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miércoles, 14 de febrero de 2018

#UnAñoMás: Una Película de Amor (Día de San Valentín y Miércoles de Ceniza)



-¿Quieres ver algo interesante?
Iván salió de su ensimismamiento, y Sergio, su mejor amigo, le picaba las costillas. Miró una vez más la orilla del pequeño lago donde se encontraban, y luego a su amigo, extrañado.
-¿Qué?
Sergio se carcajeó. Miró a su amigo: era un enorme chico, de pecho amplio y músculos bien marcados, pero con el rostro de un niño, ojos verdes y cabello alborotado.
-Ya sé que no estás poniendo atención. Te decía que si querías ver algo… Bueno, digamos que te gustaría verlo.
Iván puso más atención.
-¿Qué es?
-Son unos vídeos. Me los hizo llegar un conocido. Una caja enorme con un montón de vídeos VHS viejos. Películas piratas, vídeos familiares, cosas de ese tipo que estuvo juntando durante un tiempo pero que no ha podido ver. Si te gusta todo ese tipo de cosas, podrías usar el material que encuentres interesante para los cortometrajes.
Iván era director aficionado, grabando algunos cortometrajes en ocasiones y escribiendo nuevas historias y guiones que esperaba algún día realizar de manera más profesional. Se quedó un momento pensativo.
-Podría usarlos. Tengo ganas de grabar algo más experimental, que tenga varias escenas. Si quieres paso por ellas al rato y me pongo a revisarlas…
Se levantaron del césped, mirando al lago, y caminando por la orilla, siguieron platicando de otras cosas. Iván quedó con Sergio para ir a su casa por los vídeos a las 7, y cómo vivían cerca, no habría problema de regresar con la caja cargando hasta la casa.
A la hora acordada, ya de noche y con algo de frío, Iván se despidió de su amigo, mientras iba regreso a casa con la enorme caja de cartón. Dentro traqueteaban los vídeos, un sonido plástico que parecía el de piedras rodando dentro.
Cuando llegó a su casa, y después de meter la caja a su recámara con algo de  dificultad, Iván revisó su contenido.
Dentro había una maraña de vídeos VHS, algunos de colores, pero la mayoría de color negro. Algunos llevaban una etiqueta blanca con el título que indicaba su contenido.
-A ver…
Metió la mano entre los vídeos, e iba sacando cada una de las cintas para revisar el título.
-“Graduación de Isaac”, “Pesadilla en Navidad”, “Vacaciones”. Qué raros están…
Iván sacaba uno a uno los vídeos de la caja, y aunque tenía preparada ya la videocasetera y la televisión, no se animaba a poner ninguno. Todos parecían cosas cotidianas o aburridas, películas que no podría usar. Hasta que sus dedos tomaron un vídeo del fondo, uno de color rojo.
En la superficie no tenía nada, y parecía un poco deteriorado, con los restos de la etiqueta vieja arrancada, como si alguien hubiese usado una cinta original para grabar algo encima. Estaba maltratada, pero sólo en la superficie, como si alguien le hubiese pasado una lima.
Iván la miró más detenidamente. Levantó la pequeña tapa que recubre la cinta, y no vio nada extraño. Todo estaba en orden, a excepción, claro, del polvo que se había acumulado dentro, pero nada más.
-Ok, serás la primera…
Metió el video en la videocasetera y apretó el botón de PLAY. La pantalla parpadeó un poco, y al instante apareció una pantalla negra, un par de rayas blancas de interferencia y el sonido hueco que precede a las imágenes de los antiguos videos VHS.
La primera imagen del vídeo apareció. Una calle larga, solitaria, por la tarde, tal vez en otoño, ya que había un montón de hojas secas en el suelo y el cielo lucía un color gris acerado. Quien llevaba la cámara caminaba despacio, y sus zapatos aplastaban las hojas, que se rompían con crujidos sonoros bajo sus pies. El viento movía las ramas de los árboles, y unos pájaros salieron volando. De repente, de la siguiente esquina, salió una chica. Parecía desorientada, e Iván pensó que tal vez todo eso estaba actuado, ya que el que grababa se acercó a ella, y la chica no pareció sorprenderse.
-Hola. ¿Te perdiste?-, dijo el de la cámara. Iván ya presentía que era un hombre, y sólo lo confirmó con aquella voz, una voz de hombre maduro.
La chica miró directamente a la cámara primero, volteando un tanto asustada, y luego al rostro del muchacho. Todo estaba muy actuado, pero ella seguía “desconcertada” por aquel desconocido con una cámara en la calle.
-No, no pasa nada, solo que buscaba la entrada al parque. Tengo que ver a alguien del otro lado del lago-, dijo la muchacha. Iván identificó aquel lugar: era una de las calles que rodeaban el parque del lago, el lugar donde él y Sergio siempre frecuentaban para platicar. Efectivamente, la entrada al lago era del otro lado, al menos a unos 500 metros de ahí.
-Oh, ya veo. Si quieres puedo acompañarte y de…
La película se cortaba, y se podía ver la escena de otra película debajo: una película animada, de animales del bosque, que aunque Iván podía ver bien, era difícil identificar. Luego, la película volvió, y esta vez, ambos ya iban caminando por la calle, dando la vuelta a la valla que separaba el parque de la calle.
