin pensar que eso lo
delataba. Algo viscoso se cerró alrededor de su pierna derecha, e hizo que
cayera. Su rostro se estampó contra el pavimento, y varias piedras pequeñas se
le incrustaron en las mejillas, haciendo que sangrara. Los lentes se le
rompieron y quedaron ahí, abandonados, mientras la enorme lengua viscosa y
tentacular de la criatura lo jalaba de regreso hacía la cortina café.
Ernesto
se despertó un momento de su inconsciencia, para darse cuenta que estaba siendo
jalado hacía las fauces de aquel ser, quien ya subía por la pared en reversa.
Trató de agarrarse de una de las columnas del estacionamiento, y aunque lo
logró al principio, sus fuerzas se iban acabando. Sus brazos no aguantaron, y
sus dedos se lastimaban con el esfuerzo de salir de ahí. La criatura jalaba más
y más, y con un fuerte tirón, hizo que el muchacho cayera de nuevo al suelo, y
lo arrastró hacía la pared.
Ernesto
gritaba, mientras un agujero se abría en el concreto del edificio. Por ahí
desapareció la criatura, y luego él, gritando y tratando de agarrarse de lo que
fuese. Sin embargo, la pared se cerró, ahogando los gritos desde el otro lado.
Nadie,
ni siquiera Ernesto, vio que la puerta de la cortina café estaba abierta. Había
un hombre muy alto desde el otro lado, delgado y con rostro huraño. Y alguien
más junto a él: un muchacho de cabello relamido, ojos burlones y bata blanca.
El chico de la farmacia se asomó del otro lado de la puerta abierta, y miró
alrededor del estacionamiento. Solo había un coche mal colocado en su lugar, y
manchas amarillas en el suelo. Y claro, unos lentes rotos, que nadie
extrañaría.
-Gracias. No podíamos dejar que nos descubriera. Por ahora, estamos a salvo. Cierra la puerta por favor. Allá afuera me da miedo-, dijo el chico de la farmacia, poniendo una mano sobre el hombro de aquel enorme hombre. Este no dijo nada. Empujó la puerta de la cortina, cerrándola con un estrepitoso ruido.
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