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viernes, 8 de julio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 14.

Cuento 14: Run Boy Run (Woodkid, 2013). https://www.youtube.com/watch?v=lmc21V-zBq0



Al día siguiente, nadie había notado la presencia de una nueva vendedora en la farmacia. “Otra chica”, dijeron algunos, pero nada más. No hubo preguntas, ni saludos afectuosos. Simplemente ahí estaba, una presencia más en aquel lugar. Al menos, María estaba tranquila con su disfraz: no había nadie de su época que la recordara. Tal vez si algún cliente de años la visitase y la viera bien, ni siquiera la recordaría.
Todo el día pasó ella escondida, hasta que llegó la noche. Los vendedores que quedaban iban haciendo sus cortes de caja, y entregando el dinero para ir a sus casas. Uno de los que quedaban era Julián, quién se había distraído por algo que había visto en el suelo de su departamento. Discretamente escondida, había una mancha junto a la vitrina de las bocinas. Una mancha café, ya sucia, pero que conservaba el aroma indiscutible.
-Sangre…-, susurró el muchacho, tocando la mancha. Hacía ya días que no había bebido su jugo especial, porque escaseaba la materia prima. Hace mucho que no se concentraba en conquistar personas para llevarlas a casa, porque estaba distraído.
Tenía hambre.
Casi frente a él, Susana, la chica de Tabacos, ya había acabado de hacer su corte. Esperaba sólo la firma del gerente para salir, y que algún miembro de Seguridad revisara sus valores para entregarlos. Desde lejos, a la chica se le podía ver, a través de la cortina de cabello, su vena, palpitante, llena de aquel líquido que todo lo cambiaba…
Julián no iba a esperar mucho tiempo para volver a probar el dulce sabor de la sangre.

Susana entregó al final sus valores, pues no tenía prisa de irse tan rápido a casa. la chica de la caja general, llamada Ivette, incluso le hizo algunas bromas y platicaron un poco. Ya no había nadie más con quien compartir los últimos chismes.
Saliendo de caja, caminando por el pasillo, Susana escuchó un ruido, como de quien tira una caja o algo al suelo. No había nadie. Ni siquiera la gente de restaurante que se quedaba hasta más tarde, haciendo ruido mientras lavaban los platos o limpiaban las cocinas.
-¿Hola?-, dijo la muchacha. Pero nadie le contestó.
Le quitó importancia, y empezó a bajar las escaleras directo al andén de salida. Al llegar antes de la mitad, vio la sombra de alguien, antes de doblar la esquina al siguiente tramo de escaleras.
Susana vio la sombra de aquel desconocido, que desde aquella distancia se distinguía que era un hombre. Vio que de algún bolsillo en su pantalón sacaba algo, algo largo que se reflejaba en la pared. Era un cuchillo. La chica no pudo reprimirse, y soltó un gritito, suficientemente fuerte como para que aquel sujeto la escuchara, girara la cabeza y empezara a subir las escaleras, directamente hacía ella.
Sin otra opción que volver a subir, Susana empezó su carrera directamente hacia arriba, sin importarle si sus tacones resonaban en todo el lugar. Aquel loco ya estaba a punto de alcanzarla, y cuando sintió al fin su presencia tras de ella, se volteó para soltarle una patada con la zapatilla. Acertó en la espinilla, mientras Julián se retorcía de dolor, agarrándose la pierna, sin soltar en ningún momento el cuchillo.
-¡Maldita perra…! ¡Ven aquí, estúpida!
Susana echó a correr, tropezando unas cuantas veces con los escalones, hasta que llegó al pasillo. Ahí, chocó de frente con Ivette, quién ya tenía su bolsa y su chaqueta en la mano, y quién se sorprendió con la otra muchacha, quién estaba pálida y asustada.
-¿Pero qué pasó?
Susana tardó en contestar, presa del pánico. Volteó para asegurarse de que Julián no la seguía, pero nadie subió por las escaleras. Tomando aliento, la chica empezó a hablar.
-Julián está… ahí abajo… ¡va a matarme!
Ivette se quedó pasmada, con los ojos abiertos, tratando de entender lo que Susana estaba diciendo.
-No, no, a ver… ¿Julián quiso matarte?
