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sábado, 6 de enero de 2018

#UnAñoMás: Luces de Navidad [FINAL] (Día de Reyes)



Cómo no tenía a dónde ir, Sonia dio vueltas por la tarde en un taxi, aquel día en el que había abandonado a Juan Diego, y junto al bebé, decidió quedarse al final en la casa de su vecino, sin que nadie viera que ella estaba ahí.
Isidro vivía con su madre en la esquina de la calle, cerca de la avenida que delimitaba aquel pueblo. Alguna vez, Sonia y él habían tenido algo que ver, y muy a pesar del destino, aún se hablaban bien. Aquella vez, sin embargo, necesitaba de su ayuda, y tanto Isidro como su madre no se negaron a dársela. La dejaron quedarse, y cuidaban bien al bebé, que ni con extraños parecía portarse mal.
-Gracias por todo lo que has hecho, conmigo y con el bebé. No sé cómo pagarte todo esto. Nos dejas dormir aquí, y la comida…
Isidro negó con la cabeza. Tenía cargando al pequeño Arturo en sus brazos, mientras el bebé se entretenía mordiendo un pequeño juguete de goma especial para eso. Había sido su regalo de Reyes, un pequeño detalle que Isidro le había dado, junto con un enorme paquete de pañales, cortesía de doña Mercedes, quién estaba encantada con el bebé.
-No tienes que agradecer nada. No tenían a donde ir, ¿cómo los iba a dejar en la calle o que se durmieran en cualquier hotel? No: esta es tú casa y el bebé y tú son bienvenidos.
Un momento de silencio incómodo antes de que él volviese a tomar la palabra.
-¿Qué vas a hacer con Juan Diego? ¿Vas a regresar?
La que negó con la cabeza esta vez fue Sonia.
-No: puede quedarse con aquel… Ya sabes de quién hablo. No pienso regresar, ni dejar que se salga con la suya, Isidro. Mi niño no va a vivir en un lugar así, no por ahora. Que entienda Arturo primero por qué lo hice, y luego podrá verlo. Mientras, prefiero cuidar yo sola de mi hijo. Puedo trabajar aquí en tu casa, o en alguna otra parte, pero a Arturo no le va a faltar nada y...
Aunque traía al bebé entre brazos, Isidro le dio un beso a Sandra, sujetando bien a Arturo, quién ni siquiera se inmutó. Ella sintió los labios de él contra los suyos. En secreto, lo buscaba, pero no se animaba a decirlo. Ni siquiera hablando sola, Sonia podría admitir que sentía algo por aquel muchacho. Pero ahora, solos ahí, junto a su bebé, podía sentirse más segura, y amada de alguna manera.
-Gracias por eso-, dijo Isidro. Ella se empezó a reír, sonrojada.
-La que debería dar gracias soy yo. ¿Por qué agradeces?
-Por estar aquí.
Ahora fue Sonia quién abrazó a Isidro, aplastando por poco a Arturito entre ambos. Así se quedaron los dos un buen rato, mientras la tarde se convertía en noche.
Afuera hacía frío, no tanto como hace días. La calle estaba solitaria, pues los niños ya estaban dentro, jugando con sus juguetes o disfrutando de sus celulares nuevos. La casa de Juan Diego lucía apagada, abandonada. Y en la pared de afuera, sólo podía verse la silueta de un hombre. Juan tomó de nuevo el aerosol de la pintura, y dejó una nueva letra plasmada en la pared. YO MATÉ A JUAN DIEGO. VANESSA. Sonrió, y mientras guardaba el aerosol en su mochila, entre su ropa limpia y el diario dónde escribía cada cosa, cada crimen, sonrió. La culpa no sería suya. Dejaría aquel pueblo, para moverse, para olvidar que alguna vez había matado, a la luz de una serie de navidad en un árbol hermoso y frondoso.

No lo sabía, pero tal vez se mudaría a un nuevo lugar. A la playa, a Veracruz, a dónde fuera. No vio que arriba suyo parpadeaba, muy a lo lejos, una luz ambarina entre las nubes de invierno.

lunes, 1 de enero de 2018

#UnAñoMás: Luces de Navidad [PARTE XIV] (Año Nuevo)



