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sábado, 24 de febrero de 2018

#UnAñoMás: Sombra del Pasado (Día de la Bandera)



Alicia se encargaba de la vigilancia nocturna del Castillo de Chapultepec. Era la monitorista del museo, y aunque nunca pasaba nada durante su turno, siempre estaba al pendiente de las cámaras. No faltaba el atolondrado que podía rondar por fuera del edificio, o alguien profesional dispuesto a entrar al edificio para robar. Nunca había estado en una situación así, y siempre pedía a Dios porque un día no sucediera.
Aquella noche, el hermoso Castillo que alguna vez dio cobijo al emperador Maximiliano de Habsburgo y a su esposa Carlota, se mostraba con la calma digna de un hermoso sepulcro gigantesco en medio del Bosque de Chapultepec. La noche era tibia, una señal de que el invierno estaba a punto de terminar.
Alicia no trabajaba sola: afuera habían dos vigilantes haciendo rondines frecuentes en todas las entradas del Castillo. Lo que ellos no podían vigilar, Alicia sí que lo veía. Podía estar comiendo, escuchando música o haciendo cualquier otra cosa, pero nada se le escapaba. En ese momento, mientras resolvía un crucigrama, Alicia se dio cuenta, en un movimiento de la cámara, que frente a una de las entradas principales había alguien. Ahí estaba la sombra de una persona, que se limitaba a estar de pie frente a la entrada.
Alicia se quedó observando el monitor al menos un minuto, antes de reaccionar y tomar el radio.
-Catorce, hay alguien en la entrada principal. ¿Me copias?
Un traqueteo y luego, una voz masculina que le contestaba.
-Quince, afirma. Voy a averiguar. No estoy muy lejos…
Efectivamente, el vigilante que le había contestado se encontraba como a veinte metros de ahí. Sólo era cuestión de rodear un poco el edificio y se encontraría en la entrada que Alicia había indicado.
El vigilante apareció unos cinco minutos después en la escena, y aunque Alicia podía ver que su compañero se ponía a revisar el lugar, la sombra aún se proyectaba en el suelo.
-Quince, aquí no hay nadie. ¿Desde dónde viste a la persona?
-No se ve a la persona como tal, catorce. Se ve la sombra exactamente dónde estás tú. Está muy clara y… Se está moviendo.
El vigilante exterior empezó a revisar, con la linterna en mano, pero no veía nada. La sombra empezó a avanzar, pero algo raro pasó: aquella sombra cruzó la reja, cómo si la persona pudiese atravesar la puerta. O tal vez, la persona ya estaba dentro, y aquella sombra era producto de un reflejo raro de la luz.
-¿En qué dirección, quince?
Alicia estaba mirando con cuidado la pantalla, mientras la sombra se alargaba y se perdía dentro de los jardines.
-Viene hacia el castillo. Voy a tratar de interceptarlo, catorce. Den la vuelta en la entrada de empleados y yo los veo aquí, en la entrada principal. Con mucho cuidado…
-Cinco, quince. Con cuidado tú también…
Alicia se levantó y tomó su radio, además de un arma descargada. No tenía intención de hacerle daño al intruso, pero si lograba intimidarlo sería mejor. Avanzó fuera del cubículo de los monitores, y salió primero a un pasillo sencillo. Dio vuelta y, a través de una puerta sencilla, llegó directo al castillo.
Era un enorme vestíbulo, un recinto de donde colgaba un enorme candelabro y, frente a Alicia, se levantaban unas escaleras blancas inmaculadas, revestidas con una alfombra roja. Hacia arriba, las escaleras se dividían en dos partes, una hacia la derecha y la otra a la izquierda. Los primeros escalones estaban flanqueados por dos pequeñas columnas que sostenían otros candelabros con adornos de flores.
Aquel lugar estaba sumido en una oscuridad parcial, ya que una luz trémula se colaba por uno de los ventanales, y aunque apenas podía ver, Alicia iba con cuidado, con el radio en una mano y la pistola en la otra, escondida cerca de su pierna.
No veía a nadie, ni por dentro ni por fuera. Aquel lugar lucía tan solitario, y con aquella luz, semejaba a una enorme cueva tallada elegantemente por una fuerza inteligente y desconocida. Sus pasos hacían eco en las paredes, y se escuchaban como si cayeran enormes gotas de agua en el concreto. Caminó unos cuantos metros hasta llegar a un largo ventanal, por donde se colaba la luz hacia el interior, y cerca de donde descansaba una pieza importante del museo.
A pesar de llevar el nombre de Museo Nacional de Historia, el Castillo de Chapultepec aún conservaba muchas piezas originales de su pasado como residencia real y, en tiempos posteriores a Maximiliano, como la residencia presidencial oficial. Sin embargo, dentro de aquel nicho, cubierta con un vidrio impoluto, descansaba una bandera, vieja y arrugada, quemada, rota. Era la bandera mexicana de aquellos tiempos, con un águila diferente a la actual. Presumiblemente, aquella bandera había sido con la que Juan Escutia se había cubierto, antes de arrojarse por la ladera del castillo en la invasión del Ejército de Estados Unidos en 1847.
Alicia se asomó por la ventana, pero sólo pudo observar el pequeño balcón que daba al vacío, a una de las laderas del cerro. Se había olvidado de ese detalle: los vigilantes no podrían entrar por ese lugar. La entrada estaba al costado contrario.
Fue en ese momento cuando la vigilante escuchó los pasos. Eran débiles, como de alguien que apenas quiere hacer ruido mientras sale por la noche a dar un paseo o a comer algo a hurtadillas. Pero no se escuchaba nada más que los pasos.
Alicia se cubrió escondiéndose tras el nicho de la bandera. No era un buen escondite, pero al menos la oscuridad la mantendría oculta si no se movía tanto. Los pasos se escucharon un poco más cerca, hasta que se detuvieron. Alicia pensó que aquel sujeto se había quedado de pie en medio de aquel vestíbulo. Se asomó, pero sólo alcanzó a ver la sombra, pero no a la persona dueña de la silueta. Era un hombre, un joven tal vez, delgado y enjuto.
-¿Quién está ahí?-, preguntó el muchacho, con una voz que sonó como un eco.
Alicia se quedó agazapada un rato más ahí, sin decir una palabra, hasta que decidió asomar solo la cabeza.
-No puedes estar aquí, es allanamiento de recintos federales. Puedes ayudarnos a salir de aquí tranquilamente o tendremos que hablar con las autoridades para que te saquen. Por favor…
El muchacho volvió a hablar, esta vez con un poco más de fuerza en la voz.
-Tú eres una intrusa, tal vez seas una espía de ellos. ¡Déjame verte y lárgate de nuestro hogar!
¿Nuestro hogar? Definitivamente, Alicia estaba tratando con un demente.
-No entiendo lo que dices, pero por favor, acércate a la ventana y acompáñame para sacarte de aquí. No queremos problemas…
-¡No voy a ir a ningún lado! ¡Váyase usted!
Otra vez pasos, un poco más apresurados. Alicia se quedó quieta, escuchando solamente. Otra vez se asomó, pero ya no había nada. Incluso la sombra había desaparecido. Tal vez ahora estuviese subiendo las escaleras.
-Muy bien muchacho, ya que no estás dispuesto a cooperar, te voy a pedir que me acompañes a la fuerza. ¿Dónde estás?
La voz del muchacho retumbó, esta vez más cerca.
-¡Qué no me ve, aquí estoy!
Alicia miró a su costado, donde descansaba la bandera. En la superficie de tela de aquel maltrecho símbolo patrio se dibujó el rostro de un muchacho, apenas un joven que parecía asustado, como una calavera. El instinto hizo que Alicia reaccionara, y por puro miedo, golpeó el vidrio de aquella vitrina e hizo que se hiciera añicos. Sintió como algo frío le recorría la espalda, traspasando primero su pecho. Dio un mal paso, y al tratar de agarrarse de algo, tomó la bandera entre sus manos y se fue de espaldas. Alicia sintió el tremendo dolor de los vidrios de la ventana al quebrarse, y cómo sus pies tropezaban con aquel balcón que la hizo caer hacia el abismo.
El alarido de Alicia al caer fue desgarrador, y cuando su cuerpo se estrelló contra las rocas, aún llevaba entre la mano la bandera de la cual se había aferrado para no caerse.
Entre las sombras de la noche, tras las hojas de un árbol que crecía cerca de donde la mujer se había estrellado, un muchacho salió a observar. Traía entre sus manos un reloj de bolsillo con un montón de manecillas que se movían en distintas direcciones. Miró a Alicia durante un rato, y se lamentó.
-Demasiado tarde. Por más que lo evito, no puedo contener el poder del destino sobre las personas. Voy a volver…
Apretando un pequeño botón en el costado de aquel reloj, el muchacho desapareció tan rápido como había aparecido, sin hacer ruido, y sin que nadie pudiera verlo.

