Music

miércoles, 21 de octubre de 2015

¡El Músico!




Cada noche, antes de acostarse, Beto terminaba uno o dos versos de una canción que llevaba componiendo desde hacía meses. Era una balada con toques de rock, el género que más le gustaba. Había compuesto muchas otras canciones, saliéndose de lo convencional y casi siempre combinando diferentes géneros que no tuvieran nada que ver. Todo se lo debía a su educación en una renombrada escuela de música y a la pasión que ejercía en su trabajo diario. Tenía una banda y tocaba ocasionalmente con ella, aunque usualmente prefería el trabajo en solitario: era mejor así.
Beto estaba casi solo, ya que sus padres vivían a unas cuantas cuadras de dónde él residía, pero también convivía la mayor parte del tiempo con una hermosa criatura, un gato negro al que llamaba Noche. No tenía marcas de nacimiento, ni pelos de otro color: Noche era perfecto, tan negro como aquello a lo que representaba. Sus hermosos ojos verdes brillaban durante la penumbra y parecían ver más allá de cualquier cuerpo y alma. Se podía decir que Noche no era ni siquiera un gato.
Por fin, había llegado el momento: Beto le estaba dando los últimos toques a su canción, y estaría listo para grabarla en formato casero y dejar un registro, como en todos los demás trabajos de su autoría. La balada terminaba con un sencillo solo de guitarra, y aún así, parecía que la letra, que hablaba de un amor mal correspondido y del espacio exterior, encajaba a la perfección con aquel final de antología.
Sin embargo, el muchacho advirtió que, fuera por la hora o por el agotamiento, su cabeza daba vueltas, tratando de recordar lo que seguía o cual era el acorde que necesitaba para rematar la canción. Su mirada se nublaba de repente, pero lo relacionó con una operación de los ojos que se le había practicado hace poco tiempo. Se quitó los lentes y trató de parpadear un poco, mientras el incesante dolor de cabeza martillaba sus sienes como si se tratara de un taladro invisible.
Eso no era cansancio, y Beto se alarmó: el corazón le latía, desbocado, y le dolía el brazo izquierdo. Estaba sufriendo un infarto o algo parecido. Se levantó de la cama, tratando de salir del departamento para pedir ayuda. Apenas salió de la recámara, trastabillando con todo lo que se encontraba en su camino, volcando la televisión de la estancia y sintiendo que el pecho le oprimía más y más los pulmones. No iba a llegar; la puerta estaba a unos metros de él, y la vista le daba vueltas, como si estuviera en un juego de feria.
Lo último que alcanzó a ver, casi lejano, ya etéreo, fue a Noche, quién caminaba con sus cuatro patas delgadas hacía él, mirándolo con aquellos ojos de esmeralda que parecían ver cómo su alma se desprendía del cuerpo, hacía la oscuridad de la muerte.

Pasaron segundos, minutos y quizá horas. Hasta días… Nada estaba en su lugar. Era como si Beto, atrapado entre el aquí y el allá, viajara a través de un enorme tubo negro, con suficiente espacio para ver, entre la oscuridad, su negra superficie, pulida como el cristal, tan flexible como el plástico y carente de vida como una piedra de ónix. Trató de moverse, y sintió que era posible, pero a pesar de querer acercarse a la pared o a los extremos de aquel túnel, este no se movía: no parecía avanzar. Sólo empujaba, sin éxito, su cuerpo, flotando en algo que no parecía ni aire ni vacío, mucho menos agua.
A lo lejos, empezó a escuchar su canción: estaba terminada. Alguien había acabado con su trabajo, tal vez como una obra póstuma. Era impresionante, y se escuchaba mucho mejor de lo que la había practicado. Más bien, sonaba como siempre había aparecido en su cabeza, con esos repentinos y coloridos acordes fantasmales que se le ocurrían de repente, pero que olvidaba tan pronto quería plasmarlos en la hoja pautada.
Sin embargo, la felicidad de escuchar su canción se desvaneció de repente. Pensó que, al estar aquí y allá al mismo tiempo, el dolor no existía. Pero se equivocaba: sintió que los dedos le escocían, y que algo afilado le agujeraba el costado y el abdomen repetidas veces. Tal vez pasaron minutos o semanas, días más, años menos, cuando sintió que un gancho afilado y caliente le arrancaba la mejilla derecha. Quería gritar, pero no salía sonido alguno de su garganta. Miró su cuerpo, más bien, dónde él pensaba que estuviera su mano, la que le escocía de dolor. No había nada. Sólo aquella tremenda oscuridad.
Durante un momento no pasó nada, hasta que, de repente, un gran golpe le despertó. Su corazón estaba creciendo, y dolía. Las costillas parecían partírsele en dos, y poco a poco su mirada fue iluminándose, como si el mismo sol saliera de sus ojos. Tomó aire, y gritó como nunca.