-¿Y te gusta grabar todo lo que haces o cómo?-, decía la chica, tratando de hablar y respirar al mismo tiempo. Sonaba como cansada.
-A veces… Es algo que tengo que hacer, un favor para alguien. Tal vez te gustaría salir en alguno de mis cortos alguna vez. La persona para quien los hago me ha pedido que haga algo nuevo y pues... ¿Te gustaría salir?
-Por supuesto, se escucha interesante. Sólo que ahora no puedo, debo llegar a tiempo…
Los jadeos del muchacho se escuchaban en la cámara, mientras esta apuntaba directamente al frente, a la calle aún vacía y cada vez más fría.
-Sí, no te preocupes, yo… Yo podría llamarte para después. Si quieres déjame tu número y…
Otra vez se cortó la película, y esta vez, en vez de animales de caricatura, apareció una pantalla negra, con un letrero muy básico, hecho con letras verdes parecidas a las de un cronómetro: MIÉRCOLES DE CENIZA (SAN VALENTÍN).
Iván recordaban aquello: hace un año, el día de San Valentín y Miércoles de Ceniza coincidieron en la misma fecha, y fue algo que desató varios chistes y memes en las redes sociales. Después de que el letrero flotara en la pantalla durante un minuto, la imagen regresó.
Esta vez, Iván tuvo que enfocar bien su mirada, ya que el cuarto era oscuro, y la pantalla no se veía tan bien como la vez anterior. Tal vez el aficionado no se había dado cuenta que su cámara vieja no podría grabar nada nítidamente en aquella profunda oscuridad. De repente, la oscuridad se transformó en luz: primero el resquicio de una puerta entreabierta, y luego todo un cuarto iluminado por una lámpara en el techo.
El cuarto estaba completamente pintado de un color arena muy tenue, casi blanco, y en medio del cuarto había una mesa, en la cual se había adaptado una especie de colchoneta. Sobre la mesa ya esperaba una chica sentada mirando a la puerta. Era la chica del anterior segmento, pero esta vez estaba desnuda, con el pecho descubierto y el cabello cayendo detrás de su nuca. Miraba lascivamente al hombre de la cámara, y cuando este se acercó, no dejó de grabar. Ella le sonrió.
-Te ves mejor sin ropa. Tienes un cuerpo perfecto. Ven y acaríciame, y suelta eso…
La voz de la chica era suave, como un susurro. El hombre de la cámara definitivamente debía ser alguien bastante apuesto, y a soltar eso se refería obviamente a la cámara. La imagen se movió un poco, mientras el hombre se acercaba a la muchacha, y esta, dejando ver su cuerpo completo, empezaba a acariciar el cuerpo de su acompañante. Parecía que ambos se besaban, pero él no soltó la cámara en ningún momento. Hubo mucho movimiento, donde la cámara no enfocaba en ningún lugar en específico, e incluso, se escuchó un golpe.
De nuevo, la imagen se estabilizó, e Iván tuvo que enfocar bien su mirada después del jaleo. De nuevo la chica, desnuda, completamente acostada en aquel colchón improvisado, y encima de ella el hombre, quien la grababa desde arriba. Fue cuando algo pasó, y hasta Iván palideció, cuando la mano de aquel sujeto se cerró alrededor del cuello de la muchacha, quién parecía bastante asustada. Todo pasó tan rápido: aunque la chica manoteaba para soltarse, la mano del hombre fue aún más letal, y le rompió el cuello con una fuerza que parecía sobrenatural. En aquel brazo aparecía dibujado un enorme tatuaje de colores difuminados sobre la piel blanca y llena de cicatrices de aquel hombre.
La mano desapareció, y volvió a salir a cuadro, con un cuchillo. Empuñó el arma y le abrió la garganta a la muchacha de extremo a extremo, y luego comenzó a apuñalarla en el pecho, mientras la sangre salpicaba su cuerpo y el lente de la cámara. Después, todo fue silencio, y el hombre empezó a jadear.
La cámara iba dando la vuelta, mientras Iván observaba, asustado y absorto. Se tocó el brazo derecho, dónde tenía su tatuaje de colores difuminados. La cámara enfocó el rostro del hombre de la cámara, y fue cuando el chico soltó un grito ahogado: era él, un Iván más avejentado, con una enorme cicatriz en su antaño rostro de niño, que cruzaba de arriba abajo, mirándole con un ojo verde y otro ciego de color blanco lechoso. Estaba salpicado de sangre y en su frente aparecía dibujada una cruz negra, hecha de ceniza. El vídeo parecía distorsionarse, mostrando rayas blancas a intervalos, y combinándose con la vieja cinta de animación debajo.
-No dejes que nadie la vea. No te conviertas en esto, no sigas grabando, no sigas…-, decía el Iván de la grabación. Fue cuando la imagen se apagó, y la videocasetera se abrió de repente, sacando el vídeo de su interior.
El muchacho ni siquiera reaccionó: se quedó ahí, sentado, mirando a la pantalla, angustiado y desesperado por saber más. Después se asomó dentro de la caja de los vídeos restantes, esperando que algo, tal vez una mano poderosa le arrancara la garganta desde dentro.
Pero no pasó nada: sólo se escuchaba algo dentro, como una respiración, y el crujir de un vídeo que esperaba a ser visto. Iván se abalanzó en la caja y rebuscó desesperado. Ahí estaba: otro cartucho, uno negro e igual de maltratado que el anterior. Este sí tenía etiqueta: CHAPULTEPEC. Lo puso en el aparato y apretó el botón de PLAY, esperando a una nueva sorpresa en la pantalla.