martes, 31 de octubre de 2017

#UnAñoMás: Ollin Miquiztli [PARTE I] (Halloween - Celebración Invitada)



Las calles de la Ciudad de México empezaban a recuperar su modo nocturno después del sismo. Muchos se habían dado a la tarea de revivir la vida noctámbula, y ahora que faltaba poco para el Día de Muertos, otra vez la cultura se adueñaba de los callejones del Centro Histórico. Muchos de ellos contaban con su leyenda: fantasmas de niños, risas macabras que salían de las paredes, monstruos y rituales, e incluso el diablo en persona, que se aparecía para cautivar a las mujeres y embaucar con promesas vacías a los hombres.
Uno de los más hermosos y emblemáticos es sin duda el callejón de la Condesa, llamado antes el Callejón de los Dolores. Está ubicado entre el Banco de México y la Casa de los Azulejos, en contraste del estilo art decó de uno y el clásico azul destellante del otro. De día es un perfecto paso peatonal, el cual sirve para admirar ambos edificios mientras se da una caminata tranquila. Pero de noche se convierte en un callejón más, una calle oscura y tal vez siniestra.
Se dice que en una ocasión, cuando todavía servía como paso para los carruajes, dos de ellos se vieron enfrentados, sin que ninguno de los dos pudiese pasar. El orgullo de ambos señores los hizo permanecer ahí durante tres días, esperando que el otro retrocediese para darle paso, hasta que la autoridad se hizo cargo de la situación. Mientras el tramo entre el Banco y la Casa de los Azulejos es breve, el otro tramo, entre el Palacio Postal y el Palacio de Minería, es más largo, e incluye en el paseo varios puestos y locales donde se pueden conseguir libros de usado a buen precio.
Sin embargo, se dice que por las noches, como en todas las callejuelas perdidas de la ciudad, un lamento triste y poderoso se deja escuchar, de una mujer que busca a sus hijos entre los muertos, y asusta a los despistados. Los aztecas conocían a un espíritu similar, al que llamaron Cihuacóatl (literalmente, “mujer serpiente”), una especie de espectro que asustaba a los hombres durante la noche y los devoraba ahogándolos en el lago. Después, el mito se complementó, con la historia de una mujer engañada que, en su desesperación, ahoga a sus hijos y se suicida. La Cihuacóatl se transformó, entonces, en la Llorona, el espíritu más conocido de México.
Aquella noche de Halloween, los niños aún no rondaban por las calles pidiendo dulces, pero los adultos, en especial los jóvenes, estaban de plácemes. Aunque no fuese una fiesta nacional, Halloween había tomado fuerza, en especial en varios eventos en el Centro Histórico, con recorridos a pie o a bicicleta, donde se mostraban las principales calles y callejones de la ciudad, y se contaban historias macabras, de venganza, dolor y miedo.
Sebastián no estaba tan convencido de todos aquellos tours nocturnos, pero no por ello dejaría de disfrutar a su modo la noche. Aunque hacía frío, su rollizo cuerpo le protegía un poco del clima. Se acomodó los lentes y siguió caminando, hasta que llegó a la esquina de la Casa de los Azulejos, y se asomó por el Callejón de la Condesa, oscuro, eterno, casi interminable.
Tomando valor, Sebastián se internó en el callejón. No había dado dos pasos cuando alguien le tocó el hombro, y le hizo gritar. Detrás de él estaba una muchacha, quién empezó a desternillarse de risa.
-El bebé gordito se asustó-, dijo la muchacha. Arely era la mejor amiga de Sebastián, aunque él creía para sí mismo que ella era una hipócrita y poca cosa. Nadie es mejor que yo, y menos esa estúpida.
-Te odio. ¿No que ya te ibas?-, dijo Sebastián, algo molesto.
-¿Y por qué querría irme? No voy a dejar que el gordito se vaya solo a su casa. ¿Qué tal si se lo come el chupacabras o se le aparece el diablo entre los callejones? Por cierto, hablando del diablo…
Sebastián sabía que Arely insistiría con eso. El muchacho que Sebastián había conocido, el cual le había robado el aliento… Y el cual había tenido que alejar, como a un perro que ya no quería a su lado.
-No voy a repetirlo. Además, es asunto olvidado. Además, creo que está bien, si siempre ignora lo que le comparto en Facebook, es obvio que no quiere saber nada de mí. ¿Vas a quedarte ahí parada o me vas a acompañar dentro del callejón?
La voz de Sebastián se había ablandado, como la de un niño tierno, y Arely se soltó a reír otra vez.
-No, olvídalo. Yo no entraré ahí a esta hora. Que tengas suerte, gordito…
La muchacha se fue caminando, dando saltitos de repente. Sebastián puso los ojos en blanco, y esperó a que la chica desapareciera en la esquina de la Casa de los Azulejos. Se había quedado solo, y frente a él, el oscuro callejón.
