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lunes, 1 de enero de 2018

#UnAñoMás: Luces de Navidad [PARTE XIV] (Año Nuevo)



Alguien llamaba a la puerta. Sonia se había ido con el bebé, y Juan Diego no sabía a dónde exactamente. Se había quedado solo, con la vergüenza de aquello. De haberse confiado, y que ella los hubiese visto así… Sólo necesitaba sentir algo, algo nuevo, después de que su esposa se aliviara, y estaba desesperado.
Atendió al llamado de la puerta. Cuando abrió, se encontró a su vecina. Vanessa traía un plato entre sus manos, y aunque se veía algo contenta, parecía también muy contrariada.
-No sé lo que pasó, y tampoco sé lo que ella te haya dicho, pero deseo que tú estés bien. ¿Puedo pasar?
Ella esperó a que Juan Diego pudiese apartarse de la puerta para entrar a la casa. Se sentó en la sala, y sobre la mesita de noche, puso el plato. Olía bien, aunque por el papel aluminio que lo cubría, ella no pudo ver nada.
-¿Aprovechaste que ella no está para venir tú a consolarme?
-No, no lo estoy haciendo por eso. Sé que cuando estábamos juntos nada fue como querías, y pues entendí todo eso. No quiero que te sientas culpable. Ahora importa que estés bien, y que no cometas una estupidez.
Juan Diego se sentó en el sillón que siempre ocupaba. Las luces del árbol no brillaban aquella noche, y a lo lejos, se escuchaban los primeros fuegos artificiales del nuevo año. La madrugada era muy fría, y con aquella soledad, se sentía aún más.
-¿Qué preparaste? Huele bien…
-Oh no, yo no lo hice. Fue parte de la cena de Año Nuevo de mi mamá. Es bacalao, y sabe muy rico. Sólo pruébalo, anda. Necesitas sentirte con ánimos, y más si alguien te hace compañía…
Juan Diego tomó el plato y le quitó la cubierta de papel aluminio. Si cubierto ya olía delicioso, ahora, con el vapor caliente, era algo suculento. Incluso a él se le hizo agua la boca. Ella solamente seguía sentada frente a él, mirándole, con aire de preocupación y ternura.
-No lo vamos a desperdiciar, ¿verdad?
Él negó con la cabeza, y con el tenedor que había dentro, empezó a comer. Era delicioso, algo salado, pero lo normal. Aquel platillo debía saber así.
Después de cinco o seis bocados, Juan Diego empezó a sentirse extraño, como satisfecho. Un momento después, hasta la respiración empezó a fallarle, y tuvo que soltar el tenedor, que rebotó en la alfombra. Nada andaba bien, y Vanessa no hacía nada más que observar, algo aterrada. El muchacho luchaba por respirar, y sentía ardor en el estómago y la boca. Unos minutos después, se desplomó, fulminado por el veneno que detuvo su corazón y su respiración.
La puerta de la casa se abrió, y Juan entró para ver cómo había terminado aquello. Vanessa se levantó del sillón, y miró el cuerpo en el suelo.
-No pensé que hiciera efecto tan rápido. Yo no quería, en serio…
-Ya está hecho, tonta. No puedes deshacer nada de esto. Sólo espero que lo demás funcione. Así que habremos de esperar, sólo esperar…
-¿A qué?
Vanessa no sabía nada. Juan casi no le contaba nada nunca. Era hermético hasta el último momento, como cuando la noche de Año Nuevo, le pidió comida de su madre para envenenarla. Juan Diego caería redondo, tal vez preso del dolor, o sólo del hambre.
-Vamos a esperar a que ella regrese. Sonia va a volver, y ver su cuerpo aquí, pudriéndose, la hará rectificar. La consolaré, y se quedará conmigo. Y todo gracias a ti, preciosa…
Juan le acarició la mejilla a Vanessa antes de salir de la casa. Mientras tanto, ella se quedó un poco más, mirando todo aquello.
Por primera vez en aquel nuevo año, sintió algo aterrador. Un año más con miedo…

jueves, 21 de diciembre de 2017

#UnAñoMás: Luces de Navidad [PARTE VII] (Sexta Posada)

Supuesto objeto volador grabado en Turquía, donde se alcanza a apreciar una "extraña silueta humanoide" en la parte superior del artefacto (2008)