Alguien llamaba a la puerta. Sonia se había ido con el bebé, y Juan Diego no sabía a dónde exactamente. Se había quedado solo, con la vergüenza de aquello. De haberse confiado, y que ella los hubiese visto así… Sólo necesitaba sentir algo, algo nuevo, después de que su esposa se aliviara, y estaba desesperado.
Atendió al llamado de la puerta. Cuando abrió, se encontró a su vecina. Vanessa traía un plato entre sus manos, y aunque se veía algo contenta, parecía también muy contrariada.
-No sé lo que pasó, y tampoco sé lo que ella te haya dicho, pero deseo que tú estés bien. ¿Puedo pasar?
Ella esperó a que Juan Diego pudiese apartarse de la puerta para entrar a la casa. Se sentó en la sala, y sobre la mesita de noche, puso el plato. Olía bien, aunque por el papel aluminio que lo cubría, ella no pudo ver nada.
-¿Aprovechaste que ella no está para venir tú a consolarme?
-No, no lo estoy haciendo por eso. Sé que cuando estábamos juntos nada fue como querías, y pues entendí todo eso. No quiero que te sientas culpable. Ahora importa que estés bien, y que no cometas una estupidez.
Juan Diego se sentó en el sillón que siempre ocupaba. Las luces del árbol no brillaban aquella noche, y a lo lejos, se escuchaban los primeros fuegos artificiales del nuevo año. La madrugada era muy fría, y con aquella soledad, se sentía aún más.
-¿Qué preparaste? Huele bien…
-Oh no, yo no lo hice. Fue parte de la cena de Año Nuevo de mi mamá. Es bacalao, y sabe muy rico. Sólo pruébalo, anda. Necesitas sentirte con ánimos, y más si alguien te hace compañía…
Juan Diego tomó el plato y le quitó la cubierta de papel aluminio. Si cubierto ya olía delicioso, ahora, con el vapor caliente, era algo suculento. Incluso a él se le hizo agua la boca. Ella solamente seguía sentada frente a él, mirándole, con aire de preocupación y ternura.
-No lo vamos a desperdiciar, ¿verdad?
Él negó con la cabeza, y con el tenedor que había dentro, empezó a comer. Era delicioso, algo salado, pero lo normal. Aquel platillo debía saber así.
Después de cinco o seis bocados, Juan Diego empezó a sentirse extraño, como satisfecho. Un momento después, hasta la respiración empezó a fallarle, y tuvo que soltar el tenedor, que rebotó en la alfombra. Nada andaba bien, y Vanessa no hacía nada más que observar, algo aterrada. El muchacho luchaba por respirar, y sentía ardor en el estómago y la boca. Unos minutos después, se desplomó, fulminado por el veneno que detuvo su corazón y su respiración.
La puerta de la casa se abrió, y Juan entró para ver cómo había terminado aquello. Vanessa se levantó del sillón, y miró el cuerpo en el suelo.
-No pensé que hiciera efecto tan rápido. Yo no quería, en serio…
-Ya está hecho, tonta. No puedes deshacer nada de esto. Sólo espero que lo demás funcione. Así que habremos de esperar, sólo esperar…
-¿A qué?
Vanessa no sabía nada. Juan casi no le contaba nada nunca. Era hermético hasta el último momento, como cuando la noche de Año Nuevo, le pidió comida de su madre para envenenarla. Juan Diego caería redondo, tal vez preso del dolor, o sólo del hambre.
-Vamos a esperar a que ella regrese. Sonia va a volver, y ver su cuerpo aquí, pudriéndose, la hará rectificar. La consolaré, y se quedará conmigo. Y todo gracias a ti, preciosa…
Juan le acarició la mejilla a Vanessa antes de salir de la casa. Mientras tanto, ella se quedó un poco más, mirando todo aquello.
Por primera vez en aquel nuevo año, sintió algo aterrador. Un año más con miedo…

sábado, 23 de diciembre de 2017

#UnAñoMás: Luces de Navidad [PARTE IX] (Octava Posada)

Extraño objeto llamado "El Caballero Negro", fotografiado en la órbita de nuestro planeta, y que muchos aseguran es una especie de satélite artificial de origen extraterrestre.


