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jueves, 5 de febrero de 2015

Gregomulcia: Cuento 1, Capítulo 2 (+18)



1.2

-¿Me estás escuchando?-, dijo Irina con tono insistente.
Pero Sara no le había escuchado. Estaba perdida en mirar por la ventana de la cafetería, pensando, en aquello…
-Sara, ¿te sientes bien?
La muchacha reaccionó de repente. Sus pensamientos se desvanecieron, mientras volvía a ponerle atención a Irina, quién se veía preocupada. Era como si su amiga se hubiera perdido durante bastante tiempo en algo que ella no podía entender.
-Lo siento, Irina, perdona… Estaba pensando en… la próxima clase.
Irina abrió la boca, y sólo pudo soltar un “ah” de sorpresa.
-Bueno, te decía. Ayer mataron a una chica en las escaleras de camino a la facultad. ¿Supiste algo?
A Sara casi se le cae el bocado que estaba a punto de llevarse a la boca. Irina era aficionada a los chismes, pero esta vez parecía ir en serio.
-¿Pero cómo…?
-No sé todos los detalles, pero al parecer fue durante la noche, y la encontraron hasta la madrugada. La degollaron o algo así, fue terrible.
-Oh cielos, eso es terrible. ¿Quién era la chica?
Irina levantó los hombros.
-Ni idea. Al parecer estudiaba aquí, pero no la conocía: se llamaba Esther. Pobre chica, en serio te lo digo: los muchachos de por aquí parecen algo locos, pero no creo que ninguno de ellos fuera capaz de matarla, y menos de esa manera.
Sara masticó su bocado de albóndigas con salsa de tomate, tratando de entender lo que su amiga le estaba diciendo. ¿Un homicida en la escuela? Si es así, era algo nuevo, porque nunca se había escuchado de algún crimen parecido en el campus. Siempre se trataba de robos menores o de agresiones de alumnos idiotas contra los alumnos menos populares. En todo caso, matar nunca había sido el plan de alguno de los alumnos.
-Habrá que empezarnos a cuidar, ¿no es cierto?-, dijo Sara.
-Puede que sí, puede que no. Tal vez el maldito la mató porque ella no quiso follar con él en los jardines, o yo que sé… Oye, ¿vas a tener clase en cinco minutos?
Sara negó.
-No, la próxima que tengo es a las 12, así que me da tiempo de ir al departamento por algunas cosas que necesito, y regresar.
-¡Vaya, sí que tienes suerte! Yo tengo que irme, mi profesor de Psicoanálisis va a matarme si llego otra vez tarde.
Irina se levantó y tomó sus cosas de encima de la mesa de plástico. Miró de nuevo a su amiga, y ambas sonrieron.
-Cuídate mucho, Irina.
-Eres muy buena, Sara, pero sé arreglármelas bien. Si el asesino de chicas quiere tomarme, bueno, podré hacerle frente…
Ambas soltaron una carcajada, mientras Irina se iba caminando a la salida de la cafetería. Sara se quedó de nuevo sola, mirando por la ventana. Su mente ahora vagaba entre sus tres principales problemas: las clases, el asesino, y lo que estaba a punto de hacer camino a su departamento.
No debía perder más tiempo. Se levantó, recogió la basura de Irina y la suya, y salió casi trotando de ahí.

Sara era una hermosa muchacha, de cabello castaño oscuro y largo, el cual siempre llevaba agarrado de una coleta. Su figura alta y esbelta era siempre admirada por los muchachos en la Universidad, aunque ella prefería otros gustos. Entre ellos, viajar en metro.
Aunque era corta la distancia desde la Universidad hasta el centro de la ciudad, ella disfrutaba viajar en el colectivo más bullicioso del lugar. Le llamaba la atención ver a las personas, tratar de adivinar el sentido de sus vidas, a qué se dedicaban, que oscuros secretos guardaban. Y cuando se daba tiempo, especialmente en las horas pico, se atrevía a viajar en el último vagón del metro, esperando encontrar suerte.
A veces no le importaba viajar de pie, rodeada de personas desconocidas, en su mayoría hombres. Había visto de todo: hombres frotando sus miembros erectos contra los traseros de mujeres y hombres por igual, masturbaciones exprés, e incluso sexo oral. Todo en el último vagón, uno de los más concurridos y también de los menos vigilados por los policías en los andenes.
La idea de viajar ahí era excitante, el motor que movía muchas veces la vida de Sara. Esta vez, se subió, internándose entre el montón de gente que viajaba hacía el centro, y se agarró fuertemente de uno de los tubos que atravesaban de arriba abajo el vagón. Esperó atentamente, observando a los hombres que la rodeaban. Un hombre maduro de traje de oficina; otro más joven, universitario, con uniforme deportivo; otro más sin distinción, más bien como un hombre de familia. Fue este al que ella eligió, porque no ofrecía el aspecto tan clásico como el de los otros dos.
Ella misma se le iba acercando, pegando su trasero poco a poco a él. Nadie más parecía ver esto: era como si no les interesara, o ya estuvieran demasiado acostumbrados a ello que ni siquiera lo veían como algo malo. Sin embargo, para Sara, era algo más que extraño que una mujer buscara el placer de una manera tan similar.
El hombre, sintiendo la presión sobre sus muslos, trató de disimular un poco, pero no podía ignorar que las nalgas de una chica de la universidad estuvieran tan a su alcance. Tal vez, como pasaba por la mente de Sara, el hombre pediría mentalmente perdón a Dios por tan infame acto, pero no le importaría si Dios no podía ver por debajo del subterráneo. Tomó a Sara por las caderas, y la acercó más a él. Ella sintió el miembro del hombre restregándose detrás de ella, y cerró un poco los ojos, sintiendo un placer que ni ella misma podía explicarse.
De repente, la mano derecha de aquel hombre le soltó la cintura, y la sintió bajar por detrás de su muslo. Estaba totalmente perdida, que cuando los dedos de aquel hombre empezaron a tocarle la vulva por encima del leggin, ella soltó un pequeño gemido, inaudible para los demás, excepto para ella. El placer era tal, que no se dio cuenta que el tren había llegado a su destino. Se sorprendió tanto que salió casi corriendo y empujando del vagón, sin darse por enterada que aquel hombre había dejado una enorme mancha de semen en su ropa interior…

Sara caminó apresuradamente desde la salida del metro hasta el departamento, que quedaba a una cuadra de ahí. Subió las escaleras del edificio, sin poner atención a los detalles. Abrió la puerta con las manos temblorosas, y cerró tras de ella con un portazo. Las cosas se le cayeron al suelo de camino a su recámara, y casi tropieza con uno de los taburetes que se encontraban en la estancia. Cruzó el pasillo, y se metió en la habitación, dejando la puerta medio abierta. Ya sobre su cama, tendida boca arriba, con las persianas abiertas, Sara empezó a tocarse, primero por encima del leggin, y luego se lo quitó, junto con las pantaletas. Su dedo tocó piel suave, y casi grita de placer. Aquel viaje había sido maravilloso. Por primera vez, había sentido algo así, algo tan poderoso y delicioso. Tan sólo la idea de hacer el viaje de vuelta a la Universidad la hizo gemir, tan fuerte que incluso el vecino podría haberla escuchado.
Y sin embargo, el vecino había escuchado todo…

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