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sábado, 6 de enero de 2018

#UnAñoMás: Luces de Navidad [FINAL] (Día de Reyes)



Cómo no tenía a dónde ir, Sonia dio vueltas por la tarde en un taxi, aquel día en el que había abandonado a Juan Diego, y junto al bebé, decidió quedarse al final en la casa de su vecino, sin que nadie viera que ella estaba ahí.
Isidro vivía con su madre en la esquina de la calle, cerca de la avenida que delimitaba aquel pueblo. Alguna vez, Sonia y él habían tenido algo que ver, y muy a pesar del destino, aún se hablaban bien. Aquella vez, sin embargo, necesitaba de su ayuda, y tanto Isidro como su madre no se negaron a dársela. La dejaron quedarse, y cuidaban bien al bebé, que ni con extraños parecía portarse mal.
-Gracias por todo lo que has hecho, conmigo y con el bebé. No sé cómo pagarte todo esto. Nos dejas dormir aquí, y la comida…
Isidro negó con la cabeza. Tenía cargando al pequeño Arturo en sus brazos, mientras el bebé se entretenía mordiendo un pequeño juguete de goma especial para eso. Había sido su regalo de Reyes, un pequeño detalle que Isidro le había dado, junto con un enorme paquete de pañales, cortesía de doña Mercedes, quién estaba encantada con el bebé.
-No tienes que agradecer nada. No tenían a donde ir, ¿cómo los iba a dejar en la calle o que se durmieran en cualquier hotel? No: esta es tú casa y el bebé y tú son bienvenidos.
Un momento de silencio incómodo antes de que él volviese a tomar la palabra.
-¿Qué vas a hacer con Juan Diego? ¿Vas a regresar?
La que negó con la cabeza esta vez fue Sonia.
-No: puede quedarse con aquel… Ya sabes de quién hablo. No pienso regresar, ni dejar que se salga con la suya, Isidro. Mi niño no va a vivir en un lugar así, no por ahora. Que entienda Arturo primero por qué lo hice, y luego podrá verlo. Mientras, prefiero cuidar yo sola de mi hijo. Puedo trabajar aquí en tu casa, o en alguna otra parte, pero a Arturo no le va a faltar nada y...
Aunque traía al bebé entre brazos, Isidro le dio un beso a Sandra, sujetando bien a Arturo, quién ni siquiera se inmutó. Ella sintió los labios de él contra los suyos. En secreto, lo buscaba, pero no se animaba a decirlo. Ni siquiera hablando sola, Sonia podría admitir que sentía algo por aquel muchacho. Pero ahora, solos ahí, junto a su bebé, podía sentirse más segura, y amada de alguna manera.
-Gracias por eso-, dijo Isidro. Ella se empezó a reír, sonrojada.
-La que debería dar gracias soy yo. ¿Por qué agradeces?
-Por estar aquí.
Ahora fue Sonia quién abrazó a Isidro, aplastando por poco a Arturito entre ambos. Así se quedaron los dos un buen rato, mientras la tarde se convertía en noche.
Afuera hacía frío, no tanto como hace días. La calle estaba solitaria, pues los niños ya estaban dentro, jugando con sus juguetes o disfrutando de sus celulares nuevos. La casa de Juan Diego lucía apagada, abandonada. Y en la pared de afuera, sólo podía verse la silueta de un hombre. Juan tomó de nuevo el aerosol de la pintura, y dejó una nueva letra plasmada en la pared. YO MATÉ A JUAN DIEGO. VANESSA. Sonrió, y mientras guardaba el aerosol en su mochila, entre su ropa limpia y el diario dónde escribía cada cosa, cada crimen, sonrió. La culpa no sería suya. Dejaría aquel pueblo, para moverse, para olvidar que alguna vez había matado, a la luz de una serie de navidad en un árbol hermoso y frondoso.

No lo sabía, pero tal vez se mudaría a un nuevo lugar. A la playa, a Veracruz, a dónde fuera. No vio que arriba suyo parpadeaba, muy a lo lejos, una luz ambarina entre las nubes de invierno.

jueves, 28 de diciembre de 2017

#UnAñoMás: Luces de Navidad [PARTE XII] (Día de los Inocentes)