Hace cientos de años, aquel pasaje había servido como paso de carruajes, donde la gente importante dejaba huella con su presencia. Condesas, curas, hombres de gobierno e incluso el mismo Virrey habían cruzado aquel callejón, como un símbolo de su poder. Sin embargo, en aquella fría noche de otoño, Sebastián sólo sentía repulsión y miedo. El lugar estaba lleno de basura, con bolsas de frituras que se movían con el aire de un lado al otro, e incluso, una rata que cruzaba por ahí le hizo detenerse. En una de las paredes del Banco pudo ver una cobija abandonada, tiesa y sucia, que había pertenecido tal vez a un indigente, y que ahora descansaba ahí, a la intemperie, como la piel de un animal muerto hace años.
Fue cuando un grito, un lamento poderoso y doloroso le hizo detenerse una vez más. Era el llanto desesperado y aullante de una mujer, que clamaba un desasosiego sin igual. Sebastián se quedó petrificado, y aunque al principio el aullante clamor de la mujer le hizo sentir escalofríos, sabía que sólo podía tratarse de alguien.
-No es suficiente, ¿sabes? No asustas a nadie. Parece como si te estuvieran…
Pero lo que iba a decir se le quedó en la garganta, cuando volteó para regañar a Arely. Pero su amiga no estaba ahí. Seguía solo en el callejón, y sólo un pedazo de basura que rodaba por entre sus pies le hizo moverse de nuevo. Aquello había sido extraño. Una mujer que gritaba casi detrás de él, y que se escondiese tan rápido en un callejón sin puertas ni recovecos…
Cobarde. Era la voz de él, aquella que recordaba a veces con anhelo. No es nada, sólo alguien que te quiere asustar. Sigue caminando y no mires para atrás…
Su mente le decía cosas, y su cuerpo trataba de cumplirlas, pero el miedo era más poderoso. Se tropezó al menos dos veces y las manos le sudaban, a pesar del frío que hacía aquella noche. Otra vez, el grito de la mujer se escuchaba, pero era cada vez más lejano, como si aquella persona caminara hacia el lado contrario, desapareciendo entre las sombras de los edificios.
Pronto, el grito se convirtió en un eco lejano, que retumbaba en las paredes de la Casa de los Azulejos. El frío le recorrió la espalda a Sebastián, y el muchacho se detuvo. Temblando, se dio la vuelta poco a poco.
Ya no estaba solo. Frente a él estaba una mujer, vestida de rojo, un vestido que le cubría hasta los pies, y que arrastraba por el suelo sin preocuparle demasiado. Su cabello, negro y suelto, caía como tres largas cascadas sobre sus hombros y su espalda, y le llegaba casi por debajo de la cintura. Sus manos apuntaban al cielo, como garras que se aferraran de algo invisible, justo antes de caer al infierno. Sus ojos blancos parecían estar en trance, y su boca, abierta por completo, aullaba con un gemido que parecía lejano, como si estuviese a varios metros de ahí.
Sebastián no podía moverse. El miedo le había clavado los pies en el pavimento del callejón, y la mujer parecía no querer moverse. No podía correr, y sus brazos se habían quedado tiesos a sus costados. Fue cuando una sombra aún más grande se levantó por detrás de la mujer, que aún seguía en trance, con aquel grito apagado en el fondo de su garganta.
El muchacho sólo podía observar como una figura alta y esbelta caminaba justo por detrás de la mujer, rodeándola. Uno de sus pies estaba normal, descalzo, y el otro ni siquiera tenía pie: era un muñón abierto, de donde salía el hueso limpio y blanco. Sus brazos largos colgaban en los costados, con enormes garras en los dedos. La cabeza estaba tocada con plumas de aves, negras y marrones, ya echadas a perder y bastante gastadas. El rostro de aquel ser era extraño. Semejaba a una calavera con piel, delgada y angulosa, con los ojos abiertos como los de un loco, y los dientes afilados como los de los felinos. En la nariz, a la mitad del rostro, lucía una línea horizontal de color negro, en contraste con su piel azulada, casi muerta. Sus ojos brillaban con un destello amarillo muy peculiar.
-No, cihuacóatl. Este no merece el sacrificio. No siento la fuerza de los otros. Vamos a buscar a alguien. Tenemos poco tiempo…
La mujer se despertó del trance, y siguió con pasos firmes a aquel ser largo y cadavérico, quién caminaba renqueando hacia el final del callejón, con un paso firme en el pavimento, y otro que se escuchaba como una garra sobre la piedra. Sebastián cayó de rodillas, mientras la orina mojaba sus pantalones. El enorme monstruo desapareció en las sombras, mientras la mujer volteaba a ver al muchacho, quien yacía en el suelo, impactado y asustado, sin poder hablar siquiera.
-Nada personal, jovencito. Vete a casa…
Sin embargo, el muchacho se arrastró por el suelo, y se quedó recargado en la pared de la Casa de los Azulejos, sin mover un músculo, y sin cerrar los ojos. Al amanecer, así lo encontraron, con el miedo en sus pupilas y el frío en su piel, pero sin decir palabra alguna…