sábado, 6 de enero de 2018

#UnAñoMás: Luces de Navidad [FINAL] (Día de Reyes)



Cómo no tenía a dónde ir, Sonia dio vueltas por la tarde en un taxi, aquel día en el que había abandonado a Juan Diego, y junto al bebé, decidió quedarse al final en la casa de su vecino, sin que nadie viera que ella estaba ahí.
Isidro vivía con su madre en la esquina de la calle, cerca de la avenida que delimitaba aquel pueblo. Alguna vez, Sonia y él habían tenido algo que ver, y muy a pesar del destino, aún se hablaban bien. Aquella vez, sin embargo, necesitaba de su ayuda, y tanto Isidro como su madre no se negaron a dársela. La dejaron quedarse, y cuidaban bien al bebé, que ni con extraños parecía portarse mal.
-Gracias por todo lo que has hecho, conmigo y con el bebé. No sé cómo pagarte todo esto. Nos dejas dormir aquí, y la comida…
Isidro negó con la cabeza. Tenía cargando al pequeño Arturo en sus brazos, mientras el bebé se entretenía mordiendo un pequeño juguete de goma especial para eso. Había sido su regalo de Reyes, un pequeño detalle que Isidro le había dado, junto con un enorme paquete de pañales, cortesía de doña Mercedes, quién estaba encantada con el bebé.
-No tienes que agradecer nada. No tenían a donde ir, ¿cómo los iba a dejar en la calle o que se durmieran en cualquier hotel? No: esta es tú casa y el bebé y tú son bienvenidos.
Un momento de silencio incómodo antes de que él volviese a tomar la palabra.
-¿Qué vas a hacer con Juan Diego? ¿Vas a regresar?
La que negó con la cabeza esta vez fue Sonia.
-No: puede quedarse con aquel… Ya sabes de quién hablo. No pienso regresar, ni dejar que se salga con la suya, Isidro. Mi niño no va a vivir en un lugar así, no por ahora. Que entienda Arturo primero por qué lo hice, y luego podrá verlo. Mientras, prefiero cuidar yo sola de mi hijo. Puedo trabajar aquí en tu casa, o en alguna otra parte, pero a Arturo no le va a faltar nada y...
Aunque traía al bebé entre brazos, Isidro le dio un beso a Sandra, sujetando bien a Arturo, quién ni siquiera se inmutó. Ella sintió los labios de él contra los suyos. En secreto, lo buscaba, pero no se animaba a decirlo. Ni siquiera hablando sola, Sonia podría admitir que sentía algo por aquel muchacho. Pero ahora, solos ahí, junto a su bebé, podía sentirse más segura, y amada de alguna manera.
-Gracias por eso-, dijo Isidro. Ella se empezó a reír, sonrojada.
-La que debería dar gracias soy yo. ¿Por qué agradeces?
-Por estar aquí.
Ahora fue Sonia quién abrazó a Isidro, aplastando por poco a Arturito entre ambos. Así se quedaron los dos un buen rato, mientras la tarde se convertía en noche.
Afuera hacía frío, no tanto como hace días. La calle estaba solitaria, pues los niños ya estaban dentro, jugando con sus juguetes o disfrutando de sus celulares nuevos. La casa de Juan Diego lucía apagada, abandonada. Y en la pared de afuera, sólo podía verse la silueta de un hombre. Juan tomó de nuevo el aerosol de la pintura, y dejó una nueva letra plasmada en la pared. YO MATÉ A JUAN DIEGO. VANESSA. Sonrió, y mientras guardaba el aerosol en su mochila, entre su ropa limpia y el diario dónde escribía cada cosa, cada crimen, sonrió. La culpa no sería suya. Dejaría aquel pueblo, para moverse, para olvidar que alguna vez había matado, a la luz de una serie de navidad en un árbol hermoso y frondoso.

No lo sabía, pero tal vez se mudaría a un nuevo lugar. A la playa, a Veracruz, a dónde fuera. No vio que arriba suyo parpadeaba, muy a lo lejos, una luz ambarina entre las nubes de invierno.

martes, 19 de diciembre de 2017

#UnAñoMás: Luces de Navidad [PARTE V] (Cuarta Posada)

Los reflectores apuntan hacia extraños objetos luminosos en el cielo, en el evento conocido como "Batalla en Los Angeles" (1942)


Sonia estaba embarazada. En la clínica le habían dicho que sería niño, aunque a ella no le importaba. Era algo maravilloso. Podía sentir sus pataditas, todo su cuerpo acomodándose ya hacia abajo, como esperando el día para salir, y cuando ella tenía hambre, aquella personita también se alborotaba, y a veces lastimaba, pero a ella le daba risa. Era un gracioso bebé, que estaba emocionado cuando ella también.
Aquella tarde, sin embargo, el bebé no se movió demasiado, porque Sonia había visto algo a través de la ventana por la que casi siempre veía. Juan, su marido, un bueno para nada, le había tocado un glúteo a la vecina, Vanessa, en plena calle, mientras ellos creían que nadie los veía.
El descarado venía de camino a casa, cruzando la banqueta, y ella, sin tardar, se sentó en su mecedora. Cuando Juan entró a la casa, ella fingió estar leyendo una revista.
-Ya llegué-, dijo Juan, cerrando la puerta tras de sí. Ni siquiera se acercó a su esposa, y a Sonia no le importaba.
-¿Vas a comer algo?-, le preguntó ella, sin apartar la vista de su lectura falsa.
-No tengo hambre. ¿Tú?
Sonia tardó un momento en contestar. Apretó fuerte el borde de la revista, y hasta pensó que las hojas le harían daño. Estaba dándose valor.
-Tampoco tengo hambre. Sólo pensé que la nalga de esa puta no había sido suficiente comida…
Sonia sintió el tirón de cabello, cuando Juan la alcanzó con una mano. Le dolía, y el bebé se retorcía en el vientre con furia y miedo.
-¿Qué viste, eh? ¡Te estoy hablando, pendeja! ¿Qué chingados viste?
-¡Le estabas agarrando la cola a esa puta! ¡Es una menor de edad! Si doña Remedios se entera de lo que le haces a su hija… Eres un degenerado, ¡un maldito cerdo!
Juan jaló más fuerte a Sonia, haciendo que esta cayera al suelo, mientras la mecedora se balanceaba con fuerza. Aunque ella cayó de rodillas, no pudo evitar tirar con las manos una cajita que usaba para costuras. Los hilos, las agujas, y unas tijeras cayeron alrededor de sus manos, que se apoyaban bien fuertes para no lastimar al bebé.
-¡Suéltame, Juan, por favor! ¡El bebé!
-¡Me vale madres, eres una estúpida! Si me acuesto con ella es porque es una mujer que sí me complace, aunque sea una chamaca tonta. Pero me gusta cómo se mueve, y no es una inútil como tú… ¡Levántate!
Juan le soltó el cabello, y aunque ella se aguantaba las lágrimas, fue imposible dejar de ser fuerte. Le corrían las enormes gotas por las mejillas, y tardó un momento en ponerse de pie. Él ya estaba de espaldas, mirando hacía la pared contraria a la puerta. La mecedora aún se movía de atrás hacía delante. Sonia tenía las tijeras entre las manos, y le dolían las rodillas, pero no se quejaba.
-Además, no puedes hacer nada. Con esa panza, ¿qué vas a sacar de todo esto?
-Esto…
Con las fuerzas que le quedaban en la mano, y empuñando fuertemente las tijeras, Sonia le clavó la punta de estas a Juan en el hombro. El dolor le recorrió el cuerpo y le hizo soltar un alarido de terror horrible, que hasta ella le hizo retroceder. Aún con las tijeras entre los dedos, Sonia se acercó más a su marido, y cuando este volteó para confrontarla, lleno de ira y con el rostro rojo y furioso, ella volvió a clavar las tijeras.
Esta vez no falló, y la punta del instrumento metálico fue a dar contra el ojo. La sangre salpicó, y aunque Juan gritó un poco, el impacto había sido mortal. Las tijeras se hundieron más en su cavidad, y se alojaron en el cerebro. Murió casi al instante, pero tardó en caer. Sonia tuvo que dejar las tijeras en el ojo de su marido, y cuando el cuerpo quedó inmóvil en el suelo, le miró con desprecio. El bebé se movía despacio, como anticipando la felicidad de su madre, y la mezcla de toda esa dicha con el miedo de tener el cadáver de su esposo en el suelo.
-No pienso compartirte con nadie más, estúpido. Ahora el problema es… ¿qué voy a hacer contigo?

