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viernes, 2 de febrero de 2018

#UnAñoMás: Canto Submarino (Día de la Candelaria)



Juan había logrado escapar de aquel lugar que llamaba casa, después de aquel crimen, y de inculpar a una chica inocente. No quería saber nada del asunto, ni siquiera indagó en ello para saber en qué había terminado. Simplemente le había dado la espalda a todo, y había llegado a Tlacotalpan, Veracruz. Un lugar maravilloso, a la orilla del río Papaloapan. Un hermoso paisaje, mitad caribeño y mitad colonial, un pueblo bañado por la luz del sol y que, por el bullicio de gente, parecía que habría fiesta pronto. Juan revisó el pequeño teléfono que llevaba en el bolsillo: efectivamente, al otro día sería 02 de Febrero, el día de la Candelaria.
Había música en vivo en las calles, y todo estaba hermosamente adornado con flores blancas y guirnaldas. En la iglesia del pueblo, un hermoso edificio blanco y azul muy claro, la gente acudía a misa, y otros más se paseaban por la plazuela. Juan buscó un hotel donde pasar la noche, y aunque estuvo complicado por la afluencia de turistas, al final encontró un sitio en una posada a la orilla del río, un lugar pequeño llamado La Sirena de Tlacotalpan. Por 350 pesos, podía pasar ahí la noche y la mitad del otro día, pero en eso no había problema. Pagó por toda una semana.
La muchacha de la posada, morena, de estatura media y cabello largo, le acompañó a su habitación, la cual era sencilla, y separada del edificio principal, al estilo de las posadas que él ya conocía. La muchacha le sonrió cuando le entregó las llaves después de mostrarle el cuarto.
-Y si necesita algo, llame a la recepción. Gracias por visitarnos…
Juan titubeó un momento.
-Por cierto… ¿Cuál es tu nombre?
La chica sonrió.
-Yolanda…
-Bueno, Yolanda. ¿Hay algo interesante que hacer por aquí, ya sea hoy o mañana? Puede que me quede durante mucho tiempo más y pues quisiera empezar a conocer este lugar…
Yolanda se quedó pensativa.
-Bueno, mañana es el día de la Candelaria. El pueblo saca las barcas al río y llevan a la Virgen de la Candelaria por el río, con adornos y guirnaldas de flores, cantando alabanzas y con música. Y en la tarde entregan al Niño Jesús en el templo. Y bueno, siempre es hermoso recorrer la orilla del río. Si se encuentra a la sirena, podría pedir un deseo…
Esta vez Juan fue quién se quedó pensativo.
-¿La sirena?
-Sí, es una vieja leyenda. Se dice que, a orillas del río, se deja ver una sirena de vez en cuando, a los barqueros o a quién decida pasear por la orilla. Si es una mujer la que pasea, la sirena desaparece, porque las otras mujeres le causan envidia. Pero si es un hombre, hará lo que sea por llamar la atención. Cuando ya la han visto, la sirena empezará a cantar, y el hombre caerá en su encanto. Si es muy débil, se irá directamente a la orilla, a los brazos de aquella mujer, y ella lo llevará al fondo, para ahogarlo y convertirlo en su amante submarino por siempre. Pero si el hombre que la escuchase tuviese mucha fuerza de voluntad para no caminar hacia ella, irremediablemente la sirena no tendrá otra opción más que cumplir el capricho de su amor perdido.
-Vaya, suena interesante…
Yolanda soltó una carcajada.
-No se precipite, no es real. Mi mamá y mi abuela siempre dicen que los deseos siempre se cumplen cuando uno tiene convicción y ganas de hacer las cosas. Los deseos mágicos son para gente huevona… O bueno, eso dicen ellas…
Yolanda se sonrojó y Juan le sonrió.
-Muy bien. Pues gracias por el relato y, si necesito algo, te llamo, ¿vale? Muchas gracias…
Le dio una buena propina y ella salió del cuarto, agradeciendo sus atenciones.
-Se la va a pasar muy bien aquí, señor, ya verá.
Juan se quedó solo en su habitación un par de horas. Se acercó a la ventana a ver el día, como se apagaba el sol y se escondía en el horizonte. El agua del río se veía plácida, con un brillo singular que se iba apagando, para luego volver a refulgir con la luz de la luna.
Salió de su habitación, llevándose las llaves consigo, y caminó hasta el centro de la plaza. La música seguía, y los restaurantes estaban abiertos aún durante la noche. Se acercó para comer un poco de pescado y tomar una cerveza fría. Mientras estaba ahí, contemplado la plazuela de noche, con aquella gente paseando bajo la noche fresca de Veracruz, pensaba en la vida que había dejado atrás, el crimen que lo perseguía, pero del cual no se arrepentía. Un hombre envenenado, y una muchacha culpada por su causa. Familias rotas, mentiras y robo. Todo eso. Estaba consciente de lo que había hecho, y sólo esperaba que nadie fuese a perturbar su paz en aquel rincón del mundo.
