3.6
Lynda
Ileman podía fingir muy bien que su vida estaba yendo de maravilla. Su esposo
era abogado en una importante firma. Su hijo era un muchacho popular, guapo e
inteligente. Sin embargo, los rumores llegaban rápido.
Una
empleada del edificio dónde su esposo trabajaba era también una de sus mejores
amigas. Prácticamente, la empleada vivía en la misma calle, y Lynda la visitaba
con frecuencia para platicar de los últimos chismes de la oficina. Sin embargo,
un martes particularmente soleado, su amiga le contó algo que a Lynda le hizo
sentir que su vida se había terminado.
Su
esposo y su hijo mantenían una relación homosexual incestuosa. Los había visto
de lejos, la noche pasada mientras ella bajaba por las escaleras justo hasta el
tercer piso. Cerca de la puerta de los baños, vio como ambos se tomaban de las
manos, acercándose poco a poco, y se daban un beso apasionado.
Lynda
confiaba totalmente en las palabras de su amiga. Tanto así, que planeó bien su
siguiente paso. Fingiría demencia, siguiéndole el juego a ambos sin que ellos
se dieran cuenta de nada, como si en realidad aquello no estuviera pasando.
Contactó a un abogado a las afueras de la ciudad, dando un nombre falso para
así continuar con el proceso. Si su esposo e hijo estaban en un asunto de tal
magnitud, Lynda no dudaría en acabar con sus perversiones, y de paso, tener la
mayor parte del capital de su marido para ella sola.
Habló
con su esposo, diciéndole que pasaría una semana fuera de casa, porque iría a
visitar a sus padres. Había sido una mentira efectiva, aunque ella sabía que a
él le convenía: pasaría siete días a solas con su hijo, haciendo quién sabe qué
cosas. Lynda se mantuvo incólume, pensando en el dinero más allá de todo lo
demás. No dejaría que ningún otro evento negativo le arruinara su futura
felicidad, y la ruina de aquellos dos que habían pretendido ser su familia.
Cuando
Lynda partió de casa, ni siquiera se dirigió al aeropuerto para ir con sus
padres. Tomó un taxi, el cual la dejó en la estación de autobuses, viajando a
un pueblo en específico, donde ella y el abogado planearían mejor su siguiente
movimiento, apartados de todo y con total discreción. Para ella, el abogado
sería un paso más para convertirse en una mujer libre y rica. Para él, ella era
sólo Melinda, una mujer despechada.
Lynda
Ileman era Melinda. Y Melinda era Lynda. Pero Melinda recordó al instante lo
que la había llevado hasta ese punto. Thomas
Abernathy. Aquella aberrante necesidad de sexo y de placer le había llevado
a recordar su antigua vida, y estaba ahí, frente a un hombre que no era quién decía
ser.
Melinda
vestía elegantemente, como un ama de casa rica y sin preocupaciones. Detrás del
escritorio ya no había criaturas, sino un hombre muy bien vestido, con el
cabello peinado para atrás muy relamido. Le reconoció al instante: era Marco,
su abogado.
-Está
de acuerdo que lo que su esposo y su hijo hacen está contra las leyes, y está
penado al extremo. Señora Ileman, vamos a hundirlos, si eso es lo que en verdad
desea.
-Marco…
-¿Dígame,
señora Ileman?
Marco
parecía extrañado, y Melinda asustada.
-¿Dónde
estamos?
El
abogado soltó una risita. Su clienta, o de verdad estaba muy confundida, o era
tonta.
-Señora
Ileman, estamos en el hotel donde acordamos.
-No
entiendes, ¿verdad? Marco, tenemos que salir de aquí.
Melinda
se levantó de la silla que ocupaba en aquella lujosa habitación de un hotel en
un pueblo remoto. Marco la miró preocupado. Si su clienta entraba en un ataque
de histeria, le sería complicado salir de esa. Todo se estaba haciendo con la
más absoluta discreción, y lo último que deseaba era una loca más en su
archivo.
-No
la entiendo, señora Ileman. Tenemos que…
-No,
no tenemos nada, Marco. Entiéndeme, por favor. Alguien nos está siguiendo,
están jugando con nuestras mentes. Eres mi esposo, ¿ya no lo recuerdas?
-Creo
que se confunde. Usted es Melinda Ileman y yo…
-¡Basta,
por favor! Vámonos y puedo explicarte. No estamos seguros aquí.
Llena
de coraje, Melinda agarró la silla y la arrojó al suelo con violencia, haciendo
que Marco pegara un brinco en su propio asiento.
-Tranquilícese
por favor. Sé que todo este asunto la pone de nervios, pero es necesario
mantener la cabeza fría. Conozco a alguien que puede ayudarnos, y le traje para
poder continuar con el proceso. Está en una de las habitaciones de abajo, voy
por él.
El
abogado se levantó, alisándose su traje, y salió de la habitación, caminando
tranquilamente. Melinda se sentó en su silla, sintiendo el calor que su trasero
había dejado antes de que ella le sustituyera. Estaba cansada: parecía como si
la hubiesen obligado a correr durante días, hasta el punto de no saber dónde
estaba ni lo que estaba haciendo. Y a pesar de eso, sentía la horrible
necesidad de meterse algo en la vagina, antes que nada pasara.
Escuchó
cuando la puerta de la habitación volvió a abrirse. Esta vez, Marco venía
escoltado por dos personas, si es que ese término les quedaba. Eran las mismas
criaturas de la habitación, aquellas que hablaban en un idioma que nadie más
había comprendido jamás. Sus delgados cuerpos casi descarnados, con piel
pálida, sus enormes cabezas y sus ojos alargados, negros como la misma
profundidad del espacio. Melinda se levantó al instante, y tomó de la mesa la
lámpara de noche, blandiéndola como una espada.
Marco
llevaba en las manos una especie de caja o algún aparato cubierto con una tela
de color azul oscuro. La criatura a su derecha se acerco a la mujer, y al
intentar agarrarla con aquellos dedos alargados y casi muertos, Melinda le
propinó un golpe con la base de la lámpara en la enorme cabeza. Un trozo de
piel se cayó de la criatura, como si esta estuviera hecha de vidrio. En su
interior moraba una cosa más horrible, indescriptible, algo que reptaba y movía
sus partes viscosas dentro de su cuerpo provisional.
-¿Qué
quieren de mí? ¡Déjenme en paz!
Marco
habló por las criaturas, que sólo parecían murmurar consigo mismas.
-Vamos
Melinda, mi amor. Sabías que todo esto iba a llegar algún día. El trato fue
hecho, y ganamos. Tenemos tu cuerpo, y tu mente. Mira…
Con
una mano, la criatura a la izquierda quitó la tela de encima de aquella caja.
Tenía las paredes transparentes, como de plástico reforzado. Y dentro,
encerrado, había un ser, con la forma de un bebé, pero viscoso, de un color
gris apagado. Sus ojos negros miraban enloquecidamente a todas partes, buscando
algo con qué alimentarse. Su boca, repleta de miles de dientes afilados,
babeaba y mordía la caja sin éxito. Melinda gritó aterrada, con las uñas de sus
manos encajadas en las mejillas. El terror más indescriptible de su vida hecho
realidad.
Había sido violada
por seres del espacio, tomando la forma de un hombre guapo, y dominando su
mente, hasta que al final logró concebir aquella cosa. Melinda, Lynda, como sea
que se llamara, había dado a luz a un monstruo, el cual le apuntaba con su
lengua mordaz y afilada como una cuchilla, buscando carne y sangre para
alimentarse.
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