Doña Mercedes preparaba la comida en la cocina cuando, por la ventana que daba directamente a la avenida, vio caminar a Sonia, despacio, como si estuviera cansada, o perdida. No la saludó, pero la miró con preocupación. La pobre muchacha tenía un embarazo muy avanzado, y caminaba como si el peso de su barriga le hiciera freno.
Decidió no hacer caso de aquello cuando a muchacha desapareció de su vista a través de la ventana, y siguió preparando ese rico arroz que le habían chuleado la noche pasada, cuando los vecinos se acercaron a comer después de la letanía. Aquella noche, ella volvería a preparar el arroz, y Doña Isabel y Doña Remedios le iban a ayudar con otros platillos.
La cacerola de arroz permanecía quieta en la estufa, mientras revisaba que el chicharrón en salsa verde ya estuviera listo, hirviendo en otra cacerola más apartada. Con una cuchara y ayuda de su mano, Doña Mercedes probó la salsa del chicharrón y un poco de carne. Estaba delicioso: no tan salado, y bastante picoso.
Después, levantó la cacerola del arroz, cuidando de que el vapor no le quemara la cara. Miró dentro: aquel cereal anaranjado, esponjoso, aderezado con zanahorias y papas, olía muy rico. También lo degustó, y estuvo mejor de lo que ella creía. Todos iban a amar su comida.
Cuando le puso la tapa de nuevo a la cacerola, sintió algo en la piel que la asustó. Era como un escalofrío, y la piel se le puso chinita. Era la misma sensación que uno podía apreciar cuando se daba toques con un enchufe. Doña Mercedes pensó que tal vez era el frío, un poco de viento que se hubiese colado por la puerta. Pero no: hasta los oídos le zumbaban.
Decidió averiguar de qué podía tratarse. Salió de la cocina, de aquel delicioso calor con aroma a especias y carne asada, y entró a la sala de su casa. En medio de los sillones encontró algo que le heló la sangre.
Una de las luces que habían aparecido el día de la Virgen en el cielo estaba justo en medio de la sala. Los muebles seguían en su lugar, y la entidad luminosa parecía atravesarlos, como si aquellos se hubiesen internado en aquel globo de luz ambarina que parpadeaba de forma débil. Era como ver un enorme globo de luz o agua de color amarillo ahí, suspendido a pocos centímetros del suelo, envolviendo parte de los muebles de la casa con su presencia.
Como buena católica temerosa de Dios, Doña Mercedes se persignó, y cerró los ojos, juntando las manos, esperando que aquello fuese sólo su imaginación, la visión de una vieja cansada.
-Señor, por favor ten piedad de mí. Si es uno de tus ángeles, dile que no me haga nada. Dile que me perdone por… Por…
No pudo terminar de hablar. De aquella esfera de luz salió aquel ángel por el que tanto rezaba Doña Mercedes. Pero no era inmaculado, no vestía con túnica blanca, ni llevaba el cabello suelto y rubio, mucho menos alas. Era negro, alto, delgado, con el rostro descubierto, y los ojos negros más abominables que jamás hubiese visto.
Aquel ser se acercó a la mujer, dando largos pasos. Doña Mercedes estaba ahí asustada, quieta, sin gritar. Con su larga mano, aquella cosa le agarró la cabeza, cubriéndosela casi por completo.
-Conozco sus pecados, sus ideas, sus miedos y sus sueños. Su Dios no es real. No me ha visto, no sabe que existo. Vaya a comer…
La soltó, y dando la media vuelta, volvió a internarse en la esfera de luz, la cual se elevó, y tan rápido como un rayo, atravesó el techo sin hacer daños.
Doña Mercedes se quedó quieta un momento, y sus ojos se pusieron en blanco. Caminó casi de forma automática hacia la cocina, como un zombi. Tomó una cuchara, y destapando las cacerolas aún en la estufa, se puso a comer. Tomaba cucharadas grandes de chicharrón con salsa y se las llevaba a la boca, no importando que estuviesen calientes, y de arroz era igual. La estufa se manchó con salsa, y el arroz caía al suelo de repente, cuando la mujer tenía la boca llena de comida y no podía tragar más.
Después de que la cacerola del chicharrón se vació y la del arroz ya estaba por la mitad, Doña Mercedes se detuvo. Aún con los ojos en blanco, el cuerpo no podía más, y el esfuerzo de comer tanto y aquel trance hicieron que se desmayara. Su cuerpo cayó de espaldas (afortunadamente para ella), y la cuchara rebotó en el suelo, con un sonido metálico estridente.
Fue hasta que la propia doña Isabel la vio por la ventana de la cocina, que alguien pudo entrar para encontrar a Doña Mercedes, horas después, cuando ya todos los vecinos la esperaban para la posada aquella noche.

miércoles, 10 de mayo de 2017

#UnAñoMás: Mamá Valiente (Día de la Madre)



