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jueves, 12 de octubre de 2017

#UnAñoMás: Destinos (Descubrimiento de América)



He aquí un caso curioso: Dante, de 18 años, había nacido y crecido sabiendo que en su vida pasada había sido alguien más. Un sueño de libertad le había despertado una mañana, para descubrir que algo había, en aquellas imágenes sin sentido, de alguien que antes había ocupado su mente y su cuerpo. Fotografías de años ya olvidados: un hombre y su esposa, una feliz familia que esperaba un hijo, el momento del nacimiento y un bebé hermoso recostado en una cuna blanca, con cobijas blancas y una luz casi propia. Y la muerte del padre… El padre…
Dante había sido el padre. Después del infarto, había llegado el sueño: un alma perdida en un mundo de colores que iluminaban el cielo otoñal, buscando a la muerte entre el bosque, mientras ella le marcaba el paso de regreso al inframundo. Una petición, el renacimiento, el amor y la guerra interna. Después, su alma, depositada en un cuerpo nuevo, un bebé que crecería con recuerdos de un pasado un poco neblinoso. En plena madurez, el joven Dante estaba seguro de que su vida había sido interrumpida, y que su alma ahora era parte de un nuevo destino.
El destino se presenta ante él ahora, con la imagen hermosa de una chica de blanca piel y el cabello negro, largo y sedoso, con ojos negros casi fríos. Tan terrible y hermosa como la muerte misma. Se llama Beatriz: una muchacha que es dulzura, amabilidad y calidez eterna, al contrario de su imagen exterior, que es estoica, pero brutalmente hermosa. Y Dante se ha prendado de esta Beatriz, como el recuerdo del pasado, de aquel poeta que sucumbió ante una mujer a la que apenas conocía.
Pero Dante conoce bien a Beatriz, porque ambos van en la misma escuela. Se ven diario en las clases y platican juntos. Es una maravilla ver a dos almas jóvenes tratando de encontrarse a sí mismas, platicando y compartiendo sus vidas por completo. Por un lado, la joven Beatriz, quien apenas cabe de felicidad por haber encontrado a un chico atento y generoso. Y por otro, Dante, quién ha visto en ella algo que después de su primera muerte había olvidado: una persona considerada, bella y amable. Fue entonces cuando el amor volvió, y los estaba uniendo de una manera que ni ellos se podían imaginar.
Pasaron al menos dos años para que Dante y Beatriz se dieran cuenta que aquello no era sólo una amistad. Salían casi a diario, a veces hasta por la noche, a comer, al cine, a pasear. Incluso habían planeado acampar junto a unos cuantos amigos, aunque todavía no decidían la fecha para salir. Sin embargo, ambos con veinte años, habían experimentado cada una de las demostraciones de amor que cualquier pareja da: besos sinceros, hasta robados; caricias, abrazos, algunos juegos bruscos y hasta sensuales, hasta peleas y reconciliaciones ocasionales. Y el sexo: lo hubo, hasta tres veces, y siempre fue una maravilla: algo fuera de este mundo.
Un día, caminando por la calle, agarrados de la mano, se encontraron con una mujer que iba caminando de lado contrario. Era una mujer madura, con un cuerpo hermoso envuelto en un vestido rojo, con un chal negro envuelto encima de sus hombros. El cabello, negro veteado con canas, lo traía recogido en un chongo por detrás de la nuca. Ni siquiera se veía tan grande: el maquillaje la favorecía, y la hacía ver incluso hasta sensual.
Miró a la pareja mientras ellos caminaban, y se detuvo para sonreírles. Se agarraba el chal con la mano derecha, y con la izquierda los señalaba.
-¡Son una hermosa pareja! Mírense nada más: un apuesto muchacho y una lindísima chica, caminando por las calles de esta vieja ciudad como en los tiempos de antaño… Me alegra verlos así.
Beatriz sonreía, y Dante también, aunque por dentro él se sentía extraño. Por una parte orgulloso, de que una perfecta desconocida notara lo feliz que ambos estaban como pareja. Y por otro, tenía miedo: como si aquella mujer pudiese ver dentro de su alma.
-Es una lástima… En estos tiempos, el amor se ha vuelto tan poca cosa. Todos creen que en el mundo importa más el dinero y el prestigio. Pero ustedes perdurarán… hasta que el padre quiera.
Después de eso, la mujer se alejó, haciendo sonar fuerte sus tacones. La última mirada que le había dedicado la mujer a Dante le había dicho todo: ella sabía algo, algo de su vida pasada. Beatriz se le quedó viendo, y no fue hasta que él sintió el suave apretón de su mano entre la suya que Dante reaccionó.
-¿Te sientes bien?-, preguntó ella. Él la besó y le sonrió.
-Sí. No te preocupes. Por cierto, ¿ya me vas a decir a dónde me llevas? No te pongas tan misteriosa…
Ella soltó una carcajada.
-Vamos con mi mamá. Quiere conocerte por fin, porque la tienes en suspenso. Y bueno, si no nos apuramos, se va a hacer tarde…
Volvieron a caminar por la calle, y aunque Beatriz se veía feliz y despreocupada, Dante intentaba parecerlo. La verdad es que sentía una inquietud aberrante, como algo que no encajaba en su día, y tal vez en su vida.
Cuando llegaron a casa de la muchacha, Dante se detuvo antes de estar siquiera frente a la puerta. Beatriz le miró, y se asustó. Estaba pálido, como si se fuese a desmayar. Ella lo abrazó, sin que le diese tiempo a él de responder.
-Vamos amor, es sólo mi mamá. No te va a comer…
Ambos se soltaron a reír, tan descontroladamente, que las risas hicieron que la puerta se abriera, o algo por el estilo. En realidad, la madre de Beatriz había abierto la puerta en cuanto escuchó a los dos muchachos reírse.
-¡Vaya, pensé que se iban a tardar una eternidad más! Dejen de reírse y pasen, que ya quiero conocer a mi yerno…
Beatriz soltó a Dante y le dio la mano para conducirlo a la casa.
-Amor, te presento a mi mamá…
Mientras se reponía de la risa, Dante se limpiaba las lágrimas de los ojos, y se dirigió a la madre de Beatriz. Aquello fue tan rápido e intenso, que después de todo, nadie podía asegurar qué había pasado. Dante reconoció aquel rostro, avejentado, algo triste pero también esperanzador. La casa era diferente, porque no era la misma que recordaba en sueños. Pero sí ella, su preciosa mujer, la que antaño había amado tanto como a Beatriz. La que había dejado en el momento de su muerte, con aquel precioso bebé aún en brazos. Y Beatriz, ella…
Dante sonrió, pero no con cortesía, sino con una mueca enloquecida. Le dio la espalda a la madre de Beatriz, y salió caminando apresuradamente hacía la calle. Todo fue tan rápido, porque en cuanto el muchacho saltó al asfalto, un camión que pasaba lo embistió, y él ni siquiera se apartó, no se inmutó como para hacerse a un lado. En el suelo quedó el cuerpo, destrozado, y la sangre, que ya se filtraba por una alcantarilla…