Isidro era el hijo único de Doña Mercedes. Aunque no vivía a menudo en casa, ya que se la pasaba de viaje en viaje gracias a su trabajo, aquella vez acudió con prontitud a ver a su madre, quién convalecía en el hospital, aunque ya mejoraba. El padre de Isidro había muerto hacía unos años, por lo que era el único sustento y consuelo para su madre, a quién quería mucho.
Había pasado casi todo el día anterior con ella en el hospital, y aquella tarde se disponía a regresar a casa para descansar un poco. Al siguiente día sería Nochebuena, y con su madre ya mejor, sería mejor tener la casa un poco arreglada para su llegada. Ambos pasarían la Navidad juntos, y quería que al menos fuera algo bonito.
Regresando en su motocicleta color rojo que alguna vez se “autoregalara” en su cumpleaños, Isidro transitaba hacia la avenida que pasaba justo a un lado de su casa, y de la calle dónde a esa hora ya tendrían todo preparado para la posada de aquella noche. A pesar de traer una enorme chamarra para el frío invernal, y el caso bien puesto en la cabeza, sintió aquel escalofrío que sólo puede sentirse cuando ha tocado por error un cable eléctrico.
Su mirada pasó del camino hacia arriba, cuando un par de luces, una ambarina y la otra roja, pasaron por encima de la motocicleta, cruzando a gran velocidad las curvas de la avenida, y haciendo que los matorrales a ambos lados del camino se mecieran. Isidro no se detuvo: siguió avanzando, cada vez más aprisa, hasta que pudo ver las primeras luces de las casas. La motocicleta dio una vuelta hacia la izquierda en cuanto el muchacho vio su casa, adornada con aquellas luces de navidad.
Pero ni las pequeñitas luces se comparaban con aquellas dos que danzaban por encima de la calle, dando vueltas en zigzag, dibujando infinitos en el aire, o simplemente yendo de arriba abajo, en arcos casi hipnóticos. Una roja, como una manzana luminosa bastante suculenta, y la otra amarilla como el oro. Isidro detuvo la moto a la orilla de la calle, cerca de su casa, mientras se quitaba el casco. Aquello era maravilloso, y a la vez aterrador.
Aunque él no había visto las luces antes, su madre le había contado acerca de ellas cuando aparecieron sobre la calle el día de la misa de la Virgen. Pensaba que eran cuentos de aquella mujer a la que tanto quería, pero aún así la escuchaba con paciencia. Ahora, al ver aquel espectáculo aterrador en el cielo, creía y temía. Aunque, para su desgracia, tardó en darse cuenta de que algo iba mal.
La calle estaba en completo silencio, a excepción de la música repetitiva de las luces que adornaban su casa. La comida de la posada estaba ahí. Olía a huevos cocidos, a frijoles refritos, a salchichas con chile y tomate. Pero no se escuchaba música, ni la letanía de la posada, o la canción de la piñata. Isidro miró bajo las luces, que seguían con su danza lenta y repetitiva, sin hacer ruido alguno. Bajo las luces estaban los vecinos de la calle. Mujeres, hombres y niños, ahí de pie, contemplando desde abajo las luces, con los rostros iluminados de rojo y amarillo, con los ojos y la boca bien abiertos.
De repente, las luces se detuvieron, y empezaron a parpadear, haciendo que los rostros de los vecinos se difuminaran en la oscuridad. Cuando todos bajaron la mirada, Isidro sintió aún más miedo que el que sentía. Todos los presentes tenían los ojos de un negro intenso, y sus expresiones eran de seriedad, de indiferencia.
Las luces dejaron de parpadear, y brillaron de un blanco intenso, tanto que parecía que todas las casas, arbustos y objetos de la calle fueran tan sólo siluetas negras dibujadas sobre un fondo blanco. Los vecinos empezaron a caminar directamente hacia él, y el primer reflejo del muchacho fue ponerse el casco, y subir de nuevo a la motocicleta. Sólo alcanzó a hacer lo primero, antes de que todas las personas de la calle se le abalanzaran, gritando y golpeándolo con todas sus fuerzas. No sólo sintió manos y pies golpeando su cuerpo, sino también piedras, unas cucharas y hasta el palo de la piñata, el cual afortunadamente le dio primero en el casco, y luego entre el pecho, rompiéndole una costilla.
Isidro se arrastró por el suelo, mientras la gente lo rodeaba para golpearlo, y alcanzó a ver a través de la mirilla del casco ya quebrado a Sonia, quién a través de la ventana de su casa alejada de la muchedumbre, miraba al muchacho tratando de salir de ahí. Ella no decía nada: sólo miraba, imperturbable. Después, ella cerró la cortina de su ventana, e Isidro, adolorido y casi a punto de desfallecer, avanzó unos cuantos metros sobre el asfalto, antes de desmayarse. Las luces volvieron a ser rojas y ambarinas, a danzar lentamente, y cuando por fin se apagaron, desapareciendo del cielo nocturno, los vecinos de la calle cayeron igual desmayados. Las luces del alumbrado público se apagaron cuando los focos estallaron uno por uno, y todo quedó a oscuras.

La única luz que alumbraba aquella calle solitaria era la de los foquitos navideños, y el único sonido era el de la música monótona de “Villancico de las Campanas”.

viernes, 22 de diciembre de 2017

#UnAñoMás: Luces de Navidad [PARTE VIII] (Séptima Posada)

Extraños símbolos que pudieron ser vistos sobre la superficie de un OVNI en el famoso avistamiento en Rendlesham Forest, Reino Unido (1980)