Elena había quedado embarazada, y era su deseo cuidar del bebé. A los 22 años había dado a luz, y le había puesto Javier al pequeño. A pesar de que el bebé llevaba los apellidos de sus padres, Elena jamás había recibido el apoyo de ambos. Era como si hubiesen olvidado a su hija. A pesar de todo, seguía adelante. Un par de amigas habían ayudado a la chica a conseguir dónde quedarse y, mientras se recuperaba, también le ayudaban a cuidar al bebé. No tardó en conseguir un trabajo, y cada tarde regresaba junto a su pequeño Javier a dormir en un sofá viejo, cansada, pero feliz.
Una noche de sábado, cansada del trabajo, Elena se llevó al pequeño bebé consigo a la cama y se quedaron dormidos. Durante la madrugada, un extraño sonido la despertó, aunque Javier seguía cómodamente dormido entre sus brazos. Venía de la ventana: algo rascaba en el cristal. A pesar de que la luz de la calle entraba directamente por la ventana, Elena no pudo ver nada. Tal vez había sido un pequeño gato o un pájaro queriendo entrar, aunque no escuchaba nada más que el rasguño incesante en la ventana.
Al otro día, su amiga Martha le acompañó para cuidar al bebé y platicar. Mientras Javier dormía en los brazos de Martha, Elena preparaba la comida.
-¿Has descansado bien?-, le preguntó Martha a su amiga.
-Sí, un poco. Anoche algo estaba haciendo ruido en la ventana pero no alcancé a ver que era. Me quedé pensando en eso… ¿No crees que haya sido…?
Martha sabía bien de quién se trataba. El innombrable padre de aquel hermoso bebé.
-No lo creo. No sería tan idiota para entrar por la ventana en la noche. Además, ni siquiera sabe dónde vives ahora. Perdería el tiempo yendo a buscarte a casa de tus papás. Tú tranquila amiga…
Elena sonrió, algo más tranquila. Se sentaron a comer, y aunque el pequeño Javier lloró un poco, su mamá lo tranquilizó dándole leche de su pecho, y Martha se la pasó contándole las novedades de sus amigas. Después de un día ameno, de risas y comida, las amigas se despidieron. Martha había prometido volver en la semana, sólo para ver cómo estaban.
El martes, la señora a la que Elena le hacía la limpieza le dio el día, por ser el día de las madres. Martha y las amigas de la chica salieron con ella, a pasear y a tomarse fotos con el adorable bebé, que al menos estaba feliz por salir de casa. Después del paseo y la comida, incluso de un par de mensajes de sus papás, Elena regresó a casa. Tendría que descansar, pues al otro día volvía al trabajo. Bañó al pequeño Javier y le dio más leche. Se quedó dormido casi antes de las diez. Ella hizo tiempo viendo las noticias, donde aparecía una de un maestro que, por seducir a su alumna, había cometido no sé qué crimen… Tenía sueño cuando se fue a acostar junto con Javier, y sus ojos se cerraron casi de inmediato.
Hasta que aquel sonido en la ventana la volvió a despertar. Esta vez era inconfundible: las patas o las garras de algún animal estaba arañando la ventana, y quería entrar. Elena se levantó sin hacer tanto ruido para el bebé, y se asomó quitando la cortina. Ahí afuera no había nada más que la calle solitaria y un leve viento que soplaba. Abrió la ventana y se asomó. Nada: todo estaba en silencio.
El aleteo furioso de un pájaro rompió el silencio y el animal entró por la ventana, haciendo que Elena soltara un grito. Cerró la ventana, pero el ave ya estaba dentro. Escuchaba sus patas caminando por el suelo del cuarto, y los pequeños gemidos de Javier, asustado. El ave soltó un gorjeo. Ni siquiera podía ver en la oscuridad. Escuchaba sus alas, sus plumas rozando las paredes y la cama, y luego el silencio, cuando el aleteo del ave se detuvo justo encima de la cama.
Sus ojos, pensó al instante Elena. Aterrada, se acercó lo más lento que pudo a la cama. Su vista se iba adaptando poco a poco a la oscuridad. El miedo la atenazaba, y pensó que vería a aquel pajarraco sobre su bebé, picándole los ojos. Pero el pájaro se había ido: en su lugar, había una figura, una mujer grande, sentada en la orilla de la cama, con el pequeño Javier entre sus brazos.
La mujer le cantaba con voz dulce al pequeño, y lo calmaba con su arrullo. Sus manos eran largas, con dedos delgados y afilados. Iba vestida completamente de negro, con zapatos altos y una blusa cerrada hasta el cuello. Su rostro era raro. Un cuello muy largo, y un rostro demasiado pequeño. Miraba a la chica con ojos fijos, unos ojos color naranja que parecían brillar en la oscuridad.
-Mira que precioso bebé. Tan lindo, tan suave, y tan delicioso…
La voz de aquella mujer era rasposa, no como su canto. Tenía algo de animal, como la de aquel pájaro…
-¿Quién es usted?
La mujer soltó una risita áspera, como si tuviese algo atorado en aquella larga garganta.
-No te preocupes. Me llevaré a este bebé, y me lo voy a comer. Eso es lo que hacemos las de nuestra calaña…
Elena siempre había escuchado historias: mujeres que se transformaban en ave para entrar a las casas y llevarse a los bebés. Eran leyendas, pura fantasía. Pero aquella mujer, su apariencia, y el ave…
-Por favor, no se lo lleve…
La mujer acarició la mejilla del bebé, quién se movió sólo un poquito.
-No puedes detenerme. Esto es así. Escogí al bebé, y ahora debe alimentarme… Tengo tanta hambre…
La mujer abrió la boca, un enorme saco viejo sin dientes, una lengua marchita y el aliento muerto, y la acercó al bebé. Elena gritó y se lanzó contra la mujer. Alcanzó a golpearla en el rostro, y agarró una de sus manos largas y duras con ambas suyas. La mujer de negro se detuvo, mirando a Elena con furia y desconcierto.
-¡Deja a mi bebé, es lo único que me queda, por favor…!-, gritaba Elena, sollozando, mientras sus manos hacían un esfuerzo sobrehumano porque aquella mano soltara a Javier, quién aún dormía, ajeno a lo que pasaba.
Aquella mujer volvió a mirar a Elena, con aquellos ojos naranjas.
-¿Eres su madre?
Elena asintió, desesperada, con las mejillas llenas de lágrimas.
La mujer se levantó, y se soltó de las manos de la muchacha. Colocó al bebé de nuevo en la cama, tapándolo con su pequeña cobija. Lo miró un rato, y le acarició el suave pelo castaño.
-Fui madre alguna vez, muchacha. Ni siquiera deberías estar aquí, en esta situación. Pero el pequeño es hermoso, y debe ser todo un manjar… Pero no le haré nada. Las madres nunca están tan pendientes de sus hijos cuando nosotros llegamos, pero tú lo has salvado. Cuídalo y protégelo siempre, que no le falte nada. O volveré por él, cuando te descuides de su cariño…
La mujer cruzó a largos pasos el cuarto, dejando a Elena de pie al lado de la cama. Abrió la ventana, y en un instante, el aleteo de un pájaro cruzó el umbral, perdiéndose en la noche. La muchacha corrió a la ventana, la cerró y aún sollozando, se acercó a la cama. El bebé dormía plácidamente dentro de su cobija, y ella no hizo más que abrazarlo, pensando toda la noche en lo que pasaría, en si el futuro para ella y para su hijo sería hermoso.
Y así sería…

martes, 24 de febrero de 2015

Sadomasoquismo: Cuento 4, Capítulo 6 (+18)



4.6
                
Durante mi viaje de regreso a casa, me di cuenta que Vlad y yo éramos cómo arañas. Nuestra especie estaba destinada a hacerse daño o a colaborar para conquistar el mundo donde vivíamos. La hembra era más fuerte, aunque no precisamente sabía eso, y el macho era insignificante, aunque inteligente y astuto. Había dos opciones: una, el macho lograba atraer a la hembra, y fecundarla, escapando para morir en otra parte después de la cópula. O la hembra, en sus ansias de ponerle fin a todo, lo mata en el momento cumbre del sexo.
Para mí, no había salida: si dejaba que Vlad se fuera con la recompensa que buscaba, estaba condenando a la raza humana con mi progenie, engendrando monstruos insaciables de sangre, o incluso de carne también. Si lograba ponerle fin a sus planes, sería la única de mi especie, poniendo sobre mí la atención de más vampiros, con quienes no siempre he congeniado bien. Al final de cuentas, mi existencia, por más que durara, se condenaría, estuviera yo viva o muerta.
Cómo arañas. Insignificantes para todo el mundo, pero sin lugar a dudas, atados a nuestro destino natural.