Las gotas de sangre viajaron entre las cañerías, y cayeron justo en la frente de la mujer de rojo, quién se hallaba meditando, sentada en aquel cuarto oscuro plagado de velas, un siniestro escondite en las entrañas de la ciudad. Sintió el goteo de la sangre en su piel, y con sus dedos la limpió. La probó, como un gato que lame la leche de los dedos de su dueño. Se quedó seria, sin moverse.
-Ya se dio cuenta. Así tan débil es la condición humana ante su destino. ¿Qué va a ser de mí, que tengo que ver todo esto cuando nadie más lo ve?
La voz de la mujer retumbaba en aquella cripta oculta, cuando escuchó el caminar de las garras tras de ella. Era su amo, su señor, una criatura que se escondía bajo las vidas de todos en la ciudad, y que se mantenía, vigilando.
Tú ya lo has visto, poderosa cihuacóatl. Ahora verás como la Ciudad del Lago va a arder, y retumbará la tierra antes del anochecer…

Aquella tarde, tembló en la Ciudad de México.

jueves, 20 de octubre de 2016

El reencuentro (Jaime Martínez)




Caminar cada tarde hacia el parque Álamos, se ha vuelto un hábito para Genaro.  La avenida Tlalpan es una buena opción para aminorar los problemas cotidianos, sobre todo, los económicos. Aunque renuente a los cambios, deja que la gente nueva del barrio lo distraiga de sus preocupaciones. Desde hace mucho tiempo, no sentía una sensación de tranquilidad. Tal vez sentado en uno de estos nuevos cafés, me venga la inspiración para pintar nuevamente, tal vez, y hasta logre vender, pensaba mientras caminaba. El entusiasmo por la posibilidad de volver a pintar se fue desvaneciendo conforme avanzaba por la acera hasta quedarse en una vaga inspiración, del que apenas recordaba al llegar al parque.

Como en los últimos dos años se sentó en la segunda banca, del lado derecho, de la entrada oriental del parque, en donde la sombra levemente diluida, apenas cobija. Siempre solitario, débil y encorvado, a pesar de tener cuarenta años.  Recordó algunos lugares que visitó de joven, amistades que no veía desde hace años y no pensaba volver a ver. El recuerdo de la familia lo evitaba al recordar las deudas. Hizo un inventario mental de todos los cuadros que tenía y no había logrado vender desde hace más de diez años. El conteo empezó por del estudio, guardados, pasando por los empeñados, hasta terminar por los obsequiados. De repente la banca ya no era tan cómoda.  Se paró a caminar por el parque. Al caminar un par de pasos  algo le llamó la atención. Era una imagen en una hoja fotocopiada y pegada a un poste. Fijó su vista en el anuncio. Sintió que los pensamientos de toda la tarde bajaban como uno solo al estómago, mientras leía el anuncio, para después sentirlos subir al cerebro.

Se vende autorretrato en óleo, técnica mixta, con marco original, autor: Mauricio Moliner, siguió leyendo: Sólo se darán informes personalmente y por las mañanas. Concentró la mirada en la imagen fotocopiada de la pintura, antes de releer nuevamente el anuncio, memorizó la dirección. El resto de la tarde Mauricio vio la imagen del cuadro entre pensamientos. Toda la noche sintió como los ojos del joven muchacho retratado en la pintura, miraban a los suyos, retándolo a recordar. Sería posible que fuera la del anuncio su primera pintura. Su primer autorretrato. Pero no recordaba, la había olvidado desde hace muchos años. Y por qué la había olvidado nunca más le interesó recordar qué había pasado con ella, hasta esta tarde. Al día siguiente despertó con el recuerdo del cuadro incrustado en el pensamiento, en el aliento, cómo algo que se trae guardado, escondido en la mente desde hace mucho, y de repente se puede llegar a él. Como un sueño que se sabe que algún día va a salir de ahí, del resguardo onírico, para volverse realidad y ya nunca más ser un recuerdo.

Al tomarse el resto del café frío, de hace un día, se dirigió inmediatamente al domicilio señalado como una máquina que se mantiene viva gracias a las reservas de energía. Como un autómata que vive sin saberlo, pensando en algo que está fuera del mundo real tocó el portón de madera estilo colonial. Abrió la puerta una mujer anciana  de cien años de edad. Encorvada y con arrugas donde antes lucía una papada lo miró. Despreocupada por el efecto natural de la vejez dirigió su mirada penetrantemente. Él,  vio sus arrugas, sus canas, sus manos reumáticas. Ahí estaban los dos, mirándose mutuamente. Dos personas, obsequios perdidos de añoranzas extraviadas de alguien, o de algo. No intercambiaron palabras. Mauricio, con el anuncio de la ubicación de la pintura y, con una velocidad sorprendente se lo mostró a la vista de la anciana. Se adentró a las fuertes paredes de tezontle pidiendo permiso con la mirada. La anciana le señaló el camino sin decir nada. Cuando pasaron un recibidor de cedro perfectamente barnizado pasaron un pasillo de tapiz amarillento que direccionaba hacia la pintura. Era lo único que adornaba. Observó detenidamente la obra. La iluminaba una ligera luz venida de los tragaluces puestos correctamente, simétricamente. Mantuvo la vista fija en el cuadro unos minutos, de repente tuvo la sensación de estar descansando de toda una vida de insomnio. No pudo reflexionar sobre el tiempo que llevaba viéndola. Tampoco de cuantas veces había releído su firma, “Mauricio Moliner” diez veces, “Mauricio Moliner” cincuenta veces. No cabe duda, es mi firma, soy yo, es mi autorretrato. El pensamiento fue interrumpido con la invitación para abandonar la vieja casa. La anciana, lastrada por una larga vida. Sacando fuerza de su común perplejidad, lo invitaba a salir motivada por el extraño espectáculo. Mauricio salió de la introspección, Regresó a su casa intrigado y confundido, como si hubiera permanecido una vida entera ahí, tratando de reflexionar sobre la extraña introspección.

Se dirigió hacia el trasporte público, se bajó en Tlalpan en la altura de la zona de hospitales. Concentró sus pasos al hospital psiquiátrico de san Fernando. En la entrada, el agente de seguridad lo recibió con la misma mirada con la que lo vio partir hacia el pabellón principal.  Recorrió el pasillo principal y se metió a su casa. Escuchó arrastrar con sus pies los ladridos de los perros que resguardaban las puertas de sus vecinos. Una enfermera con el uniforme más blanco de todo el psiquiátrico la cogió del brazo. Lo dirigió hacia el sofá manchado de líquidos amarillentos. Le descubrió sus antebrazos para inyectarle un líquido pulposo de color casi transparente. No quiso pensar en nada, era mejor así, siempre había sido mejor no pensar.  

