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martes, 13 de noviembre de 2012

Muerte en el Museo (FINAL)


¿Quién pudo haberlo imaginado así? Ni siquiera yo, que estaba sumido en la desesperación de verme encerrado entre las señales de antiguos dioses, leyendas y astros. Ni siquiera Javier, con su prodigiosa mente llena de pistas, de culpables e inocentes, de una verdadera carrera contra la muerte.
Y esa persona de pie, frente a nosotros, mostrando sus garras, literalmente, era una experiencia de miedo y aberración. No podía seguir creyéndole a mis ojos y pensé en correr y ocultarme, por mucho que lo deseara. Pero estaba ahí, atado a mis pies.
Y Javier… ¡Hubieran visto sus ojos almendrados ese día! Me sentía impotente al no poder decirle algo, tener un plan que lo ayudara a escapar. En un momento de lucidez, pensé que tenía miedo cómo yo, que siempre he sido un cobarde, pero era otra cosa.
Javier sentía culpa.

El muchacho misterioso seguía de pie, bajando poco a poco las escaleras una vez que Alejandro llegó hasta el grupo. Sus ojos estaban llenos de furia, una furia contenida con cada aliento de energía que le quedara. Podía matar a los cuatro sin chistar, pero decidió por una mejor opción: hablar.
-Desde hace años hemos estado buscando algo. Algo que se perdió y del cual nunca supimos nada, hasta ahora. Es una buena oportunidad para buscar y encontrar tan anhelado tesoro, que no tienen idea de lo bien que se siente. ¿Alguno de ustedes aquí me entiende?
El misterioso visitante iba descalzo, pero sus pasos retumbaban ligeramente en el suelo de la sala Azteca. Sus dedos de ambas manos se entrelazaron, dejando mostrar unas uñas enormes, largas y afiladas. Se veían extrañas.
-Viniste a buscar el códice. Es una noticia nacional, seguro la escuchaste en algún noticiero o qué se yo. Ahora vete, necesitamos acabar con esto, y pronto vendrá la policía-, dijo Javier, tratando de no hacer caso a esos ojos furiosos.
-¿El Códice Sanctórum, dices? Ese ya no es problema. Lo que quiero decir es que hay un secreto más fuerte que cualquier otro objeto de este museo, al menos de los que se pueden ver. Las piezas los han estado llevando a un lugar sin salida. No tienen ni idea de lo que buscan…
-Y tu no tienes idea de con quién te estás metiendo. ¿Quién eres?-, exclamó Luis, pero Javier lo hizo desistir. Estaba pasando un límite invisible y peligroso.
-Eso no tiene que incumbirte, muchacho. Ninguno es rival superior para mí, no lo duden. Tendrían que pasar por mucho antes de que me hicieran daño en serio. Y bueno, necesito todas esas pistas. No creo que ustedes solos lo encuentren…
-¿Pero de qué hablas? No hay nada más que…
Ricardo se abstuvo de contestar, y palideció aún más. Comprendía algo que a los demás les costó más trabajo ver de inmediato…
-Exacto, señor Flores. Algo que ni siquiera usted ha visto más que en los archivos de fotos. Algo de lo que nadie sabe, si no eres un experto. Acabo de darme cuenta que los demás están poco familiarizados con lo que estoy tratando de explicar…
-Es el Cuchillo del Último Sacrificio. Lo estás buscando, pero dejaste que nosotros lo hiciéramos, ¿verdad?-, dijo Javier, sorprendiéndose con más y más pistas.
El conocido clic del gatillo de pistola se dejó escuchar en la sala, llenando el completo e incómodo silencio con miedo.
-Muy bien, señor Carrillo, me sorprende su deliberada forma de contestar, y su inteligencia, a pesar de ser su primera vez haciendo esto…
Esa voz sí era conocida. Y nadie lo había escuchado acercarse. Javier sintió el cañón de la pistola pegándole en la nuca, haciendo cara de extrañado.
-Ahora, los cuatro, dense la vuelta.
Todos obedecieron, lentamente, para descubrir el rostro de su nuevo atacante. Luis casi se cae de la impresión, pero pudo sostenerse con el pedestal de la cabeza de Coyolxauhqui.
César apuntaba hacía el pecho de Javier, con una sola mano, sin temblar, mirando con el gesto de quien analiza una cosa desde el fondo. Ni siquiera parpadeó un poco cuando Luis se tambaleó.
-Tenía mis sospechas, pero cuando vi que sacaste a Carlos de allá arriba, no creí que fueras tú. ¿Lo atacaste y regresaste con él cómo si hubiese sido cualquier cosa?-, dijo el Médico.
-Hubiera sido demasiado sencillo, pero el mérito se lo dejo a mi amigo. Entró en el momento oportuno para atacar a Carlos, y hacerles creer que yo era inocente. Fue muy bajo, pero no importa, el tiempo apremia. ¿Ya tienen todas las pistas?-, dijo César, tratando de averiguar más acerca del problema.
-Por supuesto que no. Tu amigo nos interrumpió cuando estábamos a punto de descubrir la última. ¿Por qué haces esto, César?-, preguntó Alejandro.
