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martes, 27 de octubre de 2015

¡El Catrín!




Como buen muchacho que era, y viniendo de una familia acomodada, Miguel nunca había imaginado su vida laboral en una oficina, trabajando temprano para conseguir lo que quería. En todo caso, se había hecho de varios amigos, la mayoría hombres, quienes perseguían, cada fin de mes, una misma meta: planear fiestas y salidas, y desvelarse. El chiste era disfrutar.
Miguel y sus amigos se hacían llamar los Niños Buena Onda, compartiendo no sólo el espacio de trabajo, sino también los mismos orígenes y las mismas prácticas. Se jactaban de tener lo necesario, y de siempre estar a la altura, por encima de todos los demás, burlándose de las personas en las redes sociales, subiendo fotos de ellos tomando, y sonriendo falsamente. Y cómo parecía que las fotos se veían todas iguales, no faltó quién hiciera la diferencia: Miguel iba mucho mejor vestido que todos sus amigos, y con eso demostraba que, a pesar de su empleo, él podía ser mejor que nadie.
Sin embargo, un día en la oficina, la suerte le cambió. A Miguel le habían pedido un sencillo informe, y a pesar de todo, no estaba dispuesto a hacerlo, para así terminar con algunos pendientes, y porque no estaba en disposición de seguir órdenes tan sencillas como esa. Confiando en que nadie lo iba a saber, Miguel le propuso a Fabián, un becario que hacía servicio social ahí, que se hiciera cargo del informe. Fabián, temeroso, lo hizo, pensando que Miguel era alguien mucho más importante. Poco tiempo después se supo del excelente trabajo que Fabián había hecho con ese informe, y a pesar de estar becado aún, ya tenía una plaza asegurada en la oficina cuando terminase los estudios.
De haberse tratado de otra persona, Miguel hubiese reaccionado diferente, alegrándose de que alguien sencillo hubiese escalado rápidamente por algo bien hecho. Pero el odio consumía su razón y le apretaba tanto el corazón, que no pudo ocultar su coraje, ni siquiera con sus mejores amigos, a quienes trataba peor que basura, a pesar de su fidelidad.
Decidió acorralar a Fabián un día que el chico había bajado a la bodega donde se guardaban los archivos. Lo agarró del cuello de la camisa y lo empujó hasta la pared, a pesar de que Miguel era más bajo que el chico. Las carpetas y papeles que llevaba Fabián en sus brazos se le cayeron, pero temía más por su seguridad que por eso. Ambos se vieron a los ojos, Fabián asustado, Miguel enojado.
-¿Te crees muy listo, no? ¿Por qué hiciste ese informe?
Fabián tragó saliva antes de hablar.
-Me lo pediste…
-Así es, me lo debes a mí. Escúchame bien. O declinas la oferta del jefe, o los Niños Buena Onda te vamos a hacer la vida imposible, ¿captas?
Sin afirmar nada, Fabián se soltó de las manos de Miguel, se agachó para recoger sus cosas del suelo y salió caminando rápidamente de ahí, subiendo los escalones de dos en dos.
Miguel se quedó ahí abajo, solo, con todo su coraje. Empezó a patear las estanterías y hasta hizo que una de las cajas de abajo saliera volando. Todo se quedó en silencio, mientras el muchacho jadeaba, tratando de romper algo más, sacar su enojo, su…
-Si fuera tú, no volvería a hacer eso…
Saltando de la impresión, Miguel se dio la vuelta hacia donde había escuchado la voz. Sentado, sobre una de las estanterías, había un chico, muy joven, con una sonrisa muy blanca y ojos claros muy abiertos. Llevaba por vestimenta una especie de mono verde, que le cubría todo excepto las manos y los pies descalzos. Sobre la cabeza, de cabello rizado, llevaba un sombrero amarillo, muy largo, que le caía por encima del hombro hasta las rodillas.
-¿Quién eres…?-, preguntó Miguel, casi susurrando para esconder su temor.
-Tú deberías saberlo, Miguel. ¿No les bastó con dejarme aquí cuando me estaba muriendo y ahora preguntas “quién soy”?
Miguel recordó todo de repente, ya fuera por el miedo de aquella presencia en la bodega o porque se había propuesto olvidar todo que ni siquiera se acordaba de aquello.