 El día antes de ver su muerte, vio su imagen en una pintura reflejada en las paredes de tezontle. Sintió el líquido pulposo en diferentes tonos y periodos. Tranquilo, muy tranquilo, se durmió.

viernes, 8 de julio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 13.

Cuento 13: I’ll Keep Coming (Low Roar, 2014). https://www.youtube.com/watch?v=KnrGMHhnqrw



Fernando era uno de los mejores vendedores de la tienda. No por nada, su popularidad se había extendido a casi todos los que laboraban ahí, incluyendo el hecho de que su trabajo en el departamento de Telecomunicaciones era de los que dejaban mejores ganancias. A pesar de todo, Fernando también era demasiado distraído, casi siempre le faltaba algo de dinero en su corte de caja, y todos se burlaban de él, aunque él mismo prefería seguir la corriente para no sentirse tan humillado.
No era secreto tampoco que Fernando era gay. Sin embargo, a pesar de sus modos y de la notoriedad de su preferencia, nadie le decía nada al respecto. Había cierto respeto en ese tema, y cuando alguien llegaba a burlarse por ello, le llevaba igual la corriente. Nunca había tenido problemas con el personal de la tienda, y bueno, no era algo que debiese de preocuparle.
Una noche en especial, después del incidente con Lola y de que la llevasen de inmediato al hospital por su crisis, Fernando y el vendedor de tiempo parcial, de nombre Alfredo, recibieron mercancía demasiado novedosa. Era un aditamento para el celular que estaba de moda, una especie de armazón o lentes para colorar el celular dentro, lo que permitía ver videos en alta resolución, con la tecnología en 360º, logrando ver toda una estancia como si en verdad se estuviese dentro de ella.
-Bueno, creo que merecemos probar este aparato. Vamos a ver…-, dijo Fernando, tomando los lentes y uno de los celulares, mientras colocaba todo en su lugar según el manual, para empezar a usar el aparato. Alfredo lo miraba con curiosidad, como todo encajaba en su sitio y para su específico funcionamiento. Era innegable: la tecnología sobrepasaba todo.
-¿Qué se supone que debe verse?-, preguntó Alfredo, recargado en una de las vitrinas donde exhibían los celulares más novedosos.
-Bueno, si se ponen los videos en 360º, podremos ver casi cualquier cosa que se haya grabado en ese formato. Incluso hay juegos donde debes dispararles a los zombis y cosas por el estilo. Veamos que tal…
Después del montaje, Fernando se colocó el armazón en la cabeza, el cual le cubría por completo los ojos y parte de la frente y la nariz. La calidad era genial, y eso que sólo estaba viendo el menú, que era representado por una estancia en una casa, con muebles y hasta chimenea. A donde él voltease, podía ver cada uno de los detalles de la animación. Era como estar en ese lugar en específico.
De repente, el aparato soltó un mensaje, de un vídeo nuevo recibido.
-¿Qué sale?-, dijo Alfredo.
El otro muchacho no dijo nada.
-Bueno, se supone que llegó un mensaje de vídeo. Tal vez sea la demostración o algo así. Deja lo abro…
Con el cursor de la pantalla, Fernando sólo tenía que mover la cabeza y apuntar hacía el icono del mensaje que apenas había llegado, para que se abriera.
Inmediatamente, la estancia desapareció y empezó el video. No era en formato 360, ya que Fernando movía la cabeza y no cambiaba nada. Era la imagen de un muchacho, alguien que él conocía bien. Miguel, el vendedor de Relojería, estaba en él, rodeado de cosas podridas y muebles viejos, en un ambiente lleno de humo, escuchando disparos alrededor, gritos y demás cosas así. Parecía un vídeo muy viejo, a pesar de verse demasiado reciente.
-A quién esté escuchando y viendo esto… Tienen que acudir rápido por ayuda. Así es el futuro, y nos vamos a morir si no hacemos algo rápido.
Fernando se quedó boquiabierto, mientras el vídeo seguía su curso. No quería dejar de verlo.
-¿Qué se ve…?-, volvió a preguntar Alfredo, pero su compañero ni siquiera lo escuchaba, por los audífonos.
Fernando seguía escuchando atento y viendo los detalles del vídeo.
-Al acabar de ver este vídeo, busca al chico de la farmacia. Ya sabe lo que va a pasar, y lo que tiene que pasar. Díganle que me encuentre en el departamento de los relojes. Luego prepárense para lo que viene. Todos vamos a morir…
El vídeo acababa abruptamente con una explosión un poco más intensa que las anteriores. Fernando se quitó el aparato de encima de los ojos, y miró enloquecidamente a su alrededor. Alfredo le miraba preocupado, mientras ponía todo de nuevo en su lugar.
-¿A quién buscas o qué viste? Cuéntame…-, dijo su compañero, preocupado en serio por la actitud y las reacciones de Fernando.
-Necesito encontrar al… al de la farmacia… ¿Dónde está?
El muchacho, totalmente alterado, salió de detrás de las vitrinas para buscar al chico de la farmacia, quien no aparecía en ningún lugar.
Se metió como por instinto a la isla donde se exhibían los relojes, casi como si su propia mente le dijera hacia dónde dirigirse. Tal vez era miedo, o algo más que lo guiaba en esa dirección.
-¿A quién buscas?-, dijo de repente una voz detrás de él. Una voz fina, casi apagada.
Fernando se dio la vuelta, y ahí estaba a quién con tanta desesperación estaba buscando. El chico de la farmacia le vio, sin siquiera expresar alguna emoción. Totalmente serio, como si…
-Yo vengo a… Ya sabes, ¿no? Creo que sería imposible decirlo porque…
El chico asintió.
-Sabía que esto iba a pasar, y no lo vi antes. Soy un completo idiota. Ah mira, ya llegó…
El chico señaló justo detrás de Fernando, quién volvió a darse la vuelta para ver de quién hablaba. Era Miguel, algo sucio, despeinado, y aterrado.
-¿Pero qué…?-, exclamó Fernando, viendo a su compañero quién, sin importarle, quitó al chico de los celulares de enfrente, para poder mirar a los ojos al otro, quién estaba inmutable.
-Tú ocasionaste todo eso. Yo vi lo que iba a pasar. ¡Todos estaban…!
-Sí, sí. Ahora te pido que te calles y me escuches. Tienes que regresar veinte años. Pero primero te daré un poco de compañía. Hay un bastardo bastante molesto que siempre ronda la tienda, me conoce y sabe lo que soy. Si te lo llevas contigo, podrás mostrarle cosas que lo harán recapacitar un poco. Ve y búscalo, está en el restaurante. Se llama David. Estatura media, canoso, ojos apagados. Viajen ahí mismo, y que él te vaya guiando.
Fernando se quedó ahí, quieto, escuchando todas las incoherencias del chico de la farmacia, y que Miguel, al parecer, entendía. Su compañero salió de la isla de exhibición, y se dirigió hacía el restaurante. Después de que desapareció, el chico de la farmacia se acercó a Fernando.
-No puedo pedirte que te quedes callado ante lo que viste. Si sientes la necesidad de decirlo, hazlo. Que los de gerencia crean lo que has dicho, y nos vengan a buscar. Ese es el destino…
El chico de la farmacia salió, directamente hacía su departamento, y Fernando se quedó ahí quieto, mirando hacia el frente.