Cuento con un arma específica. Así como Vlad es ágil y puede leer la mente, yo puedo ser más fuerte, y en su caso, tengo telequinesia. Ni siquiera la uso: no me parece algo justo si puedo cazar con mis propias manos y hacer varias cosas con la velocidad que poseo. Intenté mover una de las sillas de mi departamento, pero no lo he logrado del todo. El maldito mueble se la pasó temblando como si fuera una lavadora sin suficiente apoyo, y me cansé. Jamás me había cansado como tal. Tal vez la mente es la única que no cambia cuando a uno lo transforman en un ser inmortal. El cuerpo permanece, pero el alma y la razón van cambiando, envejeciendo.
Por otro lado menos favorable, Vlad tiene un encanto natural, al igual que yo y todos los vampiros del mundo. Sirve para confundir a la víctima, a través de las feromonas: las atrae, las convence de que somos buenos, que somos perfectos y alcanzables. Y entre nosotros suele funcionar, en especial en los vampyr en caso de que se desee la procreación. Es mi caso: estaba cayendo en las infames redes del encanto vampírico de Vlad, suprimiendo mi propia habilidad para que él no pudiera leer mi mente. No es correcto que lo diga así, pero por todos los cielos, estoy enamorada.
Enamorada de él, del hombre al que se supone debería destruir.

Ya es de noche, y estoy lista. No tengo nada que ofrecer en este mundo. Todos mis tesoros y riquezas están bien escondidos, y soy la única que sabe dónde. Mis diarios no tienen nada escrito acerca de ello, y los más viejos están escondidos con todo lo demás. Este es lo único que preservo. Y si alguien lo encuentra, prefiero que crea que lo que dice es más que la fantasía de una mujer solitaria, buscando una oportunidad de publicar algo bueno. Los vampiros están de moda, y no los culpo.
Te veré en el infierno algún día, Vlad Tepes. Pase lo que pase, terminarás muerto, hijo de puta.

(Aquí termina el diario de Erzsébet Báthory. Lo que sigue es un relato armado de todos los rumores que se fueron dando acerca del asunto, así como varias pruebas que se tienen, como vídeos y testigos presenciales. Sírvase, pues, de eliminar este testimonio después de su lectura, y de disponer de todo el material restante en el archivo confidencial.)

Elizabeth Basare salió de su departamento alrededor de las 10 p.m. Se dirigió al edificio donde había estado tantas veces antes, disfrutando del placer que Vlad le proporcionaba. Llegando a la puerta principal, un guardia de seguridad humano le restringió la entrada, ya que la planta baja estaba siendo utilizada en su totalidad y tenían prohibido el acceso las personas no autorizadas.
Sin embargo, eso no la detuvo. Buscó acceso por otra parte, una puerta trasera que no tenía algún tipo de vigilancia, ya que esa parte del edificio no estaba siendo ocupada. Al entrar, buscó las escaleras de servicio, las cuales estaban despejadas, y se dirigió al tercer piso, entrando después a la oficina que Vlad y sus esbirros ocupaban desde hace ya varios días después de su regreso.
Ahí estaban los vampiros de todos los sexos, disfrutando de un bacanal de fornicación y sangre sin límites. Vlad se había dispuesto a empalar a varios humanos en el centro de la oficina, con sus cuerpos atravesados a la perfección justo desde el ano hasta salir por la boca. Los que no estaban disfrutando de las perversiones sexuales más aberrantes, lamían del suelo la sangre, y la sacaban directamente de los cuerpos muertos.
-¿Dónde está tu amo?-, le dijo Elizabeth a un vampiro cuando entró a la oficina, tomándolo del cuello con una sola mano, levantándolo varios centímetros del suelo. Este se echó a reír, atragantándose con la sangre en su boca.
-No te lo diré, perra asquerosa…
La mujer se enfureció, y apretando fuertemente la mano, destrozó el cuello del vampiro, haciendo que su cuerpo cayera entre estertores, y la cabeza diera varias vueltas hasta un grupo de concubinas que se masturbaban por turnos con un enorme falo de plástico.
-¡TODOS FUERA!-, bramó Elizabeth con voz potente, retumbando en las paredes de la oficina.
Nadie se movió ni dijo nada, mirándola fijamente, entre asustados y fascinados. Desde el fondo de la oficina llegó el sonido inconfundible de pasos de pies desnudos, pegajosos por la sangre regada en el suelo. Vlad salió de detrás de las estacas, completamente desnudo y con una cabeza humana colgando de los dedos de su mano derecha, agarrada firmemente de los cabellos. Los ojos rojos del vampyr brillaban de furia.
-Veo que has venido a acabar con todo esto. Muy bien, te voy a dar gusto antes de tener que matarte. Voy a obligarte, a convencerte de que es la única salida a nuestra situación, Elizabeth.
La mujer se quedó muy quieta, mirándole a los ojos, sin inmutarse. Trataba de mantenerse lejos de su influjo, de su poder mental y de su encanto. No lograría convencerla ni derrotarla.
-No puedes hacerme esto, maldito. Suficiente tengo con vivir para siempre. Acabemos con esto de una vez.
Vlad rió con rostro burlón. Sus labios llenos de sangre dibujaron una macabra sonrisa en su rostro muerto, pero más vivo que nunca.
-Muy bien. Mátenla-, dijo el vampiro, señalando a su víctima con la cabeza cercenada en su mano, como Perseo con la cabeza de Medusa.

domingo, 22 de febrero de 2015

Patrilagnia: Cuento 2, Capítulo 6 (+18)



