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sábado, 16 de septiembre de 2017

#UnAñoMás: Sueño de Libertad [PARTE II] (Día de la Independencia de México)



Cada vez más cerca. Los fuegos artificiales subían y se disolvían en el cielo nocturno, y todo brillaba. Un tono verde enfermizo, el amarillo brillante como el sol, y un rojo profundo como la sangre.
Josafat caminó despacio, saliendo del bosque, cruzando el camino que llevaba directamente a la pequeña finca. Todo estaba en su lugar, cada adorno y las mesas. Pero estaban vacías. Las sillas estaban acomodadas perfectamente en su sitio, y la comida descansaba sobre los manteles de colores festivos que aún cubrían las mesas.
No se había dado cuenta del detalle más escalofriante, hasta que uno de los fuegos artificiales iluminó el cielo y todo a su alrededor. Josafat no estaba solo: alrededor, contra la pared de la finca, estaban todos los invitados, de pie, dándole la espalda al centro, como expiando sus pecados con los rostros y las manos pegados a la piedra de la pared. El muchacho estaba anonadado: todos estaban ahí, pero nadie lo miraba. Las luces seguían iluminando aquel lugar, y las siluetas de las personas en la pared se reflejaban de manera inquietante.
-Siéntate-, dijo una voz como susurro, quieta, apacible, como si viniera de dentro suyo y a la vez del cielo colmado de estrellas de colores. Josafat no tuvo que escuchar dos veces: se sentó en una de las sillas de madera, una que tenía una serpiente grabada en el respaldo.
Frente a él apareció su amigo Jhonatan, caminando despacio, viniendo de las sombras de la finca que lucía apagada y muerta. Con su mano derecha sostenía una copa hermosa llena de líquido rojo tan espeso como sangre, y en el dedo índice de la mano izquierda se posaba un pequeño colibrí, con plumas azules que brillaban aún en la oscuridad como con luz propia. El ave no se movía. A veces movía las alas, pero cada cierto tiempo bajaba para chupar un poco de aquel néctar rojo.
Jhonatan se sentó en una silla frente a su amigo, con el respaldo de un inmenso jaguar negro, abriendo las fauces y mostrando los dientes ensangrentados.
-Mira el colibrí que brilla en la oscuridad, y que ni la Luna ha podido apagar, y hasta las estrellas se arrodillan con su calma sin igual. Bebe del néctar y nunca se cansa. No necesita volar…
La voz de su amigo estaba afectada, como si le doliese hablar. Josafat escuchaba, y la sed empezó a resecar su garganta. El frío congelaba sus piernas y sus manos, pero no le importaba. Quería beber de aquello que el colibrí estaba tomando.
-¿Vas a darme de beber?-, dijo Josafat, tosiendo un poco al final por la sensación de sequedad en su garganta.
Jhonatan sonrió y luego se quedó muy serio.
-El alimento del colibrí de la mano izquierda no es para mortales. Lo que cambia se hace más fuerte. Lo que se estanca, se convierte en piedra por siempre. El eclipse, mira al eclipse, y dime si los sentimientos humanos no se han vuelto ya pelotitas de pluma…
Los fuegos artificiales iluminaron de rojo el patio, y de las sombras volvió a salir la chica, envuelta en un vestido negro, cubriéndole todo el cuerpo, excepto las manos y la cabeza. De su cuello colgaba una serpiente, y de la cintura se ceñía un cinturón de manos humanas, cortadas, que aún temblaban y doblaban los dedos. El muchacho se puso tenso, y la silla le parecía aún más dura que antes.
-Recuerda mi nombre, Josafat. La serpiente te lo ordena, y las manos claman sostener tu corazón. Bienaventurada soy, y llego cuando menos me lo piden. Ven a mí y roba los huesos, y hazte de ellos una nueva piel con cada sol que se eleva en el horizonte.
Fue cuando Josafat empezó a sacudir la cabeza. Era obvio que estaba soñando, y que aquello eran alucinaciones. La comida, el tequila, algo debió de haber pasado. Seguía acostado en el bosque, tal vez inconsciente, no lo sabía.
-¿Qué quieren de mí? ¿No ven que tengo mucha sed? Denme néctar, o regrésenme de vuelta a la realidad…
Jhonatan negó. Josafat sentía que algo le corría entre las piernas. Era un perro, negro, sin pelo, y con las orejas puntiagudas siempre arriba, ladrando y corriendo sin detenerse.
-Hasta aquí llega el camino, al pueblo de los olvidados, donde el Páramo aún llora sangre y de sus fuentes brota el polvo y la soledad. El beso de la madre te ha traído aquí. No puedes irte, porque en realidad no has visto como llegaste…
La muchacha sonrió, con su cabello negro y aquella piel suave y tersa, perfecta. Josafat le estiró la mano, pero ella no le hacía caso. No podía salvarlo. Con su delicada mano, la chica tomó la copa de néctar de la mano de Jhonatan, y el colibrí voló hacia el cielo, fundiéndose en una de las estrellas multicolores, llenando el aire y la pared de un color azul intenso, profundo.
-Bebe, mi dulce amor, y cuando despiertes, yo seré alguien más y tú no te reconocerás. Dulce sabor, que recorra tu garganta seca y tu corazón marchito, y seamos por hoy solamente alguien diferente. Cierra los ojos, mi ollin miquiztli…
Josafat obedeció a su dulce amada, a aquella mujer a quién ahora podía ver en su mente, y cuyo nombre resonaba como una dulce campana en su corazón. La muchacha levantó la copa y vació el néctar en la boca de Josafat, quien bebía como si su vida dependiese de ello. Y el néctar le ardía, quemaba su piel y su interior, derretía sus intestinos, y flameaba su corazón. Cuando la carne se desprendió de su pecho, y los huesos se abrieron, el corazón en fuego salió. Y de ahí mismo, el colibrí chupaba, como si de una fruta se tratara.

