Cada
noche, antes de acostarse, Beto terminaba uno o dos versos de una canción que
llevaba componiendo desde hacía meses. Era una balada con toques de rock, el
género que más le gustaba. Había compuesto muchas otras canciones, saliéndose
de lo convencional y casi siempre combinando diferentes géneros que no tuvieran
nada que ver. Todo se lo debía a su educación en una renombrada escuela de
música y a la pasión que ejercía en su trabajo diario. Tenía una banda y tocaba
ocasionalmente con ella, aunque usualmente prefería el trabajo en solitario:
era mejor así.
Beto
estaba casi solo, ya que sus padres vivían a unas cuantas cuadras de dónde él
residía, pero también convivía la mayor parte del tiempo con una hermosa
criatura, un gato negro al que llamaba Noche. No tenía marcas de nacimiento, ni
pelos de otro color: Noche era perfecto, tan negro como aquello a lo que
representaba. Sus hermosos ojos verdes brillaban durante la penumbra y parecían
ver más allá de cualquier cuerpo y alma. Se podía decir que Noche no era ni
siquiera un gato.
Por
fin, había llegado el momento: Beto le estaba dando los últimos toques a su
canción, y estaría listo para grabarla en formato casero y dejar un registro,
como en todos los demás trabajos de su autoría. La balada terminaba con un
sencillo solo de guitarra, y aún así, parecía que la letra, que hablaba de un
amor mal correspondido y del espacio exterior, encajaba a la perfección con
aquel final de antología.
Sin
embargo, el muchacho advirtió que, fuera por la hora o por el agotamiento, su
cabeza daba vueltas, tratando de recordar lo que seguía o cual era el acorde
que necesitaba para rematar la canción. Su mirada se nublaba de repente, pero
lo relacionó con una operación de los ojos que se le había practicado hace poco
tiempo. Se quitó los lentes y trató de parpadear un poco, mientras el incesante
dolor de cabeza martillaba sus sienes como si se tratara de un taladro invisible.
Eso
no era cansancio, y Beto se alarmó: el corazón le latía, desbocado, y le dolía
el brazo izquierdo. Estaba sufriendo un infarto o algo parecido. Se levantó de
la cama, tratando de salir del departamento para pedir ayuda. Apenas salió de
la recámara, trastabillando con todo lo que se encontraba en su camino,
volcando la televisión de la estancia y sintiendo que el pecho le oprimía más y
más los pulmones. No iba a llegar; la puerta estaba a unos metros de él, y la
vista le daba vueltas, como si estuviera en un juego de feria.
Lo
último que alcanzó a ver, casi lejano, ya etéreo, fue a Noche, quién caminaba
con sus cuatro patas delgadas hacía él, mirándolo con aquellos ojos de
esmeralda que parecían ver cómo su alma se desprendía del cuerpo, hacía la oscuridad
de la muerte.
Pasaron
segundos, minutos y quizá horas. Hasta días… Nada estaba en su lugar. Era como
si Beto, atrapado entre el aquí y el allá, viajara a través de un enorme tubo
negro, con suficiente espacio para ver, entre la oscuridad, su negra superficie,
pulida como el cristal, tan flexible como el plástico y carente de vida como
una piedra de ónix. Trató de moverse, y sintió que era posible, pero a pesar de
querer acercarse a la pared o a los extremos de aquel túnel, este no se movía:
no parecía avanzar. Sólo empujaba, sin éxito, su cuerpo, flotando en algo que
no parecía ni aire ni vacío, mucho menos agua.
A
lo lejos, empezó a escuchar su canción: estaba terminada. Alguien había acabado
con su trabajo, tal vez como una obra póstuma. Era impresionante, y se
escuchaba mucho mejor de lo que la había practicado. Más bien, sonaba como
siempre había aparecido en su cabeza, con esos repentinos y coloridos acordes
fantasmales que se le ocurrían de repente, pero que olvidaba tan pronto quería
plasmarlos en la hoja pautada.