Le soltó una patada en la pierna, y se sentó de nuevo en la mecedora, sonriendo y acariciando su vientre.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

#UnAñoMás: Ollin Miquiztli [PARTE II] (Día de Muertos)



Aunque había sido uno de los trabajadores de limpia quién había reportado al pobre de Sebastián al día siguiente al encontrarlo pasmado sobre el suelo del callejón, nadie se imaginaría el segundo horror de la noche. El cuerpo de un vagabundo tirado en el callejón de los libros, más allá de la Casa de los Azulejos, como un presagio de que el Día de la Muerte había llegado.
El hombre había aparecido ahí, en el suelo mugriento y frío, con las extremidades extendidas sobre el suelo, y el vientre abierto en cuatro direcciones, semejando una cruz que dejaba salir sus entrañas. La sangre ya se había secado bajo de su cuerpo, formando un enorme charco de sangre. Impresa en el suelo, se hallaba una única huella de un pie largo y huesudo, un pie izquierdo que aparecía varias veces en la sangre alrededor del cuerpo.
-Si me lo preguntan, se ve bastante extraño. Aunque lo de las huellas se explica bastante bien.
El que había levantado la voz por entre el tumulto de policías, locatarios y reporteros se llamaba Jacobo Silver, corresponsal de la nota roja, y alguien que no dudaba en dar su opinión sincera y afilada.
Uno de los policías, un tal Buendía, se le quedó viendo. El hombre era de poca paciencia, así que esperó a que la gente se calmara entre todo el barullo, para preguntarle algo al cronista.
-¿Ah, sí? ¿Cuál es su explicación?
Jacobo Silver mostró los dientes con aquella sonrisa mordaz y burlona.
-El que lo mató iba descalzo. Caminando en círculos, con el pie izquierdo siempre por dentro. Si no tenía ningún motivo para hacer algo así, tal vez se esté burlando de ustedes. Pero bueno, ustedes son los profesionales, ¿no es así? Los dejaré investigar…
Todos los policías estaban serios, y sólo Buendía soltó un gruñido. Silver se alejó un poco para tomar fotos, y aunque la escena era bastante cruda y desalmada, era su deber captar el mejor lado de todo aquello. Una foto específica, y se ganaría un buen dinero. No era sorpresa: la gente en la Ciudad de México buscaba siempre la nota de Jacobo Silver en el diario Sensacional de la Mañana, un periódico de medio pelo que, a pesar de todo, tenía fama de ser “morboso pero sabroso”, como decían por ahí.
-Oficial-, dijo el reportero cuando la gente se dispersó y sólo quedaron los policías. Buendía se acercó de mala gana.
-¿Va a hacer un circo con esto?
-La verdad, no quisiera. La ciudad muestra el peor de sus rostros durante un día tan especial. El Día de Muertos inicia con uno…
-Diario hay muertos, señor Silver.
El reportero volvió a sonreír.
-Pero este es especial. Muerto en un callejón que antaño era hermoso, cerca de edificios emblemáticos, de una manera brutal, y con la coincidencia de que se hallaba tan cerca de otra escena bastante aterradora…
Buendía sabía que Silver se refería al muchacho que habían hallado a unos metros, casi muerto de frío, asustado y traumatizado.
-Tal vez ni siquiera lo vio…
-Claro, oficial. Dígame una cosa: ¿por qué el asesino se tomaría la molestia de hacer todo eso? Ya sabe, la línea de huellas alrededor del cadáver. ¿Por qué alguien se gastaría el tiempo haciendo eso?
El policía le daba la razón al reportero esta vez. Había visto cosas muy violentas, carentes de todo escrúpulo y sin humanidad en su esencia. Pero esto se le hacía raro y obsceno, y aunque se le podía ver cierto significado, no había algo que lo respaldara inmediatamente.
-No lo sé, y preferiría que no preguntara por eso. Vamos a hacer una investigación y se les darán los detalles después.
Jacobo Silver se alejó despacio.
-Gracias por la información, oficial. Ah, y por cierto, cuando le hagan la autopsia, fíjense bien. Le falta algo a su amigo-, dijo, mientras daba vuelta a la esquina del callejón, y señalaba el cadáver.
Buendía mostró los dientes, y no dejó que la burla del reportero le afectara más el día.
Entrada la tarde, Jacobo Silver salía de la pequeña oficina que ocupaba dentro de las oficinas del periódico. El tono de su teléfono le indicó que tenía una llamada. Se llevó el aparato al oído.
¿Cómo lo supo?-, dijo una voz conocida. Era el oficial Buendía, con un tono de voz que no dejaba lugar a dudas de su enojo y confusión.
-¿Acerca de qué, oficial?-, contestó el reportero, divertido y también intrigado.
-De que le faltaba el corazón al desdichado del callejón, Silver. Si esta es su forma de hacer noticias nuevas…
Silver soltó una carcajada.
-¡Es usted muy creativo, señor oficial! Pero créame cuando le digo que no hice eso. Sé que los reporteros de nota roja de antaño solían acomodar a los muertos y suicidas en poses para favorecer el dramatismo de sus fotografías y por ende, de sus notas. Pero sería incapaz de matar a alguien sólo por hacer noticia.
-¿Entonces cómo sabía usted que le faltaba el corazón?
-Hay que observar bien la situación, oficial, no basta sólo con ver lo que pasó. El cadáver tenía abierto el abdomen hasta el pecho, dónde se asomaban las costillas. En el hueco debajo de los dos pulmones, tras las costillas, siempre se asoma el corazón, o al menos una parte. En esta ocasión no se veía. Vamos, pensé que ya lo había visto…
-No juegue conmigo, Silver. ¿De qué está hablando?
Jacobo Silver adoptó una actitud más seria antes de hablar. Esto se estaba poniendo interesante.
-Véalo usted de este modo. Un asesino prácticamente invisible, a quién nadie vio, hasta donde sabemos y sólo hasta que el chico traumatizado recupere el habla. El cuerpo de un vagabundo a quién no fue difícil atraer y matar. Son hombres débiles, que por comida o drogas le harían caso a quién fuera. El cuerpo con el vientre abierto, sin corazón y con las extremidades estiradas a los cuatro horizontes. Y bajo él, la mancha de sangre con las huellas de un pie izquierdo marcadas alrededor, formando un círculo. ¿No lo ha visto?
Buendía suspiró, desesperado, antes de preguntar.
-No se vaya por las ramas, Silver. ¿De qué se trata?
-Es muy sencillo: el asesinato es un ritual, una especie de procesión de los muertos. ¿Qué mejor lugar que un sacrificio ritual que México Tenochtitlán? Aunque bueno, ya no es un lago ni existe el Templo Mayor. Tal vez el asesino vuelva a tomar una víctima más esta noche. Lo veré mañana, si es que pasa. Por ahora, tengo una cita y no quiero perdérmela por nada del mundo. ¿Quiere atrapar al asesino, oficial?
-Por supuesto, pero…
-No hay pero que valga. Los reporteros de nota roja sabemos que la gente así de enferma volverá a matar, porque la atención cuenta, y cada cuerpo que la gente vea en las calles es un punto extra. Si mañana hay un cuerpo más, yo invito el desayuno. Sanborns de la Casa de los Azulejos a primera hora. Buenas noches y cuidado con los muertos.
Cuando Silver colgó el teléfono, dos niños pasaron por la banqueta, corriendo. Uno de ellos vestido de vampiro, y el otro de un superhéroe que no alcanzó a distinguir. Los dos llevaban una canasta con forma de calabaza en la mano, en la cual ya llevaban algunos dulces.
Jacobo Silver siguió su camino, y después de algunas cuadras, llegó al Sanborns, a la hermosa Casa de los Azulejos. Tal vez la gente había olvidado que cerca de ahí habían matado a un hombre, porque el hermoso restaurante, que alguna vez fuese el patio interior de la casa, estaba lleno. El ambiente olía a chocolate y pan de muerto, y Jacobo pidió lo mismo. Sería una noche solitaria, aunque bastante mágica.
Frente a su mesa, una mujer de vestido rojo y largo cabello negro pasó corriendo. Alcanzó a mirarle, y en sus ojos pudo ver alegría, tal vez un gozo abrasador, como el fuego del rojo en su vestido. Brindó por ella con un sorbo de chocolate. Por ella y por los muertos.

