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jueves, 2 de noviembre de 2017

#UnAñoMás: Ollin Miquiztli [FINAL] (Día de Muertos)



Otra mañana fría le daba la bienvenida a los muertos en su estancia en nuestro mundo. La gente caminaba por la calle de Donceles como siempre lo habían hecho. Algunas de las librerías de usado ya estaban abiertas, y el viento penetraba en las puertas, haciendo volar las hojas de libros antiguos y carcomidos.
Siguiendo derecho por aquella calle, se llega hasta el Museo del Templo Mayor, el cual se encuentra a la derecha de dicha calle. Caminando un tramo de República de Guatemala se llega a ver el conjunto de restos de piedra que alguna vez fueron el templo más grande de la religión mexica, y uno de los edificios más grandes de Mesoamérica, que desafiaba toda regla arquitectónica, gracias a estar construido sobre una chinampa, flotando en un lago de agua salada.
Ahora no era ni la mitad de su esplendor original, aunque muchos seguían visitándolo, imaginándose el tamaño y la imponencia de aquel edificio, que incluso pudo haber sido más grande que la Catedral Metropolitana, justo al frente de él.
Quién no ponía atención caminaba directamente frente al templo, sin ver siquiera lo que había en sus paredes, sin observar bien los detalles en sus paredes, en sus figuras, en las líneas de las escaleras. Fue una mujer quién miró más de dos veces dentro del terreno del museo. En la pared de calaveras, que representaba un tzompantli, una larga línea roja alteraba la apariencia blancuzca de aquella pared. Las calaveras del centro estaban manchadas de algo escarlata que brillaba intenso con el sol que se lograba colar por entre los edificios del Centro Histórico. Fue la segunda vez que observó cuando notó que algo de verdad andaba mal. Y ya la tercera vez, con un grito fuerte y alterado, fue cuando un policía que andaba por ahí acudió a ver algo horrible.
Sobre la pared de calaveras, en el tramo que le faltaba por encima, se encontraba el cuerpo de una mujer. La cabeza no se alcanzaba a ver, y el cuerpo estaba doblado por encima del borde de la pared, haciendo que sus piernas cayeran encima de las calaveras de arriba. De entre sus genitales corría la sangre que manchaba en una línea recta las calaveras justo debajo de ella, como una cascada grotesca en miniatura sobre la piedra blanca. Donde la sangre hacía su charco, había algo que no se veía muy bien, hasta que los policías decidieron entrar al templo. A los pies de la pared de calaveras, lleno de sangre y polvo blanco, había un feto. Se distinguían las piernas y sus manos, pero la cabeza aún parecía la de un pequeño animal, una rana o un anfibio con ojos a cada lado de la cabeza, la boca semiabierta y la mirada vacía.
Jacobo Silver alcanzó a llegar rápido antes de que retiraran el cuerpo. Las fotos que había tomado eran aterradoras, e incluso él se había puesto pálido. Esta vez, el asesino no había tenido piedad, pero su creatividad parecía no conocer límites. Estaba asqueado.
-No me haga sospechar de usted, señor Silver.
Jacobo volteó para ver al oficial Buendía acercarse a él. El policía se veía bastante enfadado, pero también temblaba, como si alguien le manipulara las manos. Todo lo que sostenía temblaba antes de caer al suelo. Su nerviosismo era evidente.
-Le dije que esto pasaría. El asesino está siguiendo un patrón específico, inspirado en la magia de estos días, o sólo lo hace para llamar la atención. ¿Ya habló el muchacho traumatizado?
Buendía asintió.
-Dijo que “el monstruo” le había dicho que no era digno de morir. Lo veía como un ser enorme, delgado, con el rostro pintado con una línea negra atravesándolo horizontalmente y sin el pie derecho. Iba acompañado de una mujer, toda vestida de rojo, con el cabello negro suelto…
Silver se quedó pensando un momento, antes de empezar a hablar.
-Hay una leyenda azteca antigua, en donde los dioses se reúnen para crear al sol y la luna. Dos de ellos, uno grande y hermoso, y otro pequeño y enfermizo, se ofrecen como sacrificio. El día pactado, frente a una hoguera, ambos son obligados a arrojarse al fuego. El dios enorme e imponente se acobardó ante la hoguera, mientras que el dios enfermizo, llenándose de valor, se arrojó primero, seguido del otro. El dios enfermizo salió primero transformado en el sol, porque su valentía había encendido su alma, mientras que el otro dios, ya envalentonado también, había surgido del mismo tamaño y esplendor que su hermano. Sin embargo, Quetzalcóatl, enfurecido por ese hecho, tomó a un conejo y lo estampó contra el segundo sol, convirtiéndolo en la luna, un astro que no merecía brillar tanto por su falta de honor y valentía.
Buendía se quedó en silencio un momento, analizando las palabras del reportero.
-No entiendo. ¿Tiene algo que ver con los asesinatos?
-Al menos con el primero sí, oficial. Un muchacho de buena posición, relativamente guapo, que es rechazado por el asesino. En cambio, elige a un simple y pobre vagabundo, a quién le saca el corazón, símbolo de la energía que necesita el sol en su tránsito diario en el cielo.
-Bien, señor Silver. ¿Pero la mujer qué culpa tenía? No entra en ningún plan divino o…
Jacobo Silver volvió a sonreír.
-Se equivoca, oficial Buendía. Si hablamos de sacrificios, en la época azteca, una mujer embarazada muerta durante el parto era igual en importancia al mejor guerrero muerto en combate. Se le enterraba con honores, en ceremonias tan complejas que simulaban el sepelio de un guerrero, con cantos de batalla y armas en la tumba, así como con su bebé si es que este también moría. El espíritu de la mujer muerta en parto acompañaba al sol todos los días, y lo recibía en el ocaso para dormir durante la noche. Si una mujer embarazada no recibía los honores suficientes o no se le enterraba de acuerdo al ritual, su espíritu vagaba durante las noches como una bella mujer, que se lamentaba por aquellos hijos que la muerte le había arrebatado. Se le llamaba cihuacóatl, mujer serpiente…
-¿El asesino estará recreando estas leyendas para infundirle miedo a la gente de la ciudad? Es un pensamiento algo pesimista, ¿no, señor Silver?