Aquel día jueves, Sonia salió de su casa con el bebé en brazos, bien cubierto con una cobija abrigadora, para evitar que se enfermara con el frío. Saldría a comprar algunas cosas en lo que Juan Diego se ponía a arreglar la cuna del bebé. No quería que durmiera con ellos, ya que podían lastimarlo.
Mientras caminaba, distraída por la acera, chocó contra un hombre. Aquel sujeto, alto, delgado, de rostro serio, le miró un tanto extrañado, y aún así, no pudo disimular una expresión de dolor en el rostro. Sonia, aferrada bien al bebé, se dio cuenta: le había derramado el café sin querer en una de las manos.
-¡Oh por Dios, lo siento, lo siento! No lo vi, oh no, cuanto lo siento… No quise…
El muchacho se sacudió la mano y sonrió levemente.
-Ah, no se preocupe, sólo es una quemadura leve. Yo lo arreglo…
-No, por favor, permítame.
De su bolso, Sonia sacó una toallita húmeda, de esas que le ayudaban a limpiar al pequeño Arturo cuando se manchaba la boca de leche o al quitarle el pañal. La quemadura se alivió un poco, aunque la pálida mano de aquel muchacho se tornó rojiza.
-Eso lo alivió un poco, señora…
-Soy Sonia. Disculpe, soy una distraída. Llevo al bebé en brazos y venía pensando en las compras y… Ay no, que tonta he sido.
El muchacho volvió a sonreír.
-No pasa nada, no se alarme. Estaré bien. En fin, tengo que ir a un lugar cerca de aquí. Vaya con cuidado, y cuide a ese bonito bebé…
Sonia sonrió al desconocido, antes de que él se diera la vuelta. Le perdió de vista, y ella siguió caminando hacía el supermercado, con cuidado a cada paso.
Compró comida y algunos pañales para el bebé, y se formó en la fila de la caja, mientras la música navideña se dejaba escuchar en los altavoces del supermercado. La gente ya llevaba sus cosas, y aunque iban lento, eso le permitió disfrutar a su bebé. Arturo dormía plácidamente en sus brazos, y aunque eso le costaba manejar las bolsas, no le importaba. Amaba a su pequeño.
Después de subir las bolsas de mercancía en un taxi, se dirigió a casa. El viaje fue tranquilo. Podía sentir al bebé retorciéndose entre sus brazos, ya despierto, abriendo sus pequeños ojitos y moviendo sus manos, como buscando algo.
El llanto de hambre de Arturo se dejó escuchar en el momento justo cuando ambos bajaban del taxi. Ella cargó las bolsas con cuidado, mientras el auto se alejaba.
-No llores bebé, ya vamos a llegar. Te voy a dar tu leche, mi chiquito. Espérame un ratito…
La puerta se abrió inmediatamente, y eso a Sonia le extrañó. Adentro de la estancia, hacía un calor agradable. Dejando las bolsas en la entrada, y cerrando como pudo la puerta tras de sí, la muchacha caminó dentro de su casa.
-Ya llegué amor. El bebé ya tiene hambre y…
Se quedó muda, con una expresión de terror en los ojos, y muda del asombro. Sólo se escuchaba el llanto de Arturo, pidiendo de comer. Pero ella no le escuchaba ya.
En la estancia, sobre la alfombra, estaba Juan Diego, desnudo, besándose con aquel desconocido del café.

lunes, 25 de diciembre de 2017

#UnAñoMás: Luces de Navidad [PARTE XI] (Navidad)



Juan Diego se despertó de repente. Una pesadilla horrible le había hecho saltar sobre el sillón, y hasta el control de la televisión se le había caído. En la tele daban una película navideña.
Al instante, el muchacho recordó todo.
Era Navidad. Y la pesadilla no era nada más que una estupidez de una película que hace poco había ido a ver con su esposa. De repente, la muchacha cruzó el pasillo de la cocina hacia las habitaciones.
-¿Otra vez te quedaste dormido?-, dijo Sonia, acercándose hasta su marido, quién le sonrió, entrecerrando los ojos tras los anteojos.
-De repente olvidé que era Navidad, eso es todo. Y sí, me quedé dormido viendo esta tontería…
Juan Diego tomó a Sonia por la cintura, y la acercó a él, sentándola en sus piernas. Le dio un tierno beso en la nariz, y otro en la boca, el cual ella respondió, y le sonrió.
Tengo que ir a ver a ya sabes quién. Voy a traerlo, está algo inquieto.
Juan Diego asintió, y dejó que su esposa se fuera hacía la habitación. Mientras ella desaparecía en el pasillo, Juan Diego pudo mirar un rato hacía la esquina de la estancia. Ahí descansaba un hermoso árbol navideño, adornado con enormes esferas, y a sus pies, un enorme nacimiento, con todos los personajes acomodados. Pero lo que lo ensimismó fueron las luces: amarillas, rojas, azules y verdes, danzando alrededor del árbol. Era como un extraño baile entre la oscuridad y las pequeñas ramas artificiales, luces pequeñas que destellaban en la superficie de todas aquellas esferas…
Sonia regresó a la sala, esta vez con el pequeño Arturo entre sus brazos. Estaba envuelto en varias cobijas calientitas, y no lloraba, ni siquiera se movía. El calor de su cuna le había hipnotizado, y dormía tan profundamente como si nunca hubiese dormido en su corta vida.
-Mira, alguien vino a visitarte…
Ella le dejó suavemente al bebé entre los brazos, y Juan Diego se sintió aún más dichoso que el día que lo había visto por primera vez. Aquel día, mientras la enfermera se lo prestaba, no había podido evitar soltar lágrimas de felicidad. Ahora, no estaba en el hospital, y una enfermera no tenía a su bebé todo el tiempo. Era su casa, cálida, con olor a ponche y pavo de la noche anterior. Y era su propia esposa la que le daba a su bebé para que lo sostuviera en brazos todo el tiempo que quisiera, incluso una eternidad.

Era muy feliz.

domingo, 24 de diciembre de 2017

#UnAñoMás: Luces de Navidad [PARTE X] (Última Posada y Nochebuena)

Die Glocke (La Campana, en alemán), un supuesto proyecto nazi de una nave que fusionaba tecnología humana y extraterrestre para ser usada tanto en armamento, como en viajes espacio-temporales.