-Por que hay que progresar. El descubrimiento más grande en el país se acaba de dar, y ustedes pretenden dejarlo donde está. Ese Cuchillo es la clave para responder muchas preguntas que están inconclusas, y yo era el único que podía hacerlo bien.
“Entré al equipo tan fácil, y me fui infiltrando en los secretos. Cuando Alejandro encontró el Códice, mis sospechas se vieron infundadas. Era un camino para encontrar esas respuestas que necesitaba la gente. Por supuesto, empecé bien con el plan. Hicimos llamadas de extorsión y amenazas anónimas, con el fin de que Daniel se sintiera presionado. Al menos funcionó.
“Y luego, emprender el camino para separar al grupo, buscar pistas, y saber quien de todos los ineptos tenía la confianza plena del director. Pero ninguno me dio lo que quería. Al menos nadie lo hizo. Pero llegaste tu, Javier Carrillo, con la fabulosa noticia de que tenías la clave para el misterio, y se hizo todo más claro…”
Nadie podía entender las palabras de César. Luis se acercó poco para preguntar.
-Y sabiendo lo de las amenazas a Daniel, ¿me vas a decir que no sabías lo de las pistas? Eres un cobarde…
-No tienes ningún derecho a llamarme así, muchacho idiota. Y eso obvio que no sabía de las pistas, al menos no de todas. Alcancé a ver cómo ponía las pistas en la vasija del pez y en la estatua de Coatlicue por la tarde, después de la junta. Estaba dispuesto a todo, y preparé las trampas en esos dos lugares. Pero fue en el momento justo, por la noche, antes de la reunión con Glenda, que me decidí a hacer lo posible por eliminar de mi camino al director.
“Lo maté, le corté la garganta, y los dedos de la mano. La mano mutilada es algo muy personal, no tiene gran significado. Fue una suerte que lo encontrara cerca de la Piedra del Sol, fue un sacrificio muy digno. Y nadie se dio cuenta. Pobre del guardia de seguridad, murió por curioso. Y ahora que mi amigo entró, bueno, es hora de empezar con el plan…”
Javier levantó la mano, cómo si estuviera pidiendo la palabra.
-Trampas, infiltrados, visitas inesperadas. Puede que sea restaurador, señor Colín, pero hay algo más en su personalidad. Nadie hace un plan tan perfecto sin ayuda. ¿Quiénes son ustedes?
César bajó el arma, sin dejarse sorprender, con el dedo aún en el gatillo. Se relajó, y esperó que la verdad saliera de sus labios.
-Somos un grupo de gente, algo así como una asociación. Buscamos respuestas, en todo el mundo, buscando artefactos que nos ayuden a comprender las cosas de la mejor manera. Si matamos es por que tenemos que hacer las cosas bien, sin distracciones, sin obstáculos innecesarios. Ya vieron lo que le pasó a Daniel, y todo por que no quiso decirnos el secreto del Cuchillo. ¡Y él sabía donde estaba! Lo vi tantas veces en sus ojos…
-No te desgastes en palabras, hermano César. Tenemos trabajo que hacer, y estas personas jamás van a entender los planes que tenemos.
El muchacho misterioso corrió ágilmente hacía dónde estaban los cuatro hombres, y tomó desprevenido a Alejandro. Con ambas manos sujetó su cabeza, como si quisiera aplastar una lata. Sus garras se clavaron en sus mejillas, y en la frente. Eran cómo navajas, que hacían sangrar la piel con un pequeño contacto.
Todo pasó demasiado rápido. Ricardo salió corriendo por un costado de César, empujándolo con todas sus fuerzas, para que perdiera el equilibrio, lo cual hizo momentáneamente. De la persecución y la impresión, Javier empujó a Luis, como de forma instintiva, haciendo que la cabeza de Coyolxauhqui cayera al suelo. Ni el suelo ni la cabeza se rompieron, pero el sonido fue cómo el de una campana muy fuerte.
El muchacho misterioso apretaba con más fuerza la cabeza de Alejandro, y él sentía que su propia sangre escurría por su rostro. Alcanzó a escuchar un leve murmullo en su oído:
-Quédate quieto. No tengo tanta fuerza, déjame disfrutar tu dolor.
Y apretó más fuerte, haciendo que el muchacho soltara un grito más aturdidor.
A pesar del barullo, Javier alcanzó a escuchar de Ricardo algo sobre Glenda y una puerta. Asintió sin poner en orden sus ideas, y trató de incorporarse antes de que César lo hiciera. Pero fue demasiado tarde. El hombretón apuntó su pistola, y descargó una sola bala.
Javier miró por encima de César, pensando que la bala había alcanzado a Ricardo, pero él ya no estaba ahí, y César ni siquiera había apuntado hacía la Sala Tolteca.
El pecho de Alejandro pronto comenzó a sangrar por encima de su suéter de cuello de tortuga. El dolor que sintió era más intenso que el de las garras del muchacho misterioso, quién al oír el impacto de la bala, soltó a su presa, que cayó de rodillas, y luego de espaldas.
