3.5
Melinda
abrió los ojos. Había tenido el orgasmo más impresionante de su vida, y sentía
como su sus extremidades fueran a desprenderse de su cuerpo. Miles de pequeñas
tiras de terciopelo parecían recorrerle la espalda, a pesar de que podía sentir
la presión del colchón en ella, y el peso de aquel enorme hombre embistiéndola
una y otra vez. A su alrededor, la enorme habitación llena de rosas parecía un
enorme laboratorio de plantas exóticas, que se movían con la cadencia del sexo,
y reptaban por las paredes hasta llegar al techo. Sin embargo, el olor era de
esterilidad absoluta, como en un hospital.
Thomas
Abernathy estaba a punto de venirse. Ya lo sentía, y ni siquiera esperó o se
detuvo. Seguía bombeando fuerte, y eso a Melinda le estaba sentando de
maravilla. Leyó en sus labios una frase, tan clara como si la hubiera dicho si
el sonido hubiese significado algo en ese momento:
Ahí está la respuesta
que buscas…
Melinda
miró hacia la derecha, sin dejar de gemir en el absoluto vacío. La puerta
estaba de nuevo dibujada en la pared, medio abierta, de camino a la penumbra.
Thomas Abernathy ya no estaba, el peso de su cuerpo sudoroso no le era ya una
molestia ni un placer. Sentía su pene aún dentro de ella, y a pesar de eso,
algo la impulsó a levantarse. Una fuerza más allá de su propia razón. Se alejó
de la cama, casi ingrávida, dando pequeños pasos directo hacía la puerta. El
olor de las rosas empezó a notarse más y más, mientras sus hermosos pétalos
negros se pudrían y caían al suelo.
Detrás
de la puerta, sólo había oscuridad, y unas cuantas estrellas.
Y
cuando Melinda cruzó el umbral, de repente se hizo la luz. Una luz que la cegó
por completo, y le volvió a dar forma.
Ahí
estaba, sentada frente a frente de aquél a quién llamaremos El Abogado. Un
Abogado que, sin embargo, tenía siempre la mejor de las ofertas.
-¿Quién
es usted?
-Tu
Abogado, Melinda. Si es que aún decides llamarte así.
Ella
estaba desconcertada. Llevaba un hermoso vestido rojo, zapatillas del mismo
color y el cabello peinado en un hermoso y elaborado chongo.
El
Abogado era un hombre de figura delgada y una cabeza grande. Junto a él, había
otro sujeto similar, como si fuera una especie de gemelo, aunque no tenían
muchas similitudes. Cuando uno de ellos hablaba, el otro también. Era una voz
conjunta, venida de dos partes, que conformaban una sola conciencia.
-¿Mi
nombre? Siempre ha sido el mismo.
-No
mientas, Melinda. Tu nombre es, y será…
Pero
no alcanzó a escucharlo. Aquel incesante zumbido, una especie de generador que
no deja jamás de funcionar, bajo sus pies, sobre sus cabezas. Todo vibra.
-Este
lugar, este preciso y maldito lugar.
Recuerdos
de otra vida.
-Estás
dónde llegaste hace mucho tiempo, pidiendo mi ayuda. Recuerda, a tu esposo, y a
tu hijo.
-No,
no tengo hijos. Marco es mi esposo, y no tenemos hijos. La niña.
-Fue
un complemento para hacerte creer. Ahora recuerda: tu esposo, Travis. Tu hijo,
Shawn. Te diste cuenta de lo que hacían, de sus sucias intenciones.
Melinda
estaba cayendo en un engaño o en una trampa que su mente le tenía preparada. No
conocía esos nombres. Era imposible que su esposo se llamara así, y más aún que
tuvieran un hijo. ¿Qué sucias…
-…intenciones?
-Tu
esposo y tu hijo han mantenido una relación incestuosa. Incesto, sucio y feo
incesto. La palabra I, la suciedad de la tierra.
-Pero…
-Traer
el orden de nuevo al mundo. No puedes moverte de aquí. Tú eres la pieza, la
clave de este momento…
-¿Quiénes
son?
El
Abogado y su contraparte cambiaron de rostro, sin siquiera advertirlo, como un
parpadeo o el inevitable latido de un corazón. Sus rostros eran alargados, la
cabeza era mucho más grande, y los ojos: aquellos ojos negros y alargados como
avellanas.
-Oniriv, nogap nain salov in.
(Queremos
nuestro pago, mujer.)
-Ya
les di todo lo que tengo, todo…
Los
seres extendieron sus manos, tocándose entre ellos, como si se abrazaran. Ella
estaba muerta de miedo, viendo solamente, como se arrancaban la piel a jirones.
Debajo de sus pieles grises y lisas, estaban de nuevo sus formas, las de los
Abogados.
-Jover ne satse oruzelp rop olisolŝ al.
(La
clave del placer está en los sueños.)
-Ya
no quiero más placer, ya no, ya no más, no más, no más…
Melinda
también se rasguñaba el rostro. Pero debajo de su piel sólo había carne y
sangre, y dolor.
-Oderp ail satse iv, odrib al satse Samoht.
(Thomas
es el ave, tú eres su presa.)
-Díganme
quién soy, de dónde vengo, qué estoy haciendo, no entiendo nada, y quiero
regresar con Marco. Quiero a Marco, quiero…
Sin
pensarlo, Melinda se metió la mano derecha bajo su falda, y dos de sus dedos la
penetraban, mientras el pulgar estimulaba su clítoris. Estaba desesperada,
tanto que el Abogado y su contraparte olían el sexo, la carne abierta de la
mujer que gemía de placer frente a sus ojos muertos como estrellas distantes.
Era como la carne quemada del incendio en casa de los Álvarez, cuando tuvieron
que dejar el planeta antes de que todo su plan se viniera abajo.
-Onitup, ocetnitse aiv la odrop al satse
ovluv aiv.
(Que
tu vulva sea la puerta a tu pasado, ramera.)
Los
dedos mojados. El placer invadiendo sus caderas. Un último grito de placer
absoluto.
Melinda era ahora
Lynda Ileman, de camino a ver a sus padres una semana.
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