viernes, 15 de septiembre de 2017

#UnAñoMás: Sueño de Libertad [PARTE I] (Día de la Independencia de México)



Ahí estaba Josafat, en la fiesta de la empresa para la que trabajaba. Era una noche fría, y el tequila que tenía entre sus dedos le reconfortaba con cada traguito que le daba. Ya se había comido un pambazo, un plato enorme de pozole y algunas tostadas. Ahora solo se limitaba a disfrutar la fiesta desde su asiento en la mesa más apartada, viendo a sus compañeros bailando y riendo.
Josafat tenía unos ojos verdes bastante expresivos, con lentes discretos que guardaban una mirada que podía analizarlo todo. Cada movimiento, cada sonrisa, hasta las palabras dichas en un susurro. Desde la otra mesa, una pareja de casados hablaba acerca de su hijo a otros compañeros, al cual habían dejado con su abuelo para que pasara la noche. Y en una mesa un poco más cercana, una chica de cabello castaño, largo y lacio, de piel clara y ojos muy bellos, le guiñaba. Estaba seguro de conocerla, de saber su nombre… lo había olvidado con ese guiño.
La chica se levantó, con sus piernas bien torneadas, y sacudiendo su cabello, se retiró, tal vez a estirar un poco las piernas afuera. Josafat solo la siguió con la mirada, mientras se llevaba de nuevo el caballito de tequila a la boca. Fue cuando alguien le tocó la espalda e hizo que se atragantara con un sorbo de tequila de más, que le abrasó la boca y la garganta.
-Vamos compañero, ¿por qué no le hablas?
El muchacho detrás de Josafat era también un compañero suyo. Jhonatan era alto, muy grande y de carácter más animado. Se sentó junto a su amigo, mientras Josafat trataba de hablar después del trago de tequila.
-Porque… no me conoce y… tal vez ni le guste…
Jhonatan soltó una carcajada.
-No puedes saberlo si te quedas aquí sentado. Además, no es preciso que te guste. Con que hablen ya es más que suficiente. Sabes bien como se llama…
Josafat estaba incómodo. Recordaba a la chica, su cabello, sus piernas, aquel vestido color verde esmeralda… y el guiño de uno de sus hermosos ojos. Pero nada de su nombre: era como si aquel gesto de coquetería le hubiese borrado la memoria.
-No recuerdo como se llama, sinceramente. Es muy bella y todo, pero…
Jhonatan soltó la carcajada, aunque no se escuchaba con aquella música tan fuerte.
-Está bien, aún así, síguela. Platica con ella, puede que te enteres de algo bueno.
-Pero yo…
-No. Nada, no hay excusas. Es noche de héroes: sé un héroe y enfrenta tus inseguridades. Por favor, ¿qué cosa podría pasar? Si te rechaza, al menos lo intentaste, y créeme que no diré nada malo o gracioso. Te admiraré siempre…
Jhonatan le pasó el brazo a su amigo por encima del hombro y se levantó para ir a tomar otra bebida. Josafat se quedó un rato más pensando en aquello, y en su corazón sentía que la chica y su sonrisa le llamaban sin hablar, sin escuchar voz alguna.
Sin darse cuenta, se levantó de la silla y caminó directo afuera. Atravesó el patio adornado de banderas y tiras de papel tricolor, con sombreros colgando de las paredes y algunos cactus. Cruzó entre las mesas y salió por el portón. Afuera había un camino de tierra que iba en paralelo con la fachada de aquel lugar. Los árboles se veían al otro lado como vigilantes mudos en la noche, mientras los animales caminaban entre las ramas haciendo ruidos extraños. Los grillos cantaban entre las hojas, y la luna se asomaba tras las nubes grises que quedaban por ahí.
-Oye…
La voz de una mujer le llegó como si fuese el viento, el susurro entre las ramas que agita las sombras y las convierte en parte de un silencio más oscuro y grande que la noche misma. Estaba en alguna parte, esperándolo, vigilando, tal vez jugando con él.
-¿Dónde estás? Aquí está muy oscuro-, exclamó Josafat, mientras apartaba las ramas de su camino y pisaba con cuidado entre piedras flojas, hojas secas y raíces.
Pronto, se vio envuelto en la oscuridad, entre los árboles y arbustos, con aquel olor a maleza vieja y humedad, mientras el frío se le metía entre las manos y lo hacía tiritar.
Frente a él se escuchaban menudos pasos, como si alguien se acercara lentamente desde la espesura del bosque. Con el rayo de la luna entre las hojas, Josafat vio la silueta de la muchacha. Estaba recargada en un tronco viejo, mirando hacia el cielo, tal vez, hacia las estrellas. El muchacho la contempló durante unos minutos, mientras ella sonreía, sin despegar aquellos grandes ojos del cielo. Su cabello caía por encima del pecho, cubriéndola como una sedosa cortina negra.
-Estaba esperándote…-, dijo ella, sin mirar a otra parte más que al cielo. Entre sus dedos tenía unas ramas, con hojas que soltaban un olor fragante cada vez que ella las agitaba.
-Bueno, yo… No sé qué decirte. No me acuerdo de tu nombre. ¿Cuál era?
Ella bajó la mirada, y sus ojos se encontraron. Los de él, tan deliciosos como la miel, y los de ella, negros, más profundos que la noche en el bosque.
-¿No sabes mi nombre? Podría decírtelo, si quieres. Pero sería muy fácil. Mejor ven, y dejaré que lo adivines…
Josafat no lo pensó. Caminó despacio entre los árboles, cuidando de no tropezar, aunque era casi imposible. Al fin, se encontraba casi frente a ella. Su cuerpo no daba calor, su piel se veía fría, y sus ojos tan hermosos, tan profundos… Y ese perfume, un olor dulce contrastando entre la maleza.
Y entonces, ella le besó. No fue un beso largo, no fue ni siquiera un beso. Los labios de la muchacha rozaron los suyos, y él temblaba, con los ojos muy abiertos. El roce de los labios más suaves que jamás hubiese sentido, y ese sabor. Cerró los ojos, y se dejó llevar.
Pero el frío del bosque era inclemente, y un atronador sonido le hizo abrir los ojos una vez más. No había nadie en aquel claro del bosque, y una bandada de pájaros salió volando, asustados tal vez por el sonido del estallido. Por encima de los árboles, se podía ver el origen de aquel sonido: varios fuegos artificiales levantándose por encima de la casa donde se hacía la fiesta. Verdes, amarillos y rojos, todos ellos estallando como delicadas flores que se deshacen con el viento otoñal.
Josafat miró extrañado, mientras la música le llegaba desde lejos. Era el mariachi, una canción alegre, las trompetas y los violines. Regresó sobre sus pasos, mientras que en la punta de su lengua, recorriendo su boca, el sabor dulce del beso de aquella chica le recordaba su nombre…

