Cuento 10: Paradise
(Coldplay, 2011). https://www.youtube.com/watch?v=J6ZWlDks0nQ
Un
reloj es la parte esencial de nuestro nuevo relato. Un reloj y su vendedor.
Miguel
se defendía bien en el departamento de Relojes y Fotografía. Sin embargo, lo
que pasó aquella tarde lo dejó completamente absorto, y totalmente creyente. Y
es que, sobre el mostrador, encontró un nuevo reloj, una mercancía nunca antes
vista: era un enorme reloj de bolsillo, con cadena de oro, y manecillas que, si
él no estaba loco, parecían girar al revés. ¿Pero cómo?
El
artilugio ni siquiera tenía precio. No había ninguna marca sobre él, ni algún
grabado. Era simplemente un viejo reloj de oro, que andaba mal. Miguel lo tomó
entre sus manos, y lo miró a conciencia. Todo estaba mal en el aparato, desde
el sentido de las manecillas, hasta el peso. Si era un reloj voluminoso, debía
estar pesado. Pero era muy ligero, casi como cargar entre los dedos muchas
hojas de papel.
Sobre
el aparato, en medio de la cadena que lo sostenía, Miguel encontró un botón. No
era la perilla para ajustar la cuerda: era un botón, y era de plástico rojo,
tan rojo como la sangre. El muchacho lo tocó con la yema de su dedo, despacio,
sintiendo la textura suave del plástico en comparación con la fría y lisa del
metal. Algo había en el botón que le hacía querer apretarlo, la tentación de
saber qué iba a pasar en cuanto lo…
Sintió
que algo lo jalaba hacía dentro del aparato, y se vio envuelto en un túnel de
luz amarilla. Ni siquiera se había dado cuenta que había apretado el botón,
hasta que el dedo empezó a dolerle y a ponerse rojo. Miguel viajaba en un
túnel, algo que se sentía como caer, y a la vez nadar a una velocidad
vertiginosa. Quiso mover las manos, aferrarse de algo, de la pared amarilla que
lo rodeaba, pero no encontraba nada. Era como si, a la vez, lo que estaba a su
alrededor se moviese y no él.
Después
de un instante, Miguel se detuvo, y quedó de pie de nuevo tras el mostrador.
Sólo que ya no era el mostrador de siempre: estaba sucio, oxidado, lleno de
mugre y hojas secas, con el vidrio roto y relojes dentro, muertos, secos,
rasguñados.
Miró
a su alrededor: era la tienda, sí, pero ya no era la misma. Parecía una especie
de selva que hace mucho que se hubiese secado, con ramas y hojas marchitas, y
algunos insectos moviéndose por ahí, trepando a las paredes sucias y negras. La
reja que cerraba la tienda por la noche estaba a la mitad, como roída. Caminó
hacia fuera, mirando hacía los otros departamentos. Pero todo estaba igual:
abandonado, sucio y muerto.
Un
sonido como entre risa y gorjeo hizo que Miguel se diera la vuelta. Detrás de
una pantalla rota, de aquellas grandes, había alguien. Era un niño, o una
persona, alguien que estaba escondido detrás del aparato, y que parecía tener
miedo. Miguel se acercó a él, pero la criatura estaba asustada, y sólo enseñaba
los dientes por entre la penumbra, sin salir. No iba desnudo: su ropa estaba
hecha jirones, llena de mugre y tierra.
-¿Lo
asustaste?-, dijo una voz detrás de Miguel. El muchacho saltó y miró hacia
atrás. Era el chico de la farmacia, mirándole a él, y luego a la criatura, que
salió poco a poco de su escondite, para ir a reunirse con otros humanos como
él, que ya salían de entre las estanterías y tras las vitrinas.
-¿Qué
es todo esto?-, dijo Miguel, asustado, con los ojos bien abiertos. Los humanos
que salían de ahí buscaban entre la basura, tras los muebles, algo que comer:
algún insecto grande, una rata: lo que fuera estaba bien.
-Te
traje aquí, con la esperanza de que me ayudes. A ti, y a todos los demás. Esta
es la tienda, la misma de siempre, pero has viajado veinte años en el futuro.