domingo, 16 de abril de 2017

#UnAñoMás: El Asesino de Pascua (Domingo de Pascua)



El comandante Espinoza yacía en el suelo, con una mejilla pegada a la madera húmeda del suelo de aquella casa. Su vista regresaba poco a poco. Todo se veía borroso, y poco iluminado. Las sombras se reflejaban en el suelo y las paredes con un temblor incesante. La cabeza le dolía demasiado y sentía todo el cuerpo aún más adolorido. Trató de mover las manos, y aunque le respondieron, sentía cómo si las hubiesen aplastado con las llantas de un camión.
Cuando pudo incorporarse, a pesar del dolor de cabeza, encontró a Arturo en la silla, sentado y amarrado. La mano le sangraba, y el líquido carmesí le escurría por detrás, formando un pequeño charco bajo la silla. Tenía cara de asustado, a pesar de su tamaño. El comandante tardó un poco en levantarse para acercarse al muchacho y tratar de liberarlo.
-Lo comprendí muy tarde… Tú, tú no…
Una voz resonó al fondo de la casa vieja. Se escuchaba como apagada, un susurro.
-Arturo no hizo nada que yo no le dijera, comandante. Preferible que salvase su alma a que pensaran cosas malas de él. Pero si la gente deja de creer, ¿qué le queda a Dios para este mundo más que purificarlo?
De entre las sombras apareció el padre Miguel, aún vestido con su sotana, despeinado, casi cansado, pero tranquilo. El comandante Espinoza se quedó ahí, de pie, observando a aquel hombre con detenimiento. Ni siquiera llevaba un arma. ¿Cómo podía…?
-Tengo la duda, comandante. ¿Cómo supo la verdad?-. Las manos del padre estaban entrelazadas en su espalda, y hablaba con la misma serenidad que siempre.
-El dedo que dejó en la iglesia. A pesar de todo, ese dedo mutilado tenía la textura de alguien que trabaja. Áspero, lleno de callos y cicatrices. No podía ser de usted. El hombre del hábito negro que mató a Leonora, Eduviges y Felipe muertos justo detrás de la iglesia… Al ver aquel dedo, todo estaba un poco más claro, a excepción de…
-El Viernes, sí. Hace tiempo que había hablado con Arturo. Todos creían que él había matado a la pobre muchacha porque la habían visto con él. Pensé que podría ayudarme, acabando el trabajo que se supone debe de culminar. Arturo debe acabar conmigo, matarme, y después huir, esconderse para nunca más volver al pueblo. Tiene instrucciones necesarias para salvarse, para que nadie lo encuentre.
El comandante Espinoza miró primero al muchacho, que seguía atado a la silla, muerto de miedo y perdiendo sangre. Luego miró al padre, aún más confundido.
-¿Por qué hizo todo esto?
-Vivimos en un pueblo donde las tradiciones son importantes, comandante. Algo que ha perdurado años y años. Pero cada vez la gente cree menos. Dios está en todas partes y aún así no lo aprecian en sus ritos. No creen en el sacrificio, en la eucaristía, en el perdón de sus pecados. Sólo creen en sí mismos, y eso los lleva al egoísmo, a actuar por inercia y torpemente, sin encaminar sus pensamientos a nuestro Padre Celestial. Leonora murió para que la gente pudiese empezar a creer que alguien estaba tras de ellos, para que tuviesen temor y se acercaran más a Dios. Felipe murió por sacrificio, sangre y carne, el pan y el vino que necesita el hombre para vivir eternamente. Eduviges sabía demasiado, y había que acabar con su sarta de mentiras, antes de que la gente empezara a creerlas. Cuando vi que los fieles se asustarían, no me quedó otra alternativa. Tenían que perder al único hombre en el pueblo que aún cree en Dios…
-Por eso fingió el secuestro. Por eso Arturo le estaba ayudando. ¿El muchacho iba a matarlo para que el pueblo volviese a creer? Eso es enfermo…
El padre Miguel se acercó despacio hasta ambos, haciendo que el comandante se pusiera tenso.
-No es locura, comandante. La gente volverá a creer cuando el cuerpo de su querido padre Miguel aparezca en medio de la iglesia esta mañana. Se habrá consumado todo el plan, cada cosa que debía hacerse estará hecha. Y el pueblo sabrá que Dios los acompaña aún en los momentos difíciles. Arturo no pierde nada. Tengo bastante dinero para que se vaya de aquí. Todo estará bien, comandante, todo…
Cuando el padre Miguel ya estaba bastante cerca, el comandante sacó de su cinturón otra pistola, algo muy pequeño, que escondía siempre justo detrás de su espalda. El sacerdote dio un paso atrás, levantando las manos, sorprendido.
-No, padre. Ya no más locuras. Si la gente quiere creer en Dios, que sea por voluntad. Creo que el que debe irse es usted…
La pistola apuntaba al pecho del sacerdote, y ninguno de los dos se movía. El padre Miguel ni siquiera iba armado: había estado listo para morir, pero esa no era la forma.
-Hijo, entiende por favor…
-No quiero hacerle daño, padre. Será mejor que tome lo que tiene, y se vaya. Trataré de esconder sus acciones, y que nadie le haga daño. Pero por favor, detenga esta locura y márchese…
El padre Miguel bajó las manos. Se quedó quieto un momento, mirándolos a ambos sin decir nada. Después, se dio la vuelta y caminó directo hasta la puerta destartalada de aquel lugar abandonado.
-Hay cosas peores en este mundo, de las cuales sólo Dios mismo podría salvarnos, aparte del pecado. Cuide bien a su pueblo, comandante Espinoza. Lo van a necesitar…
El padre salió por la puerta, directo a la oscuridad penetrante de la madrugada. Sus pasos se escucharon entre la maleza y los árboles, y se detuvieron. El comandante se dio la vuelta, guardó su arma y empezó a ayudar al muchacho, que estaba pálido.
-Vámonos antes de que regrese. ¿Te sientes bien?
Arturo negó con la cabeza.
-No mucho… tengo nauseas…
-Es normal. Vamos a llevarte con el médico y…
Arturo ya estaba suelto, y cuando se levantó, algo se escuchó desde afuera. Ambos guardaron silencio para escuchar mejor.
-¿Quién es usted? ¿A qué ha venido?-, decía el padre Miguel, con voz trémula, asustado. Alguien más se movía entre las hojas de los árboles, alguien o algo…
-¡Aléjate, no…!
El sacerdote empezó a gritar, mientras se escuchaba el crujir de ramas, un forcejeo, un rugido en la noche, y los gritos de un hombre que agonizaba. Después, todo cesó. Algo se arrastraba de regreso entre la maleza, directo a esconderse en el cerro, entre los árboles más viejos.
-¿Qué fue eso?-, dijo Arturo, apoyándose en el hombro del comandante. Espinoza no supo que decir. Estaba más asustado, y temblaba.
-Tal vez Dios nos ha abandonado, muchacho. Vámonos de aquí…