Luis se levantó con dolor en la pierna torcida, pero no podía creer el dolor emocional que estaba sintiendo más profundo. Javier se acercó a Alejandro, que lo tomó de una mano, apretándolo con fuerza. Su cara ensangrentada mostró una sonrisa que trataba de tranquilizar el momento, pero parecía imposible no sentir dolor ni agobio.
-Vas a estar bien, muchacho, resiste…-, dijo Javier, presionando con la otra mano el agujero de bala. La sangre no dejaba de brotar.
-Tú y yo sabemos que no… Me arrepiento de no haber hecho nada, señor Carrillo. Resuelva esto, y termine con la pesadilla...
Los ojos del muchacho se apagaron, su cabeza cayó de lado al suelo, y sus manos se tornaron flojas. Ya no salía tanta sangre, y nada más se podía hacer.
-Hiciste lo que pudiste Alejandro. Te fuiste sabiendo que eras inocente, eso es bueno.
-¡Por favor, señor Carrillo! ¡Basta de sus cursilerías! Va a tener que decirme dónde carajo está ese Cuchillo, o seguiré con otro, así me deshaga de usted también, ¿comprendió?-, dijo César, apuntando de nuevo la pistola a la cabeza del Médico. El otro muchacho, con sus manos llenas de sangre, y sus pies descalzos empapados en ella, miraba hacía Javier también, pensando que podría escapar.
-Luis, tienes que ir por el Códice. Vamos, no pierdas tiempo-, dijo Javier, sin dejar de mirar a César.
-Pero Javier…
-¡Cállate y ve!
Luis caminó poco, cómo pudo a pesar de la cojera, y luego apretó el paso.
-¿Y por qué tiene qué ir por él? Ni siquiera sabe dónde está. Lo he estudiado muchas veces, y aparte no dice nada-, dijo César, frunciendo el ceño.
-Tiene pistas ocultas, según me parece. Y sabemos dónde está, por que Daniel le confió el secreto a alguien que no estuviera tan entrometido en sus asuntos…
César comprendió fácilmente las palabras de Javier. Mientras Luis se alejaba hacía la sala Tolteca, miró el rostro del médico, que componía una sonrisa de satisfacción.
-Ese maldito guardia. Carlos sabía dónde tenía el códice, y tal vez hasta el cuchillo. Da igual, usted y yo vamos a resolverlo juntos, señor Carrillo, y cuando tenga lo que he venido a buscar, acabaré con usted. Hermano, ve y mátalo…
César señaló hacía su espalda con la pistola, y el muchacho asintió, caminando con pasos ligeros hacía dónde había escapado Luis.
-No lo hagas…
-Lo siento, señor Carrillo. Debo ser constante en mi trabajo, y ahora permítame decirle una frase que escuché hace algunos años: “¿Sabías que todo aquél que ha logrado algo se ha topado con alguien que lo intentó detener?”. No permitiré que pongan más trabas en mi trabajo…
Javier se levantó, irguiéndose muy cerca de su atacante. Esa frase la había escuchado antes, hacía años, pero tenía su nombre al inicio. Se la decían cuando las cosas iban mal, y él pensaba que el mundo se le venía encima, que nunca lograría nada. Le daba ánimos, y lo consolaba…
-¿Dónde lo escuchaste?-, dijo Javier, cuando el dolor invadió su corazón.
-Sabía que no era coincidencia que tú y Daniel se conocieran, y mucho menos que la persona que dijo esa frase era algo tuyo. Créeme, Daniel y sus amigos guardaban muchos secretos, pero uno de ellos era más grande de lo que podían soportar. Y cuando se niegan a colaborar, van cayendo, pero la marca sigue ahí…
César se levantó la muñeca izquierda de su camisa. Había un tatuaje, con dos líneas horizontales, perfectamente paralelas, y encima, tres puntos consecutivos. Esa marca…
-Atendí un cadáver con esa marca, hace una noche.
-Conoció a uno de nuestros desertores entonces. En todo caso, ni siquiera Daniel pudo deshacerse de esa marca. Venga a ver.
César se acercó al cadáver de Daniel, y levantó la mano sin dedos. También tenía una extraña marca, cómo el tatuaje de César, pero de color piel, arrugada cómo una cicatriz.
-Intentó borrarla, pero aunque lo haya logrado, la fuerza de su alma nunca lo olvidará. Él y sus amigos ahora pagan caro su atrevimiento, con la muerte.
Mi padre no murió, alguien lo mató. Alguien cómo él…
La mente de Javier le estaba jugando una mala pasada, y ni siquiera las pistas que había recabado estaban en orden. El último año, todo ese dolor y el sufrimiento, había sido una mentira.
-Curioso, señor Carrillo. Vine a matar a su amigo frente a una roca que recibía la sangre de los sacrificios. Es una extraña coincidencia. Un sacrificio al mismísimo Sol…
Y aunque la atronadora carcajada de César retumbó en sus tímpanos, las palabras sacrificio, Sol y extraña coincidencia no dejaban de darle vueltas a la cabeza.
-Ya sé dónde está la última pista…-, murmuró Javier.