-Tal vez. O es alguien con mucha imaginación y ganas de hacer las cosas así. En todo caso, el asesino está acompañado de una mujer que podría representar a la cihuacóatl. No va a ser difícil encontrarle…
-¿Y cómo sabe eso?
-El hombre estará vestido de un dios prehispánico. Tezcatlipoca para ser exactos. El Dios era delgado y escuálido, bastante aterrador, con garras en las manos, el rostro surcado por una línea negra y con el pie amputado, del cual sólo salía el hueso descubierto.
Buendía fue el que sonrió esta vez.
-Que original disfraz, entonces. No va a ser complicado encontrarle. Habrá que disponer de agentes en toda la zona. No podrá ir lejos si…
Jacobo Silver empezó a chistar al oficial.
-Ya es demasiado tarde, oficial. El asesino ha tomado las víctimas que necesitaba en estos días y no volverá a aparecer…
El reportero se había quedado en silencio, pálido, con los ojos abiertos. La mujer de la noche pasada, aquella a la cual no podía dejar de ver, en el restaurante… Un presentimiento cruzó por su cabeza.
-Al menos que haya aún más simbolismos, oficial Buendía.
Ambos salieron caminando del Templo, mientras Buendía conducía al estupefacto reportero a un lugar más apartado de la gente.
-¿A qué se refiere? ¿Qué otras señales podría haber en esto? Ya tengo suficiente con tres muertes como para que…
-La señales. El asesino está inspirado en leyendas prehispánicas. Está matando en la ciudad que era el centro religioso y político más grande de Mesoamérica. Un lugar de gozo y alegría, donde la muerte no era temida, sino adorada como un dios, o un camino directo a la gloria o al descanso.
-Sigo sin entender…
Jacobo Silver se tranquilizó.
-Yo tampoco lo entiendo bien, pero hay algo que se me escapa… Tenemos que ir a comer. Todo se hace más claro con la barriga llena, oficial. Además, falta que pague la apuesta que ha perdido. ¿Sanborns?
Ambos sonrieron, pero no dijeron nada.
Después de la comida, el reportero y el policía se quedaron en la mesa apartada de toda mirada y oído indiscreto. Ya no había comida, y faltaban las palabras.
-Quiero que me explique lo que piensa de esto, señor Silver. Sin rodeos, sin mentiras. Si usted está implicado en todo esto, será mejor que…
-¡Ay, por favor! Ya le expliqué que no tengo nada que ver en este asunto. Es cuestión de lógica, oficial. Llevo más de veinte años trabajando para la nota roja, que uno aprende a ver las señales de los criminales, en especial de uno tan específico como este. ¿Va a dejar de inculparme en algo que desconozco o prefiere que le ayude?
Buendía puso los ojos en blanco.
-Muy bien, adelante. Quiero escuchar su teoría…
Jacobo tomó un sorbo de refresco antes de continuar.
-El Árbol de la Noche Triste…
-¿Dónde Hernán Cortés lloró al verse derrotado?
-Sí, ese mismo. Es un símbolo histórico de la derrota, no sólo de la momentánea que sufrieron los españoles, sino también del imperio mexica en general. El árbol aún se conserva, viejo y retorcido, en una plaza de la ciudad, no muy lejos de aquí. Si el asesino busca una salida triunfal, será en ese lugar.
-¿Volverá a matar?
-No lo creo. Ya han sido bastantes muestras de horror y muerte por dos días. Tal vez sólo va a dejar un mensaje, para aquellos que sepamos ver bien las señales. El final de su camino es dónde inició el nuestro, al menos de manera simbólica, como el lugar dónde el águila devoraba una serpiente, hace cientos de años. Veamos… ¿Podremos ir ahí a averiguar si tengo razón?
Fue como si alguien le hubiese picado el trasero al oficial Buendía con un fierro candente.
-¿Está usted loco? ¡Son puras suposiciones! ¿Cómo va a creer que el asesino se va a presentar en el lugar que usted ha imaginado sólo porque sí?
Silver se levantó, un poco más despacio que su compañero, a quién ya lo estaban viendo los demás comensales.
-Primero vamos a guardar la calma. Me adelantaré hasta el lugar que le he comentado. Es una plaza pequeña, en Tacuba…
-Claro que sé dónde es. ¿Por qué quiere ir usted solo?
-Cerciorarme de mis propias teorías. Puede seguirme sin que nadie más se dé cuenta. Cuando lleguemos y vea que estaba en lo correcto, creo que esta vez yo pago la comida.
Silver guiñó y salió del restaurante casi trotando de la emoción, mientras una de las meseras, de amplia falda a colores, se hacía a un lado para dejarlo pasar. Buendía se acercó a la caja para pagar la cuenta y salió directo a su coche.
Después de un rato, la tarde empezaba a caer en la ciudad, y el tráfico por la Calzada México-Tacuba era casi interminable. Jacobo Silver, a bordo de un taxi particular, no se había dado cuenta de que aquella misma avenida había sido alguna vez uno de los caminos (específicamente, calzadas) que conducían al centro del Lago, a Tenochtitlán. El taxi se detuvo frente a la plaza, un pequeño cuadro vacío dentro de la ciudad, con un enorme árbol en el centro. Ese no es, pensó.
Caminando a la plaza se dio cuenta que la gente ya estaba saliendo, aunque poco a poco. Dentro de la plaza había una iglesia blanca, de donde salían las personas, y algunos se quedaban admirando el verdadero espectáculo de aquella noche. Era una ofrenda enorme, un camino de sal y tierra, bordeado por miles de pétalos de cempasúchil, y el cual daba a una pequeña mesa donde se presentaban diferentes platillos en distintos niveles, con un enorme pan de muerto al centro. Las fotografías de personajes célebres adornaban el camino, el cual también estaba iluminado con veladoras blancas. Aunque el viento mecía las llamas, no se apagaban. Detrás del enorme altar se escondía, en parte, un tronco blanco, el cual descansaba en la tierra tras una valla de metal.
El Árbol de la Noche Triste. Jacobo admiró con cuidado el tronco, un pedazo enorme de madera ya muerta que aún resistía al tiempo y a la contaminación, y que a esa hora de la noche y a la luz de las veladoras parecía un enorme fantasma, quieto en la inmensidad.
El viento arreció un poco más, y la gente abandonaba la plaza más aprisa, como si el aire enfurecido les trajese malas noticias, o una vibra inconfundible.
-Ya viene-, murmuró Jacobo para sí.