Era ya un poco tarde cuando Isidro se despertó. Aún tenía puesto el casco, pero estaba aturdido y adolorido. El costado derecho dolía tanto como una puñalada entre las costillas, y una de sus piernas le escocía horrores. Apenas si pudo levantarse, y quitarse el casco. Sudaba demasiado, y pudo observar con más claridad aquella escena.
La calle estaba llena de cuerpos. La gente de la calle yacía en el asfalto, sin moverse. Reconoció a doña Isabel, y a doña Remedios. Ahí estaba también Vanessa, y todos los demás. Niños, adultos, todos parecían haber muerto ahí.
A lo lejos, la sirena de los bomberos se dejaba escuchar, y un frenar de coche y el choque posterior hicieron que Isidro volteara. Un auto se había estampado contra un poste, del lado opuesto de la calle al de la avenida. Al mirar hacía allá, sus ojos rápidamente miraron a todas direcciones en la colonia. Algunas casas ardían, el humo se levantaba por todas partes. Había coches abandonados a medio camino, y algunos gritos aislados se escuchaban por doquier.
Un pequeño ruido llamó su atención. Alguien tocaba por la ventana. Era Sonia, su vecina embarazada. Le miraba con premura, y tocaba de nuevo, llamándole. Como pudo, Isidro se puso en camino, cojeando un poco y agarrándose la costilla rota con un brazo. Sonia le abrió la puerta y salió para ayudarle a caminar el último tramo.
-¿Qué está pasando?-, le preguntó él.
Ella negó con la cabeza.
-Estaba viendo las noticias, pero no dicen mucho. La gente sale corriendo de sus casas, y el ejército ha salido a la calle. Hay luces por todas partes, pero a mediodía no se ven sobre el cielo. No sé qué…
En ese instante, un estruendo asoló la calle, e hizo que Sonia gritara, agachándose y cubriéndose la cabeza. Isidro no lo pensó dos veces: se asomó por la ventana, que estaba rota.
El humo de una casa que había estallado por completo no le dejaba ver, pero ahí afuera ya había gente. Al menos una docena de soldados con trajes rojos, botas negras y armas largas entre los brazos, caminaban lentamente entre los cuerpos de la gente que aún yacían en el asfalto. Uno de los soldados se agachó, y revisó a una de las mujeres de la calle.
-Todos están muertos. Busquen sobrevivientes. Sáquenlos de las casas y pónganlos en lugares seguros…
Los soldados se dispersaron, buscando a personas que aún estuvieran vivas, aunque no se dirigieron directamente a la casa de Sonia. Isidro se dio la media vuelta para percatarse de que la chica ya estaba en el suelo, resoplando, muy pálida y preocupada.
-¿Estás herida? Dime…
Se acercó a ella como pudo, y se dio cuenta que aquello no era nada comparado con una herida: Sonia estaba a punto de tener a su bebé. Las sombras dentro de la casa se hacían más notorias, por el humo y la hora. Estaba a punto de anochecer.
-Tengo que llevarte con ellos. No puedes tener al bebé aquí o…
-¡Ayúdame, ayúdame, sácalo tú! Sé que puedes, ya me está doliendo mucho…
-No puedo, no sé cómo. Ellos te llevarán a un lugar seguro, vamos…
Trató de ayudarla a levantarse, pero el dolor de las contracciones era peor, y no pudo evitar gritar. Sonia se debatía entre el miedo, y el dolor, y sus gritos atrajeron a los solados, quienes empujaron la puerta a patadas hasta que estuvieron dentro.
Isidro los vio. Eran hombres comunes y corrientes, a excepción de sus uniformes, de un color rojo intenso bastante lustroso. Sobre el pecho se podía ver un símbolo que al muchacho le dio un escalofrío. Era una esvástica negra, sobre un círculo blanco.
-¿Quiénes son ustedes?-, preguntó el muchacho, aterrado.
-No importa, los vamos a sacar de aquí. ¿Qué le pasa?
-Va a tener a su bebé. Tienen que sacarla por favor…
Otra explosión, pero esta vez, la fachada de la casa había estallado. Uno de los soldados saltó en pedazos, mientras que el otro se abalanzó contra Sonia. Mientras los restos de la casa caían por todas partes, e Isidro trataba de arrastrarse entre piedras y yeso, el soldado agarraba a Sonia por la cintura, y la llevaba hasta el otro extremo.
Afuera, todo era un caos. Los soldados disparaban a las luces, una ambarina y la otra de un azul eléctrico muy intenso, las cuales parecían lanzar sus propios pedazos de luz y materia a los soldados. Alrededor de las luces algo más volaba: era una especie de nave, una campana gigante de metal que zumbaba, y que disparaba a las luces sin éxito. Aquella extraña campana voladora también lucía la esvástica en su superficie, como si hubiese sido tallada en el metal.
Isidro alcanzó a observar al soldado, quién se había puesto de frente a Sonia, y mantenía sus piernas abiertas para recibir al bebé. Ella gritaba, y de su frente escurría sangre.
-¡Ya viene, puja, no grites, empuja…!
La muchacha trataba de empujar, mientras afuera, los disparos se hicieron más intensos. Uno de los soldados gritó algo incomprensible, y las luces empezaron una danza aún más rápida, y el mundo alrededor se iluminó en blanco. Lo último que pudo ver Isidro fue el rostro de Sonia, mientras gritaba, y el bebé que acaba de salir de su cuerpo empezaba a llorar.

martes, 19 de diciembre de 2017

#UnAñoMás: Luces de Navidad [PARTE V] (Cuarta Posada)

Los reflectores apuntan hacia extraños objetos luminosos en el cielo, en el evento conocido como "Batalla en Los Angeles" (1942)


