Cuento 8: Stairway to Heaven (Led Zeppelin, 1971). https://www.youtube.com/watch?v=qHFxncb1gRY
Se
escuchan muchas historias en la tienda, en especial la que tiene que ver con
las escaleras al entrar. Después de registrarse, los empleados van subiendo una
escalera de al menos seis tramos, con trece escalones cada tramo. Es casi la
eternidad. Se dice que entre más prisa lleves, las escaleras más lento te
dejarán subir. Y obviamente, más cansado te sentirás.
Pero
eso nunca le pasaba a Israel, el muchacho que hacía la limpieza en la tienda,
siempre con su uniforme café, subía y bajaba aquellas escaleras al menos unas
tres o cuatro veces al día, cuando no tenía que usar el montacargas para subir
mercancía abundante o pesada. Era muy amable con los vendedores: a todos hacía
reír, y se proponía casi siempre para salir por la comida, cuando nadie quería
comer lo que hacían para los empleados en el comedor. Siempre iba por ahí con
su enorme trapeador, y también con enormes bolsas color verde para ir
recogiendo la basura.
Aquel
día especial en que la lluvia caía muy fuerte, Israel se dedicó a limpiar bien
el piso de la tienda con un mechudo húmedo, antes de salir de su turno e irse a
casa con su esposa y sus pequeñas niñas. Habiendo dejado todo en orden, se
despidió de algunos buenos amigos, y dejó el mechudo en el cuarto de la
limpieza, en el pasillo de empleados. Bajó, quitándose el uniforme poco a poco,
cuidando cada paso que daba en las escaleras. Los escalones eran firmes y
estaban recubiertos de antiderrapante, pero aún así podían ser engañosos. Los
empleados a veces tiraban basura ahí, y eso podía ocasionar accidentes.
Al
llegar abajo, justo antes de que el encargado de la puerta le revisara antes de
salir, se acordó de algo.
-¿Qué
pasa, Isra?-, dijo el de seguridad, un hombre de lentes muy amable llamado
Juan.
-Ah
no, es que se me olvidó cobrar dinero que me deben. Ahorita vengo mejor.
Israel
volvió a las escaleras, sin soltar la camisa y empezó a subir de nuevo, escalón
por escalón. Le dolía el costado por tratar de apresurarse, y eso que apenas
llevaba la mitad del camino. Miró una y otra vez hacía arriba, viendo la misma
pared blanca con algunas manchas de suciedad, y el letrero verde que indicaba
SALIDA DE EMERGENCIA, con una flecha apuntando directamente hacia la tienda.
Una
vez y otra vez la misma pared apareció ante sus ojos, y el mismo letrero le
indicaba su destino. Y pasaron tres o cuatro, tal vez diez paredes iguales, e
Israel no llegaba. Se quedó de pie a medio escalón, antes de volver a dar otra
vuelta. Algo estaba pasando.
Usualmente,
cuando los empleados llegaban casi al final, se escuchaban voces, utensilios de
cocina y pasos. Pero todo estaba tan solitario y silencioso, que lo único que
podía escucharse era la lluvia, cayendo sobre el techo. Se asomó a la vuelta de
las escaleras, pero otro tramo le saludaba desde ahí, sólido, sin cambios, sin
gente.
-¿Qué
rayos está pasando?
Siguió
subiendo, esta vez más y más lento, pero lleno de miedo. Sus puños se cerraron
y su cabeza le daba vueltas. Era como estar en algo que no acababa, como si
hubiese estado escribiendo lo mismo una y otra vez. Y esa palabra resonaba en
su cabeza cada vez más fuerte.
-Sube, sube, ¡sube! ¡SUBE!
Las
manchas en la pared se intensificaron. Soltó la playera y la dejó ahí, a medio camino
de aquellos interminables escalones. Israel empezó a subir cada vez más rápido,
sudando y jadeando, con los ojos enloquecidos. Una mano oscura, una huella
larga de hollín, se marcaba en la pared cada vez que daba la vuelta, y una risa
espectral se burlaba de él a través de las paredes. Siguió subiendo, tramo a
tramo, escalón a escalón, y ni siquiera se dio cuenta cuando se quitó los
zapatos. Ahora iba descalzo, adolorido, y asustado.
-Pronto llegarás, pronto llegarás, pronto…-,
decía la voz en las paredes, e Israel le creía. Ya se sentía aire frío, y el
sonido de la lluvia era cada vez más intenso.
De
repente, después de los últimos dos tramos, la escalera acababa en una puerta
gris, un cubículo que daba hacía el exterior. Abrió la puerta jalando el pomo,
y ahí estaba: era la azotea de la tienda, la parte más alta del lugar. Desde
ahí podía verse la ciudad y la enorme torre médica, el lugar donde descansaba
el hospital, a unos metros de él. Más abajo, se escuchaban los coches pasando a
toda velocidad por la avenida, y sin importarle, se dejó llevar por su miedo,
saliendo al techo, mojándose con la intensa lluvia.
Estaba
a salvo de aquel lugar, de los escalones que jamás acababan, y de la voz
siniestra que lo llevaba hasta ahí. Tenía que bajar. Pero no iba a regresar por
las escaleras. Buscó alguna otra salida, pero la azotea era totalmente plana, a
excepción de los tanques de agua y otras cosas ahí empotradas. Se acercó a la
orilla, y se quitó el cabello mojado de los ojos para ver mejor. En la orilla de
la enorme pared de la plaza no había forma de bajar. Y estaba a más de veinte
metros del suelo.
Una
risa oscura resonó detrás de él. Israel ni siquiera se movió: se quedó ahí,
petrificado, a la orilla del edificio. Poco a poco, se dio la vuelta. Tenía que
ver quién le estaba siguiendo.
No
había nadie. Un rayo partió el cielo en dos, e iluminó su cara de azul, antes
de que el trueno le hiciese sentir escalofríos. No había más que la puerta de
entrada a las escaleras. De repente, sintió que algo lo empujaba, algo
invisible que estaba frente a él, y que le respiraba directamente en el rostro.
Perdió el equilibrio, y trató de hacerse para adelante, caer en la azotea, pero
su cuerpo se fue para atrás. Gritando con todas sus fuerzas, Israel vio como el
cielo cada vez quedaba más lejos, y sentía el suelo más cerca de su espalda.
Era mentira eso de que te quedas inconsciente antes de llegar al suelo: él lo
sintió todo.
El
cuerpo del muchacho rebotó primero contra un auto, haciendo que se estrellara
el cristal, y la lluvia entrara por las grietas. Después, cayó al asfalto,
lleno de sangre, con la mitad de los huesos rotos y sangre que se mezclaba con
la lluvia y la basura de la ciudad. Todos los autos se detuvieron, e incluso el
dueño del auto impactado había salido a ver si podía ayudar.
Nada se pudo hacer:
Israel estaba muerto. Cinco minutos después, todos en la tienda se enterarían. El gerente en persona salió a ver lo que había pasado, y la policía ayudó en
todo. Y desde la orilla de la azotea, algo miraba, algo invisible, algo que se
reía, y que estaba a punto de dar el siguiente paso…
3 comentarios:
Pobre Israel, pero bastante interesante la historia.
Se va a poner mas y mas cruda conforme pase el tiempo. Es la necesidad de la muerte y el vehiculo del miedo.
Se va a poner mas y mas cruda conforme pase el tiempo. Es la necesidad de la muerte y el vehiculo del miedo.
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