La noche dio paso al día, y ahí estaba él, tal como lo prometió la muchacha, renacido…

lunes, 28 de agosto de 2017

#UnAñoMás: El Abuelito Payaso (Día de los Abuelos)



Beto se iba a quedar en casa del abuelo mientras papá y mamá iban a una fiesta con sus amigos del trabajo. El abuelo José era un hombre amable y muy cariñoso. Aunque hace años que la abuela Pina había fallecido, José no estaba tan triste. Era jovial, jugaba mucho con Beto, que era su único nieto y el consentido, y le cuidaba cuando su hijo lo requería. Muchas veces solo lo tenía unas horas, o incluso iban los cuatro de paseo, pero esta vez era diferente. Beto se iba a quedar toda la noche en la casa del abuelo.
Los papás dejaron todo lo necesario: ropa extra por si se ensuciaba, un pijama calientito para la noche, además de sus juguetes, algo de comida y hasta palomitas y algunas películas para ver si el niño se aburría. Papá y mamá se despidieron de su retoño, y ella le dio un beso en su mejilla.
-Pórtate bien con el abuelo, por favor, y te vas a dormir temprano. Mañana vendremos por ti. Te amamos, corazón…
Los dos se fueron, y el niño se despidió de ellos desde lejos, sacudiendo su manita, mientras el abuelo José estaba a su lado.
-Bueno, muchachito, ¿a qué vamos a jugar?
-Mmmm… ¡A la pelota!
El abuelito sonrió, y sacaron un pequeño balón al jardín para jugar a los penales. El abuelo José tenía una regla: nunca jugar dentro de casa, al menos que estuviese lloviendo o ya fuese muy tarde, y nunca algo muy brusco. El hombre tenía una colección bastante inusual, que a Beto le causaba risa y, a veces, algo de incomodidad. Su abuelo coleccionaba payasos, figuras, peluches, juguetes, cuadros e imágenes de cientos de payasos, que acomodaba en vitrinas y en muebles a la vista de todos. Algunos eran graciosos, personajes sacados de caricaturas y de películas de comedia. Otros eran verdaderos artículos de colección, de payasos o mimos reales como Bozo o Marcel Marceau. Por eso, Beto llamaba a su abuelo el “Abuelito Payaso”.
Pero no todas las imágenes eran graciosas: algunos de los juguetes más viejos, aunque en esos tiempos hubiesen sido bellos y agradables, ahora mostraban algo a veces incómodo y aterrador. Sonrisas despintadas o demasiado grandes, ojos saltones, caras despostilladas por los años… Uno de ellos era un muñeco, casi tan grande como Beto, que colgaba de una repisa en la pared, con las piernas de fuera y los brazos cayéndole a los costados. Tenía una sonrisa enorme, bastante colorida aún a pesar de los años, con una ropa de color amarillo y azul moteada de lunares rojos, una corbata ridícula y zapatos exageradamente largos. Su cabello era una mata enredada de cabello de estambre rojo, sus ojos eran dos botones negros cosidos a la tela de la cabeza, y la sonrisa era roja, de oreja a oreja, con los dientes alineados de forma casi perfecta.
Ese juguete en especial aterraba a Beto, pero nunca decía nada. Solamente lo veía, callado, fijamente a los ojos de botón. En la barriga de aquel juguete se leía claramente “APRIÉTAME”, como una divertida orden. Tal vez el payaso hablaba o chillaba. Y aunque eso fuese divertido, a Beto no se lo parecía. Sabía leer ya, sabía que había que apretar al payaso en la barriga. Pero no lo haría. No quería que ese payaso le dijera algo que él no quería escuchar.
Beto y el abuelo José se la pasaron jugando toda la tarde en el patio con la pelota, también con el frisby y a los caballeros, con espadas hechas de las ramas de un viejo árbol que crecía en la calle y escudos de tapas de los botes de la basura. El pequeño terminó riendo, acostado en el pasto, con su escudo en la barriga y la espada rota a la mitad, mientras el abuelo José se partía de risa.
-¡Levántese, sir Beto, guardián del castillo de los dragones! Vamos a pelear…-, decía el abuelito, todo serio aunque trataba de no reírse.
El niño tardó en levantarse y siguieron peleando, esta vez, con una nueva espada de madera.
-¡Conquistaré el reino!-, gritaba el niño con furia fingida, feliz.
Ambos eran felices.
Por la noche, ambos se bañaron juntos en la tina, y se pusieron a cenar. El abuelo José le propuso ver a Beto una de las películas que mamá le había puesto en su pequeña mochila, pero él quería ver lo que el abuelo José había encontrado en la televisión: una película de terror antigua, en blanco y negro, acerca de extraterrestres que llegaban en sus platillos voladores para llevarse a las chicas lindas.
La película se extendió un poco, y a medianoche, cuando empezaba otra (de vampiros), Beto ya estaba dormido en el sofá, recargado en el regazo del abuelo José. El hombre sonrió, y haciendo un esfuerzo extra, cargó a su nieto, con cuidado para que no se despertara. Lo puso en la cama de los invitados, lo cubrió con su manta y lo dejó dormir en paz.
Durante la madrugada el viento arreció contra la ventana de la habitación de Beto, y el niño se despertó, pensando que alguien golpeaba a la ventana, cuando en realidad había sido un pedazo de basura que el viento arrojó hasta ahí.
La casa estaba en silencio, oscura. Abuelito José dormía en su recámara, en una cama grande, con el retrato de él y abuelita Pina en su boda colgando justo detrás de la cabecera. El niño dejó que su abuelo siguiera durmiendo, y caminó hasta la estancia, repleta de payasos por todas partes. Los más grandes lo miraban, mientras descansaban en las repisas o tras las vitrinas. Los pequeños eran apenas siluetas de colores borrosos entre las tinieblas. Sir Beto, guardián del castillo de los dragones, se enfrentaría a su miedo irracional.
Se acercó despacio a la repisa, donde descansaba aquel payaso enorme, hecho de tela, con los ojos negros de botón mirando a la nada, y aquella sonrisa roja tan amplia como una enorme tajada de sandía. El pequeño ya estaba frente al juguete, mirándolo fijamente a los botones, mientras el payaso sonreía, y en su panza se dibujaban las letras: “APRIÉTAME”. El reto, un reto que aquel pequeño caballero iba a cumplir.
Antes de tomar al payaso entre sus manos, el estruendo de un gato golpeándose con la puerta de la casa lo hizo saltar. Se tropezó contra la pared y el payaso se tambaleó de la vitrina. Beto cayó de rodillas, antes de pegarse con la pared, y el payaso le cayó en el regazo, de espaldas. El niño podía ver el cabello de estambre maltratado y sucio, mientras el viento soplaba más y más fuerte.
Por fin, Beto tenía al payaso en su regazo, y apretó la barriga. Sonó una melodía circense, vieja, y una risita traviesa. El niño se soltó a reír, hasta que el payaso volteó la cabeza por completo. Sus ojos de botón se veían como siempre, negros y vacíos, pero su sonrisa ahora era de furia. La vocecilla que se reía en la barriga de repente gritaba, era una voz horrible, como un chillido animal y el grito de un hombre asustado y enojado:
-¡NO ME TOQUES, NO ME TOQUES, TE MANDARÉ AL INFIERNO Y ME COMERÉ TUS OJOS, TE COSERÉ BOTONES EN LOS OJOS SI ME TOCAS!
Beto arrojó al muñeco al suelo, quién cayó con un sonido pesado y seco, rebotando en la pared y luego contra el suelo. La cabeza dio vuelta de regreso lentamente, mientras el niño se levantaba para correr. Pero cuando daba la vuelta, unas manos lo tomaban y lo levantaban. Era el abuelo José, pálido y con rostro de susto, y unos ojos tan negros como los botones del payaso.
-¡No lo toques, esa cosa se llevó a Pina, no lo toques o te matará, te llevará al infierno y te coserá botones en los ojos…!
Beto gritaba, y su voz se ahogaba con el silbido del viento, mientras su abuelo lo sacudía y el payaso gritaba y reía como un poseso.
Cuando Beto despertó, sudando y asustado, ya era de día. Gritó, aunque ya se había dado cuenta que estaba a salvo, y que todo había sido una horrible pesadilla. El abuelo José llegó corriendo a ver al niño. Ya no parecía asustado y sus ojos volvían a ser de ese color café muy bonito.
-¿Qué pasó mi niño?
Beto se calmó y le contó lo que había soñado. El abuelo José se puso serio, pero escuchaba con atención. Incluso se asustó cuando el niño le contó lo que el hombre de su pesadilla le había contado de la abuela Pina, y lo que el payaso le había hecho.
-No te preocupes, cachorro, ya pasó. Fue un sueño muy feo, y eso fue porque vimos la película de extraterrestres toda la noche. Vamos a desayunar y vas a ver que se te pasa el susto. Además quiero mostrarte algo…
José tomó a su nieto de la mano y lo llevó ante el payaso, el cual seguía en la repisa, en la misma posición de siempre. El abuelo lo bajó y se lo mostró de cerca. Luego, con los dedos, apretó la barriga. La voz de la abuela Pina salió de dentro, una voz tranquila y dulce:
-“Te amo”
El abuelo José le explicó a Beto que el muñeco grababa la voz de la gente, y se quedaba el mensaje por siempre en él. El niño sonrió, y ahora él apretó la barriga del muñeco. La voz de su abuela sonaba aún más dulce, y de repente el payaso no daba tanto miedo… Si el abuelito José era feliz con eso, él también.
Ambos serían felices, siempre.

