Estela de luz cruzando por encima del volcán Popocatépetl, México, durante una de sus etapas de actividad volcánica intensa (2000) |
La
posada de la noche siguiente fue tan normal como las otras dos. La muerte tan
repentina de Juan Diego se había esfumado, cómo si no hubiese pasado. Los niños
estaban rompiendo la piñata, entre cantos y risas, y los adultos disfrutaban
una vez más de la comida y la bebida.
Silvestre
era un caso aparte. Alguna vez había tenido el respeto de los vecinos, pero
ahora vivía casi en la miseria. Conservaba la casa por milagro, pero parecía
vivir en la inmundicia, como un vagabundo más bajo el amparo de la calle. Su
vida transcurría entre la sobriedad y los efectos del alcohol y las drogas, y
aquella noche no era la excepción.
Estaba
sentado en la banqueta, apartado de la gente, mirando como los niños trataban
de darle a la piñata con el palo, con una enorme cerveza entre los dedos, y el
pensamiento cada vez más apagado. Era como disfrutar de algo que a simple vista
debía ser bastante aburrido, pero para Silvestre, era entretenimiento del
bueno.
-Ja
ja, esos chamacos son la onda… ¡Venga, venga a verlos!
Silvestre
movía la mano que no estaba ocupada con la cerveza, como haciéndole señas a
alguien que estaba entre los arbustos de la casa que tenía atrás de sí. Ahí se
dibujaba la silueta de una persona, un hombre que estaba escondido entre las
sombras, y que apenas si las luces navideñas le alumbraban. Estaba ahí, de pie,
sin decir nada, sin moverse, mirando hacía el grupo de niños.
Silvestre
miró al extraño, a quién consideraba su amigo, y volvió a moverle la mano, para
que se acercara.
-Anda,
ven y siéntate conmigo, vamos a tomarnos una cerveza, y a ver a los niños
partir esa cosa… Anda, siéntate, ven acá…
Silvestre
se levantó como pudo, pero en su torpeza tiró sin querer la cerveza, rompiendo
la botella en el borde de la banqueta. El amigo salió corriendo entre los
arbustos, perdiéndose en la noche, y el borracho se encaminó para alcanzarlo.
-No
te vayas, si apenas es bien temprano y vamos a… Vamos a beber, ven acá…-, dijo Silvestre,
tambaleándose mientras caminaba y eructando a ratos. Tras los arbustos no había
más que oscuridad, y al fondo, una pared blanca. Y en una de las esquinas de la
pared, había alguien de cuclillas.
Su
amigo estaba escondido, asustado porque Silvestre había tirado la botella al
suelo. Temblaba, y trataba de esconderse aún más en la oscuridad.
-Vamos,
vamos, no tengas miedo, compadrito… Te invito la bebida, ya sabes que sí.
¿Quieres venir? No tengas miedo…
Cuando
Silvestre se acercó a su amigo misterioso, este se levantó, como un animal
asustado. Era largo, muy alto, con la piel cetrina, lisa, y vestido con algo
que parecía hecho de malla color negro, que le cubría casi todo el cuerpo,
excepto el rostro. Aquel rostro era alargado, con una boca recta, como una
línea dibujada arriba del mentón, y sus enormes ojos negros, que ocupaban más
de la mitad de la cara. Aquella cosa se acercó a Silvestre, y con una mano
enorme y dedos larguísimos, intentó tomar al borracho de uno de los brazos. El
hombre, asustado, dio un paso atrás, pero se tropezó, golpeándose la cabeza en
el suelo, y con el pasto ensuciando su cabello.
-¡No
me hagas daño por favor, no me lleves!
Aquella
cosa estiró la mano, pero sin tocarlo. Una luz iluminó aquel espacio cubierto
de maleza y la pared se hizo blanca, con un intenso brillo que cegó a
Silvestre, sin darle tiempo siquiera a poner la mano en sus ojos para cubrirse.
Fue
un segundo, antes de que el borracho pudiese abrir bien los ojos. Todo estaba
oscuro de nuevo, hacía frío, y aquel ser ya no estaba. La luz lo había cegado
por un momento, y tras levantarse del pasto, caminó hasta la pared, mareado,
aturdido. Tardó un momento en darse cuenta de que la mano que le sostenía en la
pared estaba encima de un mensaje, una serie de palabras pintadas en los
ladrillos, con letras mayúsculas, en negro. Silvestre tardó en leer el mensaje,
y se petrificó.
YO
MATÉ A JUAN DIEGO.
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