Los hombres del comandante esperaban aún en el paso del arroyo seco. No querían moverse, y aunque pronto amanecería, esperaban ahí, acurrucados dentro de sus chamarras, cerca de los caballos. Urrieta estaba de pie, entre las sombras de los árboles. Los otros muchachos habían hecho una pequeña fogata entre las piedras secas. Así se aseguraban de que no quemaran nada por accidente.
-Ya se tardaron. Tal vez le pasó algo, o se perdió…-, empezó a decir Urrieta, preocupado por su comandante.
-No pasa nada. Si se perdió, tendremos que buscarlos cuando amanezca. Nos perderíamos también nosotros.
Urrieta conocía bien a ese muchacho. Era Juan Palomares, un muchacho que apenas sabía cómo se llamaba, pero que aún así era buen elemento.
-Sí, tienes razón. Aún así, se me hace estúpido esperar a que regresen… Estamos aquí como pendejos sin hacer nada. ¿Y sí…?
-¡No se preocupe, Urrieta! ¿No ha escuchado las leyendas de este cerro? Eso sí sería peor que ese tal Arturo…
Urrieta lo miró, frunciendo el ceño.
-¿Y qué leyendas te contaron?
Juan Palomares miró a todos sus compañeros. Los tenía bien atentos.
-Duendes, brujas, esas cosas…
Todos empezaron a reírse del pobre muchacho, incluso Urrieta dibujó una sonrisa discreta en su rostro.
-Así que duendes y brujas. ¿Alguna vez los has visto muchacho?
-Sí, claro que sí, ¡no es broma! Ronda por aquí una mujer, la reina de los duendes, que puede verse tan hermosa, pero cuando se da la vuelta es un demonio, algo horrible que se come a la gente. Muy pocos se han salvado y…
Un crujir de ramas hizo que todos saltaran y guardaran silencio. El único que reaccionó rápido fue Urrieta, sacando la pistola de su cinturón. Entre los árboles algo se había movido. Las hojas se mecían, y hasta una rama se había roto, cayendo al suelo con un sonido hueco.
-¿Qué es eso?-, exclamó Juan Palomares, pero nadie le respondía.
-Tal vez un mapache, o algo así. No se acercan nunca si hay una fogata. Tranquilos…-, decía Urrieta, mientras apuntaba a los árboles. Nada salió, ni las ramas volvieron a moverse. Volvió a guardar su pistola en el cinturón.
-Tal vez sea ella, la mujer duende…
Todos rieron, pero ahora más nerviosos. Juan no sabía que decir, porque estaba aún más asustado que los demás.
-Las brujas no existen, muchacho. Ahora voy a orinar, y espero todos sigan vivos cuando regrese…
Pero, al darse la vuelta, no sólo vio el camino de piedras secas delante de sí. Más allá, donde el arroyo seco se perdía entre los árboles, estaba una mujer, una figura envuelta en un camisón blanco, con el largo cabello negro cubriéndole el rostro. Descalza, caminaba despacio entre las piedras.
-¿Y usted quién es? ¿Está herida?-, dijo Urrieta, acercándose poco a poco a la mujer. Juan Palomares temblaba y todos los demás habían notado el miedo. Hasta los caballos se encabritaban.
La mujer se acercó, y su cabello se apartó del rostro. Los dientes afilados de un lobo, y aquellos ojos enloquecidos se abalanzaron contra Urrieta. Pronto amanecería…

sábado, 15 de abril de 2017

#UnAñoMás: El Asesino de Pascua (Sábado de Gloria)