Si me hubieran preguntado una buena definición de dolor, hubiera dado la que estaba sufriendo esa noche. Cojee con rapidez, sorteando los escritorios de las oficinas hasta el vestíbulo. El tobillo se mostraba insoportable, y me recorría la agonía hasta la espalda. Jadeaba por llegar, pero no quise darme por vencido.
¿Por qué no me detuve a descansar? Por que ese maldito muchacho venía detrás de mí, lentamente, con una agilidad y soltura que no podía ni siquiera imitar. Me miraba con esos ojos furiosos, y pude leer en ellos sus planes. Yo era su presa, y él un cazador letal, que jamás se detendría.
Llegué al vestíbulo de visitas, corrí con dificultad hacía el mural de Dualidad, y me interné en el pasillo. Cuando me detuve a abrir la puerta que decía OFICINA DIRECTOR, escuché sus pasos descalzos, más y más cerca. Jalé el pomo, y se abrió ligeramente, sin rechinar y sin ninguna traba. Me interné en la oscuridad, un recinto dónde olía a incienso y tabaco, y cerré la puerta con seguro…

Luis resopló, aliviado, por haber llegado a un lugar seguro, apartado de ese misterioso muchacho. Detrás de la puerta, había alguien, y su respiración lo delataba. Luis caminó despacio, hacía la oficina, entornando los ojos en la oscuridad. Había una pequeña mesa de juntas en medio, una serie de libreros repletos y un escritorio de madera, a la manera de un restirador de dibujo. Más allá, cerca de la única ventana cubierta con una cortina, había un par de sillones.
Empezó a buscar entre los libros, o debajo de la mesa, para encontrar la caja fuerte. En la puerta, el muchacho misterioso trataba de forzar el seguro, pero sus esfuerzos eran inútiles. Tratando de descansar, y de no agitarse demasiado, Luis se recargó en el escritorio, y sintió que la tabla cedía.
Se asustó, pensando que había roto la superficie del mueble, pero la cosa era distinta. Con la presión correcta, el escritorio parecía tener una bisagra muy bien oculta, y hacía el interior, que no era hueco, había una caja fuerte, con un mando de teclado numérico. La pantalla se había encendido en verde, lista para recibir la contraseña.
Luis sonrió, se enjugó el sudor de la frente, y sacó el papel del bolsillo. Tecleó los números en ese orden: 14-62-37-35-23-46, y luego esperó…
Con un fuerte chasquido, la caja se abrió de repente, y dentro, Luis encontró una enorme bolsa especial, de plástico que cerraba herméticamente, y dentro, una etiqueta en amarillo: CÓDICE SANCTÓRUM.
-Aquí está... ¿Qué es eso?
Debajo del códice, en el fondo de la caja, había un papel o algo que lo parecía. Lo alcanzó con la punta de los dedos, y vio que era una nota, con la letra de Daniel, pero más pequeña y estilizada:
Lamento haberlo metido en estos problemas, señor Zaldívar. Confié en usted cuando lo vi, y no me arrepiento. Mandé a uno de los mejores y más inteligentes buscadores de la verdad con usted, y ahora sé que podrán con toda la carga. Javier es un gran hombre, y no dudo que termine con la tarea que le encomendaré. Supuse que moriría antes de que usted leyera esto, por lo que le dejo atrás una copia de una hoja del Códice que jamás se reveló y que ya me encargué de destruir. Es una especie de mapa que indica un lugar sagrado, y no sé que más. Nadie del equipo la vio, y pensé que sería más prudente así. Deje el códice dentro, y guarde la hoja para usted. No quisiera saber que un día a necesitará…
Saludos desde el Mictlán,
Daniel Ramírez.
Miró detrás del mensaje, dónde había una foto impresa a color de algo que parecía un mapa, con caminos y pueblitos indicados con una casa, además de figuras humanas. No parecía algún lugar conocido, y la letra con la que habían escrito no se entendía muy bien. El joven suspiró, desilusionado.
-Otra pista. Perfecto, la guardaré.
Luis dejó el códice en la caja y la cerró, metió la hoja doblada en el bolsillo trasero de su pantalón y se dio la vuelta.
El golpe fue certero y rápido, y la cabeza de Luis dio vueltas cuando el puño del muchacho le dio en el pómulo izquierdo. Luis se levantó cómo pudo, y trató de correr, pero una patada en el estómago lo dejó en el suelo, boca abajo. Sintió un pie descalzo sobre la base de la espalda, y al momento, el ardor de las garras de su atacante. Gritó como nunca.
-Hazlo más fácil, me desesperan los gritos de terror de mis víctimas. Por favor, ni que doliera tanto…
Luis se movió, dando vuelta sobre su espalda lastimada, y cuando el muchacho perdió el equilibrio, lo empujó hacía atrás con los pies. Mientras el misterioso muchacho caía al suelo alfombrado, Luis se levantó y empujó con fuerza uno de los libreros, que chocó contra la mesa, dejando caer todo su contenido a los pies de el atacante. La mesa se quebró, pero el cristal no cedió.
El muchacho se levantó, con una sonrisa maniaca en el rostro, y sus ojeras más visibles en la oscuridad.
-¡Ven y atácame! ¿No eres valiente, maldito cobarde?
Luis estaba extasiado por retar al malvado atacante, pero éste no dijo nada, ni se inmutó. Escuchaba atentó, y en el silencio, más allá de la ventana y de la valla del museo, había sirenas, de ambulancia las más graves, y de patrulla las más agudas.
-Están aquí, se les acabó el tiempo-, dijo Luis, sonriendo malévolamente. El muchacho ya no sonreía, y se apartó poco a poco hacía la puerta.
-La próxima vez que me veas, tendré que matarte. Vi una puerta hacía la central de seguridad y los cuartos de intendencia. Escaparé, eso espero. Y si gustas recordarme, me llamo Dan… Feliz día de muertos.
Y salió corriendo, tan ligero como una gacela. Luis suspiró de nuevo, y escuchó pasos hacía la cascada, alguien que salía del museo. Cuando la voz de Javier retumbó, supo que no había sido Dan el que salía por la puerta grande.