Volteó a la iglesia, pero ya no había nadie. La plaza estaba vacía, y el único árbol frondoso dentro se mecía, haciendo crujir sus ramas y las hojas muertas que aún colgaban de ellas. Cuando miró de nuevo a la ofrenda, ahí estaba ella, de pie, en medio del camino de sal y tierra.
La mujer del vestido rojo y cabello largo y negro le miraba fijamente. No se movía, y el vaporoso vestido se mecía con el viento nocturno, mientras las velas parecían avivarse más.
-Lo sabía. Representa muy bien su papel, señorita. La mujer serpiente…
Ella le sonrió, y abriendo la boca, su voz se convirtió en un sonido que a Jacobo le heló la sangre: miles de sonajas, como los cascabeles de las serpientes.
Jacobo Silver empezó a temblar y sintió el miedo circulando en sus venas. Aquello no era normal, y mientras la mujer avanzaba lentamente hacía él, trataba de retroceder, dando traspiés y casi tropezando.
-¿Dónde está él? Quiero verlo-, exigió el reportero, mientras la mujer seguía avanzando y emitiendo ese aterrador sonido.
Entonces, la noche se calló. Los grillos dejaron de cantar, y hasta el sonido de los cascabeles se detuvo. Ni las hojas del árbol ni el viento emitían sonido alguno, y el frío devoraba todo. Jacobo sintió que sus huesos calaban y la piel le quemaba con ese frío atroz.
Las pisadas se escuchaban detrás de él. Un pie descalzo primero, un hueso después. Jacobo se volteó presa del miedo y de la curiosidad. Ante él, se erguía aquel personaje que el muchacho del callejón había descrito en sus delirios. Alto y delgado, de piel oscura y pegada al hueso, con una línea en su rostro, y ojos delirantes de pupilas contraídas en una mueca de locura. Llevaba un penacho de plumas viejas y carcomidas, y su pie derecho había sido cortado. En su mano larga de gruesas garras aferraba una especie de piedra negra pulida, un espejo de obsidiana.
-Tezcatlipoca…
El ser mostró sus afilados dientes y se relamió la boca con una lengua azulada larga y viscosa.
-¿Cómo te atreves a pronunciar mi nombre?-, dijo la criatura con una voz espectral, gorjeante.
-Todos te conocen. Eres un símbolo, un dios, una leyenda…
La criatura enfureció, soltando un rugido potente al cielo.
-¡Nos han olvidado! Todos han sepultado en el olvido a las fuerzas que dieron origen a este mundo. Ahora les ponen otros rostros, los llaman “fuerzas de la naturaleza” o “leyes de la física”. ¡Somos la burla! Y el agua del lago sagrado ha desaparecido. Los ideales de la ciudad antigua se perdieron y ya no flotan hacia la gloria, sino que se pudren en la tierra seca.
-No se han olvidado. Están presentes. La noche de muertos es un ejemplo. Encienden el camino de las almas al mundo de los vivos. Muchos de nosotros todavía tenemos memoria.
Ahora la criatura se reía, con un sonido como el del hielo o el viento frío.
-Mira más allá, siervo humano. Mira lo que tengo preparado para ustedes…
Tezcatlipoca levantó su espejo negro, y mostrándolo de frente a Jacobo, el reportero pudo ver en él imágenes nítidas, como quién ve un vídeo en una pantalla de celular. Imágenes del futuro, del agua, de los dioses, y del sol manchado de sangre…
-¡Alto ahí!
La voz del oficial Buendía retumbó en la plaza, haciendo que Jacobo apartara la vista de aquel espejo. Tezcatlipoca miró al hombre quién empuñaba una pistola con ambas manos, y vio en sus ojos el temor de enfrentarle.
-¡Suelte eso o dispararé…!
La criatura estaba a punto de abalanzarse contra el policía, cuando el reportero se interpuso.
-¡Déjalo, déjalo ir! No puedes contra su poder. Todos ellos ya se van, mira…
El oficial Buendía bajó la pistola, y miró hacia donde Jacobo le apuntaba. El árbol de la Noche Triste estaba abierto, como un portón de madera vieja, y el camino de la ofrenda estaba repleto de gente, siluetas de personas que apenas si se podían ver en la noche. Eran almas de muertos, de todas las épocas y culturas, caminando hacia la puerta al más allá, mientras la cihuacóatl los recibía con un abrazo que jamás podrían sentir, atravesando su cuerpo hasta la oscuridad.
Jacobo y el oficial Buendía se quedaron apartados, viendo a las siluetas de hombres, mujeres y niños atravesar el árbol hacía la oscuridad eterna. Tezcatlipoca avanzó hacía el camino de flores, mirando como cada una de las almas transitaba por ahí, como un depredador observa detenidamente a sus presas.
-Era una lección, ¿no es así?-, preguntó Jacobo a la criatura. Esta lo vio detenidamente.
-Para que nunca más nos vuelvan a olvidar. Y si es necesario venir cada año, así lo haré, hasta que aprendan la lección. Sangre y muerte es lo que somos, una para vivir, y la otra para seguir más allá. Guarde en su corazón lo que ha visto, señor Silver, porque yo mismo vendré por usted, cuando Mictlantecuhtli así lo disponga…
El enorme ser se acercó a la mujer, y le susurró algo al oído. Ella le sonrió, y lo tomó de la mano. Ambos avanzaron por el camino de las flores, la tierra y la sal, mientras las veladoras se iban apagando a su paso. En el lugar dónde ellos habían estado de pie se dibujaban unos extraños símbolos: una calavera sonriente envuelta en dos tiras de papel con elementos prehispánicos.
-Ollin Miquiztli-, dijo Jacobo, sonriendo al ver aquellos símbolos grabados en el suelo.
-¿Y qué significan?-, preguntó el oficial Buendía, mientras las últimas veladoras se apagaban, y el crujido del árbol indicaba que este se estaba cerrando al fin.
-La muerte en movimiento. Cuando morimos, no desparecemos mientras la gente nos recuerde. Seguimos viviendo, en otro plano, con otra energía que los vivos no comprendemos, pero que para los muertos es como un último pedazo de fuego al cual aferrarse.
El policía carraspeó.
-Y acerca de lo que vio, puedo preguntar…
-No le diré nada. Puede que aún vivamos para verlo. Mientras tanto, yo invito la cena…
-Pero…
-Le dije que tendría razón después de todo. Era un presentimiento. Vámonos…
Ambos salieron de la plaza, mientras el viento frío levantaba los pétalos del camino de sal y tierra. El aire se perfumó con el olor del cempasúchil y el humo de las veladoras apagadas.
Nadie se dio cuenta que, bajo el símbolo de la muerte en movimiento, al pie del árbol de la Noche Triste, empezaba a manar agua. Un chorro de agua fría, oscura y salada.