Miguel entró al restaurante, y empezó a buscar entre los comensales a quién se pareciese más al hombre que el chico de la farmacia le había descrito. Ahí estaba, sentado en una silla solitaria, en una mesa pegada a la pared.
El muchacho se le acercó poco a poco, mientras David levantaba la mirada de su revista para ver quién se le acercaba. Al ver a aquel muchacho así, todo sucio y con cara de asustado, entendió rápido la razón.
-Oye, ¿estás bien? Siéntate por favor-, dijo David, haciendo que el chico se sentara y se tranquilizara un poco. Miguel tenía aún el reloj antiguo entre los dedos, y lo apretaba, como si de ello dependiese su vida.
-Tengo… algo que decirle.
David escuchó atento la advertencia que Miguel traía, lo que había visto del futuro, y lo que el chico de la farmacia le había dicho. El hombre no dijo nada por un largo rato.
-Te creo muchacho. Ese monstruo puede ser capaz de cualquier cosa. Si en verdad dice tener las respuestas que necesito para detener todo el mal que ha hecho en este lugar, te acompañaré a ver lo que me has dicho. ¿Cómo se supone que llegaremos al pasado…?
Miguel le mostró el reloj, y David asintió.
-Otra de sus estupideces. Muy bien muchacho, llévame…
El chico apretó el botón del reloj, mientras David ponía su mano en el hombro del muchacho. Ambos sintieron viajar en aquel túnel amarillo, esta vez, en un jalón, como si algo los atrajera hacía el pasado, en vez de empujarlos hacía el futuro. Fueron minutos, tal vez varias horas, hasta que estuvieron de nuevo ahí, en el restaurante, el cual lucía diferente.
-Diablos, me acuerdo de todo esto…-, dijo David. Las sillas, el mobiliario, hasta la pintura. Todo era diferente, pero a la vez tan familiar, que era imposible no revivir los recuerdos, el dolor.
-El chico de la farmacia dijo que usted me guiaría. ¿Ya estuvo aquí una vez?
David asintió, con tristeza en sus ojos.
-Esto es de hace veinte años. Aquí vine con mi novia, María, cuando estábamos enojados. Ella se levantó y entró al baño. Se suicidó. Me arrepiento cada minuto de ello, de no haber impedido su muerte, de no estar con ella. Yo…
En eso, un grito hizo que los dos saltaran de sus asientos. Una muchacha enojada se levantaba de su silla, y salía corriendo, mientras el muchacho, sentado aún, con la taza de café frente a él, se le quedaba mirando, serio, sin decir nada.
-Creo que ahí están los dos. Debería cambiar todo, ir a decirle a María que…
-No muchacho, así no funciona esto. Si cambio algo, puede que jamás regresemos, o que cambiemos cosas que no deben de cambiar. El chico de la farmacia quería que te mostrara algo, así que sólo podemos hacer algo. Ven…
Los dos se levantaron, David guiando a Miguel, y se apresuraron a seguir a la chica, antes de que el muchacho se levantara de su silla, para buscarla después. Los dos se encaminaron al baño de hombres, que no quedaba muy lejos de ahí, y Miguel se quedó impresionado. Nada en la tienda era igual, ni los juguetes ni los dulces por donde pasaban. Nada.
Entraron a los baños de hombres, y esperaron, escondidos en uno de los compartimentos.
-Ella entró después de que yo salí a buscarla, o eso creo. Entrará ahí, al cubículo para personas discapacitadas, y se cortará las venas.
Miguel sólo podía escuchar lo que David le decía. Ninguno de los dos se movió, cuando escucharon pasos que iban directamente hacía el último inodoro. La puerta se cerró, y ambos escucharon el llanto de una mujer. David puso su mano en la pared del cubículo, y su frente también, como si quisiese acercarse a ella.
-La amaba tanto-, susurró el hombre. –No quise que le pasara nada. No era mi intención. Veinte años fueron suficientes para arrepentirme de todo. Y ahora que la tengo tan cerca, no puedo impedir nada. ¿Por qué…?
Otra vez escucharon pasos, y ambos contuvieron la respiración. La puerta del último cubículo volvió a abrirse, y esta vez, se escuchó la voz de ella, llorosa y asustada, y luego la de un muchacho, una voz tenue y familiar.
-Perdona, no quise… Es que…
-No te preocupes. Entiendo tu dolor-, dijo el chico de la farmacia, acercándose más hacia dentro del cubículo.
Sin hacer ruido, David salió de donde estaba escondido, mientras Miguel le hacía señas para que regresara. Pero era demasiado tarde. El hombre veía, desde un punto más alejado, lo que pasaba.
El chico de la farmacia estaba cerca de María, y mientras ella lloraba, él la consolaba, con una mano en el hombro de la muchacha.
-Puedo ayudarte, para que ya no sufras más. A cambio, tú también puedes ayudarme…
-¿Qué tengo que hacer?-, dijo María, mirando a su joven compañero.
El chico sacó del bolsillo de su bata una navaja, de aquellas pequeñas y lisas.
-Ya sabes qué hacer…
Ella la tomó con los dedos de la mano derecha, y tomando valor, con las lágrimas llenas de rímel escurriéndole por las mejillas, se cortó las venas. La sangre empezó a salir a chorros, pero ella no sentía más que dolor.
-Duele mucho. Duele mucho, por favor…
El chico de la farmacia la tomó de la muñeca, y observó las largas heridas. Luego la miró a ella, y le sonrió.
-Te ayudaré…
David se aterró cuando vio lo que pasaba a continuación. La mano del muchacho atravesaba el pecho de su amada María, y con los dedos, le apretaba el corazón. Ella soltó un leve grito, y luego le sonrió al muchacho, correspondiendo su dolor con gratitud.
-Gracias por liberarme…
El chico de la farmacia la miró desvanecerse, vio como su cuerpo se iba muriendo, y él también soltó lágrimas, como hacía veinte años, cuando su hermano Mapache moría ahí mismo.
-Perdóname María. Algún día entenderás-, dijo el chico, sacando la mano del pecho de la muchacha, sin hacerle ningún agujero. Sus dedos estaban manchados de sangre, sangre que aún estaba caliente.
Sin pensarlo dos veces, David salió de ahí, sin hacer ruido, con lágrimas en los ojos y la piel más pálida que el mármol. Miguel esperó a que el chico de la farmacia saliera del baño, y también siguió a su compañero.
Cuando lo encontró, David estaba entre las repisas de los juguetes, con un rostro de furia incontenible, y las lágrimas bañando su rostro viejo.
-Siempre pensé que ella lo había hecho. Ese maldito la obligó a hacerlo…
Miguel estaba desconcertado.
-¿Por qué lo habría hecho? Y peor aún: ¿por qué aceptó ella?
David miró a Miguel, enojado, furioso, pero no con el muchacho.
-Tengo que regresar. Voy a matar a ese cabrón.
Miguel asintió, y tocando de nuevo el botón del reloj, hombro a hombro, ambos regresaron…