-¡Sí! Le acabo de golpear allá abajo, en las escaleras. Va a venir y…
-Tranquila, ya estás aquí. Tal vez me escuchó hablar y por eso no ha venido. Ven, te acompaño con alguien para que nos ayude.
Ivette tomó del brazo a Susana, quién temblaba de miedo. Pero en vez de dirigirla hacía la tienda o las oficinas, la empujó de nuevo a las escaleras. Susana cayó de espaldas, dando unas tres vueltas, con los escalones haciéndole daño cada vez que bajaba, y al final, quedando en una de las intersecciones de los tramos de escaleras. Como pudo, empezó a darse la vuelta para quedar de espaldas, y ahí estaba Julián, mirándola desde arriba, con el cuchillo aún en su mano.
-¡Buen provecho!-, dijo Ivette desde arriba, mirando al vacío.
Julián se agachó, tomó el cuchillo aún con más fuerza, y lo clavó justo debajo del brazo, cerca del pecho, atravesando el corazón. Al sacarlo, la sangre empezó a salir, como si se tratara de un manantial. Susana no podía gritar: el dolor se lo impedía. Poco a poco, la vida se le fue apagando, y Julián sólo hacía una cosa: beber directamente del chorro de sangre, desperdiciando bastante en el proceso, dejando que se escurriera en el suelo, y manchara su ropa.
Ivette bajó algunos escalones, sólo para corroborar que la muchacha ya estaba muerta, y el otro satisfecho.
-¿Te ayudé bien? ¿Eso era lo que querías? Espero que sí. Ahora déjame en paz, ya tuve suficiente de esto…
Julián se le adelantó, antes de que ella pudiese bajar más escalones, y la tomó fuerte del brazo.
-Te voy a decir una cosa, maldita. Accedí a no matarte a cambio de que me ayudaras a conseguir una presa más accesible. Ya probé su sangre, pero aún no estoy satisfecho del todo. O me ayudas a esconderla, o tendré que seguir contigo, ¿entendiste?
Ivette asintió, asustada, y se soltó de un jalón de los dedos manchados de sangre de aquel muchacho. Como pudieron, entre los dos cargaron con el cuerpo de Susana y lo subieron al pasillo.
-¿Y dónde lo vas a esconder, genio?-, dijo ella sarcásticamente.
-Hay un lugar donde, estoy seguro, el muchacho ese que atiende la farmacia guarda cosas que nadie debería de ver. Ahí esconde sus cuerpos, los de los clientes a quienes asesina. Una vez lo vi, sólo una vez, y desde ahí todo parece normal. Por eso me gusta beber la sangre. Si a él le da la vida que tiene, ¿por qué a mí no?
Siguieron cargando el cuerpo, y mientras el pasillo estaba abierto, y la tienda accesible, los dos entraron con sigilo, escondiéndose de vez en cuando en las estanterías de los libros y tras las vitrinas. Ni el gerente ni los de seguridad parecían estar ahí. Nadie más vigilaba las cámaras en la noche.
Con mucho esfuerzo, lograron llegar hasta la farmacia, dónde Ivette, que ya no podía más, dejó caer sin querer el cuerpo de la otra muchacha, haciendo que su cabeza chocase contra el suelo.
-Lo siento.
Julián la miró, pero no dijo nada.
-No importa. Deja abro la puerta y luego la ponemos ahí. Será su problema después.
El muchacho dejó el cuerpo en el suelo, y caminó hasta la puerta de la rebotica, pero alguien más ya estaba ahí. Una muchacha de largo cabello negro lo miraba. Llevaba la bata del personal de la farmacia, y se veía bastante pálida, incluso para una mujer viva.
-Oh, creo que tenemos un problema-, dijo Julián, sin dejar de mirar a la chica, mientras llamaba la atención de Ivette, quién se acercó para ver lo que estaba pasando.
-¿Crees que nos haya visto?
La muchacha contestó a la pregunta de Ivette.
-Obviamente que los vi. Pero no diré nada: no se preocupen.
-¿Y el chico de la farmacia?-, preguntó Julián, limpiándose la sangre y el sudor de la frente con la manga de su saco.
-Está durmiendo. Se supone que no puede. Pero me dejó aquí, vigilando. ¿Qué se supone que van a hacer con ella?-, dijo la chica, señalando el cuerpo.
-Bueno, queríamos ver si podemos dejarla en el cuarto. Ahí es donde esconden todo, ¿no?