domingo, 16 de abril de 2017

#UnAñoMás: El Asesino de Pascua (Domingo de Pascua)



El comandante Espinoza yacía en el suelo, con una mejilla pegada a la madera húmeda del suelo de aquella casa. Su vista regresaba poco a poco. Todo se veía borroso, y poco iluminado. Las sombras se reflejaban en el suelo y las paredes con un temblor incesante. La cabeza le dolía demasiado y sentía todo el cuerpo aún más adolorido. Trató de mover las manos, y aunque le respondieron, sentía cómo si las hubiesen aplastado con las llantas de un camión.
Cuando pudo incorporarse, a pesar del dolor de cabeza, encontró a Arturo en la silla, sentado y amarrado. La mano le sangraba, y el líquido carmesí le escurría por detrás, formando un pequeño charco bajo la silla. Tenía cara de asustado, a pesar de su tamaño. El comandante tardó un poco en levantarse para acercarse al muchacho y tratar de liberarlo.
-Lo comprendí muy tarde… Tú, tú no…
Una voz resonó al fondo de la casa vieja. Se escuchaba como apagada, un susurro.
-Arturo no hizo nada que yo no le dijera, comandante. Preferible que salvase su alma a que pensaran cosas malas de él. Pero si la gente deja de creer, ¿qué le queda a Dios para este mundo más que purificarlo?
De entre las sombras apareció el padre Miguel, aún vestido con su sotana, despeinado, casi cansado, pero tranquilo. El comandante Espinoza se quedó ahí, de pie, observando a aquel hombre con detenimiento. Ni siquiera llevaba un arma. ¿Cómo podía…?
-Tengo la duda, comandante. ¿Cómo supo la verdad?-. Las manos del padre estaban entrelazadas en su espalda, y hablaba con la misma serenidad que siempre.
-El dedo que dejó en la iglesia. A pesar de todo, ese dedo mutilado tenía la textura de alguien que trabaja. Áspero, lleno de callos y cicatrices. No podía ser de usted. El hombre del hábito negro que mató a Leonora, Eduviges y Felipe muertos justo detrás de la iglesia… Al ver aquel dedo, todo estaba un poco más claro, a excepción de…
-El Viernes, sí. Hace tiempo que había hablado con Arturo. Todos creían que él había matado a la pobre muchacha porque la habían visto con él. Pensé que podría ayudarme, acabando el trabajo que se supone debe de culminar. Arturo debe acabar conmigo, matarme, y después huir, esconderse para nunca más volver al pueblo. Tiene instrucciones necesarias para salvarse, para que nadie lo encuentre.
El comandante Espinoza miró primero al muchacho, que seguía atado a la silla, muerto de miedo y perdiendo sangre. Luego miró al padre, aún más confundido.
-¿Por qué hizo todo esto?
-Vivimos en un pueblo donde las tradiciones son importantes, comandante. Algo que ha perdurado años y años. Pero cada vez la gente cree menos. Dios está en todas partes y aún así no lo aprecian en sus ritos. No creen en el sacrificio, en la eucaristía, en el perdón de sus pecados. Sólo creen en sí mismos, y eso los lleva al egoísmo, a actuar por inercia y torpemente, sin encaminar sus pensamientos a nuestro Padre Celestial. Leonora murió para que la gente pudiese empezar a creer que alguien estaba tras de ellos, para que tuviesen temor y se acercaran más a Dios. Felipe murió por sacrificio, sangre y carne, el pan y el vino que necesita el hombre para vivir eternamente. Eduviges sabía demasiado, y había que acabar con su sarta de mentiras, antes de que la gente empezara a creerlas. Cuando vi que los fieles se asustarían, no me quedó otra alternativa. Tenían que perder al único hombre en el pueblo que aún cree en Dios…
-Por eso fingió el secuestro. Por eso Arturo le estaba ayudando. ¿El muchacho iba a matarlo para que el pueblo volviese a creer? Eso es enfermo…
El padre Miguel se acercó despacio hasta ambos, haciendo que el comandante se pusiera tenso.
-No es locura, comandante. La gente volverá a creer cuando el cuerpo de su querido padre Miguel aparezca en medio de la iglesia esta mañana. Se habrá consumado todo el plan, cada cosa que debía hacerse estará hecha. Y el pueblo sabrá que Dios los acompaña aún en los momentos difíciles. Arturo no pierde nada. Tengo bastante dinero para que se vaya de aquí. Todo estará bien, comandante, todo…
Cuando el padre Miguel ya estaba bastante cerca, el comandante sacó de su cinturón otra pistola, algo muy pequeño, que escondía siempre justo detrás de su espalda. El sacerdote dio un paso atrás, levantando las manos, sorprendido.
-No, padre. Ya no más locuras. Si la gente quiere creer en Dios, que sea por voluntad. Creo que el que debe irse es usted…
La pistola apuntaba al pecho del sacerdote, y ninguno de los dos se movía. El padre Miguel ni siquiera iba armado: había estado listo para morir, pero esa no era la forma.
-Hijo, entiende por favor…
-No quiero hacerle daño, padre. Será mejor que tome lo que tiene, y se vaya. Trataré de esconder sus acciones, y que nadie le haga daño. Pero por favor, detenga esta locura y márchese…
El padre Miguel bajó las manos. Se quedó quieto un momento, mirándolos a ambos sin decir nada. Después, se dio la vuelta y caminó directo hasta la puerta destartalada de aquel lugar abandonado.
-Hay cosas peores en este mundo, de las cuales sólo Dios mismo podría salvarnos, aparte del pecado. Cuide bien a su pueblo, comandante Espinoza. Lo van a necesitar…
El padre salió por la puerta, directo a la oscuridad penetrante de la madrugada. Sus pasos se escucharon entre la maleza y los árboles, y se detuvieron. El comandante se dio la vuelta, guardó su arma y empezó a ayudar al muchacho, que estaba pálido.
-Vámonos antes de que regrese. ¿Te sientes bien?
Arturo negó con la cabeza.
-No mucho… tengo nauseas…
-Es normal. Vamos a llevarte con el médico y…
Arturo ya estaba suelto, y cuando se levantó, algo se escuchó desde afuera. Ambos guardaron silencio para escuchar mejor.
-¿Quién es usted? ¿A qué ha venido?-, decía el padre Miguel, con voz trémula, asustado. Alguien más se movía entre las hojas de los árboles, alguien o algo…
-¡Aléjate, no…!
El sacerdote empezó a gritar, mientras se escuchaba el crujir de ramas, un forcejeo, un rugido en la noche, y los gritos de un hombre que agonizaba. Después, todo cesó. Algo se arrastraba de regreso entre la maleza, directo a esconderse en el cerro, entre los árboles más viejos.
-¿Qué fue eso?-, dijo Arturo, apoyándose en el hombro del comandante. Espinoza no supo que decir. Estaba más asustado, y temblaba.
-Tal vez Dios nos ha abandonado, muchacho. Vámonos de aquí…