jueves, 20 de octubre de 2016

El reencuentro (Jaime Martínez)




Caminar cada tarde hacia el parque Álamos, se ha vuelto un hábito para Genaro.  La avenida Tlalpan es una buena opción para aminorar los problemas cotidianos, sobre todo, los económicos. Aunque renuente a los cambios, deja que la gente nueva del barrio lo distraiga de sus preocupaciones. Desde hace mucho tiempo, no sentía una sensación de tranquilidad. Tal vez sentado en uno de estos nuevos cafés, me venga la inspiración para pintar nuevamente, tal vez, y hasta logre vender, pensaba mientras caminaba. El entusiasmo por la posibilidad de volver a pintar se fue desvaneciendo conforme avanzaba por la acera hasta quedarse en una vaga inspiración, del que apenas recordaba al llegar al parque.

Como en los últimos dos años se sentó en la segunda banca, del lado derecho, de la entrada oriental del parque, en donde la sombra levemente diluida, apenas cobija. Siempre solitario, débil y encorvado, a pesar de tener cuarenta años.  Recordó algunos lugares que visitó de joven, amistades que no veía desde hace años y no pensaba volver a ver. El recuerdo de la familia lo evitaba al recordar las deudas. Hizo un inventario mental de todos los cuadros que tenía y no había logrado vender desde hace más de diez años. El conteo empezó por del estudio, guardados, pasando por los empeñados, hasta terminar por los obsequiados. De repente la banca ya no era tan cómoda.  Se paró a caminar por el parque. Al caminar un par de pasos  algo le llamó la atención. Era una imagen en una hoja fotocopiada y pegada a un poste. Fijó su vista en el anuncio. Sintió que los pensamientos de toda la tarde bajaban como uno solo al estómago, mientras leía el anuncio, para después sentirlos subir al cerebro.

Se vende autorretrato en óleo, técnica mixta, con marco original, autor: Mauricio Moliner, siguió leyendo: Sólo se darán informes personalmente y por las mañanas. Concentró la mirada en la imagen fotocopiada de la pintura, antes de releer nuevamente el anuncio, memorizó la dirección. El resto de la tarde Mauricio vio la imagen del cuadro entre pensamientos. Toda la noche sintió como los ojos del joven muchacho retratado en la pintura, miraban a los suyos, retándolo a recordar. Sería posible que fuera la del anuncio su primera pintura. Su primer autorretrato. Pero no recordaba, la había olvidado desde hace muchos años. Y por qué la había olvidado nunca más le interesó recordar qué había pasado con ella, hasta esta tarde. Al día siguiente despertó con el recuerdo del cuadro incrustado en el pensamiento, en el aliento, cómo algo que se trae guardado, escondido en la mente desde hace mucho, y de repente se puede llegar a él. Como un sueño que se sabe que algún día va a salir de ahí, del resguardo onírico, para volverse realidad y ya nunca más ser un recuerdo.