Sin
embargo, la felicidad de escuchar su canción se desvaneció de repente. Pensó
que, al estar aquí y allá al mismo tiempo, el dolor no existía. Pero se
equivocaba: sintió que los dedos le escocían, y que algo afilado le agujeraba
el costado y el abdomen repetidas veces. Tal vez pasaron minutos o semanas,
días más, años menos, cuando sintió que un gancho afilado y caliente le
arrancaba la mejilla derecha. Quería gritar, pero no salía sonido alguno de su
garganta. Miró su cuerpo, más bien, dónde él pensaba que estuviera su mano, la
que le escocía de dolor. No había nada. Sólo aquella tremenda oscuridad.
Durante
un momento no pasó nada, hasta que, de repente, un gran golpe le despertó. Su
corazón estaba creciendo, y dolía. Las costillas parecían partírsele en dos, y poco
a poco su mirada fue iluminándose, como si el mismo sol saliera de sus ojos.
Tomó aire, y gritó como nunca.
Beto
se dio cuenta que estaba recostado en la sala. Era de día, aunque no sabía bien
si habían pasado sólo horas o varios días antes de despertar. El grito que dio
al despertar no había alterado en lo más mínimo a Noche, quién estaba sentado
sobre su abdomen, mirándole con aquellos ojos serenos, como si tratara de
adivinar lo que su dueño pensaba de todo eso. El pecho le dolía poco, y la
cabeza apretaba cada vez menos. Se dio cuenta que Noche, tal vez en su
ausencia, había encontrado la mermelada. Jamás
debí dártela a probar, gato menso, dijo para sí.
De
repente, aquel dolor que le escocía el cuerpo en diferentes partes regresó,
como si el fuego no se hubiese apagado. Era un ardor intenso, algo que sólo
había sentido cuando, una vez, descuidado, había cortado mal un filete en la
cocina, pasando la afilada hoja por uno de sus dedos.
Dedos…
Beto
levantó la mano que le dolía más, la derecha. Primero vio su pulgar y el
índice, y nada más… Aterrado, se dio cuenta de que algo estaba mal, muy mal.
Le
faltaban tres dedos de la mano derecha, y de la izquierda sólo el pulgar. Con
un movimiento rápido de la mano derecha, quitó de encima suyo a Noche, quién
seguía relamiéndose la mermelada de los bigotes. Al quererse levantar, el dolor
en su costado lo regresó de vuelta a la alfombra. No podía ver qué le había
pasado. Sintió esas irrefrenables ganas de gritar, y al hacerlo, su rostro se
envolvió en fuego. Palpó la mejilla derecha, con los pocos dedos que le
quedaban, y a pesar del dolor de la mano, lo sintió: no tenía mejilla, sino un
agujero redondo y lleno de sangre, dónde podía tocar sus músculos y hasta sus
dientes.
Alarmado,
y sin preocuparse por el dolor, se levantó. Poco a poco, su cuerpo fue
regresando a la vida, no por despertarse, sino por la adrenalina que empleaba
para no sentir las heridas. Por fin, ya de pie, vio que le faltaba gran parte
de la piel y la carne del costado izquierdo. Por detrás de la desgarrada
playera, se veía la sangre y la carne, y hasta un pedazo de costilla, blanca y
lisa.
Un
dulce sonido le hizo despertar del horror que estaba viviendo. Beto miró para
abajo, y vio a Noche, caminando en zigzag, rozando su cuerpo contra sus
piernas. El gatito miró para arriba, soltando otro maullido, con los dientes y
la boca llenos de mermelada...
Tardó
un momento en digerir lo que estaba pasando por su cabeza. Era obvio que el
gato nunca había comido mermelada mientras Beto estaba casi muerto, porque él
se la había terminado. Un pensamiento le iluminó de pronto la mirada y le dejó
el rostro crispado y seco, como la cera.
Era
su sangre.
Mi sangre…
2 comentarios:
Guacala jajajajajaja, no te creas amigo, que loco... nunca dejes de alimentar a los tuyos, no?, jajajajajaja
Jejeje de todas maneras, si llego a morir solo en mi casa, es probable que Lichi me coma en unos días. Comprobado por la ciencia :)
Publicar un comentario