Los hombres del comandante esperaban aún en el paso del arroyo seco. No querían moverse, y aunque pronto amanecería, esperaban ahí, acurrucados dentro de sus chamarras, cerca de los caballos. Urrieta estaba de pie, entre las sombras de los árboles. Los otros muchachos habían hecho una pequeña fogata entre las piedras secas. Así se aseguraban de que no quemaran nada por accidente.
-Ya se tardaron. Tal vez le pasó algo, o se perdió…-, empezó a decir Urrieta, preocupado por su comandante.
-No pasa nada. Si se perdió, tendremos que buscarlos cuando amanezca. Nos perderíamos también nosotros.
Urrieta conocía bien a ese muchacho. Era Juan Palomares, un muchacho que apenas sabía cómo se llamaba, pero que aún así era buen elemento.
-Sí, tienes razón. Aún así, se me hace estúpido esperar a que regresen… Estamos aquí como pendejos sin hacer nada. ¿Y sí…?
-¡No se preocupe, Urrieta! ¿No ha escuchado las leyendas de este cerro? Eso sí sería peor que ese tal Arturo…
Urrieta lo miró, frunciendo el ceño.
-¿Y qué leyendas te contaron?
Juan Palomares miró a todos sus compañeros. Los tenía bien atentos.
-Duendes, brujas, esas cosas…
Todos empezaron a reírse del pobre muchacho, incluso Urrieta dibujó una sonrisa discreta en su rostro.
-Así que duendes y brujas. ¿Alguna vez los has visto muchacho?
-Sí, claro que sí, ¡no es broma! Ronda por aquí una mujer, la reina de los duendes, que puede verse tan hermosa, pero cuando se da la vuelta es un demonio, algo horrible que se come a la gente. Muy pocos se han salvado y…
Un crujir de ramas hizo que todos saltaran y guardaran silencio. El único que reaccionó rápido fue Urrieta, sacando la pistola de su cinturón. Entre los árboles algo se había movido. Las hojas se mecían, y hasta una rama se había roto, cayendo al suelo con un sonido hueco.
-¿Qué es eso?-, exclamó Juan Palomares, pero nadie le respondía.
-Tal vez un mapache, o algo así. No se acercan nunca si hay una fogata. Tranquilos…-, decía Urrieta, mientras apuntaba a los árboles. Nada salió, ni las ramas volvieron a moverse. Volvió a guardar su pistola en el cinturón.
-Tal vez sea ella, la mujer duende…
Todos rieron, pero ahora más nerviosos. Juan no sabía que decir, porque estaba aún más asustado que los demás.
-Las brujas no existen, muchacho. Ahora voy a orinar, y espero todos sigan vivos cuando regrese…
Pero, al darse la vuelta, no sólo vio el camino de piedras secas delante de sí. Más allá, donde el arroyo seco se perdía entre los árboles, estaba una mujer, una figura envuelta en un camisón blanco, con el largo cabello negro cubriéndole el rostro. Descalza, caminaba despacio entre las piedras.
-¿Y usted quién es? ¿Está herida?-, dijo Urrieta, acercándose poco a poco a la mujer. Juan Palomares temblaba y todos los demás habían notado el miedo. Hasta los caballos se encabritaban.
La mujer se acercó, y su cabello se apartó del rostro. Los dientes afilados de un lobo, y aquellos ojos enloquecidos se abalanzaron contra Urrieta. Pronto amanecería…

sábado, 15 de abril de 2017

#UnAñoMás: El Asesino de Pascua (Sábado de Gloria)