2.6

Fue cómo en un suspiro o un parpadeo. Travis había visto la silla moverse, sin nadie quién lo hiciera, y en un momento después, un instante casi invisible, ahí estaba, sentado en la misma silla, mirándole.
Era tal como le había dicho Shawn: un albino delgado, de ojos rosas, con una túnica blanca envolviendo parte de su cuerpo, descalzo y con un par de enormes alas que, en ese momento, parecían mecerse por un viento sobrenatural, con hermosas plumas que brillaban con cada movimiento. Tenía cuatro dedos en cada extremidad, y en la mano derecha sostenía un arco, recargado de manera horizontal sobre su rodilla. En la mano izquierda, sus dedos se cerraban alrededor de una flecha de metal plomizo.
-Lamento aparecer en estas circunstancias, Travis Ileman. Pero es necesario. Siéntate por favor.
Con un ademán de su mano derecha, dejando un momento el arco en su pierna, hizo que otra de las sillas del comedor viajara directo hasta donde estaba Travis. Chocó contra su pierna. La tomó, y se sentó, con una pierna a cada lado, y las manos sobre el respaldo, como si montara un caballo de madera.
-¿Quién o qué eres?-, dijo Travis, mirando a su incómodo invitado a los ojos. Este ni siquiera se inmutó: los humanos no le causaban temor.
-Todos saben quién soy. Eres la primera persona que me lo pregunta. Creo que es obvio, cuando me ves por primera vez.
-Pero no deberías hacer esto. Mi hijo casi muere.
La criatura sonrió. Su rostro, a pesar de su palidez y de aquellos voraces ojos, era hermoso, en cualquier pose y demostrando cualquier emoción.
-Hay una cosa que debes aprender. No sólo me dedico a viajar por el mundo, buscando el amor verdadero y dándole a cada quién su flecha de oro y bronce. No todos se la merecen. Para eso existe esta belleza-, dijo, mientras le mostraba a Travis la flecha de plomo, haciéndola girar entre sus dedos.
-Yo amo a mi hijo. Pensé que iba a morir, lo llevé hasta el hospital, y haría cualquier cosa por protegerlo.
El rostro de la criatura ahora era de pura burla.
-No, Travis Ileman. No te confundas: el muchacho podrá ser tu hijo pero no lo amas. Eres su padre, y el amor que sientes por él en ese sentido es algo natural, algo con lo que no puedo lidiar. Este “amor”, como le llamas tú, es algo enfermizo. A ambos los atrae el morbo y la lujuria antes que el amor verdadero. Lo que están haciendo es una aberración a todas las leyes que yo mismo me he dignado en concebir a través de miles de años…
La voz de la criatura era dulce, pero cuando se enojaba parecía la de un hombre resentido, con la voz de haber fumado tantos años, que ahora estuviese pagando las consecuencias de su vicio.
-¿Por eso intentaste matar a mi hijo?
Travis quería llorar, pero la fuerza no lo dejaba. Estaba enfrentando con todo lo que tenía a aquel ser, que ahora se burlaba de su condición. Era como si sintiera lo que pasaba por su cabeza y por su corazón.
-Soy hijo de la Guerra y del Amor. Pienso a veces con rectitud, y otras veces me dejo llevar por la pasión inflamada que vive en mi corazón. Actúo bien, o actúo mal, y eso no me importa. Ese tal Cervantes hizo un poema para mí:

Yo soy el dios poderoso
En el aire y en la tierra
Y en el ancho mar undoso
Y en cuanto el abismo encierra
En su báratro espantoso.
Nunca conocí qué es miedo;
Todo cuanto quiero puedo,
Aunque quiera lo imposible,
Y en todo lo que es posible
Mando, quito, pongo y vedo.

Travis escuchaba atento las palabras de la criatura, como si estuviese hablando con un amigo más. Sin embargo, aquel poema le había dado miedo, una sensación incómoda e indescriptible que le hizo sentir escalofríos en los vellos de la nuca.
-Cuando los seres humanos buscan con desesperación mi ayuda, la obtienen casi de inmediato. Pero yo decido qué hacer con ellos. Si su sentimiento es puro, ni siquiera sienten la flecha. Sea de Oro y Bronce o de Plomo, la flecha delimita lo que ha de pasar con su vida y con el sentido de su alma junto a la de otra persona. Cuando les toca la flecha buena, es hermoso ver a dos personas enamoradas, viviendo uno con el otro, apoyándose en los buenos y en los malos momentos. Eso me da energía.
“Sin embargo, cuando la flecha mala los toca, se ven invadidos por la desidia. Las personas no les hacen caso, los humillan y apartan. Se pelean entre sí, y no merecen volver a estar juntos de nuevo nunca. Y a pesar de todo, eso también me alimenta. Cada emoción, positiva o negativa, me da aliento para seguir con mi viaje alrededor del tiempo. No importa nada: sean hombre y mujer, hombre y hombre, dos mujeres, o personas separadas por la edad o la distancia, mi trabajo culmina, y me siento satisfecho.
“Pero cuando se atreven a romper mis reglas, todo cambia: relaciones entre más de dos personas, narcisismo, relaciones antinaturales con otras criaturas o con los muertos, o aquellos que creen que está bien abusar de niños para su satisfacción y gozo. Y ustedes, que pensaron que sería bueno demostrar lascivia a pesar de que son familia… Los seguí desde la primera vez que se encontraron, aquella noche en el baño. Y pensé que todo acabaría, que se arrepentirían.”
-Y no fue así…
Ahora el que se burlaba era Travis, y la criatura lo notó, molestándose al instante.
-No intentes jugar conmigo, Ileman. Parece que no entiendes la gravedad del asunto que me trae aquí.
-Tal vez no la quiero entender, por eso. ¿Qué importa que tenga una relación con mi hijo? Nadie me dijo que eso fuera malo. ¿Por qué debería obedecerte?
La criatura agitó las alas, como si aquellas palabras le hirieran. Las plumas dejaron de brillar con aquellos hermosos colores, y todas se vetearon de gris y negro.
-¡Ustedes dos han roto las reglas que he establecido para los humanos! No tuvieron el cuidado necesario para esconderlo de mí. Si la gente llegara a enterarse, que es lo que pasará si les dejo en paz, terminarían en la cárcel o muertos. No es una simple coincidencia social, no es algo que ustedes hayan establecido en sus leyes como algo prohibido. Lo hice yo, a través de los años. Y arreglaré lo que sea necesario para…
-¿Para qué? ¿Satisfacer tus caprichos? No sé de dónde vienes, ni de lo que eres capaz. Casi matas a mi hijo, y eso no lo voy a perdonar. Por el amor de Dios, mírame: estoy desesperado, manchado con su sangre, y asustado-, dijo Travis, levantándose de la silla para encarar a su enemigo. –Antes de bajar, le di un beso en la boca, ¿y eso qué? Lo amo como no tienes una idea.
-Basta…
-Hicimos el amor aquella noche, y pasamos los últimos cinco años escondiéndonos de las personas que nos conocen para tener sexo oral. Porque nos gusta…
-He dicho que basta.
-Puse mi semen en su cuerpo, y nos encantó.
-¡YA BASTA!
La criatura se levantó, con las alas totalmente extendidas, y con el arco, le propinó un golpe a Travis en el estómago, que hizo que se doblara y cayera de espaldas, soltando un aullido de dolor.
-Travis Ileman, sabes que no puedo dejar esto sin resolver. No puedes entender las cosas como yo las veo, y sin embargo me retas. Tú y tu hijo merecen ser castigados hasta la eternidad. Ya me estoy encargando de ello.
Pálido y con ojos de terror, Travis miraba a la criatura desde abajo, como una presa abatida y a punto de ser terminada. Aunque no se lo hubiese dicho literalmente, sabía lo que aquella cosa estaba dispuesta a hacer: iba a matar a Shawn.

