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martes, 20 de octubre de 2015

¡El Diablito!



Brenda se sentía muy orgullosa de su pequeño Israel, de cinco años. Le había dado mucho cariño al pequeño niño desde su nacimiento, a pesar de las complicaciones y de la salud tan delicada de su hijo, y de sus problemas posteriores. Aunque ya no corría tanto peligro como antes, Israel demostraba aún cierta debilidad física para ciertas cosas, pero lo compensaba con una inteligencia superior a la de los demás niños de su edad. Platicaba con Brenda como si fuera un adulto, y se hacía preguntas para todo, siempre con aquella manera inteligente de decirlas, y en más de una ocasión encontró la solución adecuada a sus problemas de niño pequeño.
Con todo esto, no quiere decir que Brenda tuviera sus debilidades y errores al momento de educar y cuidar de Israel. En más de una ocasión mostró lo que podía ser capaz de hacer su hijo en las redes sociales, poniendo fotos del pequeño y más de una anécdota divertida de su vida al lado del niño. Quienes la conocían disfrutaban de cada uno de los post de la mujer, admirando su trabajo como madre y felicitando al pequeño niño por darle lecciones tan importantes y bellas a su mamá.
¿Por qué algo tan bello se podría convertir en una irresponsabilidad? Porque las redes sociales son un arma de doble filo: Brenda no sabía que, desde el otro lado de la pantalla, alguien la vigilaba. Esa persona, si se le podía llamar así, había visto en Israel algo más que un niño inteligente y mimado. Y sería sólo cuestión de tiempo antes de que llegara ese momento tan especial que esa persona anhelaba.

Como apenas iba en el kínder, Israel se sentaba después de comer a hacer la tarea, siempre vigilado por su mamá, al menos que Brenda tuviese algo que hacer. En aquella ocasión, mientras el niño hacía una plana de palitos y bolitas, Brenda se dedicó a vigilar la comida, escuchando música en su celular y revisando de pasada sus redes, mientras sus amigos se divertían con la nueva ocurrencia del niño. Resulta ser que, llegando de la escuela, Israel le contó a su mamá que había platicado con Ricardito, un amigo imaginario del cual Brenda ya tenía conocimiento. Ricardito le había dicho a Israel que le hiciera un dibujo, y el niño se lo mostró a su mamá. Era un dibujo monísimo, de Israel agarrado de la mano de lo que parecía un diablito, todo rojo, con cuernos pequeños, alas diminutas y una sonrisa pícara. Después, Israel le dijo que Ricardito había prometido ir a visitarlo a casa para jugar con él.
Por supuesto que aquello había divertido tanto a Brenda, que le había tomado foto al dibujo para presumirlo. Los amigos de la mujer se apresuraron a darle like a la foto y a comentar sus impresiones. Mientras esto pasaba, y la comida ya inundaba de un olor delicioso la casa, Brenda gritó sin salir de la cocina:
-¿Ya acabaste, mi amor?
La voz tierna del niño le llegó desde el otro lado de la sala.
-Ya merito, mami. Estoy hablando con Ricardito, para ver a qué jugamos al rato…
Brenda sonrió, sin dejar de revisar por momentos el sartén y el celular. De repente, una notificación hizo vibrar el celular en su mano. Era un comentario en el dibujo de Israel, de una persona que se hacía llamar Ricardito, con una foto totalmente en negro.
“La comida huele delicioso. Voy a jugar un rato con tu hijo.”
Brenda se alteró con aquel comentario. Era totalmente imposible que Ricardito le contestara a través de Internet, y sin embargo ahí estaba el comentario, en el dibujo donde él y su hijo aparecían. Dejó que la comida se cociera otro poco a fuego lento, y guardándose el celular en el pantalón, caminó lentamente hasta la sala. El niño no estaba, desde donde ella podía verlo, pero al acercarse más, se dio cuenta que estaba bajo uno de los sillones, buscando algo y moviendo las piernas.
-No, ven, anda, sal de ahí…
-Israel, ¿con quién hablas?
El niño ni siquiera salió a ver a su mamá. Seguía ahí, como queriendo sacar algo del fondo.
-Con Ricardito mami, no quiere salir de ahí. ¿Ya vamos a comer?
Suspirando de alivio, Brenda le dijo que aún faltaba un poco, pero que quería que se apurara a terminar la tarea. Su cuaderno de tareas estaba en la mesita de la sala, desordenado y con los colores y lápices regados por la alfombra. Ella misma se agachó para levantar el desorden, aunque no se dio cuenta cuando Israel se metió por completo al sillón, sin hacer ruido.
Al levantarse para dejar los colores en su lugar, Brenda miró con cuidado el cuaderno de su hijo. Sobre la plana de palitos y bolitas había algo que la dejó helada: eran huellas frescas, rojas, de patas de gallo. No sólo había huellas ahí en las hojas, sino también en la mesa, en la alfombra y en el suelo, como si aquello que las hubiese dejado hubiera corrido hasta la cocina.
De repente, una nueva notificación en su celular la hizo saltar. Se sacó el aparato del bolsillo de su celular y revisó. Ricardito había hecho otro comentario en el dibujo:
“QUE DELICIOSA COMIDA HICISTE, MALDITA…”
Brenda soltó el celular, dejándolo caer estrepitosamente en la mesita de la sala. De la cocina le llegó un olor rancio, como de una carne que se haya pasado de cocción o de algo podrido.
-Israel, no te muevas de aquí por favor-, dijo la madre, preocupada, pero sin darse cuenta que su niño estaba bajo el sillón, y que no le escuchaba.
Con miedo, ella caminó lentamente hasta la cocina, deteniéndose cada vez que escuchaba el chisporroteo de la carne podrida sobre el sartén. Otro olor se coló hasta su nariz, como el de las plumas de pollo que siempre quemaba para quitarlas antes de cocinar, pero más penetrante. Brenda sintió el escalofrío recorriendo su espalda, mientras llegaba a la cocina.
Lo que pasó después fue tan despiadado, que nadie en la policía podía dar cabida a que algo tan horroroso hubiese pasado. Brenda miró a través del humo de la cocina, sólo para percatarse de que, sobre el sartén, ardía la carne chamuscada de algo que parecía una pelota a lo lejos. Sin embargo, al acercarse más, el terror se apoderó de su cordura, y la hizo gritar con todas sus fuerzas: sobre el fuego de la cocina estaba asándose la cabeza de Israel, arrancada de tajo y con aquel rostro de miedo que sólo un niño podía hacer. En la pared de la cocina, escrito con la sangre del niño, y rodeado de huellas de algo inhumano y desconocido, había dos palabras escritas con mayúscula:
ME GUSTA.

3 comentarios:

Azahena dijo...

Orale!, hasta ñañaras me dió!, excelente amigo Luis, como siempre jejeje

Luis Zaldivar dijo...

Gracias jeje espero te haya gustado :)

Azahena dijo...

Siiiiiiiiii me encantó amigo, los demonios siempre me dan miedo pero a la vez me fascinan

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