Al siguiente día, el frío de la madrugada despertó a Juan, y aunque quiso volver a dormir, nada lo logró. El sol empezó a filtrarse por la cortina de la ventana, y ya que no podía volver a dormir, decidió salir de su habitación. Se calzó con tenis, y se puso el pants, una sudadera, y se llevó consigo las llaves.
Caminó hacia abajo, pasando una pequeña ladera que bajaba a la orilla del río, y sintió que el frío aumentaba, y el olor del agua le llegó directo. Era extraño ver tal cantidad de agua a sus pies, una corriente tranquila que se escuchaba como un zumbido calmo y sereno. Pudo ver, a lo lejos, cómo las barcas ya surcaban el río a lo largo. Varias embarcaciones coloridas y alargadas le hacían escolta a una más grande, una inmensa barca cuadrada de color blanco, adornada con guirnaldas de flores blancas y amarillas. En el centro se podía observar un altar, y encima, la efigie de la Virgen de la Candelaria, ataviada con un manto blanco y su corona dorada.
De repente, en el agua se escuchó el chapoteo de algo que parecía un pez, algo grande, que incluso dejó mojadas las piedras de la orilla, y una onda enorme en medio de la corriente. Juan se asomó a la orilla, y solo vio el agua alborotada, y la enorme onda circular que rebotaba en todas partes.
La superficie del agua se abultó, y por encima de ella se asomaron un par de ojos negros, como los de las ranas, grandes y abultados, y una cabeza redonda, coronada con cabello negro, muy lacio y descuidado, verdoso por el agua y las algas del fondo. Juan trastabilló un poco y dio un paso atrás. Aquel rostro se dejó ver por completo, y lo que vio el hombre le aterró.
Por debajo de la nariz era una hermosa mujer. Un vientre delineado, pechos enormes, un cuello de cisne grácil y suave, con unos labios carnosos pintados de rojo y hermosas mejillas sonrojadas. Pero no tenía nariz, y por detrás de lo que debían ser sus orejas, se veían un par de branquias. Los ojos de rana y el cabello lucían sobre la piel verdosa. Era como si alguien hubiese armado mal una muñeca, y le hubiese pegado la mitad de una rana muerta llena de cabello humano.
-No puede ser-, se dijo a sí mismo Juan, mirando con asombro a aquella cosa, mientras los escalofríos le recorrían la espalda.
A pesar de aquellos ojos inexpresivos y las branquias aleteando, la sirena sonrió, y abrió su boca, como los peces muertos. De su boca, sin articular palabra, empezó a surgir un canto, una melodía hermosa que parecía un coro, la voz de una hermosa mujer al fondo de una iglesia, o del fondo del mar.
Aquel canto era tan precioso, algo maravilloso, que Juan olvidó sus problemas, y sus crímenes se acallaban con el eco de aquella voz de las profundidades. Uno de sus pensamientos fugaces fue el del deseo: someterse al canto de la sirena y resistirse a él, para que ella pudiese cumplirle su más grande anhelo. Aunque sus piernas se movían directo al agua, y sus zapatos ya chapoteaban en el lodo, Juan logró resistirse, tratando de hacerse hacia atrás, y aunque la canción era cada vez más hermosa, su instinto le pedía sobrevivir. La sirena se acercaba más a la orilla, y aunque insistía, su canto no era suficiente.
Con un impulso final, Juan se arrojó de espalda, cayendo entre las piedras, pero ya liberado del encanto. La música de la caravana de canoas en el río se escuchaba más cerca. La sirena seguía ahí, con medio cuerpo fuera del agua, ya sin la boca abierta, y con una sonrisa en el rostro.
-Tú… me debes un deseo. ¡Cumple mi deseo!
Juan se levantó y se acercó a la orilla. Ya no le importaba que sus pies se mojaran con el agua verdosa de la orilla, y sintió una especie de corriente eléctrica.
-¿Qué es lo que deseas? ¿Cuál es tu anhelo más grande?-, dijo la criatura, con una voz pegajosa y bastante extraña.
Juan se acercó un poco más, mirando aquellos enormes ojos.
-He matado, y engañado, y robado. No puedo cambiar eso, no me arrepiento tampoco. Pero quiero que se olviden que yo lo hice, que la gente olvide mis crímenes. Que nadie sepa nunca que huí…
La sirena sonrió una vez más, y estiró los brazos. Eran enormes, y terminaban en gigantescas garras largas y afiladas. Con ambas manos, la sirena tomó de los brazos a Juan, quién no podía soltarse de la tremenda fuerza de aquellos dedos. Su cuerpo se hundió hasta la mitad en el agua, y quedó frente a frente con los ojos de la sirena.
-Concedido.
La enorme boca de la criatura se abrió, y los enormes dientes afiladas, parecidos a espinas de pescado, se clavaron en la cabeza de Juan, quién alcanzó a gritar de terror y dolor antes de ser hundido en el agua.
A lo lejos, las barcas ya se alejaban, y sólo quedó sobre la superficie del agua un retazo de tela, y las ondas de un último chapuzón.