jueves, 20 de octubre de 2016

El reencuentro (Jaime Martínez)




Caminar cada tarde hacia el parque Álamos, se ha vuelto un hábito para Genaro.  La avenida Tlalpan es una buena opción para aminorar los problemas cotidianos, sobre todo, los económicos. Aunque renuente a los cambios, deja que la gente nueva del barrio lo distraiga de sus preocupaciones. Desde hace mucho tiempo, no sentía una sensación de tranquilidad. Tal vez sentado en uno de estos nuevos cafés, me venga la inspiración para pintar nuevamente, tal vez, y hasta logre vender, pensaba mientras caminaba. El entusiasmo por la posibilidad de volver a pintar se fue desvaneciendo conforme avanzaba por la acera hasta quedarse en una vaga inspiración, del que apenas recordaba al llegar al parque.

Como en los últimos dos años se sentó en la segunda banca, del lado derecho, de la entrada oriental del parque, en donde la sombra levemente diluida, apenas cobija. Siempre solitario, débil y encorvado, a pesar de tener cuarenta años.  Recordó algunos lugares que visitó de joven, amistades que no veía desde hace años y no pensaba volver a ver. El recuerdo de la familia lo evitaba al recordar las deudas. Hizo un inventario mental de todos los cuadros que tenía y no había logrado vender desde hace más de diez años. El conteo empezó por del estudio, guardados, pasando por los empeñados, hasta terminar por los obsequiados. De repente la banca ya no era tan cómoda.  Se paró a caminar por el parque. Al caminar un par de pasos  algo le llamó la atención. Era una imagen en una hoja fotocopiada y pegada a un poste. Fijó su vista en el anuncio. Sintió que los pensamientos de toda la tarde bajaban como uno solo al estómago, mientras leía el anuncio, para después sentirlos subir al cerebro.

Se vende autorretrato en óleo, técnica mixta, con marco original, autor: Mauricio Moliner, siguió leyendo: Sólo se darán informes personalmente y por las mañanas. Concentró la mirada en la imagen fotocopiada de la pintura, antes de releer nuevamente el anuncio, memorizó la dirección. El resto de la tarde Mauricio vio la imagen del cuadro entre pensamientos. Toda la noche sintió como los ojos del joven muchacho retratado en la pintura, miraban a los suyos, retándolo a recordar. Sería posible que fuera la del anuncio su primera pintura. Su primer autorretrato. Pero no recordaba, la había olvidado desde hace muchos años. Y por qué la había olvidado nunca más le interesó recordar qué había pasado con ella, hasta esta tarde. Al día siguiente despertó con el recuerdo del cuadro incrustado en el pensamiento, en el aliento, cómo algo que se trae guardado, escondido en la mente desde hace mucho, y de repente se puede llegar a él. Como un sueño que se sabe que algún día va a salir de ahí, del resguardo onírico, para volverse realidad y ya nunca más ser un recuerdo.

Al tomarse el resto del café frío, de hace un día, se dirigió inmediatamente al domicilio señalado como una máquina que se mantiene viva gracias a las reservas de energía. Como un autómata que vive sin saberlo, pensando en algo que está fuera del mundo real tocó el portón de madera estilo colonial. Abrió la puerta una mujer anciana  de cien años de edad. Encorvada y con arrugas donde antes lucía una papada lo miró. Despreocupada por el efecto natural de la vejez dirigió su mirada penetrantemente. Él,  vio sus arrugas, sus canas, sus manos reumáticas. Ahí estaban los dos, mirándose mutuamente. Dos personas, obsequios perdidos de añoranzas extraviadas de alguien, o de algo. No intercambiaron palabras. Mauricio, con el anuncio de la ubicación de la pintura y, con una velocidad sorprendente se lo mostró a la vista de la anciana. Se adentró a las fuertes paredes de tezontle pidiendo permiso con la mirada. La anciana le señaló el camino sin decir nada. Cuando pasaron un recibidor de cedro perfectamente barnizado pasaron un pasillo de tapiz amarillento que direccionaba hacia la pintura. Era lo único que adornaba. Observó detenidamente la obra. La iluminaba una ligera luz venida de los tragaluces puestos correctamente, simétricamente. Mantuvo la vista fija en el cuadro unos minutos, de repente tuvo la sensación de estar descansando de toda una vida de insomnio. No pudo reflexionar sobre el tiempo que llevaba viéndola. Tampoco de cuantas veces había releído su firma, “Mauricio Moliner” diez veces, “Mauricio Moliner” cincuenta veces. No cabe duda, es mi firma, soy yo, es mi autorretrato. El pensamiento fue interrumpido con la invitación para abandonar la vieja casa. La anciana, lastrada por una larga vida. Sacando fuerza de su común perplejidad, lo invitaba a salir motivada por el extraño espectáculo. Mauricio salió de la introspección, Regresó a su casa intrigado y confundido, como si hubiera permanecido una vida entera ahí, tratando de reflexionar sobre la extraña introspección.