Sonia estaba embarazada. En la clínica le habían dicho que sería niño, aunque a ella no le importaba. Era algo maravilloso. Podía sentir sus pataditas, todo su cuerpo acomodándose ya hacia abajo, como esperando el día para salir, y cuando ella tenía hambre, aquella personita también se alborotaba, y a veces lastimaba, pero a ella le daba risa. Era un gracioso bebé, que estaba emocionado cuando ella también.
Aquella tarde, sin embargo, el bebé no se movió demasiado, porque Sonia había visto algo a través de la ventana por la que casi siempre veía. Juan, su marido, un bueno para nada, le había tocado un glúteo a la vecina, Vanessa, en plena calle, mientras ellos creían que nadie los veía.
El descarado venía de camino a casa, cruzando la banqueta, y ella, sin tardar, se sentó en su mecedora. Cuando Juan entró a la casa, ella fingió estar leyendo una revista.
-Ya llegué-, dijo Juan, cerrando la puerta tras de sí. Ni siquiera se acercó a su esposa, y a Sonia no le importaba.
-¿Vas a comer algo?-, le preguntó ella, sin apartar la vista de su lectura falsa.
-No tengo hambre. ¿Tú?
Sonia tardó un momento en contestar. Apretó fuerte el borde de la revista, y hasta pensó que las hojas le harían daño. Estaba dándose valor.
-Tampoco tengo hambre. Sólo pensé que la nalga de esa puta no había sido suficiente comida…
Sonia sintió el tirón de cabello, cuando Juan la alcanzó con una mano. Le dolía, y el bebé se retorcía en el vientre con furia y miedo.
-¿Qué viste, eh? ¡Te estoy hablando, pendeja! ¿Qué chingados viste?
-¡Le estabas agarrando la cola a esa puta! ¡Es una menor de edad! Si doña Remedios se entera de lo que le haces a su hija… Eres un degenerado, ¡un maldito cerdo!
Juan jaló más fuerte a Sonia, haciendo que esta cayera al suelo, mientras la mecedora se balanceaba con fuerza. Aunque ella cayó de rodillas, no pudo evitar tirar con las manos una cajita que usaba para costuras. Los hilos, las agujas, y unas tijeras cayeron alrededor de sus manos, que se apoyaban bien fuertes para no lastimar al bebé.
-¡Suéltame, Juan, por favor! ¡El bebé!
-¡Me vale madres, eres una estúpida! Si me acuesto con ella es porque es una mujer que sí me complace, aunque sea una chamaca tonta. Pero me gusta cómo se mueve, y no es una inútil como tú… ¡Levántate!
Juan le soltó el cabello, y aunque ella se aguantaba las lágrimas, fue imposible dejar de ser fuerte. Le corrían las enormes gotas por las mejillas, y tardó un momento en ponerse de pie. Él ya estaba de espaldas, mirando hacía la pared contraria a la puerta. La mecedora aún se movía de atrás hacía delante. Sonia tenía las tijeras entre las manos, y le dolían las rodillas, pero no se quejaba.
-Además, no puedes hacer nada. Con esa panza, ¿qué vas a sacar de todo esto?
-Esto…
Con las fuerzas que le quedaban en la mano, y empuñando fuertemente las tijeras, Sonia le clavó la punta de estas a Juan en el hombro. El dolor le recorrió el cuerpo y le hizo soltar un alarido de terror horrible, que hasta ella le hizo retroceder. Aún con las tijeras entre los dedos, Sonia se acercó más a su marido, y cuando este volteó para confrontarla, lleno de ira y con el rostro rojo y furioso, ella volvió a clavar las tijeras.
Esta vez no falló, y la punta del instrumento metálico fue a dar contra el ojo. La sangre salpicó, y aunque Juan gritó un poco, el impacto había sido mortal. Las tijeras se hundieron más en su cavidad, y se alojaron en el cerebro. Murió casi al instante, pero tardó en caer. Sonia tuvo que dejar las tijeras en el ojo de su marido, y cuando el cuerpo quedó inmóvil en el suelo, le miró con desprecio. El bebé se movía despacio, como anticipando la felicidad de su madre, y la mezcla de toda esa dicha con el miedo de tener el cadáver de su esposo en el suelo.
-No pienso compartirte con nadie más, estúpido. Ahora el problema es… ¿qué voy a hacer contigo?

Le soltó una patada en la pierna, y se sentó de nuevo en la mecedora, sonriendo y acariciando su vientre.

miércoles, 10 de mayo de 2017

#UnAñoMás: Mamá Valiente (Día de la Madre)



