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jueves, 19 de febrero de 2015

Alorgasmia: Cuento 3, Capítulo 5 (+18)



3.5

Melinda abrió los ojos. Había tenido el orgasmo más impresionante de su vida, y sentía como su sus extremidades fueran a desprenderse de su cuerpo. Miles de pequeñas tiras de terciopelo parecían recorrerle la espalda, a pesar de que podía sentir la presión del colchón en ella, y el peso de aquel enorme hombre embistiéndola una y otra vez. A su alrededor, la enorme habitación llena de rosas parecía un enorme laboratorio de plantas exóticas, que se movían con la cadencia del sexo, y reptaban por las paredes hasta llegar al techo. Sin embargo, el olor era de esterilidad absoluta, como en un hospital.
Thomas Abernathy estaba a punto de venirse. Ya lo sentía, y ni siquiera esperó o se detuvo. Seguía bombeando fuerte, y eso a Melinda le estaba sentando de maravilla. Leyó en sus labios una frase, tan clara como si la hubiera dicho si el sonido hubiese significado algo en ese momento:
Ahí está la respuesta que buscas…
Melinda miró hacia la derecha, sin dejar de gemir en el absoluto vacío. La puerta estaba de nuevo dibujada en la pared, medio abierta, de camino a la penumbra. Thomas Abernathy ya no estaba, el peso de su cuerpo sudoroso no le era ya una molestia ni un placer. Sentía su pene aún dentro de ella, y a pesar de eso, algo la impulsó a levantarse. Una fuerza más allá de su propia razón. Se alejó de la cama, casi ingrávida, dando pequeños pasos directo hacía la puerta. El olor de las rosas empezó a notarse más y más, mientras sus hermosos pétalos negros se pudrían y caían al suelo.
Detrás de la puerta, sólo había oscuridad, y unas cuantas estrellas.
Y cuando Melinda cruzó el umbral, de repente se hizo la luz. Una luz que la cegó por completo, y le volvió a dar forma.

Ahí estaba, sentada frente a frente de aquél a quién llamaremos El Abogado. Un Abogado que, sin embargo, tenía siempre la mejor de las ofertas.
-¿Quién es usted?
-Tu Abogado, Melinda. Si es que aún decides llamarte así.
Ella estaba desconcertada. Llevaba un hermoso vestido rojo, zapatillas del mismo color y el cabello peinado en un hermoso y elaborado chongo.
El Abogado era un hombre de figura delgada y una cabeza grande. Junto a él, había otro sujeto similar, como si fuera una especie de gemelo, aunque no tenían muchas similitudes. Cuando uno de ellos hablaba, el otro también. Era una voz conjunta, venida de dos partes, que conformaban una sola conciencia.
-¿Mi nombre? Siempre ha sido el mismo.
-No mientas, Melinda. Tu nombre es, y será…
Pero no alcanzó a escucharlo. Aquel incesante zumbido, una especie de generador que no deja jamás de funcionar, bajo sus pies, sobre sus cabezas. Todo vibra.
-Este lugar, este preciso y maldito lugar.
Recuerdos de otra vida.
-Estás dónde llegaste hace mucho tiempo, pidiendo mi ayuda. Recuerda, a tu esposo, y a tu hijo.
-No, no tengo hijos. Marco es mi esposo, y no tenemos hijos. La niña.
-Fue un complemento para hacerte creer. Ahora recuerda: tu esposo, Travis. Tu hijo, Shawn. Te diste cuenta de lo que hacían, de sus sucias intenciones.
Melinda estaba cayendo en un engaño o en una trampa que su mente le tenía preparada. No conocía esos nombres. Era imposible que su esposo se llamara así, y más aún que tuvieran un hijo. ¿Qué sucias…
-…intenciones?
-Tu esposo y tu hijo han mantenido una relación incestuosa. Incesto, sucio y feo incesto. La palabra I, la suciedad de la tierra.
-Pero…
-Traer el orden de nuevo al mundo. No puedes moverte de aquí. Tú eres la pieza, la clave de este momento…
-¿Quiénes son?
El Abogado y su contraparte cambiaron de rostro, sin siquiera advertirlo, como un parpadeo o el inevitable latido de un corazón. Sus rostros eran alargados, la cabeza era mucho más grande, y los ojos: aquellos ojos negros y alargados como avellanas.
-Oniriv, nogap nain salov in.
(Queremos nuestro pago, mujer.)
-Ya les di todo lo que tengo, todo…
Los seres extendieron sus manos, tocándose entre ellos, como si se abrazaran. Ella estaba muerta de miedo, viendo solamente, como se arrancaban la piel a jirones. Debajo de sus pieles grises y lisas, estaban de nuevo sus formas, las de los Abogados.
-Jover ne satse oruzelp rop olisolŝ al.
(La clave del placer está en los sueños.)
-Ya no quiero más placer, ya no, ya no más, no más, no más…
Melinda también se rasguñaba el rostro. Pero debajo de su piel sólo había carne y sangre, y dolor.
-Oderp ail satse iv, odrib al satse Samoht.
(Thomas es el ave, tú eres su presa.)
-Díganme quién soy, de dónde vengo, qué estoy haciendo, no entiendo nada, y quiero regresar con Marco. Quiero a Marco, quiero…
Sin pensarlo, Melinda se metió la mano derecha bajo su falda, y dos de sus dedos la penetraban, mientras el pulgar estimulaba su clítoris. Estaba desesperada, tanto que el Abogado y su contraparte olían el sexo, la carne abierta de la mujer que gemía de placer frente a sus ojos muertos como estrellas distantes. Era como la carne quemada del incendio en casa de los Álvarez, cuando tuvieron que dejar el planeta antes de que todo su plan se viniera abajo.
-Onitup, ocetnitse aiv la odrop al satse ovluv aiv.
(Que tu vulva sea la puerta a tu pasado, ramera.)
Los dedos mojados. El placer invadiendo sus caderas. Un último grito de placer absoluto.
Melinda era ahora Lynda Ileman, de camino a ver a sus padres una semana.

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