Al tomarse el resto del café frío, de hace un día, se dirigió inmediatamente al domicilio señalado como una máquina que se mantiene viva gracias a las reservas de energía. Como un autómata que vive sin saberlo, pensando en algo que está fuera del mundo real tocó el portón de madera estilo colonial. Abrió la puerta una mujer anciana  de cien años de edad. Encorvada y con arrugas donde antes lucía una papada lo miró. Despreocupada por el efecto natural de la vejez dirigió su mirada penetrantemente. Él,  vio sus arrugas, sus canas, sus manos reumáticas. Ahí estaban los dos, mirándose mutuamente. Dos personas, obsequios perdidos de añoranzas extraviadas de alguien, o de algo. No intercambiaron palabras. Mauricio, con el anuncio de la ubicación de la pintura y, con una velocidad sorprendente se lo mostró a la vista de la anciana. Se adentró a las fuertes paredes de tezontle pidiendo permiso con la mirada. La anciana le señaló el camino sin decir nada. Cuando pasaron un recibidor de cedro perfectamente barnizado pasaron un pasillo de tapiz amarillento que direccionaba hacia la pintura. Era lo único que adornaba. Observó detenidamente la obra. La iluminaba una ligera luz venida de los tragaluces puestos correctamente, simétricamente. Mantuvo la vista fija en el cuadro unos minutos, de repente tuvo la sensación de estar descansando de toda una vida de insomnio. No pudo reflexionar sobre el tiempo que llevaba viéndola. Tampoco de cuantas veces había releído su firma, “Mauricio Moliner” diez veces, “Mauricio Moliner” cincuenta veces. No cabe duda, es mi firma, soy yo, es mi autorretrato. El pensamiento fue interrumpido con la invitación para abandonar la vieja casa. La anciana, lastrada por una larga vida. Sacando fuerza de su común perplejidad, lo invitaba a salir motivada por el extraño espectáculo. Mauricio salió de la introspección, Regresó a su casa intrigado y confundido, como si hubiera permanecido una vida entera ahí, tratando de reflexionar sobre la extraña introspección.

Se dirigió hacia el trasporte público, se bajó en Tlalpan en la altura de la zona de hospitales. Concentró sus pasos al hospital psiquiátrico de san Fernando. En la entrada, el agente de seguridad lo recibió con la misma mirada con la que lo vio partir hacia el pabellón principal.  Recorrió el pasillo principal y se metió a su casa. Escuchó arrastrar con sus pies los ladridos de los perros que resguardaban las puertas de sus vecinos. Una enfermera con el uniforme más blanco de todo el psiquiátrico la cogió del brazo. Lo dirigió hacia el sofá manchado de líquidos amarillentos. Le descubrió sus antebrazos para inyectarle un líquido pulposo de color casi transparente. No quiso pensar en nada, era mejor así, siempre había sido mejor no pensar.  

 El día antes de ver su muerte, vio su imagen en una pintura reflejada en las paredes de tezontle. Sintió el líquido pulposo en diferentes tonos y periodos. Tranquilo, muy tranquilo, se durmió.

martes, 16 de diciembre de 2014

Las Nueve Posadas. 16 de Diciembre.



Todo empezó la primera noche de las posadas. Las fiestas decembrinas daban inicio este día, con una de las celebraciones tradicionales más bellas del mes. Una posada era una especie de convivencia entre vecinos, en la cual se comía, se bebía agua de diferentes frutas o ponche, y se hacían diversos rituales, entre ellos, visitar varias casas cantando las letanías, que representaban el paso de José y María en busca de posada en Belén. La gente llevaba su libro de cantos, y una vela en las manos, cantando juntos hasta llegar a la casa donde los recibirían. Ahí, se comían y luego se rompía la piñata, la cual contenía frutas y dulces. Sin duda, serían nueve noches extraordinarias, llenas de color y de celebración, antes de la Navidad.
La última posada, la del 24 de Diciembre, le tocaba a Elena Sánchez. Pero de eso no hablaremos ahora. Elena parecía estar más ocupada en los preparativos de su propia posada que en poner más atención a las de los demás. Y no porque se sintiera importante, sino porque quería que todo saliera a la perfección.
La noche del 16 de Diciembre, una noche fría y con un leve viento que hacía que la gente se tapara hasta el rostro, la primera posada se celebraría en la casa de la familia Infante. La conformaban el padre, Roberto, la madre, Isabel, y la pequeña Karla, una niña risueña e inquieta, que siempre se la pasaba haciendo travesuras. Sus papás estaban ocupados como para ponerle un poco más de atención a la niña, por lo que esta salió a la calle, una cerrada en Santa Fe que tenía fama por ser una de las calles más seguras de la colonia.
Karla no vio a nadie más en la calle, porque seguramente, todos los vecinos se estarían preparando para salir a la posada. Eso ponía más feliz a la niña, porque sabía que iba a convivir con sus pequeños vecinos, y todos tendrían turno en una de las piñatas que sus papás habían comprado. Dejó atrás el calor de su casa y el olor a tinga de pollo, y caminó por la calle, hasta llegar a un espacio vacío dónde sólo se encontraba un jardín, con un enorme árbol de hojas secas en medio y mucho pasto alrededor. Pegada a la pared del jardín, ya estaba una mesa con refrescos y desechables, y las luces que habían puesto en las paredes de las casas iluminaban todo el jardín, haciéndolo ver como otro cuarto más de una casa cualquiera.
La niña decidió esperar a todos ahí, sentada en el pasto o en una de las sillas de la mesa, las cuales aún estaban plegadas recargadas en la pared. No se atrevería a hacerlo sola, porque podría caérsele y ocurrirle un accidente. Como traía pantalón, se sentó en el pasto, sin importarle si estaba húmedo o muy frío. En sus manos tenía una hermosa muñeca, de pelo rizado y vestido rosa, a la cual empezó a peinar y a acicalar, como si fuera un bebé verdadero. Karla sonreía a su pequeña hija, y le cantaba una canción de navidad que había escuchado en la televisión.
Y aunque la muñeca no podía escucharle, y le miraba con sus inexpresivos ojos de plástico, la persona detrás del árbol sí podía escuchar su canción, y se movía lentamente hacía la pequeña. Karla no le vio, ni siquiera cuando su sombra empezó a dibujarse encima de ella. Lo último que vio la niña fue cómo la muñeca caía al pasto, y sintió el tirón que le daba alguien por detrás, sin dejarle gritar, con una enorme mano enguantada sobre la boca…