viernes, 22 de mayo de 2015

II: La Virgen Oscura.

Juan era el encargado de cuidar la iglesia del pueblo durante las noches, además de arreglar los desperfectos que pudieran surgir. Durante el día hacía el aseo y le ayudaba al padre Antonio con las misas. Por la noche, cerraba las puertas de la iglesia, y apagaba las luces. Cerca de la puerta trasera estaba su habitación, un lugar muy sencillo, con estufa, su televisión y un baño. Casi siempre se ponía a leer antes de dormir, o veía un poco las noticias, sin desvelarse demasiado. El trabajo en la iglesia jamás terminaba.
Aquel domingo, después de la misa de las 6 p.m., Juan y el padre Antonio terminaron de recoger las cosas que se necesitaban para la ceremonia, y después de despedirse, el sacerdote dejó a su joven ayudante a cargo de la iglesia, confiándole como siempre todo lo que representaba para el pueblo. Cerró con cuidado las puertas, con aquellas enormes llaves de cobre y se encaminó hasta el Santísimo, donde estaban los interruptores de la luz. La iglesia se sumió en la oscuridad de la noche, mientras las enormes lámparas en el techo se iban apagando poco a poco.
Juan estaba acostumbrado al sonido nocturno de aquel enorme lugar, incluso cuando sus pasos retumbaron en los pasillos, entre las bancas de madera con los respaldos acojinados levantados. Miró hacía las paredes, pintadas de blanco, para irse guiando con el pequeño resplandor de los adornos en los altares y las pequeñas capillas. Al final del pasillo, justo antes de dar la vuelta hacía su recámara, se encontró con el altar más pequeño del recinto. Estaba dedicado a una misteriosa figura que, en la oscuridad del recinto, parecía más bien la puerta abierta a un inmenso abismo.
Era una virgen hecha de madera negra, tan bellamente tallada que, a la luz del día o de las lámparas, tenía unos rasgos tan finos y bien delineados como cualquiera de las otras estatuas de yeso. Llevaba una túnica de color claro, como beige, que contrastaba inmensamente con la piel de madera, que parecía hecha más bien de carbón. Sus ojos, hechos de gemas preciosas, tenían un tono azulado y gris muy misteriosa. Nadie sabía quién la había llevado, y algunos estudios tampoco dejaban ver claro quién había sido el artífice de tal obra de arte tan extraña. Sin embargo, a pesar de su asombrosa apariencia, era tal vez la figura más adorada entre el pueblo, con un espacio especial para poner varias flores y peticiones escritas en papeles. Los milagros de la llamada Virgen Oscura habían pasado a la historia a través de varias generaciones.
Juan miró a la estatua a través de las penumbras de la iglesia, como si esperara alguna señal o palabra de la Virgen, tan real, y tan etérea también.
-¿Hola?-, dijo hacia la imagen, más como si se lo dijera a sí mismo. Su voz retumbó en las paredes, y llegó hasta el techo, desapareciendo en la cúpula adornada con hermosos frescos de ángeles y santos.
La Virgen estaba ahí, sin moverse, solo mirando piadosamente hacía el cielo.
-No respondes, ¿verdad? Creo que jamás lo hacen.