-Así no funciona, Julián-, dijo el chico de la farmacia, quién parecía haber estado ahí siempre, escuchando escondido.
El asesino sonrió nervioso, y hasta Ivette estaba tensa, mirando a aquel curioso muchacho acercarse hasta su compañera, quién no sonrió ni dijo nada.
-Escucha… Tenemos que esconder el cuerpo de la muchacha, si no…
-¿Si no qué? Tú la mataste, tú hazte cargo de ella. Yo no lo hice. No puedes dejarla ahí abajo.
Julián se estaba enojando, y se le notaba, con su vena roja palpitando en la frente.
-Eres un mal agradecido. Yo guardé tu secreto y así me pagas…
El chico de la farmacia sonrió, con verdadera satisfacción, sin siquiera entender lo que era eso que sentía al hacerlo.
-No. Tú viste por accidente lo que yo hacía hace tiempo, y te quedaste callado por miedo. Intentaste hacer lo mismo, y no te ha resultado, por lo que veo. Siempre tienes más y más sed. Además, no creo que a tu compañera le haga bien lo que acabas de hacer con ella.
Detrás de Julián estaba Susana, de pie, como irreal, pálida, con golpes en el cuerpo y sangre en la ropa. Era un fantasma, el recuerdo de su horrible muerte, de pie frente a su cuerpo real, muerto.
-¿Qué fue lo que me hiciste?-, dijo el fantasma de Susana, componiendo un rostro amargo, de dolor y de enojo. Julián palideció, e Ivette dio unos cuantos pasos hacia atrás.
-Yo… tenía hambre, muchísima. No tienes idea de lo que es no tomar sangre después de mucho tiempo…-, decía Julián, con la voz entrecortada y con las manos temblorosas.
Sin que nadie lo viera, el chico de la farmacia abrió la puerta de la rebotica, e instantáneamente se escuchó el silbido de muchas alas, de insectos que volaban enloquecidos en el fondo del pozo.
-Mira, María, lo que pasa cuando los seres humanos no respetan las fuerzas que nunca llegarán a comprender-, dijo el chico, mientras María observaba a distancia lo que estaba pasando.
Del pozo profundo, empezaron a escucharse más y más aleteos, y en un instante, millones de escarabajos de color café y rojo sobrevolaban el lugar, metiéndose entre los productos de la tienda, y posándose en las paredes. Eran un enorme torbellino de alas, patas y antenas, que silbaban sin pausa, cada vez más fuerte.
Julián vio aquella enorme nube de insectos que se cernía sobre la farmacia, y poco tiempo le dio para correr. Los animales le empujaron de espaldas contra una de las vitrinas de la farmacia, y rompiendo el cristal, el cuerpo de Julián empezó a ser devorado vivo por millones de bocas, de insectos con afilados dientes que buscaban ansiosamente carne y sangre.
Entre los gritos de agonía de Julián y el silbido de los insectos, Ivette soltó un grito agudo, y echó a correr de regreso al pasillo, tropezando con el cuerpo de Susana, cayendo de boca cerca de su cara, con aquel rictus de muerte eterno.
-Échenla al pozo-, dijo el chico de la farmacia, mientras María y el fantasma de Susana se acercaban a Ivette, quién se levantó demasiado tarde, mientras las manos de dos muertas la aferraban fuerte de los brazos, jalándola hacía la puerta abierta. Los insectos aún no terminaban de comer, e Ivette aún podía ver el cuerpo de Julián, que poco a poco se iba degradando a huesos.
-¡Déjenme ir, por favor! ¡YO NO HICE NADA!
Nadie dijo nada, ni tampoco se compadecieron de ella. Ivette vio el fondo del pozo, aquel lugar sin fondo, donde se escuchaban lamentos, gritos de gente que habían sido arrojadas ahí desde hacía años, para jamás salir.
-Vas a tener el horrible honor de ser la primera persona que cae aquí sin heridas, y con su vida íntegra. Adiós, Ivette…
Las chicas arrojaron a la mujer hacía el pozo, escuchando su agudo grito al ir cayendo, apagándose más y más, hasta escuchar el golpe en el fondo.
Cuando los insectos terminaron de comer, y la puerta estuvo cerrada, el chico de la farmacia se llevó el cuerpo de Susana también al pozo. Su fantasma miró aquel acto como algo definitivo, algo con lo que poder descansar. Sonrió, le sonrió a los dos presentes, y no dijo nada. Desapareció en una nube blanca, que se desvaneció en el aire.