Pasaron quince minutos…
-Roberto, se nos va a hacer tarde y los vecinos ya deben estar allá. ¿Podrías llevarte las papas? Yo me llevo la tinga. Pero rápido, que está caliente y me voy a quemar las manos…
Roberto miró a Isabel, quién estaba en la puerta, esperándolo con la enorme cacerola de la tinga en ambas manos. Le sonrió, mientras tomaba entre sus enormes manos el otro refractario con las papas con longaniza.
-¿Dónde se metió la niña?-, preguntó preocupado Roberto, alcanzando a su esposa en la puerta.
-Ha de estar ya en el jardín, jugando con los vecinos. No pudo haber ido más lejos, el portón está cerrado. ¡Apúrate!
Los dos caminaban en fila india directo hacía el jardín de la calle, primero ella, y detrás su marido, ambos cargando la comida. Aún faltaba traer más cosas, y por eso tendrían que dejar la comida y hacer más vueltas para no olvidar nada. Cuando iba llegando al jardín, Isabel escuchó algo. Era como una canción, una guitarra rasgando, con una tonada alegre, aunque se escuchaba como lejana.
(CANCIÓN: https://www.youtube.com/watch?v=zYrapItmPZI)
-¿Quién habrá puesto esa música? Es horrible-, dijo Isabel, soltando una carcajada. El jardín ya estaba frente a ellos, y la música se escuchaba más fuerte. En el jardín estaban la mesa y las sillas en su lugar, y los desechables aún sin usar. Y colgando del árbol, con una cuerda alrededor de su cuello, se encontraba Karla, con el rostro inexpresivo y una mueca de dolor en su boca azul, de dónde le salía la lengua…

Después del fuerte sonido de la cacerola cayendo al suelo de la banqueta, los vecinos escucharon el grito desgarrador de una mujer en la calle.

La posada había nacido muerta.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Reseña Evento Premios Fraternidad CEAPRAJ – Énfasis Comunicaciones.CORTESÍA

Por Luis Zaldivar.
Noviembre 6, 2014. 05:40 p.m.

El ambiente que genera siempre una entrega de premios conlleva un sentido de hermandad, felicidad y armonía entre sus invitados. Y aquí, este espíritu de conciencia colectiva positiva no podía quedar atrás.
Me refiero al trabajo altruista y humanitario que la Fraternidad CEAPRAJ Nacional, precedida por Alfredo Flores, y apoyada por el constante trabajo del abogado Gerardo Manjarrez, que cada temporada saben sorprendernos con un espectacular despliegue de celebridades y personalidades que, en sus distintos ámbitos, han sabido apoyar a la sociedad mexicana.
Conocí al licenciado Manjarrez apenas hace un año, mediante la locutora y fotógrafa Guadalupe Chávez, entrañable amiga que me apoyó en la presentación de uno de mis primeros proyectos literarios online. La entrevista con el licenciado había sido programada para presentar el libro y hablar sobre mi trabajo, además de que Gerardo sería uno de los ponentes el día de la presentación, la cual se llevó a cabo el 7 de Noviembre en la Casa de la Cultura de San Rafael, en la Ciudad de México.
No había duda de que Gerardo Manjarrez había despertado en mí una simpatía nunca antes vista con otra persona en particular. Una persona inteligente, responsable y audaz, cualidades que admiro en alguien, aunque yo no las tenga. Durante la presentación del libro, se me informó que era un candidato a ganar el premio de Líderes de la Fraternidad, evento que se celebró a inicios de este año, y donde fui reconocido por mi trabajo como escritor, premio que recibí con la alegría más grande del mundo, ya que al fin una sociedad organizada reconocía mi trabajo como tal.
La relación que inició hace casi un año (mientras escribo esto faltan 24 horas para el aniversario de la presentación de mi libro), tuvo sus frutos. No solo conocí a la Fraternidad desde dentro, a algunos de sus miembros más activos e importantes, sino también a algunas celebridades: luchadores de la AAA, escritores y abogados, cantantes, actores y artistas plásticos de todos los tipos que engalanaban una lista tan importante como esa. Pero fue sin duda la parte de los filántropos la cual admiré más: gente que ha gastado cada centavo de su trabajo y cada gota de sudor de su esfuerzo para ayudar a quienes más lo necesitan: personas con escasos recursos, asociaciones sin fines de lucro, centros de educación, de adicciones… En fin, varios ejemplos que ejemplifican el espíritu de ayuda y de colaboración entre hermanos (esperamos, claro, el pronto apoyo a otras comunidades, como la LGBT).