Durante la mañana del sábado, una bruma cubrió el pueblo, que desde temprano ya empezaba a mostrar señales de actividad. Los hombres salían a sus trabajos, y algunas mujeres se despertaban temprano para comprar cosas para la comida. Pero aquel sábado, no había nadie. Todos estaban en sus casas, y hasta el momento del amanecer, la gente seguía sin salir. Solo unos cuantos caminaban presurosos, y se perdían entre los callejones.
La policía era la única que patrullaba en las calles. La tarde anterior, el comandante Espinoza había desaparecido solo entre los árboles, buscando las pistas de aquel caballo negro, pero sin éxito. Había regresado en la noche, cansado, aterrado, y enfurecido. No había dirigido a nadie la palabra, pero él había visto ese rostro, el de Arturo cabalgando entre el polvo, con el padre Miguel inconsciente sobre el caballo.
Espinoza había sido el primero en patrullar las calles por la mañana del sábado, mientras los demás se dedicaban a buscar cualquier pista entre los callejones. El comandante se bajó de su caballo, dejándolo frente a los escalones de la iglesia. Entró, y sintió el vacío, la ausencia y la soledad. A pesar de que afuera empezaba a hacer calor, ahí dentro hacía frío. Los santos lo veían desde arriba, algunos ángeles en el techo observaban hacía arriba, hacia la cúpula, buscando la luz. Al fondo, volvía a estar colgado el crucifijo, detrás del altar. Alguien lo había rescatado del suelo, y le faltaba un brazo, y la mitad de la cara, que había sido pisoteada por el caballo negro.
El comandante se persignó, y se sentó en una de las bancas, apartado del altar. El sonido de sus pasos era atronador, y retumbaba en las paredes y el yeso de las columnas que adornaban todos los arcos. Miró hacia el crucifijo, buscando el único ojo que le quedaba al Cristo.
-Ayúdame a encontrar al padre con vida. Sé que no soy muy creyente. Sé que las cosas no son cómo quisieras. Tal vez la gente esté perdiendo la fe, pero no todos tienen que pagar el castigo. Si esto es tu voluntad, cambia de parecer. Perdona a los inocentes. Salva a quienes no tienen la culpa de nuestros pecados…
Una mano le tocó el hombro, y el comandante se dio la vuelta, asustado, porque un hombre con un hábito negro apareció tras de él. Alcanzó a sacar la pistola de la funda, pero se dio cuenta rápidamente que no era Arturo. Era uno de los monjes del monasterio, aquellos que le ayudaban a los sacerdotes en la Semana Santa y otras fiestas religiosas.
-Comandante, lo siento mucho, pero vi su caballo y…
-¡Dios, no…! No se preocupe, me asustó solamente. ¿Para qué soy bueno?
El monje miró al comandante un largo rato, sin decir nada. El silencio era incómodo.
-El padre Miguel… Todos estamos preocupados por él. Las misas de hoy se cancelaron, lamentablemente, porque nadie está capacitado para darlas. ¿Tienen alguna pista?
El muchacho del hábito negro tenía las manos entrelazadas bajo las mangas, y se veía bastante nervioso. El comandante lo vio con precaución.
-No, aún no. Vamos a buscar por grupos en el cerro. No se nos va a escapar.
-Eso es bueno. Yo… Dios, comandante, mire…
Sacó las manos de entre las mangas de algodón, y le mostró algo. Era una caja de madera, bastante horrible, como si alguien la hubiese quemado. Se la extendió al comandante, y este la tomó, algo desconfiado. Algo daba vueltas dentro, como una piedra. Levantó la tapa con cuidado.
Aquello no se lo esperaba. Era un dedo, la mitad de uno, cortado con algo mal afilado, ya que tenía los jirones de carne ahí dónde le habían pasado el filo. El hueso se asomaba entre la carne, astillado. El dedo había perdido su color, y empezaba a ponerse morado. En el fondo de la tapa había algo, un papel lleno de manchas de sangre y tierra, con una sola palabra escrita: BÚSQUEME.
-¿Quién le dio esto?-, preguntó el comandante, aterrorizado.
-Lo encontré en la mañana, cuando estaba limpiando. Alguien lo había dejado en el altar. Entró en la noche. ¿Es del padre?
-No lo sé…
El comandante miró de nuevo el dedo. Tenía algo extraño. Le dio la vuelta con la punta de sus propios dedos, y vio más a detalle. La uña estaba comida, como desgastada, y la yema sucia, áspera…
-Tengo que irme. Por favor, guarde esto. Volveré pronto.
El comandante salió corriendo de la iglesia, dejando al monje con la caja entre las manos, en silencio y bastante confundido.
Uno de los compañeros de la policía se había detenido en la iglesia al ver el caballo del comandante, y cuando vio a su jefe montándose en él, se apresuró a acercarse a él.
-¡Llama a cuatro o cinco de los muchachos, los de los caballos más rápidos! Vamos a buscar al padre al cerro. Creo que sé donde está.
El otro compañero llamó por el radio a los muchachos, y cuando se encontraron todos en la avenida principal, cabalgaron hacía el camino de tierra por dónde el jinete negro había aparecido. Cruzaron los árboles y matorrales, y se adentraron en el cerro, espantando a algunos pájaros. El sonido de los cascos de los caballos se apagó un poco por el zacate y el lodo, y los hombres trataban de esquivar algunas de las ramas que se encontraban más abajo.
-¡¿A dónde vamos?!-, preguntó uno de los policías. Los seis elementos iban siguiendo al comandante, y este trataba de tomar la ruta más segura y con menos obstáculos.
-¡Síganme nada más! ¡Cuándo lleguemos, nos paramos y les daré instrucciones!
Cabalgaron un rato más, amparados por las sombras de los árboles. Después de un momento, se detuvieron, en un lugar amplio donde no había tantos árboles, pero si piedras de río. Era algo parecido a un arroyo seco.
-Quédense aquí. Voy a entrar por ese camino. Va hacia el viejo molino de Don Chema. Ya está abandonado, pero si vamos todos, nos va a escuchar. Si hay problemas, escucharán un disparo o más. Ahí podrán entrar. Quédense al pendiente…
Todos los demás asintieron, mientras el comandante Espinoza se bajaba del caballo, para caminar más allá de aquellas piedras secas.
El camino antiguo que llevaba al viejo molino era ahora solo tierra y algunas piedras rotas ocultas entre el pasto. Los árboles que crecían por ahí eran aún más espesos y le daban al lugar una sensación horrible de claustrofobia. Era como caminar en un largo pasillo encerrado. El comandante Espinoza llevaba la pistola por debajo de la cintura, escuchando y mirando al frente, vigilando todo a su alrededor. Sólo se veían las sombras de los árboles más pequeños, un conejo que pasó saltando por ahí y algunos pájaros encaramados en las ramas, sin prestar atención.
El sonido de unos pasos a lo lejos lo hizo detenerse y vigilar. A parte de su respiración, no podía verse nada. No había nada más que sombras, piedras y ramas.
Siguió caminando, mientras la tarde llegaba, añadiendo más oscuridad al paraje. A pesar de que había dejado atrás el arroyo, cuando este aún fluía podía extenderse mucho más, dando vueltas imprevistas. Pensó que otra vez había regresado de dónde había partido, pero se dio cuenta que era otro segmento del arroyo seco, este un poco más profundo y que ahora parecía una zanja o trinchera rellena de piedras grises y moteadas de marrón.
A unos metros, oculto entre zarzales y plantas de hiedra, estaba el viejo molino, una pequeña casita con agujeros en las paredes, la ventana tapiada con maderas y la vieja rueda aún en su lugar, flotando a casi medio metro dentro del arroyo seco. Una lagartija grande corrió desde el tejado hasta el suelo, moviendo las hojas de las plantas cuando saltó a una de ellas.
Otra vez pasos, esta vez, de dentro de la casa. Alguien caminaba despacio, como dando vueltas, aunque por la oscuridad y la ventana tapiada, no alcanzaba a ver ni siquiera la sombra. Levantó el arma, y empezó a avanzar poco a poco, tratando de no resbalarse con las piedras flojas o con alguna rama de los viejos árboles que rodeaban en arroyo.
Cuando volvió a subir por el otro lado, miró más de cerca la casa abandonada. La puerta estaba a medio abrir, de lado, casi por caerse, y se mecía con el poco aire que pasaba por entre las ramas de los árboles. Avanzó despacio, mientras sus botas dejaban huellas profundas en la tierra.
Pasó a través del umbral de la puerta, y a pesar del clima templado afuera, ahí dentro hacía frio. Las paredes lucían negras, con moho y musgo en las esquinas. Entró con cuidado, pero la madera del piso crujía. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, se dio cuenta que ahí no había nadie. Quien fuera se había salido, o tal vez estaba escondido.
-¿Padre?-, dijo el comandante, en un susurro. Nadie le contestó. Se escuchaba el murmullo de los árboles allá afuera, y el caminar de ratas y cucarachas entre la madera.
-¿Padr…?
El comandante tropezó con algo, una lata tal vez, por el sonido que había hecho, y cayó de bruces. Alcanzó a sostenerse con ambas manos, soltando la pistola, que salió dando tumbos en la oscuridad.
-Comandante…
La voz era de alguien entre la oscuridad. Se escuchaba mal, como alguien enfermo. Aún a gatas, el comandante Espinoza trató de buscar con las manos y su escasa vista. Era un susurro que provenía de una de las esquinas de aquel lugar.
Pero no tuvo que buscar a tientas o avanzar para ver el rostro de aquel que le había hablado. En la esquina de la casa estaba Arturo, agazapado, herido y agarrándose una mano ensangrentada con la otra. Una luz iba alumbrando todo despacio, una luz que provenía detrás de él. No hubo tiempo para nada.
El comandante trató de darse la vuelta, y en cuanto se levantó, algo le golpeó la cabeza. Cayó, y todo fue de nuevo oscuridad.