-Tenemos que dormir, María. Mañana regresa tu amado. Le vas a dar una gran sorpresa…
Ella sonrió, sin ganas, y se quedó sentada ahí, quieta, en el suelo de uno de los pasillos de medicamentos, sin hacer ruido, sin que nadie la notara.

Raymundo Pérez, el gerente más joven de la tienda, aún estaba revisando la tienda cuando llegó a la farmacia. No había nada raro ahí, nada que mereciera hacer un reporte al otro día. Todo estaba en orden, limpio, como siempre.
Su celular empezó a sonar. Lo sacó del bolsillo del saco. En la pantalla se leían dos letras: J.H.
-Jefa, buenas noches-, dijo Raymundo, contestando lo más natural posible.
Una voz de mujer, seria y muy potente, se escuchó del otro lado.
-Mañana voy a hablar con usted urgentemente. Lo que pasó con la muchacha de Óptica no se va a quedar así. Necesito respuestas y usted me las va a dar, Raymundo. Descanse…
La mujer colgó el teléfono y Raymundo tragó saliva. En sus pensamientos, en sus diversas imágenes mentales, aparecían más resplandecientes dos frases, sobre todo lo demás.
Mañana va a venir la Distrital. Estoy en problemas.

martes, 28 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 11.

Cuento 11: Duende (Miguel Bosé, 1987). https://www.youtube.com/watch?v=5e7DwcVV6A4



En una tienda como la nuestra, los monitoristas son los ojos en cada rincón del lugar. Vigilan a la gente, que no desaparezcan las cosas, y alertan sobre posibles ladrones. También checan a todo momento para que los vendedores hagan su trabajo, o que no haya ningún percance entre el personal. Aunque no siempre ven todo: nadie vio cuando Miguel desapareció, y cada cosa extraña parece no grabarse. Como si algo escondiese lo que pasa ahí.
Después de que la tienda cierra, un único monitorista se queda vigilando la tienda vacía. No hay ninguna razón en específico, ya que no hay nadie. Pero muchas veces, la gente es astuta: forzar la reja no puede ser difícil. Entrar a robar después, mucho menos.
El día que Miguel desapareció, el único monitorista al final de la jornada era Roberto, un muchacho de rostro huraño y de una enorme estatura. Estaba incomodo como siempre, ya que el cuarto donde están los monitores es algo estrecho. Incluso para él. Siempre imponía con su estatura, y aunque su rostro pudiese decir otra cosa, era un muchacho muy noble y también amable. Pero también manipulable. Había veces en las que no recordaba ciertos pasajes de su trabajo, como si grabar todo el día le quitara episodios de su memoria.
Pero la verdad era otra: Roberto era el títere predilecto del chico de la farmacia. Hacía muchas cosas a su favor: entre ellas, no ver las cosas raras. Dejarlas fuera de las grabaciones. Pero Roberto no sabía eso: jamás lo sabría.
El último vendedor ya se había ido a casa, y los últimos trabajadores del restaurante también se habían retirado, cuando Roberto se había metido de nuevo al cuarto de los monitores. Se acomodó como pudo en la silla, y puso su música favorita: banda y corridos. Cantando entre susurros, miraba de repente las pantallas, moviendo las cámaras a puntos específicos de la tienda. Todo estaba a media luz, y vacío. Nada se movía. Era como un encanto. Movió la cámara de la entrada para ver que no hubiese gente merodeando por la reja. Nada.
La cámara de Relojería peinó la Farmacia, y ahí estaba: el chico de la farmacia de pie, inmóvil en medio de los estantes, mirando fijamente hacía arriba. Roberto se extrañó, pero regresó con el control la cámara hacia ese punto. Ya no había nada. Sólo la tienda vacía.
-Maldita sea. Necesito dormir más.
Pero no podía darse ese lujo. Por eso trabajaba en la noche y dormía por la tarde. Vigilar cosas muertas e inanimadas era su trabajo aquella semana. Pasó una y otra vez la cámara hacia la Farmacia, percatándose varias veces para no engañarse. Pero no, no había nada.
Decidió abandonar su búsqueda, antes de que le doliese la cabeza.