Elena había quedado embarazada, y era su deseo cuidar del bebé. A los 22 años había dado a luz, y le había puesto Javier al pequeño. A pesar de que el bebé llevaba los apellidos de sus padres, Elena jamás había recibido el apoyo de ambos. Era como si hubiesen olvidado a su hija. A pesar de todo, seguía adelante. Un par de amigas habían ayudado a la chica a conseguir dónde quedarse y, mientras se recuperaba, también le ayudaban a cuidar al bebé. No tardó en conseguir un trabajo, y cada tarde regresaba junto a su pequeño Javier a dormir en un sofá viejo, cansada, pero feliz.
Una noche de sábado, cansada del trabajo, Elena se llevó al pequeño bebé consigo a la cama y se quedaron dormidos. Durante la madrugada, un extraño sonido la despertó, aunque Javier seguía cómodamente dormido entre sus brazos. Venía de la ventana: algo rascaba en el cristal. A pesar de que la luz de la calle entraba directamente por la ventana, Elena no pudo ver nada. Tal vez había sido un pequeño gato o un pájaro queriendo entrar, aunque no escuchaba nada más que el rasguño incesante en la ventana.
Al otro día, su amiga Martha le acompañó para cuidar al bebé y platicar. Mientras Javier dormía en los brazos de Martha, Elena preparaba la comida.
-¿Has descansado bien?-, le preguntó Martha a su amiga.
-Sí, un poco. Anoche algo estaba haciendo ruido en la ventana pero no alcancé a ver que era. Me quedé pensando en eso… ¿No crees que haya sido…?
Martha sabía bien de quién se trataba. El innombrable padre de aquel hermoso bebé.
-No lo creo. No sería tan idiota para entrar por la ventana en la noche. Además, ni siquiera sabe dónde vives ahora. Perdería el tiempo yendo a buscarte a casa de tus papás. Tú tranquila amiga…
Elena sonrió, algo más tranquila. Se sentaron a comer, y aunque el pequeño Javier lloró un poco, su mamá lo tranquilizó dándole leche de su pecho, y Martha se la pasó contándole las novedades de sus amigas. Después de un día ameno, de risas y comida, las amigas se despidieron. Martha había prometido volver en la semana, sólo para ver cómo estaban.
El martes, la señora a la que Elena le hacía la limpieza le dio el día, por ser el día de las madres. Martha y las amigas de la chica salieron con ella, a pasear y a tomarse fotos con el adorable bebé, que al menos estaba feliz por salir de casa. Después del paseo y la comida, incluso de un par de mensajes de sus papás, Elena regresó a casa. Tendría que descansar, pues al otro día volvía al trabajo. Bañó al pequeño Javier y le dio más leche. Se quedó dormido casi antes de las diez. Ella hizo tiempo viendo las noticias, donde aparecía una de un maestro que, por seducir a su alumna, había cometido no sé qué crimen… Tenía sueño cuando se fue a acostar junto con Javier, y sus ojos se cerraron casi de inmediato.
Hasta que aquel sonido en la ventana la volvió a despertar. Esta vez era inconfundible: las patas o las garras de algún animal estaba arañando la ventana, y quería entrar. Elena se levantó sin hacer tanto ruido para el bebé, y se asomó quitando la cortina. Ahí afuera no había nada más que la calle solitaria y un leve viento que soplaba. Abrió la ventana y se asomó. Nada: todo estaba en silencio.
El aleteo furioso de un pájaro rompió el silencio y el animal entró por la ventana, haciendo que Elena soltara un grito. Cerró la ventana, pero el ave ya estaba dentro. Escuchaba sus patas caminando por el suelo del cuarto, y los pequeños gemidos de Javier, asustado. El ave soltó un gorjeo. Ni siquiera podía ver en la oscuridad. Escuchaba sus alas, sus plumas rozando las paredes y la cama, y luego el silencio, cuando el aleteo del ave se detuvo justo encima de la cama.
Sus ojos, pensó al instante Elena. Aterrada, se acercó lo más lento que pudo a la cama. Su vista se iba adaptando poco a poco a la oscuridad. El miedo la atenazaba, y pensó que vería a aquel pajarraco sobre su bebé, picándole los ojos. Pero el pájaro se había ido: en su lugar, había una figura, una mujer grande, sentada en la orilla de la cama, con el pequeño Javier entre sus brazos.
La mujer le cantaba con voz dulce al pequeño, y lo calmaba con su arrullo. Sus manos eran largas, con dedos delgados y afilados. Iba vestida completamente de negro, con zapatos altos y una blusa cerrada hasta el cuello. Su rostro era raro. Un cuello muy largo, y un rostro demasiado pequeño. Miraba a la chica con ojos fijos, unos ojos color naranja que parecían brillar en la oscuridad.
-Mira que precioso bebé. Tan lindo, tan suave, y tan delicioso…
La voz de aquella mujer era rasposa, no como su canto. Tenía algo de animal, como la de aquel pájaro…
-¿Quién es usted?
La mujer soltó una risita áspera, como si tuviese algo atorado en aquella larga garganta.
-No te preocupes. Me llevaré a este bebé, y me lo voy a comer. Eso es lo que hacemos las de nuestra calaña…
Elena siempre había escuchado historias: mujeres que se transformaban en ave para entrar a las casas y llevarse a los bebés. Eran leyendas, pura fantasía. Pero aquella mujer, su apariencia, y el ave…
-Por favor, no se lo lleve…
La mujer acarició la mejilla del bebé, quién se movió sólo un poquito.
-No puedes detenerme. Esto es así. Escogí al bebé, y ahora debe alimentarme… Tengo tanta hambre…
La mujer abrió la boca, un enorme saco viejo sin dientes, una lengua marchita y el aliento muerto, y la acercó al bebé. Elena gritó y se lanzó contra la mujer. Alcanzó a golpearla en el rostro, y agarró una de sus manos largas y duras con ambas suyas. La mujer de negro se detuvo, mirando a Elena con furia y desconcierto.
-¡Deja a mi bebé, es lo único que me queda, por favor…!-, gritaba Elena, sollozando, mientras sus manos hacían un esfuerzo sobrehumano porque aquella mano soltara a Javier, quién aún dormía, ajeno a lo que pasaba.
Aquella mujer volvió a mirar a Elena, con aquellos ojos naranjas.
-¿Eres su madre?
Elena asintió, desesperada, con las mejillas llenas de lágrimas.
La mujer se levantó, y se soltó de las manos de la muchacha. Colocó al bebé de nuevo en la cama, tapándolo con su pequeña cobija. Lo miró un rato, y le acarició el suave pelo castaño.
-Fui madre alguna vez, muchacha. Ni siquiera deberías estar aquí, en esta situación. Pero el pequeño es hermoso, y debe ser todo un manjar… Pero no le haré nada. Las madres nunca están tan pendientes de sus hijos cuando nosotros llegamos, pero tú lo has salvado. Cuídalo y protégelo siempre, que no le falte nada. O volveré por él, cuando te descuides de su cariño…
La mujer cruzó a largos pasos el cuarto, dejando a Elena de pie al lado de la cama. Abrió la ventana, y en un instante, el aleteo de un pájaro cruzó el umbral, perdiéndose en la noche. La muchacha corrió a la ventana, la cerró y aún sollozando, se acercó a la cama. El bebé dormía plácidamente dentro de su cobija, y ella no hizo más que abrazarlo, pensando toda la noche en lo que pasaría, en si el futuro para ella y para su hijo sería hermoso.
Y así sería…

viernes, 27 de febrero de 2015

Alorgasmia: Cuento 3, Capítulo Final (+18)



