Como
cada temporada, Guillermo preparaba una extensa campaña para desprestigiar al
Halloween. Sus pensamientos se encaminaban más a representar con más fuerza al
Día de Muertos que a otra celebración venida del extranjero, y sin embargo,
pese a toda la información que poseía, ni siquiera el Día de Muertos era
totalmente originario del país.
Guillermo
había aprendido a hablar náhuatl, a elaborar arte y manualidades prehispánicas
y, por supuesto, a bailar las danzas de antaño. Sin embargo, y aunque no
pudiese vestir a diario con taparrabos y tocado de plumas, compraba ropa muy
fina (lo que pudiese solventar con su trabajo en el área del diseño), y llevaba
siempre la barba tupida, al estilo hipster,
con aquellos lentes de pasta sin aumento. También llevaba algunos tatuajes muy
discretos, pero sólo los mostraba cuando bailaba disfrazado.
En
todo caso, el muchacho era especial, no sólo por su conocimiento y por defender
bien las raíces del país y la cultura prehispánica, sino por su forma de
hablar. No se juntaba con gente que no tuviese algo que decir, y mucho menos
con los ignorantes, a quienes odiaba en secreto. Constantemente hacía reseñas
de libros y de películas, y constantemente también contestaba de mala forma si
alguien se atrevía a cuestionarle. Casi no se notaba, pero Guillermo estaba
obsesionado con odiar a las personas.
La
campaña estaba lista: a través de las redes sociales, trataría de promocionar
libros, películas y eventos en vivo para fomentar el Día de Muerto y no otra
cosa. Basta ya de disfraces extranjeros, se
decía a sí mismo cuando elaboraba sus planes. Prefería ver a niños vestidos de
catrín o a niñas de calaveras de azúcar que de vampiros o princesas, o cosas
así. Y cada vez que alguien le daba la contraria, o le hacía ver que ni el Día
de Muertos era tan original, Guillermo saltaba. Era común ver a gente ofendida
en las redes sociales por sus comentarios, aunque también se sabía de gente que
había sido humillada hasta el extremo, y difamada.
Guillermo
tenía poder, y le gustaba usarlo a su conveniencia. Sentirse más que los demás
era su especialidad, y pensar que sabía todo lo ponía casi eufórico.
Ese
año, un amigo de Guillermo llamado Iván, lo había invitado a un evento especial
el 1º de Noviembre, donde se mostraría una gran ofrenda de muertos y danzas
tradicionales, además de talleres para conocer más de la historia de aquella
celebración. Como Iván sí tenía coche, acordó pasar por él a las 8, ya que el evento
comenzaría una hora después, y con el tráfico, tal vez llegarían un tanto
justos de tiempo.
El
evento fue sensacional, aunque no era lo que Guillermo esperaba. No sólo había
gente, sino mucha gente, y se sentía
atrapado entre personas que, o no les interesaba el tema, o sí, pero no sabían
demasiado. Quería agarrarlos y azotarlos contra el suelo hasta que entendieran.
En especial a los niños: la mayoría iban disfrazados, pero no como deberían.
Había vampiros y zombies, brujas y princesas, pero ninguna pequeña catrina o
algún diablito perverso. Nada de eso: todos eran extranjeros.
Al
final del evento, y después de comer y tomarse una cerveza, Guillermo y estaba
harto. Le preguntó a Iván si ya podían irse, y como su amigo tenía que trabajar
al otro día, aceptó. Se dirigieron al estacionamiento improvisado, el cual
estaba cerca de una gran extensión de árboles y pasto, y más allá, el evento,
donde aún podían verse las luces y los adornos de papel picado flotando.
Guillermo
se sentó del lado del copiloto, pero Iván tardó. Se palpaba los bolsillos y
parecía preocupado. Cerró la puerta del piloto y se asomó por la ventanilla.
-Oye,
creo que olvidé mi celular en el salón de las calaveritas literarias. ¿Me
esperas? No me tardo.
-Ok,
no hay problema. Con tal de no regresar ahí…
Iván
sonrió y salió caminando rápido hasta el lugar del evento. Guillermo tuvo que
meter las manos en los bolsillos de la sudadera, porque su amigo había dejado
la ventanilla medio abierta, y se metía el aire frío.
Pasaron
al menos dos minutos hasta que Guillermo empezó a sentirse intranquilo y
desesperado. Fue cuando, del lado del piloto, más allá de los árboles, escuchó
un crujir de ramas. Tal vez un animal que pasaba por ahí, un perro o algo
parecido. Y aunque había un farol encendido cerca de ahí, no alumbraba tanto
como para ver que había sido. Enfocó su vista a través de los lentes sin
aumento, y no vio nada, más que la sombra de algo que parecía un arbusto.
Le
quitó importancia de nuevo y volteó a ver si Iván regresaba. No había nadie en
el camino de regreso, y al fondo se escuchaba a Chavela Vargas cantar “La
Llorona”.
Otra
vez el sonido de ramas y hojas pisadas. Esta vez, Guillermo se tomó un poquito
más de tiempo, pensando que podía espantar al animal si le veía moverse. Cuando
se asomó de nuevo, lo que vio lo hizo palidecer, y casi se le caen los lentes
del asombro.
Del
otro lado del pasto, cerca de un árbol solitario, estaba una persona, vestida
de payaso, sonriendo, con los ojos bien abiertos, y las manos pegadas a los
costados. Guillermo lo vio durante unos minutos, antes de que empezara a
caminar hacía el coche. Del fondo de su disfraz sacó un cuchillo, afilado, muy
grande, y que brillaba aún en la oscuridad de aquel lugar.
El
muchacho se acercó al volante y empezó a tocar el claxon, esperando que alguien
lo escuchara o que el desconocido se asustara y corriera. Pero no pasó. El
payaso seguía caminando y Guillermo, asustado, seguía tocando violentamente el
claxon. Si esperar más, y con el payaso a metro y medio del coche, se quitó el
cinturón de seguridad y, tratando de abrir la puerta, se desesperó. El payaso
ya estaba del otro lado de la ventanilla, tocando el vidrio que estaba abajo
con la punta del cuchillo. Guillermo soltó un grito, y abriendo la puerta,
salió del coche.
Caminó
de espaldas, tratando de buscar al payaso. Pero ya no había nadie. Sólo el
coche, solitario y con la puerta abierta.
Entonces,
chocó contra algo detrás de él, que lo hizo soltar un grito más fuerte. Pero no
era nada más que Iván, quién reaccionó al grito de su amigo y trató de
tranquilizarlo.
-¿Qué
pasó?
Guillermo
seguía respirando entrecortadamente, y no dejaba de ver al auto. No había nadie
más que ellos dos, e Iván estaba muy nervioso por su comportamiento.
-Creí
ver algo, pero no hay nada. Creo que era un animal-, mintió Guillermo, ya más
tranquilo.
-Ok,
está bien. Si quieres respira. Voy a subir.
Iván
dejó a su amigo tranquilizarse, mientras se subía al coche. Respiró, se estiró
un poco y regresó a su lugar. El susto había pasado. Cerró la puerta mientras
le preguntaba a su amigo.
-¿Encontraste
tu celular?
Iván
respondió, algo taciturno:
-No,
pero mira lo que traje…
Guillermo
ya había cerrado la puerta cuando volteó a ver.
Ahí
no estaba Iván, y no traía su celular.
Era el payaso, de
enorme sonrisa y ojos bien abiertos, con el cuchillo en la mano…