Durante la mañana del sábado, una bruma cubrió el pueblo, que desde temprano ya empezaba a mostrar señales de actividad. Los hombres salían a sus trabajos, y algunas mujeres se despertaban temprano para comprar cosas para la comida. Pero aquel sábado, no había nadie. Todos estaban en sus casas, y hasta el momento del amanecer, la gente seguía sin salir. Solo unos cuantos caminaban presurosos, y se perdían entre los callejones.
La policía era la única que patrullaba en las calles. La tarde anterior, el comandante Espinoza había desaparecido solo entre los árboles, buscando las pistas de aquel caballo negro, pero sin éxito. Había regresado en la noche, cansado, aterrado, y enfurecido. No había dirigido a nadie la palabra, pero él había visto ese rostro, el de Arturo cabalgando entre el polvo, con el padre Miguel inconsciente sobre el caballo.
Espinoza había sido el primero en patrullar las calles por la mañana del sábado, mientras los demás se dedicaban a buscar cualquier pista entre los callejones. El comandante se bajó de su caballo, dejándolo frente a los escalones de la iglesia. Entró, y sintió el vacío, la ausencia y la soledad. A pesar de que afuera empezaba a hacer calor, ahí dentro hacía frío. Los santos lo veían desde arriba, algunos ángeles en el techo observaban hacía arriba, hacia la cúpula, buscando la luz. Al fondo, volvía a estar colgado el crucifijo, detrás del altar. Alguien lo había rescatado del suelo, y le faltaba un brazo, y la mitad de la cara, que había sido pisoteada por el caballo negro.
El comandante se persignó, y se sentó en una de las bancas, apartado del altar. El sonido de sus pasos era atronador, y retumbaba en las paredes y el yeso de las columnas que adornaban todos los arcos. Miró hacia el crucifijo, buscando el único ojo que le quedaba al Cristo.
-Ayúdame a encontrar al padre con vida. Sé que no soy muy creyente. Sé que las cosas no son cómo quisieras. Tal vez la gente esté perdiendo la fe, pero no todos tienen que pagar el castigo. Si esto es tu voluntad, cambia de parecer. Perdona a los inocentes. Salva a quienes no tienen la culpa de nuestros pecados…
Una mano le tocó el hombro, y el comandante se dio la vuelta, asustado, porque un hombre con un hábito negro apareció tras de él. Alcanzó a sacar la pistola de la funda, pero se dio cuenta rápidamente que no era Arturo. Era uno de los monjes del monasterio, aquellos que le ayudaban a los sacerdotes en la Semana Santa y otras fiestas religiosas.
-Comandante, lo siento mucho, pero vi su caballo y…
-¡Dios, no…! No se preocupe, me asustó solamente. ¿Para qué soy bueno?
El monje miró al comandante un largo rato, sin decir nada. El silencio era incómodo.
-El padre Miguel… Todos estamos preocupados por él. Las misas de hoy se cancelaron, lamentablemente, porque nadie está capacitado para darlas. ¿Tienen alguna pista?
El muchacho del hábito negro tenía las manos entrelazadas bajo las mangas, y se veía bastante nervioso. El comandante lo vio con precaución.
-No, aún no. Vamos a buscar por grupos en el cerro. No se nos va a escapar.
-Eso es bueno. Yo… Dios, comandante, mire…
Sacó las manos de entre las mangas de algodón, y le mostró algo. Era una caja de madera, bastante horrible, como si alguien la hubiese quemado. Se la extendió al comandante, y este la tomó, algo desconfiado. Algo daba vueltas dentro, como una piedra. Levantó la tapa con cuidado.
Aquello no se lo esperaba. Era un dedo, la mitad de uno, cortado con algo mal afilado, ya que tenía los jirones de carne ahí dónde le habían pasado el filo. El hueso se asomaba entre la carne, astillado. El dedo había perdido su color, y empezaba a ponerse morado. En el fondo de la tapa había algo, un papel lleno de manchas de sangre y tierra, con una sola palabra escrita: BÚSQUEME.
-¿Quién le dio esto?-, preguntó el comandante, aterrorizado.
-Lo encontré en la mañana, cuando estaba limpiando. Alguien lo había dejado en el altar. Entró en la noche. ¿Es del padre?
-No lo sé…
El comandante miró de nuevo el dedo. Tenía algo extraño. Le dio la vuelta con la punta de sus propios dedos, y vio más a detalle. La uña estaba comida, como desgastada, y la yema sucia, áspera…
-Tengo que irme. Por favor, guarde esto. Volveré pronto.
El comandante salió corriendo de la iglesia, dejando al monje con la caja entre las manos, en silencio y bastante confundido.
Uno de los compañeros de la policía se había detenido en la iglesia al ver el caballo del comandante, y cuando vio a su jefe montándose en él, se apresuró a acercarse a él.
-¡Llama a cuatro o cinco de los muchachos, los de los caballos más rápidos! Vamos a buscar al padre al cerro. Creo que sé donde está.