Hace tiempo, para subir de puesto, Miguel había acordado junto a los Niños Buena Onda jugarle una pesada broma a uno de los muchachos de la oficina, llamado Rubén, quién ni siquiera les había hecho algo malo. Lo único que le calaba a Miguel era que el otro muchacho trabajaba bien, lo hacía todo mejor que los demás, y eso era imperdonable. Aquella vez, hicieron que Rubén bajara a la bodega por un supuesto encargo. Después de verlo bajar, Miguel arrojó hacia las escaleras una especie de líquido en un frasco, sin saber que era veneno para ratas, algo que al contacto con el aire se transformaba en gas mortal.
Después de cerrar la puerta, y pensando que el pobre Rubén sólo saldría con aroma a peste, Miguel y sus amigos regresaron al trabajo. No había huellas ni nada que los incriminara. Y lo peor fue que, cuando encontraron el cadáver, los amigos no hicieron nada. Asustado, Miguel los amenazó a guardar silencio. Todos se habían olvidado de aquello.
Hasta ahora…
-Imposible…
El espíritu de Rubén miraba atentamente a Miguel, sonriendo, como si supiera algo que el otro no.
-Hay miedo en tus ojos. Creo que ya lo recordaste al fin, y eso me alegra bastante. Nadie supo qué había pasado, y sólo pensaron que había sido un accidente. Eso me llenó de rabia, Miguel, de una ira incontenible…
-Yo… bueno, nosotros no…
-Ah, claro… Ustedes no querían. Y lo hicieron, de todas maneras lo hicieron. Ya es muy tarde para arrepentimientos, amigo mío-, dijo aquel ser, moviendo las piernas, columpiándolas como si fuese un niño travieso, divirtiéndose con el dolor de una mosca sin alas.
Miguel estaba pálido, y no se podía mover.
-¿Vas a matarme…?
El ser soltó una sonora carcajada.
-No, no, eso sería demasiado fácil. La gente imbécil como tú no merece morir. ¿Qué pretendías hacerle a ese muchacho? ¿También lo ibas a matar “por accidente” como a mí? Eres una basura…
Como si fuese llevado por el viento, desdibujando sus contornos y disolviendo sus colores, el ser se desapareció. Miguel pudo moverse, buscando entre los pasillos y las estanterías, tratando de ubicar a aquella cosa que tenía un rostro tan conocido… No había nadie, sólo estaban él y varios documentos viejos, cajas, muebles rotos, material inservible…
-No, no es nada-, se dijo a sí mismo. Miguel respiraba entrecortadamente, tratando de serenarse. La sangre volvió a correr por sus extremidades, y sintió de nuevo las ganas de caminar, y de salir de la bodega.
Caminó hasta las escaleras. Sólo alcanzó a subir dos escalones, cuando sintió que alguien lo empujaba. Cayó de bruces, apoyándose en ambas manos. Pero poco le bastó, porque una fuerza lo hizo caer al fin al suelo, presionándole el pecho contra el filo de los escalones. El viento soplaba ahí dentro como si estuviera al aire libre. Una voz terrible se levantó como si viniera del suelo, y Miguel alcanzó a ver, por encima de su hombro, al terrible espectro que se levantaba a sus espaldas, empujándolo cada vez más en el suelo.
Era el mismo ser que hablaba y se parecía a Rubén, con la misma ropa colorida y el gorro que flotaba ahora en el aire. Sn embargo, su cara se había arrugado, y sus ojos se hundieron en las cuencas, como un par de canicas negras. Su boca había crecido tanto, que las comisuras llegaban hasta las orejas, con enormes dientes afilados y una lengua que se movía de arriba abajo, soltando saliva.
-¡VAS A SENTIR LO QUE DUELE, LO VAS A SENTIR, MUCHACHITO PRESUMIDO…!
La criatura presionaba más y más, y mientras Miguel se quedaba sin aire, con la vista nublada y un grito de terror atorado en la garganta, sintió que le bajaban los pantalones. Después, se desmayó…

Lo encontraron dos horas después, cuando uno de sus amigos notó la ausencia, y cuando pudieron abrir la puerta de la bodega, que estaba atorada. Estaba en el suelo, inconsciente, con los pantalones abajo, desgarrados y manchados de sangre. Cuando Fabián ayudó a voltearlo, se dieron cuenta del horror.
Alguien le había arrancado el pene, a mordidas.

2 comentarios:

Azahena dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Azahena dijo...

Jajajajajaja el muerto degenerado

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