Se dirigió hacia el trasporte público, se bajó en Tlalpan en la altura de la zona de hospitales. Concentró sus pasos al hospital psiquiátrico de san Fernando. En la entrada, el agente de seguridad lo recibió con la misma mirada con la que lo vio partir hacia el pabellón principal.  Recorrió el pasillo principal y se metió a su casa. Escuchó arrastrar con sus pies los ladridos de los perros que resguardaban las puertas de sus vecinos. Una enfermera con el uniforme más blanco de todo el psiquiátrico la cogió del brazo. Lo dirigió hacia el sofá manchado de líquidos amarillentos. Le descubrió sus antebrazos para inyectarle un líquido pulposo de color casi transparente. No quiso pensar en nada, era mejor así, siempre había sido mejor no pensar.  

 El día antes de ver su muerte, vio su imagen en una pintura reflejada en las paredes de tezontle. Sintió el líquido pulposo en diferentes tonos y periodos. Tranquilo, muy tranquilo, se durmió.

jueves, 28 de mayo de 2015

VIII: El fotógrafo.

Cada tarde, Irvin salía a los lugares más conocidos de Izcalli a fotografiar lo que se encontrara: animales, pájaros, árboles y hasta los atardeceres. Varias de sus mejores tomas las subía a su blog, para que sus seguidores las admiraran y también para compartirlas con profesionales.
Aquella tarde Irvin fue a uno de los muchos parques cercanos a su casa, esperando encontrar algunos niños jugando en la resbaladilla o en los columpios. Había fotografiado en el camino un par de aves, una paloma sobre un cable y hasta una oruga en medio de la banqueta. Cuando llegó al parque, no había niños, pero sí un pequeño grupo de alumnos de la secundaria jugando una cascarita de futbol. Tomó unas cuantas fotos, una mientras jugaban y otra cuando uno de los muchachos anotó gol. Después, tomó otras dos a una hermosa flor que había nacido en un árbol.
Mientras enfocaba para una foto del parque en general, divisó algo al fondo. Era una persona que él solía conocer, pero sin embargo había decidido olvidar. Era una muchacha, de estatura media y de figura robusta, aunque su rostro era un encanto, de piel color crema y ojos grandes, con los labios pintados de rojo, que contrastaban con su cabello negro largo y ondulado. Trataba de recordar su nombre, pero estaba más concentrado en enfocar, esta vez, a la muchacha, quién estaba sentada solitaria en una banca más allá de los árboles.
De repente, al fondo de la imagen, apareció un hombre, más viejo que la muchacha pero vestido muy elegante, con traje y corbata. En ese momento, Irvin tomó una foto, quedando plasmado el rostro de aquel hombre sonriente. Después, el hombre tomó a la chica de la mano, levantándola delicadamente de la banca, y se la llevó del brazo, cruzando con cuidado la avenida y dando la vuelta hasta una de las calles menos transitadas de la colonia.
Sin pensarlo dos veces, Irvin aferró bien su bolsa y dejando que la cámara colgara en su cuello, corrió hasta donde la pareja había desaparecido. Al llegar a la esquina, se detuvo para observar a través del obturador de su cámara. La chica iba del lado derecho, y el hombre le platicaba algo que a ella le causaba risa. Caminó discretamente detrás de ellos, separado muchos metros de la pareja, sin mirarlos demasiado. Casi al final de la calle, cruzaron de nuevo detrás de un auto rojo que iba en sentido contrario, y se pararon ante la puerta de un edificio, que Irvin sabía que antes había sido un bar, aunque no había tenido mucho éxito.
Justo antes de entrar, Irvin volvió a tomarles una foto, y esperó a que desaparecieran en el umbral de la puerta para cruzar. Aún le quedaban algunos metros para llegar hasta la puerta del lugar, cuando le llegó una extraña sensación, entre pertenencia y miedo. Algo en ese lugar le indicaba que estaba cometiendo un error, pero que era necesario entrar para saber cómo se llamaba la chica y que era lo que tenía que hacer a continuación. Cuando llegó ante la puerta, se dio cuenta que estaba entreabierta, y dentro se escuchaba música, lejana, como si proviniera de otra parte.
Sin pensarlo dos veces, Irvin entró en aquel lugar…

El bar estaba atestado de gente, y algunos otros jugaban en las cuatro mesas de billar dispuestas alrededor del recinto. Al fondo, en la barra, había una figura que contrastaba con las demás, un muchacho alto que vestía un smoking de color amarillo. Estaba sentado con un tarro de cerveza de color azul entre sus manos, y cuando Irvin entró, volteó para verlo a los ojos y dirigirle una sonrisa un tanto extraña. Con un ademán de la mano izquierda le indicó que se acercara. Irvin, con la cámara aún en el cuello, se acercó, esquivando a unas cuantas personas antes de sentarse al lado del hombre de amarillo.
-Llegas algo tarde, y con ese atuendo, no, no, no…-, dijo el hombre de amarillo, con tono burlón en su voz.
Irvin se miró a sí mismo y luego al hombre.
-Diría lo mismo en tu lugar.
-Es lo único que he traído de casa, Irvin. Creo que sabes a lo que has venido aquí.
-Quiero saber el nombre de la chica, la que entró antes que yo con el viejo-, dijo el muchacho.
El hombre de amarillo levantó su tarro y bebió un largo sorbo de su cerveza azul.
-Estás aquí por eso y más. Necesito que me hagas un pequeño trabajo. Acompáñame por favor.
El hombre de amarillo dejó su tarro en medio de la barra y se levantó, caminando hacía una puerta al fondo del bar. Irvin también se levantó y le siguió, mirándole atentamente y aferrando bien su cámara con ambas manos. Detrás de la puerta estaba la bodega del bar. Al fondo, en una pared mugrosa, había un traje, de un color que a Irvin le recordó algo que había pasado hace mucho tiempo.
-Necesito que te cambies, no puedes salir así.
Irvin empezó a quitarse la ropa, sin que el hombre de amarillo se inmutara de ello. Dejó su ropa en una caja de cartón que estaba en la esquina de la bodega, con todo y la bolsa y la cámara. Cuando estuvo listo, Irvin se miró y quedó fascinado con su nueva imagen, más elegante, sin importarle la barba y los lentes.
-Lleva tu cámara, porque necesito la evidencia de que lo has hecho bien. Esto es lo que tienes que hacer.
El hombre de amarillo se acercó a Irvin y le susurró algo al oído, como si supiera que alguien le estaba viendo. El muchacho escuchaba todo atentamente, y asintió cuando el misterioso hombre acabó.
-Ahora, ve y hazme ese favor. Ella te dirá cuanto quieras cuando lo hayas cumplido. Sabes dónde encontrarla, y no quiero que la decepciones, y a mí tampoco.
-¿Qué más voy a ganar? No quiero sólo respuestas.
El hombre de amarillo abrió la puerta y acompañó a Irvin de regreso al bar. Ya llevaba de nuevo la cámara en el cuello.
-Hazlo, y te daré lo que me pidas.