-¡Llegó la Policía! ¡Abran este portón!-, gritó alguien con el altavoz. Pero ni Ricardo ni Glenda sabían la clave para abrir la puerta. Alguien la había atorado con una contraseña nueva.
-Ese maldito César. Ahora no podremos abrir-, dijo el muchacho, tratando de forzarla, pero era inútil. Glenda tecleaba números al azar, pero no pasaba nada.
Fue cuando Trilce llegó corriendo. Su rostro era de felicidad, pero también estaba preocupada.
-Carlos esta despertando… Tenemos que salir para que lo atiendan.
Y los tres corrieron hacía la central de los vigilantes.

Ya sé dónde está tu condenada pista, dijo Javier para sus adentros, tratando de estirar el brazo por detrás del estrecho espacio entre la Piedra del Sol y la pared. Sacó el papel pulcramente doblado, y lo miró, antes de leerlo.
-¿Qué dice?-, dijo César, apuntando con la pistola al pecho del médico. Javier la desdobló, y empezó a leer:

Solamente él,
El Dador de la Vida.
46

-Atrás hay algo escrito…
Javier se dio cuenta de lo que decía César, y dio la vuelta. No se había percatado de ese mensaje, que era otro poema, más completo y sin el mismo estilo que el de Nezahualcóyotl:

Yo, el dueño de este lugar, admiro la valentía del joven que ha venido a resolver el desafío. Lo reto ahora a seguir su corazón, y acabar con el misterio.
Escucha mi canto, y adorna con flores tu cabeza, y que el agua del cielo te purifique:
Con los cantos de sirena no te vayas a marear, y hazle caso a la guía de los marineros.
El farol de los enamorados habrás de ver, por encima de tu cabeza. Por que este mundo es una bola, y nosotros un balón.
Más allá del horizonte, la cobija de los pobres se levanta. ¡Pórtate bien cuatito, si no te lleva el coloradito!
Y siempre al final, aunque nos duela aceptar, vendrá la tilica y flaca, por todos, por igual.
Feliz día de muertos, Javier…

