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viernes, 10 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 4.

Cuento 4: A Day in the Life (The Beatles, 1967). https://www.youtube.com/watch?v=usNsCeOV4GM



¿Quién pudiese contar mejor mi historia que yo? Lamentablemente es algo aburrido y demasiado pesado como para contarlo en tan poco tiempo. Cortaría las mejores partes. Si lo hago completo, seguro morirían de estupor.
Así que prefiero contarles uno de mis días. Uno de mis tantos días en la tienda, ese lugar mágico donde pasan cosas extrañas, cosas estupendas y que me mantienen atento, a la espera de poder aprovechar…
Mi nombre es Julián. Tengo casi los treinta, y trabajo en el departamento de sonido. Vendo televisiones, películas, discos, aparatos modernos que simplifican muchas de las necesidades de las personas. Y sin embargo, me aburro.
Todos los días, a excepción de mi descanso, me levanto casi temprano. Hago la cama, me meto a bañar, salgo a vestirme. Todo normal. El desayuno consiste en algo frito siempre: tocino, carne, chilaquiles. Y el jugo especial: una mezcla de muchas cosas, que al final se ve de un tono muy fuerte, un tono rojo impactante. Después de limpiar la cocina, termino de vestirme y salgo a tiempo para la tienda: me queda como a tres minutos caminando.
Desde la calle se ve la impresionante estructura del lugar: una enorme torre donde reside el hospital. Y otra zona, un enorme edificio casi cuadrado, gigantesco, de tres pisos, donde sólo hay tiendas. La de nosotros está hasta el fondo, justo en el extremo, en el primer piso de las tiendas. Es como si fuese el sótano, el cajón olvidado de un mueble.
Todos nos registramos en la entrada, en el segundo nivel del estacionamiento, tras una cortina café de metal. Nos cambiamos en la zona de lockers, y ya uniformados, hay que subir a la tienda, a vender, a aguantar a los clientes, a enojarnos, y a sonreír poco a poco. Lo peor es limpiar: los ojos arden, las manos se resecan, los brazos se cansan, estornudas. Pero lo que más disfruto que los clientes vengan a ti: preguntan, se fascinan con el avance tecnológico tan maravilloso de nuestros tiempos… Otros clientes sólo quieren joder: piden descuentos que no existen, se quejan de los precios altos, te piden que les iguales precios que vieron en otras tiendas. O peor: descomponen sus aparatos, y creen que somos tontos, y que se los vamos a cambiar por algo nuevo. La gente es así, no hay remedio.
Terminando mi turno, después de que la tienda se vacía un poco de gente, me gusta andar por ahí, ver lo que otros departamentos tienen. Relojería, dulces que huelen delicioso, tabacos, pasteles, libros… Un mundo de posibilidades. Sólo en la farmacia parece que toda la magia de la tienda se detiene: es como si ahí hubiese algo raro, algo demasiado oscuro. El chico que está ahí siempre me ve, suspicaz, silencioso y como si tramara algo terrible. Es lo único que evito: su trato.
Después de mi turno, a entregar el dinero, a volver a quitarse el uniforme, y ser revisado por si no llevas nada. Curioso: el chico de la farmacia parece siempre salir primero o después que yo, porque jamás lo he visto salir. No importa. Salgo de la tienda, y de nuevo hay que regresar caminando a casa. Siempre de noche: pero no me da miedo. Porque al parecer, el mundo es a mí a quien teme.
¿Por qué digo esto? Me gusta buscar a la gente, enamorarlos, encantarlos, y luego llevarlos a casa. Es una cualidad, una expresión de mi personalidad. La gente jamás se resiste. Y no es que yo sea guapo: soy grande, camino pesado, tengo el cabello claro, y acné. Creo que es la voz, o la forma de hablar, o los temas. Lo mejor es cuando llegamos a casa. Se ponen cómodos, comen algo de botana, miran la televisión o escuchan la música que pongo. Y cuando no ven, por detrás, me gusta golpearlos. Ver sus cabezas rebotar contra el bate de beisbol es algo agradable, el sonido más impresionante. Nunca los mato: eso viene después mucho después.
En un cuarto tengo mucha gente, mucha viva, otra muerta. El paso del tiempo es inevitable, y no puedo deshacerme de ellos. Trato de esconder bien el olor, y bueno, soy cuidadoso en todo lo que hago. Que no griten, que no se suelten. Y que me den su sangre.
Recuerdan el jugo especial, ¿verdad? Bueno, es una mezcla de muchas cosas. Mis frutas favoritas, vitaminas, minerales, fibra, y sangre. Bastante sangre. La idea no me vino de los vampiros, ni de una película de terror. Eso es de niños. Una vez me acerqué tanto a la farmacia, que ni el chico que atiende ahí se dio cuenta de que ese olor impregnaba el ambiente, que había algo ahí escondido, en cada cajita de pastillas, cada solución, cada botella de agua. El olor de la sangre. Era lo que estaba buscando: un poco de vida extra.
Después de que una de mis victimas es drenada, me retiro a dormir. Limpiar bien la ropa que uso para el trabajo pesado, bañarme otra vez, quitar la impureza de aquel olor de la muerte y la putrefacción. Y después a acostarme: me pongo los audífonos, y la música de mi celular suena, vibra dentro de mi cabeza. Por muy al fondo escucho una voz, mi propia voz pero más oscura, más vieja, diciendo mi nombre.
Julián, Julián…

-¿Julián?
Una voz lo sacó de su ensimismamiento. El muchacho que atendía el departamento de Sonido saltó de la impresión, y miró a quién le había hablado. Era otro hombre, alguien de edad madura, ya con algunas canas en sus sienes, y la mirada más severa que jamás hubiese visto en alguien.
-Perdone caballero, ¿puedo ayudarlo en algo?-, dijo Julián, tratando de sonar calmado.
El hombre dejó de ver el gafete del muchacho: así había sabido su nombre. Ya no le asustaba la idea de que fuese alguien de la policía. Era un cliente más.
-¿Sabes si está el muchacho de la farmacia atendiendo hoy?-, dijo el señor. Julián se asomó por encima de su hombro, mirando a la izquierda, hasta el fondo. Junto a las tres chicas del departamento, estaba el muchacho, con aquella bata que parecía siempre limpia.
-Sí, ahí está. ¿Sabe que es lo más curioso? Que parece que diario viene, como si no descansara. La verdad es que no le pongo mucha atención: no le hablo. ¿Verdad que eso es lo que parece?
El hombre asintió.
-Ni que lo digas. Gracias-, dijo con amabilidad, dejando al muchacho de nuevo solo con sus pensamientos.

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