De regreso en la calle, Irvin se dio cuenta que ya era de noche, sin embargo, eso no le impidió regresar sobre sus propios pasos, hasta la esquina de la calle. Ahí se quedó esperando hasta que llegó una chica, la cual no se veía muy bien con la penumbra del parque y los árboles a aquella hora. Le tomó una foto desde donde estaba, y corrió hasta la banca donde, hace mucho tiempo, había encontrado a una pareja sospechosa.
Se sentó justo al lado de la chica, sin mirarle el rostro, pero sintió su calor y su presencia. Ella le dirigió la palabra con una voz dulce.
-¿Él te mandó?
-Si te refieres al extraño del bar, sí.
-Me imagino que quiere las evidencias. El diputado llegará en un momento más y tendrás lo que deseas. Mira, ahí está.
Desde el otro extremo del parque llegó un hombre muy bien vestido, e Irvin recordó algo que no pudo ubicar, algo de otro tiempo, o de otro mundo. La muchacha se levantó para recibir a su nuevo invitado, aunque Irvin prefirió quedarse en la penumbra, escondido detrás de la banca y apuntando con la cámara. La pareja se saludó con un beso, y ella le llevó hasta un lugar más iluminado por la luz de un farol.
Cuando la luz abarcó a la pareja, Irvin se quedó de una pieza, con el rostro desencajado de miedo y desesperación. La chica era la misma mujer rolliza y bonita con quién compartía su vida, quien besaba apasionadamente al diputado, recién electo. La muchacha sacó de su bolsita, sin que nadie se diera cuenta, un cuchillo, y se lo clavó en el cuello al hombre que acababa de besar. Este se llevó la mano al cuello, tratando de detener el flujo de sangre, y sin perder tiempo, la muchacha lo acuchilló dos veces más, esta vez en el vientre.
-¡Toma las fotos que quieras!-, gritó hacía el vacío la muchacha, corriendo hacía otra calle, perdiéndose para siempre.
Irvin empezó a tomar fotos, apretando una y otra vez el obturador sin detenerse. Las imágenes eran la secuencia de un hombre que había muerto a mitad del parque, un hombre importante.
Detrás del muchacho, se escuchaba una risa etérea, que parecía diluirse con el aire, una risa macabra de alguien que esperaba que hiciera bien su trabajo. Irvin salió corriendo de ahí, aferrando bien su bolsa y su cámara. No regresaría al bar, pero encontraría un lugar seguro para ver las fotos.
Después de correr varios metros sin mirar atrás, Irvin encontró un espacio hueco entre dos negocios, como un callejón. Ahí, entró al menú de su cámara para ver las fotos. La chica sentada en la banca, otra de ella con el diputado besándose, y varias más del hombre muriendo a mitad del parque. Si tenía que entregarlas a alguien, no sabía a quién. El hombre de amarillo no le había dicho donde verlo otra vez. Un pitido de la cámara le indicó que había nuevas fotos.

Cuando Irvin las vio, no podía creerle a sus ojos, y sentía que su mente le había traicionado. Las fotos tenían la fecha para dentro de dos años. y sin embargo, ahí estaban. Pájaros, una paloma en un cable, una oruga en la banqueta, una flor, chicos jugando soccer… y una donde aparecía una chica, la chica del parque, como en un sueño, sentada en la misma banca, con un hombre de traje amarillo.


viernes, 27 de febrero de 2015

Alorgasmia: Cuento 3, Capítulo Final (+18)



