Juan
Diego se despertó de repente. Una pesadilla horrible le había hecho saltar
sobre el sillón, y hasta el control de la televisión se le había caído. En la
tele daban una película navideña.
Al
instante, el muchacho recordó todo.
Era
Navidad. Y la pesadilla no era nada más que una estupidez de una película que
hace poco había ido a ver con su esposa. De repente, la muchacha cruzó el
pasillo de la cocina hacia las habitaciones.
-¿Otra
vez te quedaste dormido?-, dijo Sonia, acercándose hasta su marido, quién le
sonrió, entrecerrando los ojos tras los anteojos.
-De
repente olvidé que era Navidad, eso es todo. Y sí, me quedé dormido viendo esta
tontería…
Juan
Diego tomó a Sonia por la cintura, y la acercó a él, sentándola en sus piernas.
Le dio un tierno beso en la nariz, y otro en la boca, el cual ella respondió, y
le sonrió.
Tengo
que ir a ver a ya sabes quién. Voy a traerlo, está algo inquieto.
Juan
Diego asintió, y dejó que su esposa se fuera hacía la habitación. Mientras ella
desaparecía en el pasillo, Juan Diego pudo mirar un rato hacía la esquina de la
estancia. Ahí descansaba un hermoso árbol navideño, adornado con enormes
esferas, y a sus pies, un enorme nacimiento, con todos los personajes
acomodados. Pero lo que lo ensimismó fueron las luces: amarillas, rojas, azules
y verdes, danzando alrededor del árbol. Era como un extraño baile entre la
oscuridad y las pequeñas ramas artificiales, luces pequeñas que destellaban en
la superficie de todas aquellas esferas…
Sonia
regresó a la sala, esta vez con el pequeño Arturo entre sus brazos. Estaba envuelto
en varias cobijas calientitas, y no lloraba, ni siquiera se movía. El calor de
su cuna le había hipnotizado, y dormía tan profundamente como si nunca hubiese
dormido en su corta vida.
-Mira,
alguien vino a visitarte…
Ella
le dejó suavemente al bebé entre los brazos, y Juan Diego se sintió aún más
dichoso que el día que lo había visto por primera vez. Aquel día, mientras la
enfermera se lo prestaba, no había podido evitar soltar lágrimas de felicidad. Ahora,
no estaba en el hospital, y una enfermera no tenía a su bebé todo el tiempo. Era
su casa, cálida, con olor a ponche y pavo de la noche anterior. Y era su propia
esposa la que le daba a su bebé para que lo sostuviera en brazos todo el tiempo
que quisiera, incluso una eternidad.
Era
muy feliz.
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