3.7

-¡Corte! Se queda…
Todos aplaudieron al final de la escena, incluso Alicia Grant, la actriz principal quién interpretaba a Melinda y a Lynda en esta película de misterio. Las grabaciones de “Besos Ajenos” habían comenzado apenas hacía unos dos meses, y con tan poco presupuesto, había sido una de las mejores decisiones en la carrera de Thomas Abernathy, quien fungía como director y actor ocasional en su propia opera prima.
Aquella noche se grababa una de las escenas más complejas, dónde Alicia, junto con el actor que interpretaba a Marco, estaba rodeada de criaturas del espacio, y le mostraban a su bebés, un híbrido de verdad feo que había sido generado por computadora para darle más realismo. Las pantallas verdes rodeaban a todo el elenco aquella noche, y lo hacían en una espectacular bodega del primer piso de un edificio en Nueva York, el cual había sido cerrado por el dueño para darles privacidad absoluta. Una mujer quiso entrar por la puerta principal, pero obviamente los de seguridad tenían prohibido dar acceso a personas desconocidas.
Thomas no se había aparecido, y había dejado al director adjunto, Martin Shuester, a cargo de todo. Alicia se acercó a él, mientras sus compañeros de grabación salían a refrescarse un poco al pasillo.
-¿Dónde está Thomas? Creo que no lo hice tan bien, parecía falso. Ni siquiera me la creí que esa cosa estuviera dentro de la caja.
Martin la miró extrañado y sonriendo al mismo tiempo. Sabía que Alicia era buena en lo que hacía, pero definitivamente nunca creyó que su primera oportunidad en el cine sería con una película muy rara en verdad.
-Todo va a estar bien, ya verás. Lo haces de maravilla, yo siempre me lo creo cuando Thomas me enseña las ediciones finales. Ve y descansa un poco. Haremos la escena del trato en media hora, ¿está bien?
Martin le dio un beso en la mejilla y se alejó, regañando a los maquillistas para que no maltrataran demasiado uno de los trajes de látex de las criaturas espaciales.
-¿El trato?-, se dijo a sí misma Alicia, como si de repente hubiese olvidado el guión. La escena versaba que, si Melinda hacía un trato con los extraterrestres, la dejarían ir con sus recuerdos intactos y su vida pasada. Cerró los ojos un momento, sintiéndose cansada y un poco mareada, y caminó directo hasta su camerino.
En realidad, era una oficina pequeña que habían acondicionado para que la joven actriz pudiera cambiarse y tomarse una que otra siesta. Entró en ella, y la suave iluminación ayudó para que se sintiera más tranquila. Se sentó en un pequeño sofá al otro extremo, y se dio cuenta que había dejado la puerta abierta. Se levantó para cerrarla, pero esta empezó a hacerlo por sí misma. Detrás de ella estaba Thomas, escondido y con una sonrisa amplia y muy agradable. En sus manos sostenía un pequeño ramo de rosas rojas.
-Sorpresa, mi hermosa protagonista-, dijo él, acercándose a Alicia, y entregándole el ramo. La joven actriz abrió la boca, sorprendida y halagada.
-¡Vaya, Thomas, muchas gracias! Siéntate por favor.
Mientras ella buscaba dónde poner su ramo de rosas, él se sentó en el sillón donde ella estaba a punto de descansar. Alicia encontró la jarra de la cafetera en el suelo, llena de agua, y puso las flores ahí, mientras pudiera conseguirse un florero decente. Colocó la cafetera en el tocador, junto a los productos de belleza.
-¿Te molesta?-, dijo Thomas, mientras sacaba su celular y ponía una canción. Era extraña, le daba un aire a las canciones viejas de los años 50’s, pero con un tono más moderno. La voz era de un hombre, distorsionada con la ayuda de algún sintetizador.
-¿De quién es la canción?-, preguntó Alicia. La voz del cantante le daba escalofríos.
-Se llama Bad the John Boy, de David Lynch. Inspiradora yo creo…
Y era verdad: Thomas había retomado mucho del trabajo de Lynch, como director, para hacer su propia película de misterio.
-Quisiera usarla en los créditos finales. Sólo habría que conseguir el permiso.
Alicia asintió, mirando a Thomas mientras éste ponía su celular junto a la cafetera con las flores. La música inundó el lugar, con una cadencia lenta, pero muy poco romántica. Daba miedo.
-Te extrañé en toda la grabación. Dice Martin que salió excelente, pero lo dudo.
-Fui por tus flores y a arreglar algunos asuntos antes de continuar. Prefiero no dejar nada pendiente, querida. Quería preguntarte algo, si no veo inconveniente en hacerlo.
-Para nada, Thomas. ¿Qué pasa?
El enorme actor se levantó del sillón, y se acercó poco a poco a Alicia, quién se dejó llevar por sus enormes manos cuando la acercó a él, aunque Thomas sintió algo de resistencia de su parte.
-Recuerdas que, cuando viniste a verme para lo del casting, me dijiste que harías cualquier cosa por obtener el papel. A pesar de todo, te dejé ser la protagonista, sin más que tus referencias y tu talento. ¿Aún estás dispuesta a hacer lo que sea?
Alicia percibió dos cosas de Thomas Abernathy en ese momento: su ligero aliento alcohólico cerca de su boca, y una erección enorme entre sus pantalones.
-No… no sé a qué te refieres…
Thomas acercó su boca al oído derecho de la actriz, y le susurró dulcemente:
-Recuerda quién eres, Melinda…
La voz masculina de Thomas hizo que Alicia se sintiera excitada, y sin embargo, el tener tan cerca al actor con quién compartía el set sin ningún afán profesional le hacía sentir temerosa e incómoda. Empezó a empujar a Thomas, pero este no deseaba soltarla.
-Basta, Thomas, por favor.
-No, Melinda. Sé lo que sientes cuando estamos grabando y te llamo así. Te excita sentirte como ella. Vamos, Mel, no te resistas…
-¡Thomas, basta!
Alicia empujó más fuerte a Thomas, quién la soltó de repente, dando traspiés hacía atrás. El hombre empujó son su enorme espalda la cafetera con las flores, derramando el agua hasta la toma de corriente de la oficina. Thomas sintió el agua a través de sus mocasines de piel, pero no venía sola: la potente corriente eléctrica lo hizo saltar hacía delante, cayendo al suelo retorciéndose. Alicia soltó un grito y retrocedió, subiéndose al sillón de la estancia. La luz del techo soltó un estallido, y todo el lugar se quedó en la penumbra. La chispa del foco saltó hasta dónde estaba el biombo de papel y madera que la muchacha usaba para sus cambios de vestuario, y este se incendió al instante.
El fuego continuó hasta la alfombra y el mueble de la muchacha, y con el resplandor mortal Alicia pudo ver el cuerpo de Thomas ahí en el suelo, con las venas negras surcándole el rostro y los ojos rojos, humeantes.
-Dios, lo maté…
Reaccionó antes de que el fuego alcanzara el sofá. Saltó más allá del cadáver de Thomas Abernathy, y sin tomar nada, salió corriendo de la oficina. En el pasillo no había nadie, afortunadamente para ella, por lo que caminó despacio hacía el final, dónde la esperaba una puerta solitaria. Era la puerta de servicio, la que daba a un callejón justo detrás del edificio. Estaba medio abierta, aunque recordaba que Thomas había dicho que todo debía de estar cerrado, para guardar mejor el secreto de su trabajo.
Caminó como si nada hasta la puerta, verificando que no viniera nadie, ni desde el pasillo adjunto ni desde las escaleras. Cuando abrió la puerta del todo, entró un frío aire que le hizo cerrar los ojos. Tenía la piel congelada de repente, pero no quería estar ahí dentro para cuando encontraran el cuerpo de Thomas. Ella lo había matado, y la culparían por eso. Ahora, más que nunca, Alicia estaba en problemas.

