Cariñosamente,
a Eduardo le conocían como El Negro, por su color de piel, y porque muchas
veces era un verdadero cabrón. Aunque tenía una estatura media, sus brazos y
pecho le daban una complexión robusta. Su piel morena clara destacaba por tener
tatuajes en varias partes, en ambos brazos, las piernas, el cuello, e incluso
uno en el abdomen, que muchos aseguraban le debió de haber dolido bastante. Sin
embargo, cuando le trataban bien, Eduardo era una persona buena onda, siempre
riendo, haciendo chistes y hasta jugando con los niños. Pero no lo hicieran
enojar, porque explotaba: podía criticar desde sus vecinos hasta al gobierno,
desquitándose muchas veces con aquellos que, casi siempre, no tenían culpa de
nada.
Aburrido,
tal vez, de que nadie había dicho una estupidez a su alrededor en una semana,
Eduardo decidió adornar su cuerpo una vez más con un nuevo diseño, una especie
de espiral que adornaría gran parte de su espalda, y que a pesar de su piel, se
distinguiría bastante bien, por tener tonos rojos alrededor. Él mismo había
hecho el dibujo, tan bien como podía, y cómo aún tenía la mitad de la cantidad
que el tatuador le había indicado, decidió esperar unos días más hasta
conseguir el dinero o juntarlo con la siguiente quincena.
Con
la cantidad justa, Eduardo fue hasta el tatuador, para iniciar el diseño. Lo
hizo acostarse sobre una especie de asiento especial, donde podía recargar su
cuello y dejar expuesta su espalda.
-Pero
que quede bien, ¿eh cabrón? Los otros te salieron buenos pero este debe quedar
mejor.
El
tatuador soltó una carcajada, queriendo sonar amigable. Eduardo no le caía muy
bien.
-No
te preocupes, wey. Ya verás que te va a quedar chido…
El
tatuador se preparó, con guantes esterilizados y cubrebocas. Tomó la pistola de
tinta, un aparato que, por medio de agujas, hacía entrar la tinta en la piel,
dibujando la figura deseada. Cuando estaba a punto de empezar, sonó el teléfono
del otro lado del cuarto, en la estancia donde recibía a los clientes.
-No
te muevas, voy a contestar…
Eduardo
se quedó ahí recostado, resoplando enfadado mientras el tatuador se quitaba su
indumentaria e iba a contestar, cerrando la puerta tras de sí. Las luces del
cuarto parpadearon un poco, pero eso no hizo que al joven se le fuese acabando
poco a poco la paciencia.
De
repente, sintió como si la puerta se hubiese abierto, pero sin escucharla, y el
aire le dio en la espalda, dándole escalofríos. De la nada, una figura alta y
delgada se apareció frente a Eduardo, quién apenas le podía ver por estar
acostado en aquel incómodo asiento.
-Hola.
¿Estás listo?-, dijo aquella persona. Al verlo, Eduardo abrió los ojos de
sorpresa. Ahí, frente a él, hincado para que le viera mejor, estaba él mismo,
pero más delgado, más pálido, y con un rostro sonriente pero atemorizante. En
la mano derecha llevaba lo que parecía un gancho de ropa, doblado para que
pareciera más bien una caña de pescar o algo parecido.
-¿Pero
qué…?
Sin
embargo, el hombre delgado le impidió que se levantara, poniendo su mano en la
espalda. Por más que se resistía, Eduardo no podía levantarse.
-Vamos,
vamos, no te muevas. ¿No querías que quedara chido tu diseño? Si te mueves, me
va a quedar chueco.
De
repente, de debajo de la silla, aparecieron unas manos llenas de escamas negras,
que sujetaron a Eduardo de las muñecas y de los tobillos. Una más salió de
abajo del soporte y le tapó la boca con aquellos dedos resecos y asquerosos,
impidiéndole decir nada más.
El
dolor más horrible que había sentido en su vida llegó unos segundos después.
Eduardo sentía como el hombre delgado usaba la punta del gancho de la ropa para
cortarle la piel, rasgándola sin piedad, y dibujando algo en su espalda que no
pudo identificar. Aunque podía gritar, estaba seguro que nadie lo iba a
escuchar. Apenas si podía respirar con aquella mano en su boca.
-Espero
que trates mejor a la gente, Eduardo. Que no les hagas sentir mal otra vez, o
si no regresaré, una y otra vez, y créeme: será peor que la anterior-, decía el
hombre delgado, marcando una nueva herida más profunda que la anterior con cada
palabra que decía.
En
un instante, Eduardo sintió que el peso sobre su espalda desaparecía, y que las
manos ya no le sostenían las extremidades y tampoco le tapaban la boca. Respiró
hondo, pero no podía gritar. Era miedo, puro y febril, el que recorría su
cuerpo, que ni siquiera sintió el escozor de la piel. Cuando el tatuador
regresó al cuarto de trabajo, soltó una exclamación ahogada y se acercó para
tratar de ayudar a Eduardo, quién no podía reaccionar. La espalda estaba
cortada y la sangre le escurría por los costados, manchando el suelo, la silla
y el pantalón de su cliente.
-No
te muevas, voy a tratar de limpiar esto…
Con
guantes nuevos y gasa, el tatuador empezó a limpiar la espalda de Eduardo con
agua oxigenada. El muchacho empezaba a quejarse, pero aún no parecía estar
consciente de su verdadero dolor físico.
-Estaba
aquí… yo lo vi… entró y…
Sin
hacer mucho caso de los balbuceos de su cliente, el tatuador fue descubriendo
en la espalda de Eduardo algo que le heló la sangre: no sólo eran rasguños al
azar. Ahí había algo escrito con algo filoso, algo que duraría para siempre:
SOY UN MARICA.
Y debajo de la
consigna, una carita feliz, con las cejas arqueadas hacía adentro.
2 comentarios:
Muy bueno amigo
Gracias jeje
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