Cuento 7: Doctor
Psiquiatra (Gloria Trevi, 1989). https://www.youtube.com/watch?v=olyyMCVJKmo
El
problema con Cecilia era que pensaba que su mundo era el de todos los demás. Y
no.
Aún
así, ella no dejaba de ser problemática. Su carácter era demasiado voluble, y
siempre había destacado por dar alguna pésima y extraña actuación casi sin
querer. Como vendedora de libros era buena. Como persona, tal vez no tanto.
Había hecho varios berrinches para colocarse donde estaba, y seguramente, su
jefe la subiría de puesto en cualquier momento. Para los demás vendedores de la
tienda, sin embargo, era casi como ese peso extra que nadie quería cargar.
¿Qué
pasó entonces con ella que merece toda nuestra atención? Bueno: desde aquí
empezaron los problemas reales para todos los miembros de la tienda.
Cecilia
era una muchacha algo inestable, sí, y aunque ella no lo aceptaba, y era posible
que hiciera cualquier cosa para remediar un problema, su cabeza aún funcionaba
bien para entenderlo todo. Ni siquiera todos esos pensamientos sexuales que
tenía a menudo le nublaban del verdadero objetivo: ser más que los demás,
incluso si tuviese que ganarse los privilegios con acciones extremas. Insultar,
sembrar chismes, hacer berrinches. Su mente siempre le jugaba chueco, pero ella
se adaptaba bien.
Los
fines de semana, la tienda cierra más tarde. Ya es media noche cuando la reja
se cierra y los únicos dos vendedores dejan sus puestos de trabajo. Los
departamentos de Libros y Farmacia se reparten la tienda completa para atender
a los últimos clientes. Y aún así, no hay mucha gente a la cual atender.
Aquella
noche de sábado, el aburrimiento era total. Ni un cliente a la vista, y aún
faltaba una hora más de trabajo. Cecilia casi se dormía recargada en un
exhibidor de revistas, mientras que la tienda casi parecía uno de esos cuartos
acolchonados, donde se esconde la locura más extrema, y se le guarda del mundo
exterior. Los dos vigilantes que se quedaban en la noche platicaban a la
distancia, usando sus micrófonos, pero sin hablar con ella. No le importaba: ni
siquiera le caían bien.
Fue
cuando un libro de uno de los estantes cayó pesadamente al suelo. Cecilia lo
vio y se quedó pasmada un momento, pensando que tal vez uno de los clientes lo
hubiese dejado más acomodado. Pero cuando cayó otro y otro y luego otro, ya no
fue gracioso. No al principio.
-Vaya…-,
dijo la muchacha, fascinada por lo que estaba pasando. De los libros siguieron
las cajetillas de cigarros, luego las corbatas y las camisas, y luego las
bolsas. Algo los estaba tirando, como dejando un camino de migajas para que
Cecilia lo siguiera. No lo pensó más, y con su mente atribulada pero sorprendida,
siguió el camino que aquello, fuese lo que fuese, le estaba dejando.
En
su cabeza empezó a escuchar una voz, una pequeña niña que le hablaba desde el
fondo de sus recuerdos, y a la cual jamás había soltado.
-¿Ya viste esas cosas? Vamos a ver hasta dónde
nos llevan…
-Muy
bien-, dijo la chica para sí misma, sin darse cuenta que hablaba sola. –Tal vez
haya algo al final, como en el arcoíris.
-¡Sí! Oro, dulces, un duende, lo que sea. ¿Tú
qué crees?
-Mmmm,
no lo sé. Tal vez sea un grande y bien grueso…
La
niña en su cabeza empezó a gritar y a toser.
-¡No hables de eso ahorita! Cállate y sigue
caminando, ya casi llegamos…
Cecilia
llegó hasta donde estaban los juguetes. Peluches y figuras, dinosaurios de
plástico y autos de colección. Todo estaba tan solitario, que a pesar de la
iluminación, se veían como espectros, formas sin vida que, a pesar de todo,
guardaban un alma oscura en su interior.
En
la cabeza de la muchacha empezó a escucharse estática, algo incómoda, seguida
de un zumbido, extraño y lacerante. Después, la niña de adentro se quedó en
silencio, aunque Cecilia la escuchaba respirar.
-¿Qué
te pasa?-, dijo ella, llevándose un dedo a la boca, preocupada.
-No… Nada. Ven, ven aquí. Ven y abrázame.
En
la tienda había una leyenda: las muñecas que vendían ahí, hermosas figuras de
porcelana con bellísimos cabellos de oro o nogal y vestidos bonitos, cobraban
vida en las noches. Muchos las habían visto moverse, pero todo se trataba de
una leyenda. Sin embargo, la mente de Cecilia la fascinaba con el hecho de que
la niña que siempre había vivido atrapada ahí, ahora estaba en el cuerpo de una
de aquellas hermosas muñecas, de vestido verde y cabello negro, lacio y largo,
con ojos extrañamente amarillos.