Por otra parte, Énfasis Comunicaciones se ha dedicado a ser una de las principales radiodifusoras por Internet más amplias y más reconocidas en Cuautitlán Izcalli, mi hogar desde hace 25 años. Es, sin duda, la estación de radio online con más contenido en el municipio, siendo, literalmente, una revista amplia y muy bien organizada de temas varios, desde las noticias, el tráfico, los temas musicales, deportivos, de contenido social y hasta esotéricos.
El sueño del director general Omar Chavarría Fonseca y de la directora editorial Adriana Córdoba Guerrero ha visto la luz en un ambiente de eterna cordialidad y de superación constante. Considero a las personas que laboran en la pequeña estación de radio como mis amigos, compañeros de sueño que se han sabido merecedores de su amplia trayectoria y reconocimiento, no sólo con el trabajo radiofónico, sino también con la edición periódica de una revista, la cual es de gran contenido y de distribución gratuita.

Dos sueños que se unen en uno solo esta noche. Primero, el del apoyo social y altruista, y por otro, el de la información veraz y dinámica. La Fraternidad CEAPRAJ y Énfasis Comunicaciones sirven a un solo propósito: encomendar en ambas organizaciones el espíritu humano en sus diversas ramas, y hacer de la sociedad una organización más humanizada, por decirlo de alguna forma.
Por un lado, el trabajo humanista de la Fraternidad es siempre noticia para los miembros de la estación de radio, y Énfasis, por su parte, ha recibido el amplio apoyo de la rama filantrópica para expandir sus horizontes hacía otras ciudades y municipios, para continuar con el trabajo informático.
No hay duda de que esta nueva amalgama ha resultado un verdadero éxito en el trabajo de poner en pie al ser humano como ser, no sólo como entidad biológica.

CORTESÍA: Carmen Vargas,


Los Premios.

Esta vez, la entrega de galardones vuelve a reconocer el trabajo de diversas entidades, personalidades y asociaciones que han dado lo mejor de sí mismos en sus diversas áreas: las artes, el entretenimiento, la abogacía y las leyes, la filantropía y la ayuda social, siempre dispuestas a brindar lo mejor de lo mejor para contribuir con la cultura de nuestro país.
No es sorpresa que conozca a varios de los presentes en esta noche tan especial: los compañeros de Énfasis: Adriana, Elizabeth, Omar, David, Rubén… Amigos de la Fraternidad, como Gerardo, Alfredo, Raco, Carmen… Y también muchos otros, de los cuales conozco su trabajo: Tía Panqués, con quién he tenido conversaciones interesantes en las redes sociales, y cuya cabellera azul chicle siempre me ha fascinado. Los amigos reporteros de la revista digital Tiempo Futuro, quienes me han hecho reír y reflexionar con sus publicaciones. Andrés Stroobants, un excelente cantautor y locutor de radio. Miembros de la Cruz Roja de Cuautitlán Izcalli, de quienes conozco a Alberto (hijo de una de mis vecinas), y quienes siempre están al pendiente de los accidentes en nuestro querido hogar entre los árboles.
Otras personalidades más reconocidas de otros medios también han llegado para recibir premios especiales: el escritor de thriller Leopoldo Mendívil López (cuyos libros recomiendo bastante), el periodista Rafael Lorert de Mola (quién ofrecería unas sentidas y emotivas palabras acerca de la situación tan ruin del país), e incluso miembros de la banda El Haragán, una de las bandas de rock en México más importantes del medio, y Franco, el cantante que popularizaría el tema “Toda la Vida” en los años 80’s. No hay duda de que este evento ha reunido a grandes entre los grandes: escritores, periodistas, cantantes, pilares de la sociedad que han demostrado ser lo mejor de lo mejor.
El evento se llenó de gala con la voz de la presentadora Liza Franco, mujer admirable y hermosa que estuvo al frente de toda la ceremonia, presentando los premios correspondientes y a los invitados musicales que pusieron el toque artístico a la noche. Después de la presentación, vino el baile y la comida, además de que muchos de los presentes, desinteresados en su ayuda, recaudaron despensas y ropa para la gente que más lo necesita, como parte de la tradición de la Fraternidad en cada presentación especial que hace.
Al final, no aparecí en las fotos oficiales, y tampoco pude platicar con todos, pero me llevé un buen sabor de boca: ver al licenciado Manjarrez, a Alfredo y a todos los compañeros de la Fraternidad, poder hablar con mis amigos de Énfasis, y con Elizabeth, con quién hasta nos reímos e hicimos bromas. Conocer por primera vez a la famosa Tía Panqués, quién sigue alabando mis cuidados y mi cariño hacia Lichi (mi gatito), aunque ya no alcancé uno de sus deliciosos panqués. Y platicar con Leopoldo Mendívil y su esposa, quiénes llevaron al hermoso bebé a la fiesta. Hicimos buenas migas, porque ambos tratamos los mismos temas en nuestras obras, y se ofreció a apoyarme en mi primer libro.
No hay duda de que Fraternidad CEAPRAJ y Énfasis Comunicaciones (ambas casas de este desgraciado escritor), se vistieron de manteles largos para recibir a las personalidades más importantes de la filantropía y la cultura mexicana. Punto a favor de lo que todos nosotros queremos para nuestro país: más seres humanos que se preocupen por otros seres humanos, y no solo por los aspectos económicos y la política. Cuando el hombre aprenda a amar a su prójimo, podremos dejar que asociaciones como CEAPRAJ o Énfasis descansen, viendo que su trabajo, al fin, ha dado frutos.


Luis Zaldivar (6-12 Noviembre, 2014.)

CORTESÍA: Carmen Vargas.

 
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