3.7

-¡Corte! Se queda…
Todos aplaudieron al final de la escena, incluso Alicia Grant, la actriz principal quién interpretaba a Melinda y a Lynda en esta película de misterio. Las grabaciones de “Besos Ajenos” habían comenzado apenas hacía unos dos meses, y con tan poco presupuesto, había sido una de las mejores decisiones en la carrera de Thomas Abernathy, quien fungía como director y actor ocasional en su propia opera prima.
Aquella noche se grababa una de las escenas más complejas, dónde Alicia, junto con el actor que interpretaba a Marco, estaba rodeada de criaturas del espacio, y le mostraban a su bebés, un híbrido de verdad feo que había sido generado por computadora para darle más realismo. Las pantallas verdes rodeaban a todo el elenco aquella noche, y lo hacían en una espectacular bodega del primer piso de un edificio en Nueva York, el cual había sido cerrado por el dueño para darles privacidad absoluta. Una mujer quiso entrar por la puerta principal, pero obviamente los de seguridad tenían prohibido dar acceso a personas desconocidas.
Thomas no se había aparecido, y había dejado al director adjunto, Martin Shuester, a cargo de todo. Alicia se acercó a él, mientras sus compañeros de grabación salían a refrescarse un poco al pasillo.
-¿Dónde está Thomas? Creo que no lo hice tan bien, parecía falso. Ni siquiera me la creí que esa cosa estuviera dentro de la caja.
Martin la miró extrañado y sonriendo al mismo tiempo. Sabía que Alicia era buena en lo que hacía, pero definitivamente nunca creyó que su primera oportunidad en el cine sería con una película muy rara en verdad.
-Todo va a estar bien, ya verás. Lo haces de maravilla, yo siempre me lo creo cuando Thomas me enseña las ediciones finales. Ve y descansa un poco. Haremos la escena del trato en media hora, ¿está bien?
Martin le dio un beso en la mejilla y se alejó, regañando a los maquillistas para que no maltrataran demasiado uno de los trajes de látex de las criaturas espaciales.
-¿El trato?-, se dijo a sí misma Alicia, como si de repente hubiese olvidado el guión. La escena versaba que, si Melinda hacía un trato con los extraterrestres, la dejarían ir con sus recuerdos intactos y su vida pasada. Cerró los ojos un momento, sintiéndose cansada y un poco mareada, y caminó directo hasta su camerino.
En realidad, era una oficina pequeña que habían acondicionado para que la joven actriz pudiera cambiarse y tomarse una que otra siesta. Entró en ella, y la suave iluminación ayudó para que se sintiera más tranquila. Se sentó en un pequeño sofá al otro extremo, y se dio cuenta que había dejado la puerta abierta. Se levantó para cerrarla, pero esta empezó a hacerlo por sí misma. Detrás de ella estaba Thomas, escondido y con una sonrisa amplia y muy agradable. En sus manos sostenía un pequeño ramo de rosas rojas.
-Sorpresa, mi hermosa protagonista-, dijo él, acercándose a Alicia, y entregándole el ramo. La joven actriz abrió la boca, sorprendida y halagada.
-¡Vaya, Thomas, muchas gracias! Siéntate por favor.
Mientras ella buscaba dónde poner su ramo de rosas, él se sentó en el sillón donde ella estaba a punto de descansar. Alicia encontró la jarra de la cafetera en el suelo, llena de agua, y puso las flores ahí, mientras pudiera conseguirse un florero decente. Colocó la cafetera en el tocador, junto a los productos de belleza.
-¿Te molesta?-, dijo Thomas, mientras sacaba su celular y ponía una canción. Era extraña, le daba un aire a las canciones viejas de los años 50’s, pero con un tono más moderno. La voz era de un hombre, distorsionada con la ayuda de algún sintetizador.
-¿De quién es la canción?-, preguntó Alicia. La voz del cantante le daba escalofríos.
-Se llama Bad the John Boy, de David Lynch. Inspiradora yo creo…
Y era verdad: Thomas había retomado mucho del trabajo de Lynch, como director, para hacer su propia película de misterio.
-Quisiera usarla en los créditos finales. Sólo habría que conseguir el permiso.
Alicia asintió, mirando a Thomas mientras éste ponía su celular junto a la cafetera con las flores. La música inundó el lugar, con una cadencia lenta, pero muy poco romántica. Daba miedo.
-Te extrañé en toda la grabación. Dice Martin que salió excelente, pero lo dudo.
-Fui por tus flores y a arreglar algunos asuntos antes de continuar. Prefiero no dejar nada pendiente, querida. Quería preguntarte algo, si no veo inconveniente en hacerlo.
-Para nada, Thomas. ¿Qué pasa?
El enorme actor se levantó del sillón, y se acercó poco a poco a Alicia, quién se dejó llevar por sus enormes manos cuando la acercó a él, aunque Thomas sintió algo de resistencia de su parte.
-Recuerdas que, cuando viniste a verme para lo del casting, me dijiste que harías cualquier cosa por obtener el papel. A pesar de todo, te dejé ser la protagonista, sin más que tus referencias y tu talento. ¿Aún estás dispuesta a hacer lo que sea?
Alicia percibió dos cosas de Thomas Abernathy en ese momento: su ligero aliento alcohólico cerca de su boca, y una erección enorme entre sus pantalones.
-No… no sé a qué te refieres…
Thomas acercó su boca al oído derecho de la actriz, y le susurró dulcemente:
-Recuerda quién eres, Melinda…
La voz masculina de Thomas hizo que Alicia se sintiera excitada, y sin embargo, el tener tan cerca al actor con quién compartía el set sin ningún afán profesional le hacía sentir temerosa e incómoda. Empezó a empujar a Thomas, pero este no deseaba soltarla.
-Basta, Thomas, por favor.
-No, Melinda. Sé lo que sientes cuando estamos grabando y te llamo así. Te excita sentirte como ella. Vamos, Mel, no te resistas…
-¡Thomas, basta!
Alicia empujó más fuerte a Thomas, quién la soltó de repente, dando traspiés hacía atrás. El hombre empujó son su enorme espalda la cafetera con las flores, derramando el agua hasta la toma de corriente de la oficina. Thomas sintió el agua a través de sus mocasines de piel, pero no venía sola: la potente corriente eléctrica lo hizo saltar hacía delante, cayendo al suelo retorciéndose. Alicia soltó un grito y retrocedió, subiéndose al sillón de la estancia. La luz del techo soltó un estallido, y todo el lugar se quedó en la penumbra. La chispa del foco saltó hasta dónde estaba el biombo de papel y madera que la muchacha usaba para sus cambios de vestuario, y este se incendió al instante.
El fuego continuó hasta la alfombra y el mueble de la muchacha, y con el resplandor mortal Alicia pudo ver el cuerpo de Thomas ahí en el suelo, con las venas negras surcándole el rostro y los ojos rojos, humeantes.
-Dios, lo maté…
Reaccionó antes de que el fuego alcanzara el sofá. Saltó más allá del cadáver de Thomas Abernathy, y sin tomar nada, salió corriendo de la oficina. En el pasillo no había nadie, afortunadamente para ella, por lo que caminó despacio hacía el final, dónde la esperaba una puerta solitaria. Era la puerta de servicio, la que daba a un callejón justo detrás del edificio. Estaba medio abierta, aunque recordaba que Thomas había dicho que todo debía de estar cerrado, para guardar mejor el secreto de su trabajo.
Caminó como si nada hasta la puerta, verificando que no viniera nadie, ni desde el pasillo adjunto ni desde las escaleras. Cuando abrió la puerta del todo, entró un frío aire que le hizo cerrar los ojos. Tenía la piel congelada de repente, pero no quería estar ahí dentro para cuando encontraran el cuerpo de Thomas. Ella lo había matado, y la culparían por eso. Ahora, más que nunca, Alicia estaba en problemas.

Pasaron al menos dos horas cuando el incendio se había extendido por todo el primer piso. Los bomberos habían llegado en vano, porque el fuego no podía extinguirse tan fácil. Pero Alicia no se había quedado para ver la desgracia. Había corrido hasta llegar a otro callejón, más apartado del edificio, y se había escondido entre los contenedores de basura verdes que había en casi todas partes.
Ahí no la encontraría nadie. Tampoco le achacarían el homicidio de alguien. Tal vez el cuerpo de Thomas sería irreconocible, si es que sus dientes tampoco se hubiesen salvado al desastre. Podrían creer que ella estaba muerta, y cómo él había desaparecido, sería el perfecto homicida de su estrella principal.
Sin esperar a confirmar si esto podía darse o no, Alicia se sentó sobre el frío suelo del callejón. Estaba asustada, y debía relajarse. Sintió sus dedos en el borde de su bikini, debajo de su falda. Empezó a masturbarse, creyendo poder ver a Thomas frente a frente, como si fuera él quien la penetraba.
Tenías razón, amor, se dijo a sí misma, mientras tenía un orgasmo espectacular. Soy Melinda.
Siempre he sido Melinda.



