Cuento 9: I Feel Love (Donna Summer, 1977). https://www.youtube.com/watch?v=B2qI6UDD2uQ
Dicen
que los lugares guardan recuerdos, memorias de instantes y momentos que no se
han ido. Sólo hay que sentir, dejarse llevar, y cualquiera podrá verlos.
La
tienda encierra muchos secretos. Desde su inauguración hacía ya 40 años, había
sido uno de los lugares más concurridos de la ciudad. Pero en aquellos años, ni
siquiera la gente sencilla podía entrar o darse el lujo. Los vendedores eran
más elitistas: atendían sólo a las personas que estaban dispuestas a pagar. Y
aún así, cuando una persona de clase media se podía dar el lujo de comprar
algo, aunque fuera poco, no ponían bastante atención. Era la tienda de los
ricos, de los poderosos, de los que podían siempre ser más que los demás.
En
aquellos años estaba de auge la música disco, el ambiente de la liberación y
las culturas escondidas entre las calles que dieron lugar a variados
personajes, a modas extravagantes, a luces, pelucas, maquillaje, y bastante
sexo. Donde ahora hay un hospital, antes había una discoteca, un lugar cargado
de ambiente, música de moda y demasiados excesos, que no parecían quedarse en
sus paredes durante mucho tiempo. Pero ni todo el glamur y el travestismo exagerado
hicieron que los vendedores atendieran a aquellos “nuevos ricos”. Eran la
plaga, una enfermedad.
Y
con toda enfermedad, viene la cura. A veces paulatina y otras demasiado
agresiva…
Miles
de años atrás, existieron dos fuerzas. Cada una de ellas complementada con una
igual. La primera de esas fuerzas era aterradora, grande, espaciosa. La segunda
era mortal, pequeña, más astuta. Por querer hacer el mal, la fuerza pequeña
accidentalmente mató a su hermana, y quedó sola, aún más pequeña que su aterradora
contraparte, quién también tenía a su gemela, y ambas tomaban cada día más y
más espacio en el universo y a través de sus espacios vacíos.
Un
día, la fuerza pequeña, cobrando venganza de algo que, ella creía, la fuerza
grande había hecho, se alojó en este mundo, en aquella tienda, tomando la forma
del gerente. Sin embargo, cuando esta fuerza tomaba a alguien, no tardaba en
enloquecer. Su locura no fue salvaje: más bien, era discreta. Aquel gerente
hizo que los vendedores no atendieran a toda la gente, que se portaran déspotas
y que sólo recibiesen dinero de aquellos que podían pagarlo y bien.
La
fuerza más grande debía encontrar el equilibrio, y también decidió viajar al
mundo, tomando otras dos formas, porque aún tenía a su hermana consigo. Dos
jóvenes de la farmacia, que empezaban a trabajar en aquellos días, fueron
contagiados. Sin embargo, aprendieron a la mala a dominar su nuevo cuerpo, sus
emociones, sus procesos. No podían enloquecer, si debían controlar a su
contraparte, que había tomado fuerza y ferocidad.
Uno
de los chicos de la farmacia era alto, de sonrisa rara y ojos burlones. El
segundo era más alto, gordo y demasiado tosco, pero con rostro amable. Con sus
nuevos aspectos, aquellas fuerzas decidieron tomar el control del lugar. El
chico de la farmacia hacía que la gente no viera nada. Mientras su hermano, el
enorme Mapache (por las ojeras que enmarcaban su rostro) buscaba frenéticamente
al gerente, pero este los evadía. Era aún más fuerte, más rápido, y aterrador.
Cosas horribles pasaron en aquellos días: suicidios, robos, un asesinato sin
resolver. Y es que, mientras más se enfrentaban, aquellas fuerzas sólo podían
sacar lo peor del mundo.
Después
de un tiempo, después de constantes peleas y de persecuciones, de muertes y
sucesos extraños, las fuerzas hermanas fueron capaces de someter a la más
pequeña. Se deshicieron del cuerpo del gerente, y no lo sustituyeron:
simplemente ellos, en sus cuerpos, se habían hecho cargo de la tienda. Influían
en las mentes de los vendedores, y les ordenaban atender a todos, sin
distinción. Las almas humanas que llegaban alimentaban el lugar, hacían que
todo se revitalizara. Sin embargo, necesitaban sacrificio: con cada diez
clientes, llegaba uno que debía morir. Con su sangre drenada, los cuerpos se
escondían, y la sangre servía para atraer más y más almas.
