Extraño objeto llamado "El Caballero Negro", fotografiado en la órbita de nuestro planeta, y que muchos aseguran es una especie de satélite artificial de origen extraterrestre. |
Isidro
era el hijo único de Doña Mercedes. Aunque no vivía a menudo en casa, ya que se
la pasaba de viaje en viaje gracias a su trabajo, aquella vez acudió con
prontitud a ver a su madre, quién convalecía en el hospital, aunque ya
mejoraba. El padre de Isidro había muerto hacía unos años, por lo que era el
único sustento y consuelo para su madre, a quién quería mucho.
Había
pasado casi todo el día anterior con ella en el hospital, y aquella tarde se
disponía a regresar a casa para descansar un poco. Al siguiente día sería
Nochebuena, y con su madre ya mejor, sería mejor tener la casa un poco
arreglada para su llegada. Ambos pasarían la Navidad juntos, y quería que al
menos fuera algo bonito.
Regresando
en su motocicleta color rojo que alguna vez se “autoregalara” en su cumpleaños,
Isidro transitaba hacia la avenida que pasaba justo a un lado de su casa, y de
la calle dónde a esa hora ya tendrían todo preparado para la posada de aquella
noche. A pesar de traer una enorme chamarra para el frío invernal, y el caso
bien puesto en la cabeza, sintió aquel escalofrío que sólo puede sentirse
cuando ha tocado por error un cable eléctrico.
Su
mirada pasó del camino hacia arriba, cuando un par de luces, una ambarina y la
otra roja, pasaron por encima de la motocicleta, cruzando a gran velocidad las
curvas de la avenida, y haciendo que los matorrales a ambos lados del camino se
mecieran. Isidro no se detuvo: siguió avanzando, cada vez más aprisa, hasta que
pudo ver las primeras luces de las casas. La motocicleta dio una vuelta hacia
la izquierda en cuanto el muchacho vio su casa, adornada con aquellas luces de
navidad.
Pero
ni las pequeñitas luces se comparaban con aquellas dos que danzaban por encima
de la calle, dando vueltas en zigzag, dibujando infinitos en el aire, o
simplemente yendo de arriba abajo, en arcos casi hipnóticos. Una roja, como una
manzana luminosa bastante suculenta, y la otra amarilla como el oro. Isidro
detuvo la moto a la orilla de la calle, cerca de su casa, mientras se quitaba
el casco. Aquello era maravilloso, y a la vez aterrador.
Aunque
él no había visto las luces antes, su madre le había contado acerca de ellas
cuando aparecieron sobre la calle el día de la misa de la Virgen. Pensaba que
eran cuentos de aquella mujer a la que tanto quería, pero aún así la escuchaba
con paciencia. Ahora, al ver aquel espectáculo aterrador en el cielo, creía y temía.
Aunque, para su desgracia, tardó en darse cuenta de que algo iba mal.
La
calle estaba en completo silencio, a excepción de la música repetitiva de las
luces que adornaban su casa. La comida de la posada estaba ahí. Olía a huevos
cocidos, a frijoles refritos, a salchichas con chile y tomate. Pero no se
escuchaba música, ni la letanía de la posada, o la canción de la piñata. Isidro
miró bajo las luces, que seguían con su danza lenta y repetitiva, sin hacer
ruido alguno. Bajo las luces estaban los vecinos de la calle. Mujeres, hombres
y niños, ahí de pie, contemplando desde abajo las luces, con los rostros
iluminados de rojo y amarillo, con los ojos y la boca bien abiertos.
De
repente, las luces se detuvieron, y empezaron a parpadear, haciendo que los
rostros de los vecinos se difuminaran en la oscuridad. Cuando todos bajaron la
mirada, Isidro sintió aún más miedo que el que sentía. Todos los presentes
tenían los ojos de un negro intenso, y sus expresiones eran de seriedad, de
indiferencia.
Las
luces dejaron de parpadear, y brillaron de un blanco intenso, tanto que parecía
que todas las casas, arbustos y objetos de la calle fueran tan sólo siluetas
negras dibujadas sobre un fondo blanco. Los vecinos empezaron a caminar
directamente hacia él, y el primer reflejo del muchacho fue ponerse el casco, y
subir de nuevo a la motocicleta. Sólo alcanzó a hacer lo primero, antes de que
todas las personas de la calle se le abalanzaran, gritando y golpeándolo con
todas sus fuerzas. No sólo sintió manos y pies golpeando su cuerpo, sino
también piedras, unas cucharas y hasta el palo de la piñata, el cual
afortunadamente le dio primero en el casco, y luego entre el pecho, rompiéndole
una costilla.
Isidro
se arrastró por el suelo, mientras la gente lo rodeaba para golpearlo, y
alcanzó a ver a través de la mirilla del casco ya quebrado a Sonia, quién a
través de la ventana de su casa alejada de la muchedumbre, miraba al muchacho
tratando de salir de ahí. Ella no decía nada: sólo miraba, imperturbable.
Después, ella cerró la cortina de su ventana, e Isidro, adolorido y casi a
punto de desfallecer, avanzó unos cuantos metros sobre el asfalto, antes de
desmayarse. Las luces volvieron a ser rojas y ambarinas, a danzar lentamente, y
cuando por fin se apagaron, desapareciendo del cielo nocturno, los vecinos de
la calle cayeron igual desmayados. Las luces del alumbrado público se apagaron
cuando los focos estallaron uno por uno, y todo quedó a oscuras.
La
única luz que alumbraba aquella calle solitaria era la de los foquitos
navideños, y el único sonido era el de la música monótona de “Villancico de las
Campanas”.
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