Alorgasmia:
Parafilia sexual que lleva a una persona a pensar en otra diferente con la que está compartiendo un coito.

lunes, 23 de febrero de 2015

Alorgasmia: Cuento 3, Capítulo 6 (+18)



3.6

Lynda Ileman podía fingir muy bien que su vida estaba yendo de maravilla. Su esposo era abogado en una importante firma. Su hijo era un muchacho popular, guapo e inteligente. Sin embargo, los rumores llegaban rápido.
Una empleada del edificio dónde su esposo trabajaba era también una de sus mejores amigas. Prácticamente, la empleada vivía en la misma calle, y Lynda la visitaba con frecuencia para platicar de los últimos chismes de la oficina. Sin embargo, un martes particularmente soleado, su amiga le contó algo que a Lynda le hizo sentir que su vida se había terminado.
Su esposo y su hijo mantenían una relación homosexual incestuosa. Los había visto de lejos, la noche pasada mientras ella bajaba por las escaleras justo hasta el tercer piso. Cerca de la puerta de los baños, vio como ambos se tomaban de las manos, acercándose poco a poco, y se daban un beso apasionado.
Lynda confiaba totalmente en las palabras de su amiga. Tanto así, que planeó bien su siguiente paso. Fingiría demencia, siguiéndole el juego a ambos sin que ellos se dieran cuenta de nada, como si en realidad aquello no estuviera pasando. Contactó a un abogado a las afueras de la ciudad, dando un nombre falso para así continuar con el proceso. Si su esposo e hijo estaban en un asunto de tal magnitud, Lynda no dudaría en acabar con sus perversiones, y de paso, tener la mayor parte del capital de su marido para ella sola.
Habló con su esposo, diciéndole que pasaría una semana fuera de casa, porque iría a visitar a sus padres. Había sido una mentira efectiva, aunque ella sabía que a él le convenía: pasaría siete días a solas con su hijo, haciendo quién sabe qué cosas. Lynda se mantuvo incólume, pensando en el dinero más allá de todo lo demás. No dejaría que ningún otro evento negativo le arruinara su futura felicidad, y la ruina de aquellos dos que habían pretendido ser su familia.
Cuando Lynda partió de casa, ni siquiera se dirigió al aeropuerto para ir con sus padres. Tomó un taxi, el cual la dejó en la estación de autobuses, viajando a un pueblo en específico, donde ella y el abogado planearían mejor su siguiente movimiento, apartados de todo y con total discreción. Para ella, el abogado sería un paso más para convertirse en una mujer libre y rica. Para él, ella era sólo Melinda, una mujer despechada.

Lynda Ileman era Melinda. Y Melinda era Lynda. Pero Melinda recordó al instante lo que la había llevado hasta ese punto. Thomas Abernathy. Aquella aberrante necesidad de sexo y de placer le había llevado a recordar su antigua vida, y estaba ahí, frente a un hombre que no era quién decía ser.
Melinda vestía elegantemente, como un ama de casa rica y sin preocupaciones. Detrás del escritorio ya no había criaturas, sino un hombre muy bien vestido, con el cabello peinado para atrás muy relamido. Le reconoció al instante: era Marco, su abogado.
-Está de acuerdo que lo que su esposo y su hijo hacen está contra las leyes, y está penado al extremo. Señora Ileman, vamos a hundirlos, si eso es lo que en verdad desea.
-Marco…
-¿Dígame, señora Ileman?
Marco parecía extrañado, y Melinda asustada.
-¿Dónde estamos?
El abogado soltó una risita. Su clienta, o de verdad estaba muy confundida, o era tonta.
-Señora Ileman, estamos en el hotel donde acordamos.
-No entiendes, ¿verdad? Marco, tenemos que salir de aquí.
Melinda se levantó de la silla que ocupaba en aquella lujosa habitación de un hotel en un pueblo remoto. Marco la miró preocupado. Si su clienta entraba en un ataque de histeria, le sería complicado salir de esa. Todo se estaba haciendo con la más absoluta discreción, y lo último que deseaba era una loca más en su archivo.
-No la entiendo, señora Ileman. Tenemos que…
-No, no tenemos nada, Marco. Entiéndeme, por favor. Alguien nos está siguiendo, están jugando con nuestras mentes. Eres mi esposo, ¿ya no lo recuerdas?
-Creo que se confunde. Usted es Melinda Ileman y yo…
-¡Basta, por favor! Vámonos y puedo explicarte. No estamos seguros aquí.
Llena de coraje, Melinda agarró la silla y la arrojó al suelo con violencia, haciendo que Marco pegara un brinco en su propio asiento.
-Tranquilícese por favor. Sé que todo este asunto la pone de nervios, pero es necesario mantener la cabeza fría. Conozco a alguien que puede ayudarnos, y le traje para poder continuar con el proceso. Está en una de las habitaciones de abajo, voy por él.
El abogado se levantó, alisándose su traje, y salió de la habitación, caminando tranquilamente. Melinda se sentó en su silla, sintiendo el calor que su trasero había dejado antes de que ella le sustituyera. Estaba cansada: parecía como si la hubiesen obligado a correr durante días, hasta el punto de no saber dónde estaba ni lo que estaba haciendo. Y a pesar de eso, sentía la horrible necesidad de meterse algo en la vagina, antes que nada pasara.
Escuchó cuando la puerta de la habitación volvió a abrirse. Esta vez, Marco venía escoltado por dos personas, si es que ese término les quedaba. Eran las mismas criaturas de la habitación, aquellas que hablaban en un idioma que nadie más había comprendido jamás. Sus delgados cuerpos casi descarnados, con piel pálida, sus enormes cabezas y sus ojos alargados, negros como la misma profundidad del espacio. Melinda se levantó al instante, y tomó de la mesa la lámpara de noche, blandiéndola como una espada.
Marco llevaba en las manos una especie de caja o algún aparato cubierto con una tela de color azul oscuro. La criatura a su derecha se acerco a la mujer, y al intentar agarrarla con aquellos dedos alargados y casi muertos, Melinda le propinó un golpe con la base de la lámpara en la enorme cabeza. Un trozo de piel se cayó de la criatura, como si esta estuviera hecha de vidrio. En su interior moraba una cosa más horrible, indescriptible, algo que reptaba y movía sus partes viscosas dentro de su cuerpo provisional.
-¿Qué quieren de mí? ¡Déjenme en paz!
Marco habló por las criaturas, que sólo parecían murmurar consigo mismas.
-Vamos Melinda, mi amor. Sabías que todo esto iba a llegar algún día. El trato fue hecho, y ganamos. Tenemos tu cuerpo, y tu mente. Mira…
Con una mano, la criatura a la izquierda quitó la tela de encima de aquella caja. Tenía las paredes transparentes, como de plástico reforzado. Y dentro, encerrado, había un ser, con la forma de un bebé, pero viscoso, de un color gris apagado. Sus ojos negros miraban enloquecidamente a todas partes, buscando algo con qué alimentarse. Su boca, repleta de miles de dientes afilados, babeaba y mordía la caja sin éxito. Melinda gritó aterrada, con las uñas de sus manos encajadas en las mejillas. El terror más indescriptible de su vida hecho realidad.
Había sido violada por seres del espacio, tomando la forma de un hombre guapo, y dominando su mente, hasta que al final logró concebir aquella cosa. Melinda, Lynda, como sea que se llamara, había dado a luz a un monstruo, el cual le apuntaba con su lengua mordaz y afilada como una cuchilla, buscando carne y sangre para alimentarse.