Veinte años después, y el baño ya estaba vacío, oscuro. Más siniestro.
Ya no había música clásica, ni jazz, ni nada. Sólo silencio, y la noche.
El chico de la farmacia se acercó al baño, al del fondo, y abrió la puerta, arrancándola de los goznes. Miró hacia el retrete, que burbujeaba con su presencia.
-Sal de ahí, querida María…
El monstruo que vivía en el inodoro salió, como una columna de agua sucia y hedionda. Con una mano, el chico de la farmacia le detuvo antes de que se lanzara sobre él. Tanto era el poder de ambos monstruos, que el retrete se rompió, y el piso a su alrededor empezó a hundirse.
-¡Él ya lo sabe, estúpida! ¡Termina con tu tonta venganza…!
Con otro movimiento, el chico de la farmacia arrojó el alma de la muchacha hacia la pared, dejando toda el agua sucia caer hacía el piso roto, y haciendo que borboteara aún más desde la cañería. El dolor era insoportable: su cuerpo de muchacho ya no aguantaba más. Su poder se desvanecía.
Sobre el suelo, encogida como un animal asustado, estaba María. Su cuerpo era el mismo, a excepción de dos líneas rojas en sus muñecas. No había envejecido: estaba igual que siempre, igual de bella, y asustada. Miró al chico de la farmacia, quién se agarraba el brazo, como si le quemara. Él le sonrió.
-Levántate, querida. Tienes que prepararte. Él ya viene.
María asintió, pero tardó en moverse, y acostumbrarse de nuevo a su cuerpo. En la oscuridad.

jueves, 23 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 9.

Cuento 9: I Feel Love (Donna Summer, 1977). https://www.youtube.com/watch?v=B2qI6UDD2uQ

Dicen que los lugares guardan recuerdos, memorias de instantes y momentos que no se han ido. Sólo hay que sentir, dejarse llevar, y cualquiera podrá verlos.
La tienda encierra muchos secretos. Desde su inauguración hacía ya 40 años, había sido uno de los lugares más concurridos de la ciudad. Pero en aquellos años, ni siquiera la gente sencilla podía entrar o darse el lujo. Los vendedores eran más elitistas: atendían sólo a las personas que estaban dispuestas a pagar. Y aún así, cuando una persona de clase media se podía dar el lujo de comprar algo, aunque fuera poco, no ponían bastante atención. Era la tienda de los ricos, de los poderosos, de los que podían siempre ser más que los demás.
En aquellos años estaba de auge la música disco, el ambiente de la liberación y las culturas escondidas entre las calles que dieron lugar a variados personajes, a modas extravagantes, a luces, pelucas, maquillaje, y bastante sexo. Donde ahora hay un hospital, antes había una discoteca, un lugar cargado de ambiente, música de moda y demasiados excesos, que no parecían quedarse en sus paredes durante mucho tiempo. Pero ni todo el glamur y el travestismo exagerado hicieron que los vendedores atendieran a aquellos “nuevos ricos”. Eran la plaga, una enfermedad.
Y con toda enfermedad, viene la cura. A veces paulatina y otras demasiado agresiva…

Miles de años atrás, existieron dos fuerzas. Cada una de ellas complementada con una igual. La primera de esas fuerzas era aterradora, grande, espaciosa. La segunda era mortal, pequeña, más astuta. Por querer hacer el mal, la fuerza pequeña accidentalmente mató a su hermana, y quedó sola, aún más pequeña que su aterradora contraparte, quién también tenía a su gemela, y ambas tomaban cada día más y más espacio en el universo y a través de sus espacios vacíos.
Un día, la fuerza pequeña, cobrando venganza de algo que, ella creía, la fuerza grande había hecho, se alojó en este mundo, en aquella tienda, tomando la forma del gerente. Sin embargo, cuando esta fuerza tomaba a alguien, no tardaba en enloquecer. Su locura no fue salvaje: más bien, era discreta. Aquel gerente hizo que los vendedores no atendieran a toda la gente, que se portaran déspotas y que sólo recibiesen dinero de aquellos que podían pagarlo y bien.
La fuerza más grande debía encontrar el equilibrio, y también decidió viajar al mundo, tomando otras dos formas, porque aún tenía a su hermana consigo. Dos jóvenes de la farmacia, que empezaban a trabajar en aquellos días, fueron contagiados. Sin embargo, aprendieron a la mala a dominar su nuevo cuerpo, sus emociones, sus procesos. No podían enloquecer, si debían controlar a su contraparte, que había tomado fuerza y ferocidad.
Uno de los chicos de la farmacia era alto, de sonrisa rara y ojos burlones. El segundo era más alto, gordo y demasiado tosco, pero con rostro amable. Con sus nuevos aspectos, aquellas fuerzas decidieron tomar el control del lugar. El chico de la farmacia hacía que la gente no viera nada. Mientras su hermano, el enorme Mapache (por las ojeras que enmarcaban su rostro) buscaba frenéticamente al gerente, pero este los evadía. Era aún más fuerte, más rápido, y aterrador. Cosas horribles pasaron en aquellos días: suicidios, robos, un asesinato sin resolver. Y es que, mientras más se enfrentaban, aquellas fuerzas sólo podían sacar lo peor del mundo.
Después de un tiempo, después de constantes peleas y de persecuciones, de muertes y sucesos extraños, las fuerzas hermanas fueron capaces de someter a la más pequeña. Se deshicieron del cuerpo del gerente, y no lo sustituyeron: simplemente ellos, en sus cuerpos, se habían hecho cargo de la tienda. Influían en las mentes de los vendedores, y les ordenaban atender a todos, sin distinción. Las almas humanas que llegaban alimentaban el lugar, hacían que todo se revitalizara. Sin embargo, necesitaban sacrificio: con cada diez clientes, llegaba uno que debía morir. Con su sangre drenada, los cuerpos se escondían, y la sangre servía para atraer más y más almas.
Así, el chico de la farmacia y su hermano Mapache (que ya hasta se había dejado crecer cola y orejas, que nadie más notaba), convirtieron la tienda en un lugar mejor. La gente humilde compraba cosas, los chicos de la discoteca se paseaban por ahí, y los vendedores no humillaban a nadie.
Pero es que, como hemos dicho antes, los lugares guardan secretos e historias, energías y fuerzas. Y la malvada fuerza, pequeña y débil, no desapareció. Se quedó ahí, saltando entre los objetos de la tienda, poseyendo gente sólo por instantes. Encontró su momento cuando, en un descuido, Mapache fue al baño de caballeros, al último de los cubículos. Fue en ese momento cuando, con lo poco de energía que le quedaba, y la suficiente maldad, la pequeña fuerza traspasó el corazón de Mapache, y lo mató.
Fue la venganza suprema, lo que la fuerza estaba esperando desde que, por accidente, se había mutilado a sí misma hacía ya miles de años. Con el alma hecha trizas, el chico de la farmacia acudió, pero era demasiado tarde: la fuerza descansaba como una serpiente sobre el cuerpo de su hermano Mapache.
-¿Sientes cómo tu voluntad se hace pequeña? ¿Sientes el dolor que sentí cuando mataste a mi hermana?-, decía la voz macabra de aquella fuerza malvada.
El chico de la farmacia se arrodilló ante el cuerpo de su hermano, lo jaló y lo abrazó. ¿Qué era lo que estaba pasando? Ese dolor en su pecho, las ganas irremediables de gritar, y las lágrimas que escurrían por sus mejillas…
Y es que, después de miles de años después de no sentir nada, el chico de la farmacia por fin podía sentir el dolor.
-¡No lo quiero, no quiero esto…!
Aquel día, cada cliente y cada vendedor estallaron. Sus cuerpos se abrieron a la mitad, sus tripas se regaron por todas partes, y la sangre salpicaba cada mueble, cada libro y cada artículo en los aparadores.
El chico de la farmacia puso su mano en el suelo del baño, sin soltar a su hermano muerto, y llorando con rabia, exclamó:
-Mientras yo siga con la mano en este lugar, tocando cada cosa de la tienda, la gente jamás verá nada. Pero juro por mi alma que cada persona sabrá que estás aquí, que algo va mal, y seguirán viniendo. Y uno de ellos acabará por destruirte. Porque yo ya no puedo, ya no…
La fuerza malvada perdió de nuevo su energía, y se coló por la pared, desapareciendo en las entrañas del concreto. El chico de la farmacia lloró amargamente, y mientras su mano tocaba el suelo del baño, ningún cliente vio la masacre que su dolor había causado. Hombres, mujeres, niños y travestis, todos desaparecieron un día, y nadie se había dado cuenta.