El muchacho estaba acostado boca arriba, con las manos levemente levantadas. Miraba con dificultad la pantalla de su tableta. Leía la segunda mitad de aquella creepypasta que no había terminado aquel día. La chica estaba atrapada en aquella vieja iglesia, con su novio herido de bala y su mejor amiga apuntándole con una pistola. Shawn escuchó cómo se abría la puerta de la recámara, aunque no quería dejar de leer. El final era impresionante, y ni siquiera escuchó los pasos que se acercaban poco a poco a él.
-Ven, pa, quédate conmigo-, dijo el muchacho, sintiendo una leve brisa en sus manos y su rostro. Por un instante, esperó a sentir el peso de Travis cuando se sentara en el sillón a hacerle compañía, sin embargo, por encima de la pantalla, pudo ver el par de alas extendidas. Dejó caer el aparato en su vientre, y sus costillas estallaron en dolores insoportables, porque estaba temblando.
La criatura le miró, con ojos de odio, apuntándole con la flecha de plomo, directamente al corazón.

domingo, 15 de febrero de 2015

Alorgasmia: Cuento 3, Capítulo 4 (+18)



3.4

Después de dar varias vueltas por las calles del centro, Melinda detuvo el auto en uno de los callejones más alejados del parque central, un hermoso lugar donde las familias paseaban y los niños jugaban sin peligro alguno.
Esperó hasta que fueran las 7, hora en la que Miguel cerraba la tienda para ir a su departamento, justo arriba del establecimiento. Salió de su auto diez minutos después antes de lo previsto, y caminó apresuradamente hasta la tienda. En la puerta estaba Miguel, a punto de cerrar la puerta de cristal con llave y bajar después la cortina de metal. La vio acercarse y le sonrió, pero al mirar a los ojos a Melinda, el hombre comprendió que algo no iba muy bien.
-Melinda, ¿sucede algo?
-Déjame entrar.
Miguel le dio paso, y ella entró apresuradamente a la tienda, la cual tenía aún las luces encendidas, y parecía el interior de un enorme refrigerador. Melinda se recargó contra el mostrador, y suspiró como si estuviera mareada.
-¿Qué pasó? ¿Todo está bien con Marco?
-No, nada está bien en esa casa. Llegué después de hacer las compras, y ahí estaba, esa niña… Ni siquiera tenemos hijos, por el amor de Dios.
El tendero no entendía nada de nada. Ver de repente a una mujer afectada por algo que ni siquiera podía comprender no era bueno. Tal vez a la pobre le estaba fallando la sesera. Estaba loca…
-No tienes qué preocuparte. Puedes pasar la noche aquí si lo deseas-, dijo Miguel, casi sin pensarlo. Ella le miró, con aquellos ojos enloquecidos y la cabeza flotando en otro lugar. De repente, Miguel se le antojó demasiado guapo, grande y fuerte, tanto como…
-Quiero que me cojas, maricón-, le espetó ella, medio enojada, medio ardiendo de placer.
Ni siquiera esperaron: él apagó las luces como pudo, mientras ella le hacía la felación más espectacular de su vida. Sentía como si el alma se le escapara, pero no podía dejar que la gente que pasara por afuera de la tienda viera todo. Ella se levantó, y aunque él había dejado los pantalones a medio pasillo, ambos lograron llegar hasta las escaleras que conducían al dormitorio. Sin embargo, el deseo fue tan fuerte que Melinda fue la que hizo el esfuerzo de introducir el enorme pene de Miguel dentro de su vulva. Éste soltó un gemido de placer tan fuerte que las paredes del pasillo retumbaron.
Ella subía y bajaba de nuevo, como aquella vez con Marco, y de nuevo, Miguel no era quién decía ser: el rostro del guapísimo Thomas Abernathy aparecía en su cuerpo, como si su alma poseyera más allá de sus actos y desenfrenados deseos. Ella gemía tan deliciosamente, que la saliva le escurría de las comisuras de la boca, gritando:
-¡Más fuerte, Thomas! ¡Hazme sentir una puta…!
Miguel ni siquiera se inmutó. Sea como sea, aunque le pusiera el nombre más ridículo, estaba bien que Melinda estuviera ahí, haciendo eso y tratando de tomar todo el control. La tomó de la cintura, y empujó aún más su miembro dentro de ella, hasta que explotó en un orgasmo sin igual. Ella se desplomó hacía delante, haciendo que sus pechos, que se le habían salido de la blusa, chocaran contra el rostro de Miguel. Cerró los ojos, pero aún seguía viendo estrellas.

