Ramiro
se había tirado tanto a la bebida que, algunas veces, ni siquiera sabía cómo
había llegado a casa. Aún así, sin importarle lo que podría decir su esposa y
sus hijos de él, no lo dejaría. Era su único consuelo y alivio de una vida tan
mediocre.
Sucedió
una noche que, vagando por los bares más finos y no tanto de la ciudad, se
encontró con uno de los peores establecimientos: un pequeño local justo a un
costado de un abandonado callejón, repleto de mugre en las paredes y rodeado de
basura. Incluso algunas ratas se atrevían a salir corriendo sin temor. Ramiro
pensó que podía ser su última oportunidad de tomar la fiesta en serio, porque
ya había gastado la mayor parte de su pago quincenal, y pronto tendría que
regresar a casa como pudiera.
Entrando
a aquel lugar, cualquiera en sobriedad se hubiese arrepentido. Era un lugar
asqueroso, con manchas de sangre y vómito en el suelo, las mesas destartaladas
y las sillas viejas, apolilladas. Detrás de la barra estaba el dependiente, un
hombre viejo y gordo, con pinta de malas pulgas. Ni siquiera estaba lleno, a
excepción de un señor muy alto, vestido con pantalón de vestir y chamarra de
cuero, acompañado de una jovencita de vestido rojo muy entallado; más allá, en
una mesa abandonada, un ebrio levantaba la cabeza de vez en cuando, hipando y
babeando sobre su vaso de algo que parecía whisky.
Ramiro
se acercó a la barra, y sin pensarlo, pidió coñac. El dependiente, viéndolo con
aquella cara de perro maldito, le sirvió lo que deseaba en una copa sucia y
raspada. Era el peor coñac del mundo, pero a Ramiro poco le importó. Se lo
bebía casi como agua, copa tras copa. Al menos, el dependiente, viendo lo
contento que estaba Ramiro con su bebida asquerosa, le servía más y le cobraba
cada vez menos. Si se quedaba ciego, era su culpa.
Después
de al menos diez vasos, y de pagar algo de dinero, Ramiro salió tambaleándose
de ahí. Ni siquiera recordaba dónde había dejado el coche, pero poco le
importó. Se metió sus últimos 57 pesos en el bolsillo y caminó hacia la salida
de aquel callejón… chocando con la pared. Se había equivocado, y tropezando,
cayó al suelo volcando a su paso varios botes de basura. Una rata salió
corriendo para esconderse en un agujero en la pared.
Ramiro
se quedó ahí, recostado en el suelo y con la cabeza llena de basura maloliente,
hasta que vio una figura ya conocida. Del bar mugriento había salido la
jovencita, caminando algo atontada sobre sus altos tacones. Parecía ir sola,
porque el enorme gorila de la chamarra de cuero no la seguía. Se acercó a
Ramiro, tanto para que este, con borrachera y todo, pudiera admirar las piernas
de la muchacha, tan torneadas y firmes.
-¿Estás
bien?-, dijo ella, estirando una mano frágil para ayudarle. Ramiro no sabía qué
decir: estiró su mano y fue ayudado a levantarse, con cuidado y más mareado que
nunca por el golpe. La muchacha era delgada, pero muy linda, con un rostro
angelical y tierno, cabello negro largo y rizado, y ojos azules. Le sonrió algo
desganada, pero de manera coqueta, casi sensual.
-¿Vienes
solo?-, le dijo ella, acercándose más a él. Ramiro sintió de repente los
delicados dedos de la muchacha, que no debía de pasar de los 16 años,
acariciando su paquete con suavidad.
-Yo…
bueno, estoy casado, pero…
-No
veo a tu esposa por aquí. ¿Sí te satisface? ¿Te la deja bien dura?
Ramiro
no sabía qué contestar. No sabía si tanto alcohol en su cuerpo lo había dejado
atontado para contestar, o aquella caricia baja le había puesto en un estado de
trance difícil de ignorar. No pensaba en su mujer, a quien ni siquiera quería…
Ahora estaba la muchacha, tan tierna e inocente, tan fácil...
-Yo
no tengo dinero.
La
muchacha sonrió, mostrando más las pecas que adornaban su cara, y de las cuales
Ramiro ni se había dado cuenta.
-No
te preocupes: la primera es de cortesía…
La
muchacha se agachó, y con cuidado, le bajó el cierre del pantalón a Ramiro.
Este se dejó llevar, primero por el placer, luego por el remordimiento, por el
rostro de sus hijos mientras hacía eso, mientras la chica disfrutaba de su miembro
entre su boca.
Ramiro
se arrepintió rápidamente, y apartó a la chica de sí, haciéndola caer de
rodillas en el sucio suelo del callejón. Se abrochó rápidamente el pantalón y
casi se arrinconó en la pared del callejón, mirando desde ahí a la muchacha, de
rodillas, muy ofendida.
-¿Qué
te pasa, pedazo de animal?
El
hombre no supo qué responder, y sin levantar la mirada, salió corriendo de ahí,
dando tumbos.
Después
de lo que le parecieron dos minutos corriendo, Ramiro se dio cuenta de que algo
no iba bien: el callejón se le hacía más largo, ya fuera por las copas que
llevaba encima o por la distancia. Ni siquiera recordaba que fuera tan largo.