Pasaron al menos dos horas cuando el incendio se había extendido por todo el primer piso. Los bomberos habían llegado en vano, porque el fuego no podía extinguirse tan fácil. Pero Alicia no se había quedado para ver la desgracia. Había corrido hasta llegar a otro callejón, más apartado del edificio, y se había escondido entre los contenedores de basura verdes que había en casi todas partes.
Ahí no la encontraría nadie. Tampoco le achacarían el homicidio de alguien. Tal vez el cuerpo de Thomas sería irreconocible, si es que sus dientes tampoco se hubiesen salvado al desastre. Podrían creer que ella estaba muerta, y cómo él había desaparecido, sería el perfecto homicida de su estrella principal.
Sin esperar a confirmar si esto podía darse o no, Alicia se sentó sobre el frío suelo del callejón. Estaba asustada, y debía relajarse. Sintió sus dedos en el borde de su bikini, debajo de su falda. Empezó a masturbarse, creyendo poder ver a Thomas frente a frente, como si fuera él quien la penetraba.
Tenías razón, amor, se dijo a sí misma, mientras tenía un orgasmo espectacular. Soy Melinda.
Siempre he sido Melinda.



Alorgasmia:
Parafilia sexual que lleva a una persona a pensar en otra diferente con la que está compartiendo un coito.

lunes, 23 de febrero de 2015

Alorgasmia: Cuento 3, Capítulo 6 (+18)



3.6

Lynda Ileman podía fingir muy bien que su vida estaba yendo de maravilla. Su esposo era abogado en una importante firma. Su hijo era un muchacho popular, guapo e inteligente. Sin embargo, los rumores llegaban rápido.
Una empleada del edificio dónde su esposo trabajaba era también una de sus mejores amigas. Prácticamente, la empleada vivía en la misma calle, y Lynda la visitaba con frecuencia para platicar de los últimos chismes de la oficina. Sin embargo, un martes particularmente soleado, su amiga le contó algo que a Lynda le hizo sentir que su vida se había terminado.
Su esposo y su hijo mantenían una relación homosexual incestuosa. Los había visto de lejos, la noche pasada mientras ella bajaba por las escaleras justo hasta el tercer piso. Cerca de la puerta de los baños, vio como ambos se tomaban de las manos, acercándose poco a poco, y se daban un beso apasionado.
Lynda confiaba totalmente en las palabras de su amiga. Tanto así, que planeó bien su siguiente paso. Fingiría demencia, siguiéndole el juego a ambos sin que ellos se dieran cuenta de nada, como si en realidad aquello no estuviera pasando. Contactó a un abogado a las afueras de la ciudad, dando un nombre falso para así continuar con el proceso. Si su esposo e hijo estaban en un asunto de tal magnitud, Lynda no dudaría en acabar con sus perversiones, y de paso, tener la mayor parte del capital de su marido para ella sola.
Habló con su esposo, diciéndole que pasaría una semana fuera de casa, porque iría a visitar a sus padres. Había sido una mentira efectiva, aunque ella sabía que a él le convenía: pasaría siete días a solas con su hijo, haciendo quién sabe qué cosas. Lynda se mantuvo incólume, pensando en el dinero más allá de todo lo demás. No dejaría que ningún otro evento negativo le arruinara su futura felicidad, y la ruina de aquellos dos que habían pretendido ser su familia.
Cuando Lynda partió de casa, ni siquiera se dirigió al aeropuerto para ir con sus padres. Tomó un taxi, el cual la dejó en la estación de autobuses, viajando a un pueblo en específico, donde ella y el abogado planearían mejor su siguiente movimiento, apartados de todo y con total discreción. Para ella, el abogado sería un paso más para convertirse en una mujer libre y rica. Para él, ella era sólo Melinda, una mujer despechada.