jueves, 19 de febrero de 2015

Alorgasmia: Cuento 3, Capítulo 5 (+18)



3.5

Melinda abrió los ojos. Había tenido el orgasmo más impresionante de su vida, y sentía como su sus extremidades fueran a desprenderse de su cuerpo. Miles de pequeñas tiras de terciopelo parecían recorrerle la espalda, a pesar de que podía sentir la presión del colchón en ella, y el peso de aquel enorme hombre embistiéndola una y otra vez. A su alrededor, la enorme habitación llena de rosas parecía un enorme laboratorio de plantas exóticas, que se movían con la cadencia del sexo, y reptaban por las paredes hasta llegar al techo. Sin embargo, el olor era de esterilidad absoluta, como en un hospital.
Thomas Abernathy estaba a punto de venirse. Ya lo sentía, y ni siquiera esperó o se detuvo. Seguía bombeando fuerte, y eso a Melinda le estaba sentando de maravilla. Leyó en sus labios una frase, tan clara como si la hubiera dicho si el sonido hubiese significado algo en ese momento:
Ahí está la respuesta que buscas…
Melinda miró hacia la derecha, sin dejar de gemir en el absoluto vacío. La puerta estaba de nuevo dibujada en la pared, medio abierta, de camino a la penumbra. Thomas Abernathy ya no estaba, el peso de su cuerpo sudoroso no le era ya una molestia ni un placer. Sentía su pene aún dentro de ella, y a pesar de eso, algo la impulsó a levantarse. Una fuerza más allá de su propia razón. Se alejó de la cama, casi ingrávida, dando pequeños pasos directo hacía la puerta. El olor de las rosas empezó a notarse más y más, mientras sus hermosos pétalos negros se pudrían y caían al suelo.
Detrás de la puerta, sólo había oscuridad, y unas cuantas estrellas.
Y cuando Melinda cruzó el umbral, de repente se hizo la luz. Una luz que la cegó por completo, y le volvió a dar forma.

Ahí estaba, sentada frente a frente de aquél a quién llamaremos El Abogado. Un Abogado que, sin embargo, tenía siempre la mejor de las ofertas.
-¿Quién es usted?
-Tu Abogado, Melinda. Si es que aún decides llamarte así.
Ella estaba desconcertada. Llevaba un hermoso vestido rojo, zapatillas del mismo color y el cabello peinado en un hermoso y elaborado chongo.
El Abogado era un hombre de figura delgada y una cabeza grande. Junto a él, había otro sujeto similar, como si fuera una especie de gemelo, aunque no tenían muchas similitudes. Cuando uno de ellos hablaba, el otro también. Era una voz conjunta, venida de dos partes, que conformaban una sola conciencia.
-¿Mi nombre? Siempre ha sido el mismo.
-No mientas, Melinda. Tu nombre es, y será…
Pero no alcanzó a escucharlo. Aquel incesante zumbido, una especie de generador que no deja jamás de funcionar, bajo sus pies, sobre sus cabezas. Todo vibra.
-Este lugar, este preciso y maldito lugar.
Recuerdos de otra vida.
-Estás dónde llegaste hace mucho tiempo, pidiendo mi ayuda. Recuerda, a tu esposo, y a tu hijo.
-No, no tengo hijos. Marco es mi esposo, y no tenemos hijos. La niña.
-Fue un complemento para hacerte creer. Ahora recuerda: tu esposo, Travis. Tu hijo, Shawn. Te diste cuenta de lo que hacían, de sus sucias intenciones.
Melinda estaba cayendo en un engaño o en una trampa que su mente le tenía preparada. No conocía esos nombres. Era imposible que su esposo se llamara así, y más aún que tuvieran un hijo. ¿Qué sucias…
-…intenciones?
-Tu esposo y tu hijo han mantenido una relación incestuosa. Incesto, sucio y feo incesto. La palabra I, la suciedad de la tierra.
-Pero…
-Traer el orden de nuevo al mundo. No puedes moverte de aquí. Tú eres la pieza, la clave de este momento…
-¿Quiénes son?
El Abogado y su contraparte cambiaron de rostro, sin siquiera advertirlo, como un parpadeo o el inevitable latido de un corazón. Sus rostros eran alargados, la cabeza era mucho más grande, y los ojos: aquellos ojos negros y alargados como avellanas.
-Oniriv, nogap nain salov in.
(Queremos nuestro pago, mujer.)
-Ya les di todo lo que tengo, todo…
Los seres extendieron sus manos, tocándose entre ellos, como si se abrazaran. Ella estaba muerta de miedo, viendo solamente, como se arrancaban la piel a jirones. Debajo de sus pieles grises y lisas, estaban de nuevo sus formas, las de los Abogados.
-Jover ne satse oruzelp rop olisolŝ al.
(La clave del placer está en los sueños.)
-Ya no quiero más placer, ya no, ya no más, no más, no más…
Melinda también se rasguñaba el rostro. Pero debajo de su piel sólo había carne y sangre, y dolor.
-Oderp ail satse iv, odrib al satse Samoht.
(Thomas es el ave, tú eres su presa.)
-Díganme quién soy, de dónde vengo, qué estoy haciendo, no entiendo nada, y quiero regresar con Marco. Quiero a Marco, quiero…
Sin pensarlo, Melinda se metió la mano derecha bajo su falda, y dos de sus dedos la penetraban, mientras el pulgar estimulaba su clítoris. Estaba desesperada, tanto que el Abogado y su contraparte olían el sexo, la carne abierta de la mujer que gemía de placer frente a sus ojos muertos como estrellas distantes. Era como la carne quemada del incendio en casa de los Álvarez, cuando tuvieron que dejar el planeta antes de que todo su plan se viniera abajo.
-Onitup, ocetnitse aiv la odrop al satse ovluv aiv.
(Que tu vulva sea la puerta a tu pasado, ramera.)
Los dedos mojados. El placer invadiendo sus caderas. Un último grito de placer absoluto.
Melinda era ahora Lynda Ileman, de camino a ver a sus padres una semana.
 
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