-Dame un abrazo, Ceci. Demuestra que me
quieres y que jamás me vas a dejar ir.
Si
alguien hubiese visto aquello, algún cliente u otro vendedor, hubiesen creído
que al fin, Cecilia había llegado al límite de su propia locura. Tomó a la
muñeca y la abrazó como si se tratase de una hija. Le acarició el cabello y le
dio un beso en su fría frente de porcelana.
-Jamás
te dejaré ir, mi querida niña. ¿Verdad que no te irás?
La
muñeca movió la cabeza, miró a Cecilia, que estaba muerta de miedo y pálida
hasta el extremo, y abrió la boca, de donde salió un olor espantoso, como de
cloaca.
-¡Jamás!
Algo
salió de la muñeca y se metió en el cuerpo de Cecilia, quién dejó caer el
juguete, que se hizo pedazos contra el suelo. La muchacha empezó a retorcerse,
tratando de luchar contra aquello que la había atrapado. Al final se dejó llevar,
y en un grito desesperado y un aullido de locura, echó a correr…
David
entró a la tienda media hora antes de cerrar. Se acercó hasta la farmacia. El
chico que atendía ahí le miró, sentado en la silla donde se hacían las pruebas
de los cosméticos.
El
hombre se detuvo al ver al chico. Parecía asustado, y aunque eso le alegraba,
también era preocupante.
-¿Dónde
está?
El
chico de la farmacia tardó en contestar.
-Ha
tomado control de un cuerpo humano. No es igual de peligroso, pero puedo verlo
mejor, sentirlo más que antes. Está cerca…
David
miró a su alrededor, pero la tienda vacía no mostraba a nadie, ni a nada.
Fue
cuando escucharon un grito de mujer, un berrido salvaje, seguido de forcejeos.
Cecilia se había lanzado contra uno de los vigilantes, lo había tirado al
suelo, y lo estaba arañando y mordiendo, como un animal.
David
echó a correr hasta donde estaba la pelea, mientras el otro vigilante trataba
de quitar de encima a la muchacha, para evitar algo peor que rasguños y
mordidas. El hombre llegó jadeando e hizo algo que el otro vigilante hubiese
evitado: golpeó a la muchacha en la cara, haciendo que su nariz se rompiera, y
empezara a sangrar. Al menos eso hizo que retrocediera, y que le otro vigilante
saliera casi arrastrándose. La muchacha vio al desconocido y se rió, con sangre
saliéndole de la nariz y escurriendo saliva.
-¡Tú…!-,
dijo con una voz inhumana, como la de un animal que aprendió palabras.
David
no dijo nada. Se quedó ahí, inmóvil y asustado, mientras la chica se acercaba,
a cuatro patas como un perro salvaje. Una voz se dejó escuchar en la cabeza del
hombre, quién reaccionó casi al instante.
-Mátala…
Cecilia
se puso de pie y arremetió de nuevo, esta vez contra David. Sin pensarlo dos
veces, el hombre sacó de su chaqueta un cuchillo, grande y serrado, y lo
atravesó en el vientre de la muchacha cuando esta ya estaba a treinta
centímetros de su presa. Cecilia se detuvo, sintiendo el dolor y aullando más
fuerte. David sacó el cuchillo, y lo encajó en la garganta de aquella muchacha,
de donde brotó tanta sangre que el suelo se llenó casi al instante de un enorme
charco de líquido rojo brillante. Los vigilantes se quedaron pasmados, pero al
instante, sus cuerpos cayeron al suelo, como dormidos.
El
chico de la farmacia se acercaba poco a poco, mirando el panorama. La chica
yacía ya en el suelo, aún retorciéndose, con la garganta abierta y sangre aún
brotando de su interior. David estaba de pie frente a ella, con el cuchillo en
la mano, tan aferrado que la mano estaba blanca.
-Matar
el cuerpo no detuvo al espíritu que se encerraba en ella. Sigue aquí, pero ya
no puedo verle. Hicimos mal.
David
escuchaba al chico de la farmacia sin verle, sin un gesto en su rostro que
demostrase lo mucho que lo odiaba.
-¿Maté
a esta loca para nada?
-No.
Ahora ves lo que esa cosa puede hacer. Lo que está haciendo con todos los que
trabajan aquí. Viste hace años lo que hizo contigo y con los demás que te
siguieron para atraparlo. Cree lo que has visto hoy. Vete a casa, tengo mucho
que limpiar.
David
se fue alejando, y miró al chico de la farmacia ahí, de pie en la entrada de la
tienda. No volteó a verle, pero siguió ahí, de pie entre dos cuerpos dormidos y
uno muerto, y sangre manchando sus zapatos.
Mientras, el chico de
la farmacia se limpiaba el sudor de la frente… por primera vez en cuarenta
años.
2 comentarios:
Hola Luis: ¡Sorprendente !
Gracias Anita hermosa. Y créeme: se van a poner mejor.
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