Así nos vemos, y así vivimos.
Miguel
miró a las criaturas que comían insectos, corriendo en dos o hasta en cuatro
patas, comportándose como animales.
-¿Qué
son ellos?
-Humanos.
Ven…
El
chico de la farmacia caminaba directamente hasta el restaurante, donde todas
las mesas y sillas de madera se pudrían, y donde crecían más plantas que en
ningún otro lugar. El chico le señaló a Miguel la ventana panorámica del
restaurante, invitándolo a ver. Lo que había allá afuera no era comparado a lo
que el vendedor había visto dentro.
La
ciudad ya no existía. Los pocos edificios que quedaban eran una ruina, pedazos
de columnas y demás cayéndose con el paso de los años. No había plantas, y sólo
quedaban los troncos secos de un lugar que alguna vez fue llamado “Tu casa
entre los árboles”. El mundo se estaba muriendo. Quedaban algunas aves, y el
cielo era una especie de combinación, entre gris, amarillo y rojizo. Un cielo
enfermo. En la calle, había cientos de coches, atorados en el tráfico del
pasado, oxidándose, plagados de ratas y perros famélicos. A lo lejos, se
levantaba el humo, como si de una fogata se tratara.
En
uno de los edificios de enfrente quedaba una pantalla, un antiguo artefacto que
en realidad servía para publicidad. Se encendió, con algo de estática y pedazos
muertos. En la imagen apareció el rostro conocido del chico de la farmacia,
algo abatido, pálido, con más ojeras.
-Su
mundo agoniza. Sírvanse en venir a la tienda. Encuentren refugio con nosotros,
y vivirán…
El
mensaje se repetía así, muchas veces, hasta el cansancio, con algunos fallos en
el sonido y en la imagen.
-Quise
traer a la gente aquí. Salvarlos de su miseria. La gente venía, y aun así,
tenían que morir. Tenía que alimentar a la Tierra, hacerla habitable de nuevo
con su sangre y su sacrificio. No pude…
Miguel
escuchaba atento, alejado cada vez más de la ventana del restaurante. Afuera,
se escuchaban explosiones, y gritos muy lejanos, como si alguien quisiese
acercarse a ellos, alguien peligroso.
El
chico de la farmacia volvió a caminar de regreso hacia el abandono y la
miseria. Un ser humano viejo yacía muerto en el suelo, con las costillas
abiertas, con carne y despojos secos colgando de los huesos, siendo devorado
por un niño pequeño.
-El
Mal los hizo salvajes. Son descendientes de la gente que buscó ayuda después de
que te fuiste con ese reloj que traes en el bolsillo. Sus padres murieron, los
maté para derramar su sangre en el mundo. Y no sirvió de nada.
El
chico de la farmacia tomó al niño de una de las piernas, y sin piedad, le
arrancó la cabeza, tan fácil como lo era hacerlo con un insecto. El crujido
hizo que Miguel se estremeciera, retrocediera y soltara un grito, al ver la
cabeza del niño rodando en el suelo, y su cuerpo, aún caliente, retorciéndose
entre las manos de aquel ser. La sangre corría por el suelo, y de donde caía
salían pequeños brotes.
-¡Eres
un asesino…!-, gritó el muchacho, dejándose caer entre hojas muertas y tierra
mohosa. El chico de la farmacia sólo pudo ver, mientras arrojaba el cuerpo
descabezado del niño hacia la jauría de humanos que ya buscaban carne para
devorar.
-No
tiene caso. No hay futuro aquí. Escúchame, Miguel. Te traje aquí. Gasté mis
últimas fuerzas para que me ayudes, y ayudes al mundo. Ellos ya vienen, y van a
destruirnos. Somos la última sangre que queda en esta Tierra, y si se derrama
en vano, todo terminará, incluso para ellos, allá afuera…
Una
explosión cimbró el edificio y soltó grava y pedazos de metal por todas partes.
Un agujero de fuego se tragó todo el restaurante, y la parte de la tienda que
se hundía en el vacío hacia la calle dejaba lo demás como un decadente balcón.