No supo cómo, pero Melinda salió de la tienda, con el rostro mejorado y la mirada más feliz del mundo. Ni siquiera volteó la mirada para ver el rostro de Miguel observándola. Volvería a casa, a enfrentar su realidad, sea cual fuera.
Manejó tranquilamente, mientras las estrellas empezaban a brillar en el cielo nocturno. La media luna alumbraba los campos de maíz que la escoltaban a cada lado del auto, y después de unos metros, vio su casa. La luz de la puerta estaba encendida, y dentro, se veía la luz de la cocina. Tal vez Marco estaba esperándola, o tal vez no. Si estaba con aquella niña, tendría que hacer algo para convencerse de que aquello era una vil mentira.
Estacionó el auto, y bajó, tan casual como siempre lo había hecho. Abrió la puerta de la casa, y después de encaminó hacia la cocina. Ahí estaba Marco, guisando algo en el sartén. Olía a tocino y salchichas, con tomate asado.
-Hola preciosa. ¿Cómo te fue?
Melinda no se inmutó ante la pregunta de su esposo. Se acercó a él, y le dio el acostumbrado beso de saludo. Cálido, en la boca.
-Bien. Fui con Miguel, pero no encontré lo que buscaba. ¿Y la niña?
Esta vez, el que estaba confundido parecía ser Marco.
-¿Cuál niña?
-Oh, nada, olvídalo. Estaba pensando en otra persona, supongo.
Marco le sonrió, y empezó a servir la cena en la vajilla de porcelana. Ambos se sentaron a comer, uno frente al otro. Comían y bebían, sin decirse nada, al menos por unos momentos.
-Por cierto, quería pedirte una disculpa, por lo que pasó la noche pasada. Sé que no fue tu intención mencionar a Thomas mientras hacíamos el amor. Es normal que tengas fantasías con gente famosa, en serio. Y quisiera recompensarte, acabando de cenar. Bueno, si es que tienes ganas.
Melinda le miró por encima del vaso, mientras bebía de su jugo de mandarinas. Dejó el vaso en la mesa y tomó otro bocado de salchichas con tomate.
-Claro, me gustaría mucho amor. ¿O sea que tienes una sorpresa para mí? Te escuchas muy misterioso.
Su esposo soltó una carcajada, y ella se contagió de aquella felicidad.
-Sí, claro que es eso. Vamos, hay que cenar y ya verás de lo que se trata.

Después de comer, ella lavó los trastes, mientras él ponía todos los ingredientes en su lugar. Los dos terminaron y subieron las escaleras hasta la recámara. Ella se puso frente a la puerta, mientras él le abría la puerta.
-Cierra los ojos, no se vale ver hasta que yo te diga-, le dijo Marco, casi susurrándole al oído. Ella sonrió y apretó bien los párpados. No podía ver más que algunas sombras rojas y una intensa luz naranja después, señal de que la puerta de la recámara estaba abierta.
Melinda dio dos pasos, y percibió al instante el aroma de las rosas. Quería abrir los ojos, sólo para echar un vistazo rápido, pero tampoco quería echarle a perder la sorpresa a Marco.
-Muy bien, a la cuenta de tres… Una, dos…
-Sorpresa…
El tres nunca llegó. En su lugar, Melinda había escuchando la misma voz varonil y dulce que la había hipnotizado aquella noche. Abrió los ojos, y su vista se deleitó con la imagen más extraña que jamás hubiese visto. La recámara entera parecía un enorme cuarto totalmente blanco, con una preciosa cama de sábanas grises aterciopeladas. Alrededor de ella y de casi todo el recinto había cientos, tal vez miles, de rosas de color negro, una especie de flor que en realidad es de un rojo muy oscuro. Varias de ellas ni siquiera se encontraban en jarrones, sino que parecían nacer del mismo suelo, enterradas en la madera como una especie de extrañas enredaderas verdes de espinas rojas muy afiladas. Los tallos, gruesos y firmes, parecían respirar.
Sentado en la cama, mirándola directamente, estaba Thomas Abernathy, totalmente desnudo, y con la enorme polla erecta.
-¿Te gusta la sorpresa?
Melinda estaba asustada. Buscó a Marco, pero no estaba ahí. Había desaparecido, y la puerta de la recámara también estaba sin salida. La única ventana no tenía seguros ni nada, y sólo mostraba la noche, con viento que movía las plantas y las ramas.
-Déjame en paz.
-Vamos, querida Melinda. Tú querías que estuviera contigo, y creo que merezco hacer el amor contigo una vez más. ¿Recuerdas la vez pasada? Estuviste increíble, gemías como una maldita cabra en celo, admítelo.
La sonrisa cautivadora de Thomas se transformó en un instante en una mueca desquiciada, como si hubiese sido una especie de guiño que desapareció al instante. El hombre se levantó y caminó hasta ella. Se acercó a uno de los jarrones de rosas, y tomó una de ellas, la más frondosa, y con las espinas más afiladas. La sangre le brotaba de los dedos, y le salpicaba el vello del pecho y el vello púbico. Melinda no pudo resistirse, y cuando sintió la mano de Thomas tocándole las nalgas y acercándola hacía él, se sintió feliz, como nunca antes.
-Tú sabes bien el nombre de esta rosa, lo sabes bien-, le dijo Thomas, mientras jugueteaba con sus labios sobre los de la mujer, quién soltó un pequeño gemido de placer.
-M…Melinda, ¿no?
Thomas la besó, tan fuerte que hacía daño, y tan dulce que la hacía enloquecer.
-No.

Mientras hacían el amor, y mientras Thomas la embestía como un toro sin control ni cuidado, mientras ella sentía sus entrañas partirse en dos, Melinda recordó el nombre de la rosa, un nombre que venía más allá de las estrellas.

