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jueves, 29 de octubre de 2015

¡El Valiente!




Después de lo que le había pasado aquella noche, Roberto supo que todo ese tiempo se había equivocado.
Y es que su presunción no conocía límites. No sólo se jactaba de su inteligencia y sus habilidades, sino también de su físico. Ir al gimnasio era su pasión, y si no lo publicaba en las redes sociales, sus ansias de más se incrementaban, se desbordaba.
Puede que tuviese el cuerpo más envidiable y aún más que usara ese atractivo visual, junto con su inteligencia, para conquistar mujeres (y uno que otro hombre), pero Roberto carecía de algo: humildad. Podía demostrar todo, excepto un poco de respeto hacia quienes no fueran iguales que él. Humillaba a los que se le acercaban para pedirle consejos, o incluso a la gente que no tuviera las mismas percepciones de la vida que él. Los pocos que lo trataban se daban cuenta de que algo no iba bien, pero no le hacían caso. Lo admiraban por cualquier otra cosa, cualquier tontería, y seguían sus pasos como perros amaestrados.

La noche en que todo cambió en la vida de Roberto, él se encontraba haciendo ejercicio en el gimnasio. Podía pasar horas ahí, y más los fines de semana, ya que prefería no salir a divertirse a costa de mejorar su aspecto. Sus enormes músculos le daban un aspecto glorioso a su cuerpo cuando se movía en cualquier aparato en el que estuviera. Ya fuera corriendo, levantando pesas, haciendo pierna, presionando… Era su elemento, su lugar, su vida.
Escuchaba un poco de música, de esa que muchos consideraban fresa. Algo de rock indie, folk, música clásica. Cualquier cosa que dejara de ser igual que lo que los demás escucharan. Sin embargo, a pesar de haber cerrado sus oídos a cualquier perturbación, podía ver lo que pasaba. Y no es que pasara nada interesante, porque el gimnasio estaba casi vacío, y los únicos dos instructores de la noche ni siquiera estaban por ahí. La gente se iba retirando poco a poco, primero a las duchas, luego a sus casas. Y por las enormes ventanas, Roberto miraba hacía la calle, mientras la gente pasaba sin ponerle demasiada atención. ¡Estoy aquí, contémplenme!, decía su mente, pero ninguno le hacía caso. Ni siquiera el muchacho gordo que pasó por ahí, sonriendo de algo que una amiga le contaba al caminar. Era como si todo ese esfuerzo realizado en su cuerpo no sirviese para nada, ni para aquellas personas tan idiotas que no lo veían.
Al final solo quedaban dos personas, además de él: un muchacho bajito pero con músculos prominentes, y otro más delgado, pálido, que estaba decidiendo sin mucha suerte lo que haría a continuación. Aún quedaba otra hora antes de que el local cerrara, por lo que Roberto decidió hacer un poco de ejercicios para tonificar la espalda, en una máquina que, sentado, empujaba con ambos brazos hacía el centro de su pecho.
Desde ahí podía ver todo lo que los otros dos hacían. El chico bajito hacía pesas, acostado en una especie de banca alargada y acolchada, levantando sobre su cuerpo al menos unos cincuenta kilos. El otro, el pálido, seguía de pie, observando los aparatos, hasta que fijó su mirada en el otro muchacho, mientras levantaba con precaución las pesas.
Eso llamó la atención de Roberto. Casi siempre había gente que, además de ir a los gimnasios a hacer ejercicio, iba a ligar. No siempre terminaba en toqueteo, pero con tan solo palabras se podía convencer a casi cualquiera. Él mismo lo había hecho, y al parecer, estaba pasando una vez más. Pero no era normal: que el muchacho pálido mirara al otro fijamente era más raro. Parecía como si lo estuviese cazando, vigilando sus movimientos.

Fue cuando ocurrió todo. El muchacho pálido, acercándose al otro, se puso detrás de él, poniendo su cuerpo justo por detrás de su cabeza. Al menos, pensó Roberto, le ayudaría a levantar más peso y después le haría la plática. Pero no: el pálido puso ambas manos sobre la barra de metal de las pesas, y empezó a presionar, haciendo que el metal chocara contra el pecho abultado del otro muchacho, quién pataleaba para querer liberarse. Roberto dejó de inmediato el aparato, levantándose, y aunque casi se hace daño por querer salir así de rápido, se quitó los audífonos y los colgó sobre su cuello. Se acercó a los dos muchachos, y decidió enfrentar al pálido.
-¿Qué te pasa? Eres un animal, déjalo…-, dijo. Las palabras salieron lo más natural posible. De haber sido otra ocasión, hubiese dejado todo. Pero no había instructores disponibles, y sólo estaba él, defendiendo a un cualquiera de una posible agresión.
El muchacho pálido levantó la mirada, le sonrió, y siguió apretando. El rostro de aquel chico era horrible: los pómulos marcados, los ojos hundidos y los labios resecos. Tenía el cabello algo largo, muy lacio y delgado. Parecía un cadáver.
Roberto estiró los enormes brazos por encima del muchacho bajito, y con todas sus fuerzas, empujó a aquel chico pálido, e hizo que chocara contra una de las ventanas. Ya no le importaba nada: se acercó a zancadas hasta aquella ventana, y sin darle oportunidad de quitarse, Roberto agarró al muchacho pálido del cuello de la playera y lo acorraló contra el vidrio. Luego, sin darse cuenta, lo empezó a estrangular. Sentía la fuerza de sus brazos recorrer sus extremidades hasta los dedos, como un fuego que quema pero no hace daño. De repente se sintió como aquellas veces cuando alardeaba de su cuerpo, de saber más que los demás, así de bien. Era Dios…

A Roberto lo encontraron unos cinco minutos después los entrenadores, y tuvieron que hacer lo imposible por quitarlo de ahí, hacer que despegara los dedos y dejara de apretar. Porque, aunque él lo jurara, jamás habían visto a un cliente tan feo y pálido como el que él juraba estaba ahorcando. Y tampoco pudo dar razones por las que ahogara a ese pobre muchacho con las pesas contra su pecho, hasta matarlo. No sabía por qué, más en su interior, al recordar eso, se sentía mejor, superior a cualquier otro.
Era Dios, y estaba metido en problemas…

2 comentarios:

Azahena dijo...

No entendí el final...

Luis Zaldivar dijo...

Él lo había matado. El muchacho pálido era parte de su mente nada más.

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