Como
buen muchacho que era, y viniendo de una familia acomodada, Miguel nunca había
imaginado su vida laboral en una oficina, trabajando temprano para conseguir lo
que quería. En todo caso, se había hecho de varios amigos, la mayoría hombres,
quienes perseguían, cada fin de mes, una misma meta: planear fiestas y salidas,
y desvelarse. El chiste era disfrutar.
Miguel
y sus amigos se hacían llamar los Niños Buena Onda, compartiendo no sólo el
espacio de trabajo, sino también los mismos orígenes y las mismas prácticas. Se
jactaban de tener lo necesario, y de siempre estar a la altura, por encima de
todos los demás, burlándose de las personas en las redes sociales, subiendo
fotos de ellos tomando, y sonriendo falsamente. Y cómo parecía que las fotos se
veían todas iguales, no faltó quién hiciera la diferencia: Miguel iba mucho mejor
vestido que todos sus amigos, y con eso demostraba que, a pesar de su empleo,
él podía ser mejor que nadie.
Sin
embargo, un día en la oficina, la suerte le cambió. A Miguel le habían pedido
un sencillo informe, y a pesar de todo, no estaba dispuesto a hacerlo, para así
terminar con algunos pendientes, y porque no estaba en disposición de seguir
órdenes tan sencillas como esa. Confiando en que nadie lo iba a saber, Miguel
le propuso a Fabián, un becario que hacía servicio social ahí, que se hiciera
cargo del informe. Fabián, temeroso, lo hizo, pensando que Miguel era alguien
mucho más importante. Poco tiempo después se supo del excelente trabajo que
Fabián había hecho con ese informe, y a pesar de estar becado aún, ya tenía una
plaza asegurada en la oficina cuando terminase los estudios.
De
haberse tratado de otra persona, Miguel hubiese reaccionado diferente,
alegrándose de que alguien sencillo hubiese escalado rápidamente por algo bien
hecho. Pero el odio consumía su razón y le apretaba tanto el corazón, que no
pudo ocultar su coraje, ni siquiera con sus mejores amigos, a quienes trataba
peor que basura, a pesar de su fidelidad.
Decidió
acorralar a Fabián un día que el chico había bajado a la bodega donde se
guardaban los archivos. Lo agarró del cuello de la camisa y lo empujó hasta la
pared, a pesar de que Miguel era más bajo que el chico. Las carpetas y papeles
que llevaba Fabián en sus brazos se le cayeron, pero temía más por su seguridad
que por eso. Ambos se vieron a los ojos, Fabián asustado, Miguel enojado.
-¿Te
crees muy listo, no? ¿Por qué hiciste ese informe?
Fabián
tragó saliva antes de hablar.
-Me
lo pediste…
-Así
es, me lo debes a mí. Escúchame bien. O declinas la oferta del jefe, o los
Niños Buena Onda te vamos a hacer la vida imposible, ¿captas?
Sin
afirmar nada, Fabián se soltó de las manos de Miguel, se agachó para recoger
sus cosas del suelo y salió caminando rápidamente de ahí, subiendo los
escalones de dos en dos.
Miguel
se quedó ahí abajo, solo, con todo su coraje. Empezó a patear las estanterías y
hasta hizo que una de las cajas de abajo saliera volando. Todo se quedó en
silencio, mientras el muchacho jadeaba, tratando de romper algo más, sacar su
enojo, su…
-Si
fuera tú, no volvería a hacer eso…
Saltando
de la impresión, Miguel se dio la vuelta hacia donde había escuchado la voz.
Sentado, sobre una de las estanterías, había un chico, muy joven, con una
sonrisa muy blanca y ojos claros muy abiertos. Llevaba por vestimenta una
especie de mono verde, que le cubría todo excepto las manos y los pies
descalzos. Sobre la cabeza, de cabello rizado, llevaba un sombrero amarillo,
muy largo, que le caía por encima del hombro hasta las rodillas.
-¿Quién
eres…?-, preguntó Miguel, casi susurrando para esconder su temor.
-Tú
deberías saberlo, Miguel. ¿No les bastó con dejarme aquí cuando me estaba
muriendo y ahora preguntas “quién soy”?
Miguel
recordó todo de repente, ya fuera por el miedo de aquella presencia en la
bodega o porque se había propuesto olvidar todo que ni siquiera se acordaba de
aquello.