Juan se quedó a escasos metros de la imagen, mirándola como a una amiga que hace tiempo no se encontraba.
-Eres muy callada y solitaria. Aún así todos te adoran. Te buscan y te piden ayuda. Yo estoy más solo. No tengo familia. Trabajo aquí desde muy joven, sin recibir mucho. Quisiera ser como tú.
Le sonrió a través de las penumbras, sin importarle que la imagen estuviera ahí, sin moverse. Juan pensó en ese instante en su vida, en todo aquello que pareciera ir bien, y que en realidad no estaba yendo como debería. Se estaba aburriendo de la vida en la iglesia, de su trabajo y de todo lo que cada día tenía que hacer…
Caminó despacio hasta su habitación, cerrando la puerta tras de sí. No se dio el ánimo de leer, ni siquiera de ver que había en la televisión. Se cambió, con su pijama de siempre, y se metió a la cama. Estaba quedándose dormido cuando escuchó algo que, normalmente, le tranquilizaría en un horario más temprano.
Alguien tocaba la puerta.
Abrió los ojos, incorporándose rápidamente en el colchón. Miró alrededor, pensando que algo se había caído de su lugar. Pero su recámara lucía tan plácida como cada noche. De nuevo aquel sonido de nudillos sobre la superficie de la puerta de madera le hizo sentirse intranquilo. Sabía que el padre Antonio tenía copias de las llaves de la iglesia, de ambas puertas, pero no sabía por qué habría regresado y por qué razón. Se levantó de la cama, descalzo, estremeciéndose con el frío del suelo.
-Padre, no sé que pase, pero creo que es muy tarde para tocar. Aún así lo voy a atender…-, se dijo Juan a sí mismo, en un susurro que sólo él pudo disfrutar. Sonrió para sus adentros. Tomó el pomo de la puerta, y la abrió despacio, dejando entrar la brisa fría del interior de la iglesia.
A pesar de la oscuridad, alcanzó a divisar la figura de una persona conocida. Le sorprendió tanto que hizo que diera unos pasos hacia atrás y cayera sobre el suelo, lastimándose las nalgas al caer. La figura se movía, sin siquiera moverse, con la misma apariencia de siempre. Flotaba a escasos centímetros del suelo, y una voz más allá del espacio conocido murmuraba la misma palabra una y otra vez. “Cree, cree…”
-No, no puede…-, balbuceó Juan, tratando de esconder su miedo, queriendo correr, pero sin poder mover ni un solo músculo. Estaba paralizado del miedo. Vio en el rostro de aquella imagen la cara piadosa de madera negra, y los ojos que hipnotizaban a quien la viera. Sin embargo, a escasos centímetros de su rostro, el cuidador de la iglesia se dio cuenta de su error. El miedo a la Virgen Oscura no era lo que él creía: pero el padre Antonio, una criatura indómita que, en secreto, tenía hambre, con aquellos ojos grises-azules que se tornaron rojos como la sangre que buscaba con tanto ahínco.


Y fuera, en la iglesia, mientras los gritos de agonía de un hombre resonaban en los pasillos vacíos, entre las bancas solitarias, la Virgen Oscura miraba hacía el techo, piadosa, y tal vez, con miedo a la criatura que acechaba en la Casa de Dios.


 
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