Los reflectores apuntan hacia extraños objetos luminosos en el cielo, en el evento conocido como "Batalla en Los Angeles" (1942) |
Sonia
estaba embarazada. En la clínica le habían dicho que sería niño, aunque a ella
no le importaba. Era algo maravilloso. Podía sentir sus pataditas, todo su
cuerpo acomodándose ya hacia abajo, como esperando el día para salir, y cuando
ella tenía hambre, aquella personita también se alborotaba, y a veces
lastimaba, pero a ella le daba risa. Era un gracioso bebé, que estaba
emocionado cuando ella también.
Aquella
tarde, sin embargo, el bebé no se movió demasiado, porque Sonia había visto
algo a través de la ventana por la que casi siempre veía. Juan, su marido, un
bueno para nada, le había tocado un glúteo a la vecina, Vanessa, en plena
calle, mientras ellos creían que nadie los veía.
El
descarado venía de camino a casa, cruzando la banqueta, y ella, sin tardar, se
sentó en su mecedora. Cuando Juan entró a la casa, ella fingió estar leyendo
una revista.
-Ya
llegué-, dijo Juan, cerrando la puerta tras de sí. Ni siquiera se acercó a su
esposa, y a Sonia no le importaba.
-¿Vas
a comer algo?-, le preguntó ella, sin apartar la vista de su lectura falsa.
-No
tengo hambre. ¿Tú?
Sonia
tardó un momento en contestar. Apretó fuerte el borde de la revista, y hasta
pensó que las hojas le harían daño. Estaba dándose valor.
-Tampoco
tengo hambre. Sólo pensé que la nalga de esa puta no había sido suficiente
comida…
Sonia
sintió el tirón de cabello, cuando Juan la alcanzó con una mano. Le dolía, y el
bebé se retorcía en el vientre con furia y miedo.
-¿Qué
viste, eh? ¡Te estoy hablando, pendeja! ¿Qué chingados viste?
-¡Le
estabas agarrando la cola a esa puta! ¡Es una menor de edad! Si doña Remedios
se entera de lo que le haces a su hija… Eres un degenerado, ¡un maldito cerdo!
Juan
jaló más fuerte a Sonia, haciendo que esta cayera al suelo, mientras la
mecedora se balanceaba con fuerza. Aunque ella cayó de rodillas, no pudo evitar
tirar con las manos una cajita que usaba para costuras. Los hilos, las agujas,
y unas tijeras cayeron alrededor de sus manos, que se apoyaban bien fuertes
para no lastimar al bebé.
-¡Suéltame,
Juan, por favor! ¡El bebé!
-¡Me
vale madres, eres una estúpida! Si me acuesto con ella es porque es una mujer
que sí me complace, aunque sea una chamaca tonta. Pero me gusta cómo se mueve,
y no es una inútil como tú… ¡Levántate!
Juan
le soltó el cabello, y aunque ella se aguantaba las lágrimas, fue imposible
dejar de ser fuerte. Le corrían las enormes gotas por las mejillas, y tardó un
momento en ponerse de pie. Él ya estaba de espaldas, mirando hacía la pared
contraria a la puerta. La mecedora aún se movía de atrás hacía delante. Sonia
tenía las tijeras entre las manos, y le dolían las rodillas, pero no se
quejaba.
-Además,
no puedes hacer nada. Con esa panza, ¿qué vas a sacar de todo esto?
-Esto…
Con
las fuerzas que le quedaban en la mano, y empuñando fuertemente las tijeras,
Sonia le clavó la punta de estas a Juan en el hombro. El dolor le recorrió el cuerpo
y le hizo soltar un alarido de terror horrible, que hasta ella le hizo
retroceder. Aún con las tijeras entre los dedos, Sonia se acercó más a su
marido, y cuando este volteó para confrontarla, lleno de ira y con el rostro
rojo y furioso, ella volvió a clavar las tijeras.
Esta
vez no falló, y la punta del instrumento metálico fue a dar contra el ojo. La
sangre salpicó, y aunque Juan gritó un poco, el impacto había sido mortal. Las
tijeras se hundieron más en su cavidad, y se alojaron en el cerebro. Murió casi
al instante, pero tardó en caer. Sonia tuvo que dejar las tijeras en el ojo de
su marido, y cuando el cuerpo quedó inmóvil en el suelo, le miró con desprecio.
El bebé se movía despacio, como anticipando la felicidad de su madre, y la
mezcla de toda esa dicha con el miedo de tener el cadáver de su esposo en el
suelo.
-No
pienso compartirte con nadie más, estúpido. Ahora el problema es… ¿qué voy a
hacer contigo?
Le
soltó una patada en la pierna, y se sentó de nuevo en la mecedora, sonriendo y
acariciando su vientre.
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