jueves, 13 de abril de 2017

#UnAñoMás: El Asesino de Pascua (Jueves Santo)



El Asesino de Pascua había desaparecido después del asesinato de Leonora. Curiosamente, nadie había visto gran cosa. Algunos vieron como un monje se perdía entre los árboles, pero ninguno le siguió el rastro. La confusión y el miedo reinaban en el pueblo, y nadie parecía hacer nada para remediarlo.
Hasta que Eduviges Lara, una solterona del pueblo, soltó lo que había visto. Y es que era demasiado evidente que el muchacho de la hacienda, ese tal Arturo, se haya visto antes con Leonora. Hace mucho que la pretendía, pero a ella no le importaba en lo más mínimo. No tardó mucho hasta que empezaran a ver un alma oscura y retorcida detrás de aquel rostro bonito.
Mientras todos daban sus conclusiones, y mientras se celebraban los velorios, el Asesino se escondía, en un lugar apartado, más allá de los límites del pueblo. Una casucha abandonada, con nada más excepto un lugar seco donde dormir, aunque fuese en el suelo, y bastante qué comer. Planeaba algo espectacular. El Jueves Santo se celebraba la Eucaristía, el momento en que Jesús y los apóstoles comieron y bebieron, en acto simbólico, para santificar a Dios en cuerpo y alma. Carne y sangre, un sacrificio justo.
La noche ya cubría el pueblo, y la gente regresaba temprano a sus casas, a excepción de aquellos que eran lo suficientemente valientes para enfrentarse a un loco asesino. Pero ni siquiera los más valientes podían compararse con los devotos, aquellos hombres y mujeres que asistían a la misa nocturna para celebrar aquella fecha tan especial. La policía también estaba atenta, con gente rondando por el parque, alrededor de la iglesia y en las calles más importantes, algunos a pie, otros a caballo.
Uno de los hombre a caballo, el comandante Espinoza, iba hablando con uno de sus oficiales, el señor Urrieta, que iba a pie. Ambos, caminando lentamente por enfrente de la iglesia, mientras los rezos les llegaban hasta donde estaban. No había viento, y el calor parecía apagar la voz del padre Miguel. “El momento de un sacrificio llegaba, y Jesús, paciente y amoroso, entrega simbólicamente su cuerpo y su sangre a los apóstoles, en símbolo de amor y redención de los pecados del mundo…”
-¿Usted cree en las palabras de la vieja loca, Urrieta?-, dijo el jefe Espinoza. El otro hombre lo miró, algo extrañado.
-La verdad, no. ¿Usted?
-A estas alturas, ya no sé qué creer. Eduviges Lara es una mujer amargada. Yo mismo la hubiese cortejado hace años, pero era creída. No tanto como la muchachita, que Dios la tenga en su gloria. Si ese tal Arturo la mató…
-Aún no sabemos si en verdad fue él, señor. Hay que seguir buscando antes de que se nos pele…
El comandante Espinoza miró a su subordinado con aire adusto y dudoso.
-Antes me corto los huevos a que se me escape ese cabrón, Urrieta. Dudo que haga algo esta noche.
La gente empezó a salir de la iglesia cuando las campanas anunciaron las nueve de la noche. Pero nadie se quedaba demasiado tiempo, porque el miedo podía más. Se despedían, incluso algunos hablaban camino a sus casas, pero nadie se quedó. Ni siquiera Felipe, un muchacho de 23 años que había sido elegido para representar a Jesús al otro día en la procesión del Viernes Santo. Era un muchacho agradable, amable y educado, que había concluido sus estudios en la universidad, allá lejos del pueblo, y había regresado para ayudar a su comunidad. Tanto era su buen porte que representar al Salvador del mundo le había caído bien. No temía a nada, o al menos eso era lo que decían.
Después de despedirse del padre, Felipe se encaminó a casa, listo para dormir y estar preparado muy temprano al día siguiente. El padre Miguel lo veía partir, mientras el comandante Espinoza se acercaba al párroco.
-Buenas noches, padre. ¿Cómo estuvo la misa?
El padre Miguel miró al comandante desde abajo, mientras sentía el calor del caballo en su hombro y brazo.
-Todo tranquilo, hijo. La gente tiene miedo y están tristes por lo que pasó con aquella muchacha. Pensé que te vería en misa…
-Prefiero hacer mi trabajo, padre. La gente prefiere sentirse segura antes de caer en el miedo. Hemos estado vigilando bien las calles, pero no hay nadie sospechoso. Trate de descansar, mañana será otro largo día.
-Gracias hijo. La gente les debe mucho. Dios los bendiga, hasta mañana.
El padre regresó a la iglesia, cerrando las puertas. Los policías siguieron vigilando, ampliando un poco más el espacio por donde pasaban.
Eduviges Lara caminaba rápidamente por uno de los callejones que iban justo detrás de la iglesia, con el reboso entre las manos y la cabeza cubierta. Murmuraba cosas, o tal vez rezaba, pero no había nadie ahí quién la escuchara.
Justo a la mitad del callejón pudo divisar una silueta. Eran dos hombres, uno joven y el otro un poco más alto. Parecían platicar, o hasta discutir…
-¿Ya vieron qué hora es, muchachos? No es seguro andar aquí en la oscuridad. Vámonos, a sus casas…-, decía la mujer, agitando el rebozo como si espantase moscas.
El muchacho se movió, pero en vez de caminar, cayó al suelo. La luz de la Luna alumbraba un poco aquel lugar, y Eduviges abrió los ojos, aterrada. El muchacho era Felipe, con la garganta cortada, o más bien cercenada. Había un agujero ahí, de dónde brotaba sangre a chorros sobre su rostro y en el suelo. El otro hombre se fue acercando, rápidamente, con la capucha echada en la cabeza, y Eduviges alcanzó a ver que, entre los dientes, tenía carne sanguinolenta. Trató de retroceder, pero sus pies la traicionaron, cayendo de espaldas. Cuando el Asesino estaba frente a ella, Eduviges alcanzó a distinguir un rostro, el rostro de la muerte que la hizo gritar…
Uno de los que vigilaban las calles escuchó a lo lejos el grito de la mujer, y empezó a tocar un silbato, para alertar a los demás. Tardaron casi media hora en dar con los cuerpos de Felipe y Eduviges Lara, que estaba de espaldas, con la garganta cortada y varias puñaladas en el vientre. Al chico le faltaba un buen trozo de garganta, y uno que otro vomitó. Incluso el padre, vestido con un pijama bastante austero salió corriendo de su recámara en la parte trasera de la iglesia al escuchar los gritos de alarma y los caballos trotando.
El comandante Espinoza miró primero al padre, y luego a los cuerpos. Se bajó del caballo y se agachó para ver más de cerca.
-¿Qué clase de monstruo haría algo así?-, exclamó el padre, asustado y al borde de un colapso nervioso.
-No es un monstruo, padre-, dijo con calma el comandante, acomodándose el sombrero. –Y mis huevos están en peligro…