Dos horas después, ya eran las 3 de la mañana, y Roberto no cabeceaba, ni siquiera parpadeaba. La música lo mantenía despierto, y encontraba algo de distracción en su celular, sin dejar, claro está, de vigilar la tienda.
-Muy bien, tengo antojo de un pastel…
Roberto movió la cámara de Tabacos y Novedades hacía la Pastelería, enfocando la repisa donde mostraban los pasteles, y las vitrinas ya vacías, donde por la mañana exhibían el pan calientito.
Otra vez su cabeza empezó a dolerle, porque pensó que su mente lo engañaba. Alguien estaba saltando en la vitrina, y se acercaba a la repisa, para meterle dedo a los pasteles. Regresó la cámara con el control, y casi se resbala de la silla. En efecto, alguien, o “algo” estaba ahí, manoseando el glaseado y el chocolate. Alguien pequeño, y borroso…
-¿Qué chingados…?
Dejó el celular sobre la mesa de los monitores, y revisó una vez más, para ver si sus ojos no le mentían. Ahí había alguien, una figura oscura, pequeña, que se estaba comiendo ya uno de los pasteles, agarrando con los dedos los pedazos de masa con chocolate, y llevándolos a su boca.
El procedimiento era sencillo: si había alguien en la tienda, Roberto tenía llaves de la reja que cerraba la tienda del resto de los pasillos de personal. Se levantó de la silla, salió del cuarto de monitores y subió las escaleras de dos en dos, con sus largas piernas, jadeando más de miedo que de cansancio. Llegando a los pasillos, encendió una linterna: ahí estaría oscuro, aunque las pocas luces ayudasen un poco. Sacó las llaves de su pantalón, y abrió la reja, haciendo ruido. Tal eso asustara a aquella persona, pero mejor así: estaba en problemas, y sería mejor encontrarle antes que nada. Igual no tenía escapatoria.
En el cinturón, Roberto llevaba colgando un radio. Se comunicaría con los vigilantes de la plaza, para que le ayudaran.
-Reporte de intruso en la tienda, aquí el monitorista nocturno. Hay un intruso. Necesito ayuda, cambio…
El chirrido del radio le indicó que alguien iba a contestar.
-No se preocupe, monitorista. Vamos para allá. Trate de negociar con el intruso, no haga nada hasta que lleguemos. Cambio y fuera.
El radio se apagó, mientras Roberto caminaba hacia la puerta del personal. La abrió igual con las llaves, y sintió el frío de la tienda vacía, y el olor de los libros cerca de ahí. La pastelería estaba a su derecha. Apuntó la lámpara hacía allá, pero el haz de luz no llegaba tan lejos. Caminó con cuidado, tratando de no tropezar con nada, sosteniendo la linterna lo mejor que podía.
-Quien esté aquí, deje de hacer lo que está haciendo. La vigilancia ya viene para llevárselo.
Sólo se escuchó el eco de su voz, y sus pasos retumbando en la oscuridad. La luz atravesó las torres de exhibición de Óptica, reflejando varios ojos de vidrio vacíos. La Pastelería estaba más cerca, y con ayuda de la linterna, pudo ver la silueta de algo que ya estaba bajando la vitrina, corriendo cuando sus pies tocaron el piso. Roberto reaccionó rápidamente, corriendo para alcanzar al intruso, pero ya no había nadie. Sólo estaba un pastel a medio comer, y huellas de chocolate en el suelo. Huellas como de pollo: tres dedos apuntando hacia delante, y uno más pequeños para atrás.
Roberto se secó el sudor de la frente, cuando escuchó de nuevo los pasos de aquello, que se movía entre la ropa de caballero y se metía en la isla de exhibición de Tabacos. El monitorista se asomó, y apuntó la luz a través de la oscuridad. No había nada. Escuchó como si alguien tirara cosas, y una risa traviesa, como la de un niño.
-¿Quién está ahí?
La risita se hizo más fuerte, más chillona, ya no de niño, sino de algo con voz aguda, pero muy extraña.
-¿Quién anda ahí, quién, quién?-, canturreaba la voz, burlándose, soltando carcajadas y pedorretas.
Poco a poco, Roberto le dio la vuelta a la isla, hasta donde estaban los cigarros. Las cajas de tabacos volaban por el aire, cayendo fuera de sus exhibidores, desgarradas y con los cigarros rotos.