Lynda Ileman era Melinda. Y Melinda era Lynda. Pero Melinda recordó al instante lo que la había llevado hasta ese punto. Thomas Abernathy. Aquella aberrante necesidad de sexo y de placer le había llevado a recordar su antigua vida, y estaba ahí, frente a un hombre que no era quién decía ser.
Melinda vestía elegantemente, como un ama de casa rica y sin preocupaciones. Detrás del escritorio ya no había criaturas, sino un hombre muy bien vestido, con el cabello peinado para atrás muy relamido. Le reconoció al instante: era Marco, su abogado.
-Está de acuerdo que lo que su esposo y su hijo hacen está contra las leyes, y está penado al extremo. Señora Ileman, vamos a hundirlos, si eso es lo que en verdad desea.
-Marco…
-¿Dígame, señora Ileman?
Marco parecía extrañado, y Melinda asustada.
-¿Dónde estamos?
El abogado soltó una risita. Su clienta, o de verdad estaba muy confundida, o era tonta.
-Señora Ileman, estamos en el hotel donde acordamos.
-No entiendes, ¿verdad? Marco, tenemos que salir de aquí.
Melinda se levantó de la silla que ocupaba en aquella lujosa habitación de un hotel en un pueblo remoto. Marco la miró preocupado. Si su clienta entraba en un ataque de histeria, le sería complicado salir de esa. Todo se estaba haciendo con la más absoluta discreción, y lo último que deseaba era una loca más en su archivo.
-No la entiendo, señora Ileman. Tenemos que…
-No, no tenemos nada, Marco. Entiéndeme, por favor. Alguien nos está siguiendo, están jugando con nuestras mentes. Eres mi esposo, ¿ya no lo recuerdas?
-Creo que se confunde. Usted es Melinda Ileman y yo…
-¡Basta, por favor! Vámonos y puedo explicarte. No estamos seguros aquí.
Llena de coraje, Melinda agarró la silla y la arrojó al suelo con violencia, haciendo que Marco pegara un brinco en su propio asiento.
-Tranquilícese por favor. Sé que todo este asunto la pone de nervios, pero es necesario mantener la cabeza fría. Conozco a alguien que puede ayudarnos, y le traje para poder continuar con el proceso. Está en una de las habitaciones de abajo, voy por él.
El abogado se levantó, alisándose su traje, y salió de la habitación, caminando tranquilamente. Melinda se sentó en su silla, sintiendo el calor que su trasero había dejado antes de que ella le sustituyera. Estaba cansada: parecía como si la hubiesen obligado a correr durante días, hasta el punto de no saber dónde estaba ni lo que estaba haciendo. Y a pesar de eso, sentía la horrible necesidad de meterse algo en la vagina, antes que nada pasara.
Escuchó cuando la puerta de la habitación volvió a abrirse. Esta vez, Marco venía escoltado por dos personas, si es que ese término les quedaba. Eran las mismas criaturas de la habitación, aquellas que hablaban en un idioma que nadie más había comprendido jamás. Sus delgados cuerpos casi descarnados, con piel pálida, sus enormes cabezas y sus ojos alargados, negros como la misma profundidad del espacio. Melinda se levantó al instante, y tomó de la mesa la lámpara de noche, blandiéndola como una espada.
Marco llevaba en las manos una especie de caja o algún aparato cubierto con una tela de color azul oscuro. La criatura a su derecha se acerco a la mujer, y al intentar agarrarla con aquellos dedos alargados y casi muertos, Melinda le propinó un golpe con la base de la lámpara en la enorme cabeza. Un trozo de piel se cayó de la criatura, como si esta estuviera hecha de vidrio. En su interior moraba una cosa más horrible, indescriptible, algo que reptaba y movía sus partes viscosas dentro de su cuerpo provisional.
-¿Qué quieren de mí? ¡Déjenme en paz!
Marco habló por las criaturas, que sólo parecían murmurar consigo mismas.
-Vamos Melinda, mi amor. Sabías que todo esto iba a llegar algún día. El trato fue hecho, y ganamos. Tenemos tu cuerpo, y tu mente. Mira…
Con una mano, la criatura a la izquierda quitó la tela de encima de aquella caja. Tenía las paredes transparentes, como de plástico reforzado. Y dentro, encerrado, había un ser, con la forma de un bebé, pero viscoso, de un color gris apagado. Sus ojos negros miraban enloquecidamente a todas partes, buscando algo con qué alimentarse. Su boca, repleta de miles de dientes afilados, babeaba y mordía la caja sin éxito. Melinda gritó aterrada, con las uñas de sus manos encajadas en las mejillas. El terror más indescriptible de su vida hecho realidad.
Había sido violada por seres del espacio, tomando la forma de un hombre guapo, y dominando su mente, hasta que al final logró concebir aquella cosa. Melinda, Lynda, como sea que se llamara, había dado a luz a un monstruo, el cual le apuntaba con su lengua mordaz y afilada como una cuchilla, buscando carne y sangre para alimentarse.
 
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