Veinte años después, un chico llamado David perdería a su novia en aquel mismo lugar, con el mismo dolor que alguna vez otra alma había sentido. Conmocionado, el chico fue ayudado a salir por otro casi de su edad, uno que, a pesar de los años, se conservaba igual.
-Yo puedo ayudarte. Ven, ven y te mostraré-, le dijo el chico de la farmacia a David, quién se dejó llevar por aquella fuerza terrible que, sin que nadie se diese cuenta, seguía poniendo aquel lugar en contra de todo aquel que lo pisara.
Así, David creyó la historia del chico de la farmacia, de la fuerza maligna que vivía aún en la tienda. El otro muchacho trajo más gente, amigos y profesionales, gente que entendía de eso, y que querían enfrentar al mal. Y sin embargo, el mal fue reclamando sus vidas. Hasta que sólo quedó David, resentido con aquel que debía haberlo ayudado. Terminó odiando al chico de la farmacia, y éste no hizo nada. No sólo porque aún conservaba esa determinación fría de hace mil años, sino porque no quería admitir lo inevitable.
Desde hace veinte años, y hasta el momento en que el chico de la farmacia se limpiara el sudor de la cabeza al ver el cuerpo de Cecilia en el suelo, aquel ser vivía asustado: estaba empezando a sentir. Y a morir.

Dedicado a la memoria de Javier Carrillo, "El Mapache"

(26-Enero-1977/12-Abril-2016)

domingo, 12 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 5.

Cuento 5: No Me Interesa (Brett, 2016). 



El chico de la farmacia vio como aquel hombre se acercaba. Parecía como de treinta años o un poco más, aunque su aspecto le delataba. Se veía mucho más cansado, arruinado. Era de esperarse.
El hombre se acercó al chico, quién no se movió de su lugar, poniendo otra vez sus manos sobre la vitrina. Las chicas se fueron a atender a los clientes que iban llegando.
-¿Qué te trae por aquí?-, dijo el chico de la farmacia, mirando a los ojos a su antiguo amigo David. Hace años que se conocían, pero algo había pasado para que ninguno de los dos volviese a dirigirle la palabra al otro.
-Sabes perfectamente para qué vine, asqueroso monstruo.
El chico dejó de sonreír. Esto iba en serio.
-Si es por el asunto que me trajo aquí hace años, bueno, no hay nada aún. Tú y yo sabemos que está aquí, en algún lugar, pero no es tan fácil encontrarle. Hay tantas almas alrededor de nosotros que todas se parecen. No hay una que sea peor que la otra: también todas son peores.
-¿Cuándo veré resultados?
-David, no te desesperes. No estoy aquí sólo porque si. Dime una cosa mejor: ¿cuántos de los tuyos quedan?
El hombre miró hacia otra parte. Levantó su mano y le mostró el dedo índice.
-Uno solamente.
El chico de la farmacia ni se inmutó.
-Uno. Qué conmovedor que seas el único. Todos fallaron en su intento, incluyendo a… Bueno, ya sabes quién.
Al oír esto, David se enfureció. No explotó, ni le soltó un golpe, pero frunció los labios, y se puso rojo.
-No quiero que menciones nada de eso.
El chico de la farmacia sonrió de nuevo, pero con el rostro apagado, sereno.
-Veinte años he tratado de hacer que veas la verdad. Que aceptes lo que sucedió con… ella. Déjame mostrarte, y que confíes en mi después de todo, en lo que estamos haciendo. Por favor…
El chico de la farmacia le ofreció la mano a su antiguo amigo, y David sólo se quedó quieto, esperando, pensando, más que furioso.
-No me toques, engendro. No voy a tener paciencia. Teníamos un trato y vas a cumplirlo…
David se dio la vuelta, enojado y sin fijarse siquiera en la gente. El chico de la farmacia reaccionó y tocó la oreja y la parte derecha de la cabeza del hombre. Al instante, pasó algo que hizo que David se parara en seco…