Beto se dio cuenta que estaba recostado en la sala. Era de día, aunque no sabía bien si habían pasado sólo horas o varios días antes de despertar. El grito que dio al despertar no había alterado en lo más mínimo a Noche, quién estaba sentado sobre su abdomen, mirándole con aquellos ojos serenos, como si tratara de adivinar lo que su dueño pensaba de todo eso. El pecho le dolía poco, y la cabeza apretaba cada vez menos. Se dio cuenta que Noche, tal vez en su ausencia, había encontrado la mermelada. Jamás debí dártela a probar, gato menso, dijo para sí.
De repente, aquel dolor que le escocía el cuerpo en diferentes partes regresó, como si el fuego no se hubiese apagado. Era un ardor intenso, algo que sólo había sentido cuando, una vez, descuidado, había cortado mal un filete en la cocina, pasando la afilada hoja por uno de sus dedos.
Dedos…
Beto levantó la mano que le dolía más, la derecha. Primero vio su pulgar y el índice, y nada más… Aterrado, se dio cuenta de que algo estaba mal, muy mal.
Le faltaban tres dedos de la mano derecha, y de la izquierda sólo el pulgar. Con un movimiento rápido de la mano derecha, quitó de encima suyo a Noche, quién seguía relamiéndose la mermelada de los bigotes. Al quererse levantar, el dolor en su costado lo regresó de vuelta a la alfombra. No podía ver qué le había pasado. Sintió esas irrefrenables ganas de gritar, y al hacerlo, su rostro se envolvió en fuego. Palpó la mejilla derecha, con los pocos dedos que le quedaban, y a pesar del dolor de la mano, lo sintió: no tenía mejilla, sino un agujero redondo y lleno de sangre, dónde podía tocar sus músculos y hasta sus dientes.
Alarmado, y sin preocuparse por el dolor, se levantó. Poco a poco, su cuerpo fue regresando a la vida, no por despertarse, sino por la adrenalina que empleaba para no sentir las heridas. Por fin, ya de pie, vio que le faltaba gran parte de la piel y la carne del costado izquierdo. Por detrás de la desgarrada playera, se veía la sangre y la carne, y hasta un pedazo de costilla, blanca y lisa.
Un dulce sonido le hizo despertar del horror que estaba viviendo. Beto miró para abajo, y vio a Noche, caminando en zigzag, rozando su cuerpo contra sus piernas. El gatito miró para arriba, soltando otro maullido, con los dientes y la boca llenos de mermelada...
Tardó un momento en digerir lo que estaba pasando por su cabeza. Era obvio que el gato nunca había comido mermelada mientras Beto estaba casi muerto, porque él se la había terminado. Un pensamiento le iluminó de pronto la mirada y le dejó el rostro crispado y seco, como la cera.
Era su sangre.
Mi sangre…

2 comentarios:

Azahena dijo...

Guacala jajajajajaja, no te creas amigo, que loco... nunca dejes de alimentar a los tuyos, no?, jajajajajaja

Luis Zaldivar dijo...

Jejeje de todas maneras, si llego a morir solo en mi casa, es probable que Lichi me coma en unos días. Comprobado por la ciencia :)

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