Hace
tiempo, para subir de puesto, Miguel había acordado junto a los Niños Buena
Onda jugarle una pesada broma a uno de los muchachos de la oficina, llamado
Rubén, quién ni siquiera les había hecho algo malo. Lo único que le calaba a
Miguel era que el otro muchacho trabajaba bien, lo hacía todo mejor que los
demás, y eso era imperdonable. Aquella vez, hicieron que Rubén bajara a la bodega
por un supuesto encargo. Después de verlo bajar, Miguel arrojó hacia las
escaleras una especie de líquido en un frasco, sin saber que era veneno para
ratas, algo que al contacto con el aire se transformaba en gas mortal.
Después
de cerrar la puerta, y pensando que el pobre Rubén sólo saldría con aroma a
peste, Miguel y sus amigos regresaron al trabajo. No había huellas ni nada que
los incriminara. Y lo peor fue que, cuando encontraron el cadáver, los amigos
no hicieron nada. Asustado, Miguel los amenazó a guardar silencio. Todos se habían
olvidado de aquello.
Hasta
ahora…
-Imposible…
El
espíritu de Rubén miraba atentamente a Miguel, sonriendo, como si supiera algo
que el otro no.
-Hay
miedo en tus ojos. Creo que ya lo recordaste al fin, y eso me alegra bastante.
Nadie supo qué había pasado, y sólo pensaron que había sido un accidente. Eso
me llenó de rabia, Miguel, de una ira incontenible…
-Yo…
bueno, nosotros no…
-Ah,
claro… Ustedes no querían. Y lo hicieron, de todas maneras lo hicieron. Ya es
muy tarde para arrepentimientos, amigo mío-, dijo aquel ser, moviendo las
piernas, columpiándolas como si fuese un niño travieso, divirtiéndose con el
dolor de una mosca sin alas.
Miguel
estaba pálido, y no se podía mover.
-¿Vas
a matarme…?
El
ser soltó una sonora carcajada.
-No,
no, eso sería demasiado fácil. La gente imbécil como tú no merece morir. ¿Qué
pretendías hacerle a ese muchacho? ¿También lo ibas a matar “por accidente”
como a mí? Eres una basura…
Como
si fuese llevado por el viento, desdibujando sus contornos y disolviendo sus
colores, el ser se desapareció. Miguel pudo moverse, buscando entre los
pasillos y las estanterías, tratando de ubicar a aquella cosa que tenía un
rostro tan conocido… No había nadie, sólo estaban él y varios documentos
viejos, cajas, muebles rotos, material inservible…
-No,
no es nada-, se dijo a sí mismo. Miguel respiraba entrecortadamente, tratando
de serenarse. La sangre volvió a correr por sus extremidades, y sintió de nuevo
las ganas de caminar, y de salir de la bodega.
Caminó
hasta las escaleras. Sólo alcanzó a subir dos escalones, cuando sintió que
alguien lo empujaba. Cayó de bruces, apoyándose en ambas manos. Pero poco le
bastó, porque una fuerza lo hizo caer al fin al suelo, presionándole el pecho
contra el filo de los escalones. El viento soplaba ahí dentro como si estuviera
al aire libre. Una voz terrible se levantó como si viniera del suelo, y Miguel
alcanzó a ver, por encima de su hombro, al terrible espectro que se levantaba a
sus espaldas, empujándolo cada vez más en el suelo.
Era
el mismo ser que hablaba y se parecía a Rubén, con la misma ropa colorida y el
gorro que flotaba ahora en el aire. Sn embargo, su cara se había arrugado, y
sus ojos se hundieron en las cuencas, como un par de canicas negras. Su boca
había crecido tanto, que las comisuras llegaban hasta las orejas, con enormes
dientes afilados y una lengua que se movía de arriba abajo, soltando saliva.
-¡VAS
A SENTIR LO QUE DUELE, LO VAS A SENTIR, MUCHACHITO PRESUMIDO…!
La
criatura presionaba más y más, y mientras Miguel se quedaba sin aire, con la
vista nublada y un grito de terror atorado en la garganta, sintió que le
bajaban los pantalones. Después, se desmayó…
Lo
encontraron dos horas después, cuando uno de sus amigos notó la ausencia, y
cuando pudieron abrir la puerta de la bodega, que estaba atorada. Estaba en el
suelo, inconsciente, con los pantalones abajo, desgarrados y manchados de
sangre. Cuando Fabián ayudó a voltearlo, se dieron cuenta del horror.
Alguien le había
arrancado el pene, a mordidas.
2 comentarios:
Jajajajajaja el muerto degenerado
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