Los pocos humanos que quedaban corrieron para esconderse en la farmacia,
mientras el chico y Miguel miraban hacia el exterior. A través del humo se
distinguía la calle, y abajo, había tanques y soldados. Cuando todo se hizo más
visible, Miguel alcanzó a ver a la figura que iba al frente de aquel pelotón de
hombres y mujeres cansados y sucios: era un general, un hombre de cuerpo
robusto y pelo canoso, con el rostro lleno de cicatrices y arrugas.
-¿Quién
es él?-, preguntó Miguel, asomándose en el borde del edificio, con las manos
llenas de polvo y un corte en la mejilla.
-Se
llama David. Se convirtió en una especie de líder ante la amenaza. Libraría del
mal a este mundo y…
-¿El
Mal? Sólo hablas de eso, pero no me dices bien nada. ¿Quién hizo todo esto?
El
chico de la farmacia palideció, tosiendo.
-Fui
yo. Yo soy el Mal…
Abajo,
se escuchó la voz del General David a través de un megáfono:
-Ríndete,
escoria. Tu presencia causó esto. La gente muere, y vamos a salvar al mundo de
tu infección. Hace años te dije que te mataría. Lo voy a cumplir.
La
voz retumbó en las paredes. El chico de la farmacia gritó, como si tuviese un
megáfono invisible.
-¡No
hagas nada! Si nos matas, estaremos perdidos. No saben cómo entregar una vida,
ustedes no entienden…
-¡FUEGO!-,
gritó David a toda respuesta. Los cañones volvieron a atacar, pero ninguno
hacía mucho daño. Una fuerza los detenía, pero no a todos. Algunos se
desintegraban a medio camino, y otros más le daban al edificio, sin dañarlo
mucho.
Miguel
corrió hacia el fondo del edificio, como un animal asustado, pisando cajas de
medicamento y productos ya muy viejos. El chico de la farmacia se quedó al
borde de las explosiones, protegiendo el lugar. De su bolsillo sacó algo y se
lo arrojó a Miguel, quién, asustado, lo tomó. Era una bolsa de tela, que en su
interior tenía un celular. Un antiguo smartphone.
-Graba
lo que te voy a decir, y apaga la cámara cuando termines. Tu mensaje llegará a
la persona correcta…
Miguel
encendió el aparato, que aún tenía bastante pila para lo que el chico le había
dicho, y encendió la cámara.
Debajo,
en la calle, David miraba. El chico de la farmacia decía cosas, y el otro
muchacho, el cual se le hacía familiar, miraba hacía la cámara de un celular,
mientras grababa. Estaba mandando un mensaje a alguien, pero no escuchaba por
las explosiones. No importaba: nadie recibiría nada.
Sacó
su radio, y apretó el botón.
-Ejecuten
la bomba H. Que nos lleve la chingada a todos, pero que se mueran esos
bastardos.
Luego,
dejó caer el radio al suelo, y miró al cielo, buscando. El avión pasó lento,
desde el horizonte rojizo, acercándose más y más a la tienda, para soltar el
arma definitiva. David hizo que las bombas dejaran de caer. Luego volvió a
hablar.
-Si
yo me muero, tú te mueres también, bastardo asqueroso. ¡Llegó el fin!
El
chico de la farmacia se dio cuenta demasiado tarde: el avión se acercaba, y
estaba a punto de soltar la bomba. Su poder ya no alcanzaba para eso.
Miró
a Miguel, y le sonrió.
-Saca
el reloj. Hiciste bien en mandar el mensaje. David no sabe que ellos y nosotros
somos los últimos humanos en la Tierra. Todo se acabó. Ahora aprieta el botón,
y regresa… A otro tiempo. Verás algo que jamás le he dicho a nadie. Algo de lo
que me avergüenzo. No dejes que este mundo muera. ¡Vete…!
Miguel
soltó el celular, y sacando el reloj del bolsillo, apretó el botón.
Aún
viajando en el túnel amarillo, vio como la bomba explotaba, acabando para
siempre con toda la humanidad.
Y viajó, de regreso
al pasado. Cerró los ojos, con la incertidumbre de no saber dónde pararía...
0 comentarios:
Publicar un comentario