El otro compañero llamó por el radio a los muchachos, y cuando se encontraron todos en la avenida principal, cabalgaron hacía el camino de tierra por dónde el jinete negro había aparecido. Cruzaron los árboles y matorrales, y se adentraron en el cerro, espantando a algunos pájaros. El sonido de los cascos de los caballos se apagó un poco por el zacate y el lodo, y los hombres trataban de esquivar algunas de las ramas que se encontraban más abajo.
-¡¿A dónde vamos?!-, preguntó uno de los policías. Los seis elementos iban siguiendo al comandante, y este trataba de tomar la ruta más segura y con menos obstáculos.
-¡Síganme nada más! ¡Cuándo lleguemos, nos paramos y les daré instrucciones!
Cabalgaron un rato más, amparados por las sombras de los árboles. Después de un momento, se detuvieron, en un lugar amplio donde no había tantos árboles, pero si piedras de río. Era algo parecido a un arroyo seco.
-Quédense aquí. Voy a entrar por ese camino. Va hacia el viejo molino de Don Chema. Ya está abandonado, pero si vamos todos, nos va a escuchar. Si hay problemas, escucharán un disparo o más. Ahí podrán entrar. Quédense al pendiente…
Todos los demás asintieron, mientras el comandante Espinoza se bajaba del caballo, para caminar más allá de aquellas piedras secas.
El camino antiguo que llevaba al viejo molino era ahora solo tierra y algunas piedras rotas ocultas entre el pasto. Los árboles que crecían por ahí eran aún más espesos y le daban al lugar una sensación horrible de claustrofobia. Era como caminar en un largo pasillo encerrado. El comandante Espinoza llevaba la pistola por debajo de la cintura, escuchando y mirando al frente, vigilando todo a su alrededor. Sólo se veían las sombras de los árboles más pequeños, un conejo que pasó saltando por ahí y algunos pájaros encaramados en las ramas, sin prestar atención.
El sonido de unos pasos a lo lejos lo hizo detenerse y vigilar. A parte de su respiración, no podía verse nada. No había nada más que sombras, piedras y ramas.
Siguió caminando, mientras la tarde llegaba, añadiendo más oscuridad al paraje. A pesar de que había dejado atrás el arroyo, cuando este aún fluía podía extenderse mucho más, dando vueltas imprevistas. Pensó que otra vez había regresado de dónde había partido, pero se dio cuenta que era otro segmento del arroyo seco, este un poco más profundo y que ahora parecía una zanja o trinchera rellena de piedras grises y moteadas de marrón.
A unos metros, oculto entre zarzales y plantas de hiedra, estaba el viejo molino, una pequeña casita con agujeros en las paredes, la ventana tapiada con maderas y la vieja rueda aún en su lugar, flotando a casi medio metro dentro del arroyo seco. Una lagartija grande corrió desde el tejado hasta el suelo, moviendo las hojas de las plantas cuando saltó a una de ellas.
Otra vez pasos, esta vez, de dentro de la casa. Alguien caminaba despacio, como dando vueltas, aunque por la oscuridad y la ventana tapiada, no alcanzaba a ver ni siquiera la sombra. Levantó el arma, y empezó a avanzar poco a poco, tratando de no resbalarse con las piedras flojas o con alguna rama de los viejos árboles que rodeaban en arroyo.
Cuando volvió a subir por el otro lado, miró más de cerca la casa abandonada. La puerta estaba a medio abrir, de lado, casi por caerse, y se mecía con el poco aire que pasaba por entre las ramas de los árboles. Avanzó despacio, mientras sus botas dejaban huellas profundas en la tierra.
Pasó a través del umbral de la puerta, y a pesar del clima templado afuera, ahí dentro hacía frio. Las paredes lucían negras, con moho y musgo en las esquinas. Entró con cuidado, pero la madera del piso crujía. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, se dio cuenta que ahí no había nadie. Quien fuera se había salido, o tal vez estaba escondido.
-¿Padre?-, dijo el comandante, en un susurro. Nadie le contestó. Se escuchaba el murmullo de los árboles allá afuera, y el caminar de ratas y cucarachas entre la madera.
-¿Padr…?
El comandante tropezó con algo, una lata tal vez, por el sonido que había hecho, y cayó de bruces. Alcanzó a sostenerse con ambas manos, soltando la pistola, que salió dando tumbos en la oscuridad.
-Comandante…
La voz era de alguien entre la oscuridad. Se escuchaba mal, como alguien enfermo. Aún a gatas, el comandante Espinoza trató de buscar con las manos y su escasa vista. Era un susurro que provenía de una de las esquinas de aquel lugar.
Pero no tuvo que buscar a tientas o avanzar para ver el rostro de aquel que le había hablado. En la esquina de la casa estaba Arturo, agazapado, herido y agarrándose una mano ensangrentada con la otra. Una luz iba alumbrando todo despacio, una luz que provenía detrás de él. No hubo tiempo para nada.
El comandante trató de darse la vuelta, y en cuanto se levantó, algo le golpeó la cabeza. Cayó, y todo fue de nuevo oscuridad.
 
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