La imagen en su cabeza era de hacía ya veinte años, un poco más, un poco menos. Era aquella misma tienda hace ya muchos años, unos cuantos meses después de su inauguración. Ahí trabajaba una mujer a la cual conocía bien. Se llamaba María, una muchacha que trabajaba en el departamento de libros, con su hermoso cabello castaño, sus ojos verdes y una hermosa piel clara. Ahí la conoció, mientras ella acomodaba libros de poesía de un tal Philemore. David, a su corta edad, le miró, audaz, encantador, con una sonrisa que era capaz de derretir a cualquiera.
Después de mucho verse y de platicar, de libros y de cosas raras, de comunicación y de cosas locas, empezaron a salir. Él le daba toda su atención y ella le correspondía con muchos cariños. Así un día, en el estacionamiento, en una noche de diciembre, se hicieron novios.
Las salidas se convirtieron en excursiones, y hasta en días juntos. Vacaciones, libros compartidos, música, fotos. Hasta que un día, por más y por menos, por algo que ninguno de los dos supo ubicar bien, el amor se acabó. Era como una vela. Primero ves maravillado como se enciende, y luego como brilla y a todo le llega su luz. Pero al final se va apagando, derritiendo y arruina tu hermoso y delicioso pastel. Así les pasó, y ni siquiera ellos pudieron saber lo que pasaba.
La última vez que estuvieron juntos fue en el restaurante de la tienda, tomando un café, y tratando de arreglar lo que hasta ese momento ya no se podía arreglar. Ella estaba llorosa, un tanto nerviosa y triste. Él se puso serio, incómodo. Nadie dijo nada por un rato.
-¿Qué vamos a hacer?-, dijo María, tratando de no sonar tan nerviosa, con las manos entre sus piernas, escondiendo su debilidad. David la miró como despectivo.
-No sé. Esto no está funcionando. Sabes bien que voy a empezar a trabajar con mi equipo y es algo serio. No tendré tiempo para ti, y no quiero dejarte así. Quiero que seas libre, que busques a alguien mejor, que no te cele ni te diga nada malo. ¿Es mucho pedir?
Sin previo aviso, ella se levantó. María le miró a los ojos, casi despechada, casi enojada, pero aún tierna, con esa mirada que decía lo mucho que lo amaba.
-Ya no importa nada…
David quiso levantarse, pero ella fue más rápida. Salió caminando del restaurante, limpiándose las lágrimas con el dorso de su mano, sin que nadie notara a dónde iba. Fue cuando David reaccionó. Se levantó y la siguió, pero ella iba muy adelantada. O demasiado, porque al volver a la tienda, ya no la vio.
Sin embargo, María conocía bien todo ahí. Se había escondido detrás del mostrador de los dulces, donde nadie pudiese verla, y cuando vio que David entraba de nuevo al restaurante, se metió al baño. Pero accidentalmente dio la vuelta a la derecha, en su intento por entrar rápido sin que él pudiese alcanzar a verle, y se metió al de hombres. Afortunadamente no había nadie. Caminó hasta el fondo y se metió en el último casillero, a llorar mientras la puerta estaba cerrada. Trató de ser silenciosa por si alguien entraba y le veía, pero nadie se acercó.
Lo que había pasado después fue demasiado raro. Ella traía las navajas escondidas en la bolsita de su chamarra, y ahí mismo las sacó. Se armó de valor, entre lágrimas y sollozos, para cortar sus muñecas, desde la mano hasta el medio brazo, verticalmente. Ni el dolor la detuvo, para hacerla otra vez, antes de que la otra mano perdiera fuerza. La sangre corrió por sus rodillas, por sus piernas, y manchó poco a poco el suelo…
Cuando la encontraron, David fue el primero en tocarla. El señor de la limpieza simplemente abrió la puerta y ahí estaba, sentada, con los ojos cerrados, pálida del rostro, y roja de las manos. Se acercó a ella, llorando, con los ojos llenos de lágrimas brillantes, que se escurrían de sus párpados hacia las mejillas. La abrazó, sin importarle mancharse de sangre, sin importarle que ella estuviese fría. Ahí se quedó con ella, sollozando fuerte, antes de que alguien más lo pudiese quitar de ahí…

Al momento, los recuerdos de David se perdieron, y se dio cuenta que aún estaba en la farmacia, y que ya habían pasado veinte años de todo aquello que en su cabeza retumbaba. Era un horrible recuerdo, una visión de algo que él nunca había alcanzado a ver así.
El chico de la farmacia estaba aún detrás de él. Se dio la vuelta y lo encaró. Pero no hizo nada más que verlo fijamente, con rabia y lágrimas en sus ojos viejos y apagados.
-¿Qué tiene que ver que ella hiciese eso con todo lo que estamos buscando aquí?-, dijo el hombre, con furia en la voz.
El chico de la farmacia no se inmutó. Solo abrió la boca para hablar.
-Lo que hay aquí de alguna manera la obligó a hacerlo. La maldad y el odio que contiene este lugar fueron suficientes para que la orillaran a hacer algo tan horrible. Estaba triste y sabía que lo suyo había acabado. Pero, de alguna manera, no habría llegado tan lejos. Si crees en lo que digo, sigamos buscando. Acabemos con esto y estarás completamente feliz…
-¿Cumplirás con lo prometido? ¿Traerla de regreso?
Los dos se quedaron en silencio un rato más.
-Sí. Sólo sé más paciente. O los dos acabaremos muertos.
David se marchó por donde vino, haciendo que un par de chicos se apartaran antes de que él los tirara. El chico de la farmacia ni siquiera lo siguió. Caminó directo hacía los baños.
Entró al último, donde residía ella. No había nadie: él podía hacer que nadie entrara por un largo rato.
-Querida mía. Él vino y no entró a verte otra vez. Te lo suplico: ya no te tortures más. Has matado a muchos y hasta ahora no has conseguido al que más te importa. Volveré pronto. Te tengo una buena noticia.
El chico de la farmacia sólo escuchó un gorjeo que venía desde el inodoro, y salió del cubículo. Su rostro cambió: del niño burlón, pasó al muchacho triste.
¿Por qué me vuelvo a sentir así…?

jueves, 21 de mayo de 2015

I: La Casa Torcida.

