Cuento 2: Hawaii-Bombay
(Mecano, 1984). https://www.youtube.com/watch?v=5WXnPV2Mze4
Pasaron
tres días, y como Arturo no aparecía, Ernesto tuvo que volver a la tienda a
buscarlo. La familia de su amigo había puesto sobre aviso a las autoridades de
la desaparición del muchacho, después de los tres días legales en los que una
persona era considerada desaparecida.
Sin
embargo, algo hizo que Ernesto no se la creyera. Su amigo no pudo simplemente
haber salido de la tienda y luego desaparecer así como así. Si era cierto, aquel
lugar tenía influencias demasiado negativas, algo que hacía que pasaran las
cosas más terribles. Se armó de valor, y decidió ir el viernes por la noche,
cuando ya casi no hubiese gente.
Todo
estaba en su lugar, a excepción de los peculiares adornos de temporada: la
tienda parecía una playa interior, con varias palmeras de cartón adornando los
diferentes departamentos, pelotas de playa en las estanterías y muchas ofertas
para el verano. Ernesto entró discretamente por el lado derecho, directo hacía
la farmacia. Buen lugar para una pesquisa: ahí casi nunca había gente.
Efectivamente,
el departamento estaba vacío. También contaba con los adornos usuales del tema
de playa, pero no había mucha gente. Al menos una pareja de ancianos comprando
medicamento, atendidos por una chica menuda, de cabello rubio. Del otro lado
del mostrador estaban otras dos muchachas, una de cabello negro corto y la otra
morena, de tacones altos, platicando casi en secreto. El muchacho se dio cuenta
de algo muy peculiar: en aquel lugar sólo había un chico atendiendo, pero
estaba muy alejado de sus compañeras, recargado en la pared, con las manos
pegadas a la superficie lisa.
La
pareja de ancianos se dio la vuelta con su medicamento entre las manos, y
Ernesto notó que la caja de pastillas casi chorreaba un líquido rojo.
-Eh,
disculpe, su caja está rota o algo así…
La
pareja notó que el muchacho les había dirigido la palabra, y miraron la caja
con cuidado. No tenía nada. Ernesto se extrañó.
-Creo
que viste mal, querido muchacho-, le dijo el anciano a Ernesto, mientras la
viejita se reía, pero no burlándose, sino más bien de cariño.
Después
de que la pareja salió, Ernesto se encaminó hacia la farmacia. La chica que
había atendido a los ancianos ya se había ido, reuniéndose con sus amigas para
platicar y sonreír. Solo quedaba el muchacho detrás del mostrador, aún
recargado en la pared. Miraba a Ernesto con una seriedad muy vacua, como
analizándolo, y sonriendo. Siempre sonriendo.
-¿Puedo
ayudarte en algo?
Ernesto
se estremeció con la voz de aquel muchacho. Era como una voz lenta, demasiado
baja, aguda a veces, como de serpiente.
-Yo…
Quería saber si habían visto a este muchacho. Es mi amigo y desapareció hace
tres días, al salir de la tienda.
Ernesto
sacó su celular del bolsillo y le mostró la foto de Arturo. El chico de la
farmacia se acercó un poco por encima del mostrador, mirando la foto. Frunció
un poco el ceño.
-No.
Lo dudo.
-Algo
le pasó, y fue aquí, en su tienda. ¿En serio no lo viste?-, repitió Ernesto,
enojado y con las orejas rojas.
De
repente, una mujer apareció por detrás de él. Iba bastante elegante, con una
bolsa cara y un celular aún más caro en su mano derecha.
-¿Tendrás
bloqueador solar? Voy a ir a la playa en unos días y necesito uno que sea
bastante efectivo-, dijo la mujer al chico de la farmacia. Este sonrió aún más,
mirando a la mujer primero, y a Ernesto después.
-Por
supuesto. Chicas, ¿podrían ayudarme por favor?
La
chica que iba vestida completamente de blanco, de cabello corto, se acercó a la
mujer, y la encaminó cortésmente hasta un módulo, donde había varios productos
de belleza. Hizo que la mujer se sentara en la silla que ahí tenía, y sin
aviso, la chica le estrelló la cabeza a la mujer contra la pared, mientras las
otras dos amigas sostenían a la mujer para que no saliera corriendo. La
muchacha de blanco se acercó a la mujer, a quién le escurría sangre por la
parte de atrás de la cabeza, y…
Ernesto
se quedó pasmado, porque la escena había cambiado. La mujer estaba como si
nada, dejando que la chica de blanco le pusiera productos para la piel en el
rostro. Las otras dos amigas platicaban cerca, mientras esperaban a que los
clientes se acercaran. El muchacho se vio rodeado de gente que veía las cosas
en los estantes y platicaban animadamente. Nadie podía ver nada, porque no pasaba
nada.
El
chico de la farmacia estaba agarrado del mostrador, mirando fijamente a Ernesto
con sus ojos marrones. Sostenía el borde del mueble de los medicamentos con tal
fuerza que se le ponían rojos.
-¿Qué
pasa aquí?-, dijo Ernesto, acomodándose las gafas en la nariz, y sudando,
nervioso y asustado. El corazón parecía querer salirle por el pecho, y
explotar.
-No
pasa nada. Ahora ve y busca a tu amigo en otra parte. Tenemos trabajo que
hacer…
Ernesto
empezó a caminar hacia atrás, mientras la gente le esquivaba. Cuando estaba a
punto de tropezar con uno de los muebles, el chico de la farmacia le gritó:
-¡Que
tenga buena noche, caballero!
Mientras
Ernesto salía corriendo de ahí, el chico de la farmacia dejó de aferrarse tan
fuerte al mueble de los medicamentos, sólo dejando sus manos ahí. Las chicas ya
habían acabado: el cuerpo de la mujer yacía seco en la silla, como una momia
con las mejillas hundidas y sin ojos.
-Terminamos.
El
chico de la farmacia estaba tranquilo. Las miró y asintió.
-Está
bien. En un momento regreso. Tengo otras cosas pendientes que hacer…
El
chico salió caminando pesadamente de la farmacia, tocando los muebles como si
de rejas se tratasen, mientras las chicas se llevaban a la mujer hacía el
cuarto especial de la farmacia. Y nadie había visto nada.
Nadie, excepto…
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