domingo, 9 de abril de 2017

#UnAñoMás: El Asesino de Pascua (Domingo de Ramos).



La plaza de la iglesia lucía llena, con gente entrando y saliendo de aquel edificio, con aquellos ramos de palma entre las manos. Algunos grandes parecidos a abanicos, otros más pequeños, encadenados, entrelazados, con forma de crucifijo, de color verde o amarillo. Los niños llevaban algunas pequeñas, los adultos un poco más grandes, todo dependiendo de su economía.
Entre los que iban saliendo de la misa del mediodía estaba Leonora, una muchacha menuda, con un bonito vestido blanco y una palma pequeña, con forma de un abanico. El ambiente era bastante caluroso, y a pesar de ello, la muchacha llevaba sobre los hombros un rebozo de color rosa. Todos admiraban su belleza, de piel clara y cabello castaño, con hermosos ojos verdes. Decían algunos que su madre era un ángel, o que había sido concebida una noche de luna. A Leonora le gustaba pensar que podían ser ambas.
Hacia ella se acercaba un hombre, un muchacho bien parecido, fornido, vestido de jornalero. Su sombrero negro se destacaba de entre todos los demás. En su mano llevaba un churro envuelto en papel estraza, mientras lo mordía despacio. Leonora lo conocía bien: se trataba de Arturo, uno de los muchachos que trabajaban en la granja de Don Eusebio, que sin duda, no era el más sencillo.
Arturo se adelantó, empujando a unos niños a su paso. La muchacha ni siquiera parecía hacerle caso. Se quedó de pie en medio de la plaza, mirando hacia arriba.
-¿Por qué tan solita?-, dijo el muchacho, sonriendo. A pesar de su desagradable forma de ser, nadie podría negar que era un chico apuesto.
-Nada. ¿Y tú, ya te ibas?
Arturo soltó una carcajada.
-Pasaba por aquí, de pura casualidad. Más bien… quería invitarte a comer a la casa. Mi mamá preparó capirotada…
Leonora no parecía tan interesada.
-Qué bien. Tal vez pase por mi cachito un día. ¡Qué calor hace…!
Él no era tonto, y entendía bien las indirectas.
-Está bien. Nos veremos después.
Mientras Arturo se iba, Leonora sonreía, caminando hacía el quiosco, donde la gente se acumulaba más, rodeando los pequeños puestos de comida que ofrecían ricos platillos. Alcanzó a oler las quesadillas, los sopes, y hasta pozole o elotes cocidos.
Mientras andaba por el camino hacía el quiosco, sintió que alguien rozaba la mano con la que agarraba el rebozo. Volteó a su izquierda y se dio cuenta que era un monje, alguien vestido de negro, con la capucha echada sobre la cabeza. Tal vez era alguno de los monjes que ayudaban al sacerdote del pueblo en los días de la Cuaresma.
-Ay, lo siento…-, dijo Leonora con voz trémula, tratando de disculparse.
El monje se detuvo, e hizo que ella también lo hiciera. Aquel extraño sujetó a la chica del brazo, haciendo que soltara su ramo de palma, y clavó un cuchillo entre los pechos de Leonora, que ni siquiera alcanzó a soltar un grito. El dolor le aprisionaba el pecho, y la sangre le corría por la herida, manchando su inmaculado vestido. El hombre que la atacaba no tenía rostro, escondido en la penumbra de la capucha, mientras su sonrisa se delineaba entre las sombras.
Sacó el arma del pecho de la chica, y soltándola, la muchacha cayó de espaldas, empujando a varias personas, que se apartaron primero confundidas, y luego gritando. Algunas de las mujeres gritaron aterrorizadas, corriendo y tropezándose con los puestos de la comida. Leonora yacía en el suelo, con una enorme mancha de sangre empapando su pecho, las manos caídas a los costados, y entre las piernas, la palma que llevaba en la mano. Nadie vio como el monje se alejaba entre los árboles, buscando cómo escabullirse entre la multitud para llegar a salvo a su guarida.
Desde ese día, el Asesino de la Pascua, como se le conocía en el pueblo, ya tenía trazado su plan. Y la muerte lo acompañaría toda aquella semana…
 
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