El misterio que Daniel quería transmitirle estaba aquí, firmado para él, un poema, un regalo cómo si fuera calaverita literaria. No tenía sentido, si se leía de manera literal.
-Hay que descubrir a los personajes de la lotería. Cantos de sirena, la guía de los marineros es la estrella. El farol la Luna, por el amor, y la Tierra redonda. La cobija de los pobres es el Sol, que siempre los calienta. Y el coloradito es el diablo. Y al final la muerte, se acaba la vida.
-Eso no dice nada-, dijo César, con enojo.
-Tenemos las cartas, con los números. Las recuerdo todas, en el orden. Pero este es otro orden, una nueva clave. Sería 6-35-23-37-46-2-14. Es una contraseña para algo que guardó, ¿pero dónde?
Javier volvió a leer el poema, sin hacer caso de las cartas de la lotería. “Escucha mi canto, y adorna con flores tu cabeza, y que el agua del cielo te purifique…” Agua del cielo.
-La fuente del museo. Ahí está su cuchillo.
César abrió más los ojos, sorprendido con la repentina fuerza de voluntad del médico. Caminaron hacía la puerta de la sala Azteca, y con un disparo, rompió el seguro. Fuera, en el marco del edificio, había letras, de metal, que brillaban con ayuda de unos faroles:
En tanto que el mundo exista, jamás deberán olvidarse la gloria y el honor de México – Tenochtitlán.
Javier pensó que sería un hermoso recuerdo que llevarse antes de morir.
Caminaron hasta el pasillo de visitantes, y el médico alcanzó a ver una sombra que corría hacía una puerta. Era el muchacho misterioso. Supo que todo estaba perdido.
-¡Luis!-, gritó Javier. César lo hizo callar con la punta del arma sobre su espalda.
-Siga avanzando, señor Carrillo, ya no hay nada qué hacer. Al menos su amigo no sufrió demasiado, pero conociendo a Dan, no quiero pensar en lo que le hizo…
Javier tragó saliva, y siguió caminando. Se sintió culpable de la muerte del muchacho, pero, sin que él se diera cuenta, Luis lo seguía, pegado a la pared, escondido.

El agua de la fuente del museo no dejaba escuchar el esfuerzo de los policías por tirar el portón ni las sirenas. Todo iba tranquilo. Javier dio una vuelta completa alrededor de la fuente, y aunque sus zapatos se mojaron un poco, alcanzó a ver algo cerca de la base del cilindro.
-Ahí está, una coladera en un lugar dónde no cae agua. Tenemos que entrar…
César iba detrás de él, cuando Javier dio unos pasos, internándose en el agua fría y espesa que caía cómo la lluvia. Su ropa quedó pesada y empapada, y soltó un poco de su aliento cuando el aire de la noche le dio en el rostro. César sufría de lo mismo, pero parecía no importarle.
-Ahí lo tiene. Introduzca la contraseña.
Entre César y Javier levantaron la coladera de piedra, y la arrojaron más allá del agua. Debajo, una pantalla y teclas numéricas.
Javier tecleó la nueva contraseña, con la seguridad de que César seguía apuntándole. La caja que había en el fondo se abrió de un chasquido. Y ahí, dentro de un pedazo de seda, estaba el Cuchillo del Último Sacrificio.
-Es hermoso. Démelo…-, dijo César, poniendo la otra mano extendida. El mango de obsidiana verde y la hoja de ónix negro. Un objeto tan valioso que no podía ser tocado con la mano desnuda.
-¿Funcionará?-, dijo Javier.
Fue cuando el médico se levantó y sin quitar la seda del mango, cortó la mejilla de César, quien tiró la pistola al fondo de la caja fuerte. El restaurador, lleno de furia, empujó a Javier contra la columna de la fuente, y empezó a golpearlo. Con una patada certera, Javier hizo que César se doblara de dolor.
-¿Era lo que querías? Este cuchillo es la clave para todas las respuestas. ¡No lo entiendes!-, chilló César, arrodillado en el suelo. Javier lo miró, con compasión.
-Estás loco. No voy a dejar que te lo lleves…
-¡Javier! ¡Acá!
El aludido volteó hacía la puerta del vestíbulo, y ahí estaba Luis, con un montón de policías apuntando a su alrededor.
-¿Dónde estabas?-, gritó Javier para que el muchacho lo escuchara.
-¡Por las puertas de intendencia, así entraron! Vayan a la central de vigilancia, hay heridos y gente ahí…
Unos policías asintieron y corrieron rodeando la cascada.
Es un maldito inteligente, pensó Javier. César se levantó y le propinó un golpe en las costillas, pero Javier se impuso, y con el mango del cuchillo, le pegó en la cabeza. No se cayó, pero el restaurador se tambaleaba.
-¡JAVIER, CORRE!-, gritó Luis, cómo nunca. Javier se dio cuenta que señalaba hacía arriba.
El agua de la fuente no escurría por el terraplén de la cascada, sino que salía cómo un geiser, cómo si fuera a explotar. La escotilla de la caja tenía una trampa para cualquier curioso, y ahora todo eso se derrumbaba. La piedra crujió justo antes de que Javier corriera hacía dónde estaba Luis. Miró a César.
-Lo siento. Hoy no ha sido tu día. Feliz noche de muertos…
César de dio cuenta, y aunque su cabeza sangraba, dio una vuelta en espiral hacía el portón, mientras la Sombrilla de Piedra se derrumbaba. Empezó a ladearse, hacía el lado más alejado del museo, pero luego cayó pesadamente en la pared, rompiéndose las puertas de cristal que daban a los jardines. Los policías y Luis corrieron a tiempo, ellos hacía dentro, y Luis rodeando la fuente. Javier lo venía siguiendo y lo rebasó corriendo cuando esquivaron la parte superior.
Pero Luis había tropezado y se enredó en un arbusto del jardín de lirios que estaba cerca. Lo que vio Javier fue a su amigo desaparecer entre las hojas, pero no vio la inmensa pared de agua que venía hacía ellos. El torrente tapó por completo el arbusto, y aunque siguió corriendo a pesar de la ropa húmeda, se llevó a Javier, lo lanzó hacía el suelo y lo arrastró, chocando de costado en una pared.
Mientras tanto, César, con la cabeza golpeada y evidentemente mareado, corría también del agua que se iba acumulando hacía el portón, pero fue inútil, y fue arrastrado.
Ricardo intentó cerrar la puerta de la central con su costado, pero el agua entro de manera intempestiva. Trilce se agarró de una de las mesas, mientras que Glenda sostenía a Carlos, que terminó despertando con el agua fría.
La corriente llevó a César a estamparse en el portón, que se abrió por la presión y se desgoznó de una mitad, cayendo sobre un par de patrullas. Los policías y paramédicos vieron que el portón cayó sobre un par de patrullas, mientras, a lo lejos, la fuente se derrumbaba. La parte que se incrustó en el vestíbulo se fue hacía abajo, aplastando la columna del centro, que estalló con miles de fragmentos en el suelo. El agua dejó de correr con tanta fuerza, y ahora sólo se desplazaba por el suelo.