El miedo se apoderaba de su piel y de sus piernas, que dejaban de responderle
por ratos. Miró hacía arriba, pero el cielo, antes nublado, ahora no tenía nada:
era como un enorme pozo negro. Miró hacía la derecha, y la puerta de aquel
establecimiento seguía ahí, aunque él no dejaba de correr. Hubo un momento en
que, sin darse cuenta, sus pies tropezaron y casi cayó encima de un barril, muy
cerca de la salida del callejón.
Se
alivió de ver que ya había llegado al final de aquella calle sucia, aunque el
sol iluminaba ya las calles y las paredes. Debía ser más de mediodía, y sin
pensarlo dos veces, volteó hacía atrás. Ahí estaba el bar, y algunas otras
cosas, como cajas y basura. No había rastro de la muchacha.
-Debí
haberme quedado dormido…
Sin
darse cuenta, cuando Ramiro dio la vuelta, chocó contra un par de monjas, que
iban caminando despacio y muy juntas, agarradas del brazo. Las mujeres se
tambalearon pero no cayeron al suelo, y al ver al hombre sucio y ebrio, se
persignaron, sintiéndose asqueadas.
-¿Apenas
es mediodía y usted ya está así? Qué Dios lo ampare…
Ramiro
se quedó impresionado de lo que la más vieja de las monjas le había dicho, que
se les quedó viendo con malos ojos cuando se alejaron. Del otro lado, caminando
rápidamente, se acercaba un hombre, a quién Ramiro reconoció como el hombre
elegante que tenía en las piernas a la chica la noche anterior. Sin embargo,
iba vestido de manera más elegante aún, con pantalones muy viejos pero
coloridos, y una chaqueta abultada por el enorme tamaño de su cuerpo.
-Vaya,
don Ramiro, hasta que lo encuentro. Bien, su esposa lo está buscando, y ya sabe
cómo se pone esa mujer. Será mejor no hacerla esperar…
-¿Conoce
usted a mi esposa?-, dijo Ramiro, caminando apresuradamente al lado de aquel
hombre, quién parecía no tener tiempo para nada más.
-Por
supuesto, somos vecinos. ¿Tan temprano y ya está bebiendo, don Ramiro? Esa
costumbre suya va a terminar matándolo, ya verá…
Caminaron
por las calles de la ciudad, las cuales se veían todavía más limpias que nunca.
Ramiro ni siquiera reconoció las cosas que veía alrededor, y la gente, tan
elegante, no le prestaba tanta atención a un inmundo borracho caminando por ahí
a medio día. Después de un largo tramo, y de dar vuelta en varias calles, el
hombre gordo se detuvo enfrente de una pequeña casa en la esquina. Ramiro se le
quedó viendo a la casa: ni siquiera era la suya. ¿Le estaba jugando una mala
broma?
-Esta
no es mi casa…
El
hombre gordo soltó una carcajada que retumbó en las paredes de la solitaria
calle.
-¿Cómo
no va a ser? Vamos, señor, no le tema a su mujer. Mañana lo veré de nuevo, no
se preocupe por nada. Que tenga buen día…
Sin
más, el hombre gordo salió caminando de regreso por donde habían venido. Ramiro
estaba indeciso y confundido, pero de todas maneras, tenía que entrar a esa
casa. Abrió la puerta lentamente…
En
donde debía ser la estancia de aquella casa sólo había sillas incómodas y una
mesa pequeña. Más allá había una cama y del otro lado una cocina, o al menos
una especie de hueco para la leña. En una de las sillas ya había alguien
sentado, vestida de rojo, con una enorme falda que le llegaba hasta los
tobillos. Era la misma chica que había estado con él en el callejón, aún más
enojada que la noche anterior.
-¿Dónde
estabas, animal? ¿Ves la hora? No tienes madre…
Ramiro
la miró desconcertado, buscando un sentido a todo eso. Ella no era su esposa, y
sus hijos…
-¿Y
los niños? ¿Dónde están mis hijos?
La
muchacha se levantó, mirándole entre enojada y confundida.
-Eres
más imbécil cuando bebes. No tenemos hijos, no puedo si me tengo que salir toda
la noche a conseguir dinero con hombres que ni conozco. Así que ponte a hacer
algo de provecho, borracho de mierda…
La
muchacha se levantó de la silla, y acercándose a Ramiro, sacó un cuchillo del
dobladillo de la falda, y se lo clavó en un hombro. El hombre soltó un grito de
dolor y aterrorizado, se echó al suelo, gritando y sangrando.
-¡Para
que veas quien manda aquí, cabrón!
La
muchacha salió de la casa, azotando la puerta, y dejando a Ramiro en el suelo,
herido y con miedo, mirando al techo de aquella casa, hecho de paja y tejas
viejas.
3 comentarios:
no entendí.... era una alucinación la muchacha o su vida de familia?, es terrorífico o suspense....?
Ese es el chiste, que no tiene pies ni cabeza. Puede ser que todo haya sido real antes de que apareciera en ese nuevo mundo, y que sea un castigo a sus vicios, como su infierno. O una alucinación barata por su borrachera.
Pues que pedo traía este cabron jajajajajaja
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