Así,
el chico de la farmacia y su hermano Mapache (que ya hasta se había dejado
crecer cola y orejas, que nadie más notaba), convirtieron la tienda en un lugar
mejor. La gente humilde compraba cosas, los chicos de la discoteca se paseaban
por ahí, y los vendedores no humillaban a nadie.
Pero
es que, como hemos dicho antes, los lugares guardan secretos e historias,
energías y fuerzas. Y la malvada fuerza, pequeña y débil, no desapareció. Se
quedó ahí, saltando entre los objetos de la tienda, poseyendo gente sólo por
instantes. Encontró su momento cuando, en un descuido, Mapache fue al baño de
caballeros, al último de los cubículos. Fue en ese momento cuando, con lo poco
de energía que le quedaba, y la suficiente maldad, la pequeña fuerza traspasó
el corazón de Mapache, y lo mató.
Fue
la venganza suprema, lo que la fuerza estaba esperando desde que, por
accidente, se había mutilado a sí misma hacía ya miles de años. Con el alma
hecha trizas, el chico de la farmacia acudió, pero era demasiado tarde: la
fuerza descansaba como una serpiente sobre el cuerpo de su hermano Mapache.
-¿Sientes cómo tu voluntad se hace pequeña?
¿Sientes el dolor que sentí cuando mataste a mi hermana?-, decía la voz
macabra de aquella fuerza malvada.
El
chico de la farmacia se arrodilló ante el cuerpo de su hermano, lo jaló y lo
abrazó. ¿Qué era lo que estaba pasando? Ese dolor en su pecho, las ganas
irremediables de gritar, y las lágrimas que escurrían por sus mejillas…
Y
es que, después de miles de años después de no sentir nada, el chico de la
farmacia por fin podía sentir el dolor.
-¡No
lo quiero, no quiero esto…!
Aquel
día, cada cliente y cada vendedor estallaron. Sus cuerpos se abrieron a la
mitad, sus tripas se regaron por todas partes, y la sangre salpicaba cada
mueble, cada libro y cada artículo en los aparadores.
El
chico de la farmacia puso su mano en el suelo del baño, sin soltar a su hermano
muerto, y llorando con rabia, exclamó:
-Mientras
yo siga con la mano en este lugar, tocando cada cosa de la tienda, la gente
jamás verá nada. Pero juro por mi alma que cada persona sabrá que estás aquí,
que algo va mal, y seguirán viniendo. Y uno de ellos acabará por destruirte.
Porque yo ya no puedo, ya no…
La
fuerza malvada perdió de nuevo su energía, y se coló por la pared,
desapareciendo en las entrañas del concreto. El chico de la farmacia lloró
amargamente, y mientras su mano tocaba el suelo del baño, ningún cliente vio la
masacre que su dolor había causado. Hombres, mujeres, niños y travestis, todos
desaparecieron un día, y nadie se había dado cuenta.
Veinte
años después, un chico llamado David perdería a su novia en aquel mismo lugar,
con el mismo dolor que alguna vez otra alma había sentido. Conmocionado, el
chico fue ayudado a salir por otro casi de su edad, uno que, a pesar de los
años, se conservaba igual.
-Yo
puedo ayudarte. Ven, ven y te mostraré-, le dijo el chico de la farmacia a
David, quién se dejó llevar por aquella fuerza terrible que, sin que nadie se
diese cuenta, seguía poniendo aquel lugar en contra de todo aquel que lo
pisara.
Así,
David creyó la historia del chico de la farmacia, de la fuerza maligna que
vivía aún en la tienda. El otro muchacho trajo más gente, amigos y
profesionales, gente que entendía de eso, y que querían enfrentar al mal. Y sin
embargo, el mal fue reclamando sus vidas. Hasta que sólo quedó David, resentido
con aquel que debía haberlo ayudado. Terminó odiando al chico de la farmacia, y
éste no hizo nada. No sólo porque aún conservaba esa determinación fría de hace
mil años, sino porque no quería admitir lo inevitable.
Desde hace veinte
años, y hasta el momento en que el chico de la farmacia se limpiara el sudor de
la cabeza al ver el cuerpo de Cecilia en el suelo, aquel ser vivía asustado:
estaba empezando a sentir. Y a morir.
Dedicado a la memoria de Javier Carrillo, "El Mapache" (26-Enero-1977/12-Abril-2016) |
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