Cuenta la leyenda que había cierta casa en las afueras de la ciudad, que más que un elemento histórico del mundo antiguo, era un punto de encuentro para los aficionados de lo paranormal. Es común ver que hay atracciones en las ferias donde uno puede entrar a una casa construida específicamente para que el público se sienta confundido por su estructura interna. Sentir que uno va bajando cuando en realidad sube, sostenerse de un barandal porque el piso está demasiado inclinado, o incluso ver como una bola de billar baja por una pendiente inclinada hacia arriba.
La casa de este relato es igual, aunque con una sencilla diferencia: el acceso al público está restringido del todo. Nadie puede entrar ahí, a excepción de un grupo especializado que el gobierno de la ciudad eligió para cuidar la fachada y los alrededores. La casa, una bonita estructura de estilo victoriano, por fuera tiene toda la apariencia normal, aunque los que han entrado han dicho que la casa comienza siendo normal, con un vestíbulo completamente recto. Hasta ahí es donde la gente del gobierno ha podido acceder, ya que al cruzar cualquiera de las tres puertas (dos en los costados y una al fondo), la casa se transforma en un sinfín de laberintos y pasillos que no tienen pies ni cabeza.
Es común oír historias de gente, como Archibaldo Sanders, que cruzó la puerta al fondo en 1940, tratando de averiguar más acerca de la historia de la casa. Cuando abrió la puerta, la gravedad de la casa cambió, haciendo que el techo esta vez fuera el suelo. Archibaldo corrió con mucha suerte, ya que sólo tuvo que cruzar la puerta de nuevo, y resistir el golpe, para caer sano y salvo en el vestíbulo y regresar por sus propios pasos.
En 1958, Sonia James, una investigadora paranormal de renombre, se aventuró a ir más allá de lo que Archibaldo había podido. Sabiendo que la puerta del fondo sólo accedía a un pasillo que cambiaba la gravedad, se aventuró a cruzar la puerta. El golpe hacía el techo la desorientó un poco, pero pudo seguir caminando. Sonia llevaba una cuerda atada a la cintura, mientras afuera de la casa la cuerda se mantenía atada a una camioneta, la cual la jalaría ante cualquier eventualidad. Sonia caminó más allá en aquel pasillo, abriendo las puertas sin cruzar los umbrales. Una de las recámaras estaba colocada de manera horizontal, con la cama en la pared. En otra de las puertas, el baño estaba hacía el fondo, como si la puerta estuviera en el techo de la habitación.
La habitación al final del pasillo, justo antes de subir las escaleras, sería llamada con el tiempo “La Habitación James”, en honor a Sonia. Ahí la mujer encontró algo que la marcaría de por vida. La puerta de la habitación estaba en lo que sería el piso, como una trampilla o un sótano. La habitación está completamente oscura, y aunque ella encontró el interruptor de la luz, no encendió ningún foco. En el centro sólo había una mesa y una silla, llenas de polvo. En la silla se encontraba un cuerpo, un cadáver presumiblemente de hombre, aunque la ropa no permitía saber ni su sexo ni su procedencia.
-Le vi ahí, medio sentado y acostado sobre la mesa. Su ropa era extraña, una mezcla de una capa larga hasta el suelo, con pantalón muy amplio de la parte de abajo y una especie de blusa de colores que, por la oscuridad, no llegué a distinguir-, dijo Sonia en una entrevista varios años después.
-Debajo del cuerpo había papeles, hechos de un material similar al caucho de las llantas, pero más delgados. Las letras eran comprensibles, aunque estaban escritas en una caligrafía muy extraña, casi mecánica. Eran las escrituras de la casa, sólo que esperé a salir al pasillo iluminado para seguir leyendo.
Lo que había en esos papeles dejó a Sonia perpleja. La casa era propiedad de un hombre llamado Hister, construida como un regalo a su esposa Brontia, con elementos que unían dos épocas: la suya, y la de la antigüedad, época que a la mujer le apasionaba en gran medida. Las escrituras fueron firmadas por autoridades y selladas por el gobierno de Salamar, un país que, con posteriores investigaciones, no existía en el mapa. Lo más chocante fue cuando Sonia leyó la fecha en la que los papeles estaban firmados: 10429. Era imposible que algo estuviera firmado con esa fecha.
Sin embargo, y para sorpresa de Sonia, junto a los papeles oficiales firmados en Salamar más de 8400 años a partir de ahí, había una especie de carta, una misiva o última voluntad. La hoja era similar que las otras, solo que la caligrafía esta vez era de puño y letra de una persona, con un color de tinta tan brillante y cambiante que era difícil saber de qué color era. El contenido era demasiado sobrecogedor:
“La estructura de esta casa tiene conciencia propia. Los arquitectos que la edificaron incluyeron en sus paredes, bajo el suelo y sobre el techo varias especificaciones electrónicas que, sin lugar a dudas, le dieron una mente a la casa. No podíamos quedarnos sin hacer nada. Hicimos que se destruyera, que al final cambiara a su forma original, pero ni el fuego ni las bombas nucleares a pequeña escala mejoraron el asunto. Ahora la casa ha viajado, no sé a qué tiempo. Se adaptó, cambió por fuera, pero por tiempo sigue siendo la misma pesadilla. Somos uno mismo ahora, y moriremos aquí, sin que nadie nos encuentre. Escuchamos gente que entra, y grita porque no vuelve a salir. Las puertas a los costados del pasillo son el horror: una lleva al infinito absoluto, y la otra es un laberinto interminable. El único lugar seguro es al fondo, donde estamos nosotros. Y aquí moriremos, juntos…”
Sonia regresó a verificar que en la habitación hubiese dos cuerpos. Pero sólo estaba el de la persona acostada en la mesa. Sin embargo, al ver más de cerca, se quedó pasmada. El cuerpo era una mezcla de órganos, con un solo seno femenino, y dos cráneos que parecían haberse fusionado por la mitad, con lo que parecía un pedazo de ojo a la mitad de la frente.
Sin perder tiempo, y esperando no dejar su cordura en aquel lugar, Sonia regresó rápidamente sobre sus pasos, agarrándose de la cuerda. Al salir del pasillo que cambiaba la gravedad, miró hacía el fondo, hacía la puerta abierta de la entrada. No podía irse sin verificar dos cosas. Se dirigió con cuidado hacía la puerta que tenía a su izquierda, en el vestíbulo, a pesar de las advertencias de la carta que llevaba en las manos, junto a los papeles de la casa. Abriendo con cuidado la puerta, se percató de que más allá, en aquella habitación, había un enorme laberinto, hecho de paredes metálicas, como si estuvieran vivas, cubos gigantes que se movían en todas direcciones. Sonia juraba, años después, que había alcanzado a ver una figura humana, y otra más grande y ominosa, hecha de algo que no parecía carne.
La otra puerta debía ser la del infinito insondable de la que hablaba la carta. Cerrando la puerta del laberinto, se acercó a la otra, pero sólo para escuchar, poniendo la oreja en la superficie de la madera. Un grito ensordecedor rompió el ambiente silencioso al otro lado de la puerta, una voz que clamaba ayuda en diferentes idiomas, con una voz que ya se encontraba más allá de la comprensión.
Sonia soltó un grito y salió corriendo hacía el patio de la casa, relatando entre sollozos lo que había visto y encontrado. Los papeles que ella extrajo desde el corazón de la casa están escondidos, y ella misma fue una de las que promovieron la prohibición de acceso a la casa en años posteriores. La edificación ha sido objeto de debate, si dejarla en pie para futuras investigaciones, o incluso para demolerla, aunque todos los intentos han sido infructuosos. Ni la dinamita ni siquiera las máquinas han servido para tal efecto. Y ahí sigue, de pie, mirando hacia la calle vacía que da hacía la ciudad.
¿Qué hubiese encontrado Sonia de haber subido las escaleras de aquella casa sin principio ni final? ¿Dónde quedaba Salamar y quiénes habían sido en realidad Hister y Brontia? Ninguna de estas preguntas tenía respuesta. Y peor: varios decían que la casa parecía susurrar en las noches, esperando despertar, y devorar lo que se le pusiera enfrente. Ahora, rezamos porque ese día jamás llegue…


 
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