***

Javier se levantó, empapado y golpeado. Corrió lo más rápido que pudo hacía el arbusto, y ahí estaba Luis, cubierto con un gran montón de tierra y algunos lirios. Escupió agua tosiendo, y el médico lo ayudó a levantarse.
-¿Qué chingados fue eso?-, exclamó Luis, escupiendo tierra fangosa.
-Uno de los secretos de Daniel, creo. Arregló la fuente para que cayera encima de un posible ladrón. No quería que lo sacara, sólo que lo encontrara, y guardara el secreto. Y aquí está…
Se había aferrado tanto al cuchillo, que ni siquiera la seda se había desprendido. Luis lo miró, con fascinación, a pesar de que sus ojos estaban algo cegados con la tierra y el agua.
-Creo que fue más prudente así, amigo. Creo que Daniel guardaba muy celoso sus secretos después de todo…
-Lo sé.
Javier comenzó a pensar en su padre, que era fiel amigo de Daniel, en su muerte repentina, en el informe incompleto que le dieron. Quería dejar eso en paz, al menos por ahora.
La policía entró para revisar la escena. Los cuerpos de Daniel, Alejandro y el guardia de seguridad fueron llevados en camionetas de la SEMEFO. Ricardo fue atendido en una ambulancia, y Trilce, con su hermoso cabello húmedo, no lo dejaba ni por un momento.
Javier se acercó primero a Carlos, quien estaba con Glenda, y que ya estaba mejor del golpe.
-Gracias por todo. Fuiste de mucha ayuda para conseguir lo que necesitábamos. Lamento el golpe que te dieron-, dijo Javier, agachándose un poco para estar más cerca de la camilla. Carlos sonrió, aunque no pudo esconder el dolor de cabeza.
-No te preocupes… Al menos descifraste el misterio.
-Descansa, Carlitos. Sabemos que fue César, pero no le veo ningún motivo, señor Carrillo. Vamos a tener que averiguar más, y la nueva administración del museo se encargará de las demandas y los daños. Lo sentimos mucho-, dijo Glenda, acomodándose las gafas.
-No pierda cuidado, señorita. Al menos descubrimos sus planes, y lo que quería era el cuchillo. Está en buenas manos ahora.
Luis tenía en su regazo la pieza mencionada, y la observaba, mientras la policía se llevaba a César, que aún seguía mareado, pero totalmente consciente. Se miraron un poco a lo lejos, y el restaurador gritó:
-¡Vendrá una guerra! ¡No pueden detenernos, lo haremos…!
Luis sacudió la cabeza, y miró de nuevo al suelo, aunque un par de zapatillas ya se encontraban a su lado. Era una mujer de aspecto fino, con traje sastre negro, el cabello lacio acomodado tras los hombros, y unas gafas muy elegantes.
-Flor Chávez, soy comisionada del caso. Veo que tiene el objeto que estaba buscando el señor Colín. Llevamos rastreando algunas de sus fechorías, pero nunca supimos hasta donde podía llegar. ¿Usted es…?
-Luis Zaldívar. Perdone la suciedad, fue algo movida la noche. Así es, es el cuchillo, y esperemos que no lo vuelva a robar.
-Lo necesito, señor Zaldívar, lo guardaremos y encontraremos un lugar seguro para él. Por favor…
Flor Chávez estiró sus manos, y Luis colocó en ellas el cuchillo. Ella sonrió, con un rostro de afabilidad a pesar de tener una voz muy severa.
-¿Estará bien? Es una pieza muy importante, según escuché.
-Se lo aseguro, señor. Ahora tome, necesitamos hablar de su amigo, el señor Carrillo. Si en verdad él fue quien resolvió todo esto, lo necesitaremos más adelante…
Ella le dio una tarjeta, y sin despedirse, se alejó hacía su auto, un hermoso y lujoso auto negro.
La vio alejarse, y mientras tanto, Javier llegó.
-¿Le diste el cuchillo?-, dijo el médico, poniéndole una ano en el hombro a su amigo.
-No podía hacer nada más. Es policía, tiene poder. Ahora que, si quieres, puedo ir a buscarlo, jefecito…
El comentario sarcástico de Luis hizo que Javier se riera en vez de enfadarse. El chico también soltó una carcajada.
-Arreglé un acuerdo para que Glenda te diera más tiempo en la tesis, y aceptó. El problema va a ser conmigo. Me salté varias leyes, infringí normas y descuidé mi trabajo por completo. Van a despedirme…
Luis pensó, en su pequeña cabeza, en hacerle un favor más a su amigo…

