4.4
16 de Febrero.
No
sé cuantas veces más regresé. Sin embargo, la fuerza de Vlad me había atraído,
como un cometa al centro de un enorme planeta gaseoso. El sentido que le estaba
imprimiendo a su carácter y su fina forma de tratarme me hizo sentir
completamente atada a él. Y no sólo eso: me estaba mostrando cosas que ni
siquiera otra persona podía permitirse ni siquiera imaginar.
No
sólo era el sexo: creo que ni a él ni a mí nos satisfacía eso. Sin embargo, el
jugueteo previo era una cosa sin igual. Me había permitido sobrepasarme, aunque
él sabía que, sin alimento, una hembra podía ser peligrosa. Y no había comido
en varios días para así disfrutarlo al máximo. Nos golpeábamos a la menos
provocación, con besos que hacían que nuestros labios se destrozaran y los dientes
contribuían a lacerar la piel con besos extremadamente apasionados.
Había
juguetes y varias cosas que podíamos usar para hacer de las noches algo
extraordinario. Mi favorito: un cinturón “strap-on”, el cual es una especie de
arnés que se coloca alrededor de la cintura, y el cual tiene un consolador, con
uno de los extremos en el interior para estimular la vagina. Veía disfrutar al
maldito pervertido cuando me lo ponía, y por más que quisiéramos, el dolor no
nos afectaba. Lo penetraba sin cesar, sin más cuidado que el de sentirme
poderosa. Le tomaba del cabello y lo embestía. En varias ocasiones mi cuerpo
reaccionó, soltando un chorro de líquido a través de la vulva. Eyaculaciones
femeninas, creo.
El
favorito de él: las bolas chinas. Era una especie de tira de bolas de plástico
unidas por un cordón, con una argolla en uno de los extremos. Vlad las metía en
mi ano (al parecer, su lugar preferido para hacerme sentir placer, aunque lo
detestaba), una a una, dejando la argolla por fuera. En cuanto sentía que ya no
podía más, y estimulando mi clítoris con sus dedos, sacaba una a una las bolas,
dando un fuerte y firme tirón. Cada vez que una salía, me hacía gemir. Otra
vez, eyaculación femenina.
Anoche
fue distinto. No por el sexo, sino por la comida. Incluimos en el menú a una
estúpida muchacha que vagaba por la calle. Al parecer, había cortado con su
novio, y necesitaba consuelo. Vlad ni siquiera se dignaba a bajar por las
víctimas: siempre usaba a alguien para conseguir su alimento. Y como no tenía
sirvientes, esta vez lo hice yo. La muchacha estaba tan desangrada que ni
siquiera se daba cuenta de lo que hacíamos, mientras nos bebíamos su sangre y
la escupíamos sobre nuestros cuerpos, usándola como lubricante.
Cuando
nos aseguramos de que la chica había muerto, Vlad decidió que había sido
suficiente, sólo que no tenía intenciones de dejarme ir.
-Quiero
contarte algo. Ponte cómoda.
Me
recosté sobre el pecho de la muchacha, el cual se había puesto rígido y frío.
Sin embargo, disfrutaba tanto de su piel, tan suave a pesar de la muerte, que
no quería moverme de ahí.
-¿Es
un cuento? ¿O es otra de tus absurdas mentiras?
Vlad
guiñó el ojo, mientras se sentaba en una de las sillas de la oficina, cruzando
la pierna como todo un ejecutivo.
-Es
una leyenda. Se dice que Cupido, el dios romano del amor, poseía consigo dos
tipos de flechas: una de bronce y oro, para aquellos que estaban destinados a
encontrar el amor verdadero, y las de plomo, para destruir relaciones y hacer
miserables a los hombres. El amor debe ser recíproco para todos, sin importar
cómo llegue a cada quién. Se decía que, a pesar de todo, se podía convencer a
Cupido para que eligiera a favor de una persona, si esta sabía la combinación
perfecta.
“Había
una especie de ritual. Se cumplían cuatro pruebas diferentes para atraer la
atención de Cupido: matar a una mujer virgen, cometer incesto, ser adicto al
sexo, y beber sangre. Aquellas cosas enfurecen al dios, quién desea por sobre
todas las cosas la paz y la vida. Una vez hecho esto, se le somete pronunciando
cuatro palabras.”
-¿Y
cuáles son?-, le pregunté, ansiosa por saber cómo acabaría todo aquello.
-Sophista,
Amphitalés, Magus y Tyrannus.
Me
quedé estupefacta. Sabía mucho de latín y griego, pero no podía entender qué
tenían que ver las palabras con la leyenda. Vlad pareció notar mi confusión.
-El
amor es recíproco, y también tiene cualidades: es un mentiroso, es un joven en
la plenitud de su vida sexual, es un mago, y es tirano también. A todos les
llega, y a todos les hace daño de la misma manera, ni más, ni menos. Sin
embargo, el ritual podía darle el poder a quién lo invocaba de dirigir por buen
o mal camino su vida amorosa o de otra persona. Beber sangre es lo nuestro,
Elizabeth. Estamos condenados a ello, y sin embargo, no podemos invocar a
Cupido para pedir favores. ¿No es eso una verdadera lástima? El tiempo nos es
otorgado como una maldición eterna, y aunque el amor puede viajar a través de
él y de otros universos, poniendo en orden o en desorden lo que desee, nosotros
no estamos atados a sus reglas. Me he convertido en el Tyrannus, querida mía, y no hay placer más valioso que este…
Vlad
se levantó de la silla, serio, sin decir nada más, y se dio la vuelta, dándome
la espalda, mirando hacía la ventana. La ciudad seguía su curso allá afuera, y
nosotros parecíamos habernos detenido en el tiempo, más de lo que ya habíamos
estado detenidos desde que nos convertimos en lo que somos. Por un instante,
pretendí entender lo que estaba pensando, lo mucho que le dolía ser así.
-Lárgate.
No vengas hasta que yo te llame.
Me
levanté, y empecé a vestirme. Él no se había movido de su lugar, y no esperaba
que se diera la vuelta para verme. Recordé la primera vez que lo vi ahí,
mientras se disponía a devorar la cena. Pero ahora, todo era más lúgubre:
alcancé a distinguir, entre un susurro, la última palabra que, pienso,
escucharé de él.
-Tyrannus…
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