Magus.

miércoles, 11 de febrero de 2015

Alorgasmia: Cuento 3, Capítulo 3 (+18)



3.3
       
Dos días después del desagradable incidente con el sueño de Thomas Abernathy, su pelea con Marco y aquel incendio en la casa de los Álvarez, Melinda decidió despejar un poco su cabeza saliendo de compras. De todas maneras, en casa ya escaseaban algunas cosas de comida, y no quería quedarse más tiempo encerrada en lo que su marido regresaba de trabajar. Tomó el auto y se encaminó hasta el centro del pueblo más cercano, un lugar pintoresco y con poca gente. No los conocía a todos, pero se llevaba bien con los dependientes de las tiendas, quienes siempre la atendían con cortesía y con una enorme sonrisa.
Entró a la tienda de abarrotes, y solamente cargó con unas cuantas botellas de aceite para cocina, latas de atún y cereal azucarado. Llevó la pequeña canastilla de metal hasta la caja registradora, donde Miguel, el dependiente, la atendió como siempre.
-Hola, Melinda, espero estés bien.
-Gracias, Miguel. He estado algo cansada, pero es normal. Tal vez sea un poco de insomnio, pero ya se me pasará-, dijo Melinda, con una sonrisa final muy encantadora. No notó la erección de Miguel detrás del mostrador.
-¿Sólo llevas esto?
-Sí, es algo de lo que hace falta.
Miguel marcó en la computadora los artículos que Melinda llevaba consigo, y ella pagó con un billete. Después de que le diera su cambio, ambos se despidieron con gratitudes y enormes sonrisas, mientras ella salía de la tienda.
Al cruzar la puerta, sin embargo, no se dio cuenta que alguien venía caminando por la banqueta, con algo de prisa y sin fijarse. Chocó con ella, y le hizo tirar la bolsa de las compras al suelo.
-¡Vaya, Dios, que torpe soy! Disculpe, no lo vi pasar y…
Melinda ni siquiera se encargó de agacharse para levantar sus cosas. Junto a ella estaba un hombre muy alto. Llevaba una gabardina negra y debajo un pantalón del mismo color y tela, además de una camisa blanca y corbata de color azul rey. Tenía un cuerpo enorme, como de jugador de americano, y su rostro era ancho, de facciones masculinas y ojos cafés muy penetrantes. Su cabello era corto, pero le colgaba en flequillos muy alborotados.
-¿Usted es la señora Melinda?-, dijo aquel hombre, con una voz seria y muy grave.
-¿Qué desea?
Ella no podía despegar su mirada de aquel enorme sujeto, que la miraba como un león mira a su presa antes de abalanzarse sobre ella. Podía oler su colonia, y hasta sentir el calor de su enorme pecho, que subía y bajaba cada vez que respirara, como si el oxígeno a su alrededor no le fuera suficiente.
-Aquella noche, su sueño…
Melinda se sintió acosada de repente, como si hubiera salido a la calle completamente desnuda.
-¿Pero quién le dijo eso? Santo cielo, usted me…
El enorme hombretón le tocó el hombro, como para tranquilizarla, aunque ella sintió un enorme peso sobre su cuerpo.
-Sólo quiero decirle que regrese a casa, coja sus cosas, y se vayan de aquí cuanto antes. El trato ya fue hecho, y Abernathy no tardará en regresar por usted…
Dicho esto, el hombre misterioso se alejó, entrando por un callejón detrás del bar.
Melinda se apresuró a recoger las compras del suelo, pero no dejaba de temblar, e hizo que una de las latas de atún rodara hasta la mitad del asfalto. Estaba entrando en pánico, y a media calle sería un error terrible. Se apresuró a levantar la lata, fijándose que no pasaran un auto, y salió corriendo de ahí, directamente hacía el auto.

Usualmente, usando bien el auto y sin encontrar tráfico en la carretera, Melinda tardaba diez minutos en regresar a casa desde el centro. Esta vez, tardó media hora. Había errado el camino al menos dos veces, entrando a solares abandonados e incluso a una granja. No podía dejar de pensar en lo que estaba pasando: su sueño con Thomas, aquel tiempo perdido en quién sabe dónde, el incendio, el hombre misterioso afuera de la tienda… Todo era para volverse loca. Intentó controlarse, dejar de temblar un poco y respirar. Manejó de regreso a casa como si nada pasara, y cuando vio el techo de la vivienda se sintió más tranquila. Tendría que contarle a Marco lo que aquel hombre le había dicho, y estaba segura que le creería.
Regrese a casa, cojan sus cosas y salgan de ahí cuanto antes…
Bajó del auto, y tomó la bolsa de plástico con la comida. Respiró hondo, y un aire con olor a tierra y plantas le llegó desde lejos. Se sentía bien, sin nada que preocuparse. Saldrían de ahí, al menos durante un tiempo, y todo volvería a la normalidad…
Al entrar a casa, sin embargo, Melinda se llevó una sorpresa demasiado intensa. Frente a ella ya estaba Marco, hincado en una de sus rodillas, hablando con una pequeña niña, de cabello negro y preciosos ojos azules, como los de él. Cuando ambos vieron a Melinda entrar a casa, la niña se emocionó demasiado, abriendo sus preciosos ojos y corriendo para abrazarla.
-¡Mami, llegaste! ¿Qué me compraste? ¿Miguel te dio dulces para mí?
El trato ya fue hecho…
Melinda se quedó petrificada, con la mirada perdida y asustada. Ellos no tenían hijos, y a pesar de todo, la niña le había llamado mami. Soltó la bolsa de la despensa, y de nuevo, todo se desperdigó sobre el suelo. La misma lata de atún salió rodando, esta vez, hasta los pies de Marco.
-Mi amor, ¿te sientes bien?-, dijo él, tratando de animar a su esposa, quién estaba pálida y demasiado asustada para hacer algo.
Sin embargo, reaccionó: tomó a la niña de los hombros y la arrojó al suelo, tirándola de espaldas. La pequeña soltó un aullido de dolor, y empezó a llorar.
-¡¿Qué putas madres te sucede…?!-, exclamó Marco, corriendo para auxiliar a su pequeña hija.
-¡Déjenme, déjenme en paz…!-, gritó Melinda, con poco aire y con la fuerza que aún le quedaba en su cuerpo. Dio la vuelta y salió corriendo, subiendo al auto sin pensar en nada más que escapar de ahí.
Abernathy no tardará en regresar por usted…
Por usted…
 
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