Con ayuda de la linterna, el monitorista apuntó hacía lo que estaba haciendo aquel desastre: la figura de algo negro encorvado en el suelo, dándole la espalda. Era delgado y no traía ropa. Sus extremidades eran flacas y largas, de dedos largos y con garritas de gato. Su cabeza era abombada, con poco pelo y unas orejas largas y puntiagudas que apuntaban hacia arriba.
-¡Carajo!-, exclamó Roberto al ver aquella cosa destrozando las cajas de cigarros. La criatura se dio la vuelta, y el miedo fue mayor: aquello tenía un rostro pequeño y arrugado, con ojos saltones de color rojo, uno mirando hacía un lado y el otro hacía otro, como si estuviese bizco. Su nariz estaba descarnada, y su boca llena de dientes puntiagudos. La cosa soltó un chillido, y se lanzó hacía Roberto, quien fue más rápido, y golpeó a la criatura con la linterna. El monstruo salió volando y se estrelló de espaldas contra un exhibidor de vidrio, quedando encajado entre los cristales rotos. Roberto apuntó de nuevo con la luz, pero aquello no se movía.
Se acercó a ver, y sacó el radio para anunciar lo que estaba viendo a los vigilantes.
-Por favor, dense prisa. No van a creer lo que…
De repente, la criatura saltó de nuevo a su cara, pero no pudo reaccionar tan rápido. Roberto sintió las garras y los dientes de aquella cosa haciéndole daño, abriendo su piel y arañando su cuero cabelludo. Del dolor y la impresión, Roberto se fue para atrás, y chocó contra un exhibidor de revistas, y luego, contra uno de los muebles con discos, tirando algunos al suelo. Logró darse la vuelta, quitándose al monstruo de encima, y tratando de arrastrarse de regreso a la puerta, que ya no quedaba lejos. Cuando ya estaba cerca del pasillo, sintió de nuevo aquella cosa subiéndose, primero por sus piernas, y luego por su espalda. Siguió gateando, tratando de alejarse de ahí, pero la fuerza de la criatura era más fuerte. El monstruo empujó la cabeza de Roberto contra una vitrina donde se exhibían videojuegos, y así lo hizo una y otra vez.
De la cabeza del monitorista brotaba sangre, y se clavaban los pedazos de cristal con cada golpe, mientras la cosa aquella se reía y golpeaba más y más fuerte.
-Basta…
Una voz se escuchó detrás de la criatura, y esta saltó asustada. No pudo salir corriendo, porque el chico de la farmacia agarró al monstruo por el cuello, y le arrancó la cabeza de un apretón. El cuerpo quedó sin moverse, y la cabeza más allá, rodó por el suelo, con los dientes de fuera y los ojos estallados en sangre.
El chico miró a Roberto, quién aún estaba vivo, pero mal herido, y casi inconsciente.
-Está jugando con nosotros. Acabará por matar más gente si no lo detiene alguien. Yo ya no puedo. Perdóname, viejo amigo.
El chico soltó el cuerpo de la criatura, y se acercó al de Roberto. Lo tomó de una pierna, le dio la vuelta, y empezó a arrastrarlo hasta la Farmacia, dejando el rastro de sangre a lo largo del pasillo. Roberto trataba de enfocar su mirada, pero todo estaba tan borroso que apenas podía ver algo claro. Pero podía escuchar, y hablar. Su rostro era un alfiletero, con pedazos de cristal encajados en todas partes, y sangre brotando de las heridas.
-¡Suéltame!-, alcanzó a exclamar.
El chico de la farmacia lo seguía arrastrando.
-Es por tu bien. Estarás bien.
Al llegar a la Farmacia, el chico abrió la puerta de la rebotica, el cuarto donde escondían los cadáveres de los clientes que escogía para aquello.
-Vas a estar bien.
Roberto sintió cómo el chico le arrojaba hacía el cuarto, que en realidad era un enorme agujero hacía abajo, como un pozo hecho de ladrillos viejos. Y al fondo se escuchaba algo: el aleteo de miles de insectos, y sus patas caminando en las paredes del pozo. El grito de Roberto retumbó con fuerte eco en el pozo, antes de que se escuchara su cuerpo caer en el fondo. Los insectos se quedaron callados un momento, y volvieron a aletear, pero hacía el fondo del pozo.
La comida estaba servida.
 
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