Convencí a la señorita Chávez de que restituyeran a Javier en su puesto, e incluso le dejaron hacer el examen de detectives, que pasó con honores. No podía sentirme tan aliviado con todo eso.
Ese día de Muertos no comí pan, ni calabaza, ni siquiera disfruté con los niños comiendo dulces. Pero por más que me esforzara, por más que quisiera hacerlo, por un loco conocí al mejor amigo que no había tenido en toda mi vida. Y aún después de tantos años, nada cambiará.

INFORME PRESENTADO POR LUIS ZALDIVAR.
CASO DEL “ASESINO AZTECA”.

-Terminé el informe del señor Zaldívar, agente Chávez. Sigo pensando que no hay tiempo que perder. ¿A dónde se dirige ahora?
La voz de la computadora alertó a Flor, que estaba leyendo un libro. Miró a la pantalla, y otra vez no había rostro.
-Tengo que ir al sur de la ciudad mañana temprano. Seguimos la pista del grupo en Xochimilco, pero habría que poner atención. Iré sola, pero si llego a encontrar pistas, tendremos que necesitar a Javier y a Luis de nuevo…
La voz misteriosa esperó un poco.
-Infórmeme a mí primero, y yo veré si es pertinente. En cuanto al favor que Javier le pidió en la caza de Gomezcaña, lo estamos considerando, pero lo más posible es que sí pase. Quiero a un par de agentes a la disposición de ese favor…
-Tengo a Isabel y a Bryan disponibles…
-Perfecto. Quiero noticias de usted pronto, ¿me entendió?
Y la computadora dejó de escucharse. Flor suspiró, y miró la fecha en la pantalla. Eran las 00:00 del primero de Noviembre. Un año más…

-Pronto estaremos cerca de nuevo, Maestro. Estamos moviendo las piezas lentamente, y espero pueda darnos toda la paciencia-, dijo Dan, arrodillándose ante un trono, en un recinto oscuro, iluminado por escasas velas.
El hombre sentado en el trono lo miró, despreocupado.
-Mein lieber Junge, cuanto antes empecemos, mejor para mí. Ahora ve, y tráeme a ese miserable aquí…
En cuanto el Maestro dio las órdenes, Dan se levantó, asintió, y se retiró, dándole la espalda.

-Vienen a buscarte, querida…
La guardia de la cárcel femenil abrió la reja y se apartó. La mujer que estaba dentro miró desconcertada la visita, que ahora no se hacía en el comedor. Su cabello largo, teñido de castaño muy fogoso, caía por detrás de su espalda.
Un par de personas, un muchacho moreno y corpulento, y una chica de cabello castaño, vestidos cómo agentes de los Hombres de Negro, entraron al borde de la celda.
-Soy Isabel, y él es Bryan. ¿Usted es la señora Azahena Gomezcaña?
La aludida levantó la cabeza, y asintió, sin decir ninguna palabra.

CRÉDITOS:

Historias de Danzón y de Arrabal
Aleks Syntek
http://www.youtube.com/watch?v=cyG0OL0AOKk

La Llorona
Chavela Vargas
http://www.youtube.com/watch?v=OsD8FAShzaE



 
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