22 de Diciembre.
Diario:
Las cosas en la calle están muy raras. Un muerto, dos desaparecidos, y una mujer en el hospital por congestión de alimentos… Tratando de definir todo este asunto, ha sido una de las épocas navideñas más raras que he vivido.
Sin embargo, dentro de todo cabe destacar que hay esperanza. Sonia, la vecina de enfrente, va a tener un bebé, y eso significa mucho. Pero no se compara al hecho de que, desde el 12 de Diciembre, se vieron luces en toda la colonia, y en especial, en nuestra calle.
¿Qué significa todo esto? Me he puesto a investigar, y no encontré absolutamente nada fehaciente. Todo apunta a que una flotilla de OVNIs se ha dejado observar desde entonces, y que rondan la calle de forma arbitraria. Tal vez las dos desapariciones (Juan, esposo de Sonia, y nuestro amigo el borracho Silvestre) y la caída de Doña Mercedes en el hospital tengan algo que ver.
Tanto pensar en ese asunto me ha dado algo en qué pensar. Las luces misteriosas aparecen de repente, pero nadie las ve venir desde arriba. Todos los “expertos” opinan que son entidades extraterrestres, naves muy avanzadas que transportarían a sus tripulantes desde otras galaxias a velocidades impensables. Pero, si nadie ha visto como llegan, ¿no es raro pensar que son en realidad extraterrestres? Tal vez haya dos explicaciones posibles.
Son entidades de otra dimensión, la cual atraviesan para llegar a la nuestra. Siempre están ahí, viendo, pero no siempre se dejan ver.
O simplemente son una especie aún desconocida para la humanidad, animales que siempre han existido en nuestro mundo, pero que están hechos de otra materia, de alguna sustancia luminosa.
No es de extrañar que mi mente divague en cualquier tontería. Pero así soy, una persona inteligente, capaz de hacer cualquier cosa.
Por ello he tratado de seguirle la pista a las luces, y si lo compruebo físicamente, a los tripulantes de estas extrañas naves luminosas. Tal vez esta capacidad tan especial en mi ha hecho que nadie se haya dado cuenta aún que Juan desapareció de una manera tan repentina, que estoy seguro de que Sonia tuvo algo que ver. Si lo echó de casa, no tiene nada de especial. Pero si lo asesinó, bueno, ahí será interesante ver lo que pasará después.
Que conste una sola cosa mientras escribo estas líneas. Afuera ya anocheció, y los vecinos están cantando la letanía. Huele a ponche y a buñuelos. Hace frío, y mis manos están algo entumidas. No quiero saber que va a pasar cuando alguien lea el mensaje que dejé en la pared.
No quiero saber lo que va a pasar cuando alguien se entere que yo maté a Juan Diego, y que volveré a hacerlo, si se interponen entre mis planes…

jueves, 21 de diciembre de 2017

#UnAñoMás: Luces de Navidad [PARTE VII] (Sexta Posada)

Supuesto objeto volador grabado en Turquía, donde se alcanza a apreciar una "extraña silueta humanoide" en la parte superior del artefacto (2008)


Doña Mercedes preparaba la comida en la cocina cuando, por la ventana que daba directamente a la avenida, vio caminar a Sonia, despacio, como si estuviera cansada, o perdida. No la saludó, pero la miró con preocupación. La pobre muchacha tenía un embarazo muy avanzado, y caminaba como si el peso de su barriga le hiciera freno.
Decidió no hacer caso de aquello cuando a muchacha desapareció de su vista a través de la ventana, y siguió preparando ese rico arroz que le habían chuleado la noche pasada, cuando los vecinos se acercaron a comer después de la letanía. Aquella noche, ella volvería a preparar el arroz, y Doña Isabel y Doña Remedios le iban a ayudar con otros platillos.
La cacerola de arroz permanecía quieta en la estufa, mientras revisaba que el chicharrón en salsa verde ya estuviera listo, hirviendo en otra cacerola más apartada. Con una cuchara y ayuda de su mano, Doña Mercedes probó la salsa del chicharrón y un poco de carne. Estaba delicioso: no tan salado, y bastante picoso.
Después, levantó la cacerola del arroz, cuidando de que el vapor no le quemara la cara. Miró dentro: aquel cereal anaranjado, esponjoso, aderezado con zanahorias y papas, olía muy rico. También lo degustó, y estuvo mejor de lo que ella creía. Todos iban a amar su comida.
Cuando le puso la tapa de nuevo a la cacerola, sintió algo en la piel que la asustó. Era como un escalofrío, y la piel se le puso chinita. Era la misma sensación que uno podía apreciar cuando se daba toques con un enchufe. Doña Mercedes pensó que tal vez era el frío, un poco de viento que se hubiese colado por la puerta. Pero no: hasta los oídos le zumbaban.
Decidió averiguar de qué podía tratarse. Salió de la cocina, de aquel delicioso calor con aroma a especias y carne asada, y entró a la sala de su casa. En medio de los sillones encontró algo que le heló la sangre.
Una de las luces que habían aparecido el día de la Virgen en el cielo estaba justo en medio de la sala. Los muebles seguían en su lugar, y la entidad luminosa parecía atravesarlos, como si aquellos se hubiesen internado en aquel globo de luz ambarina que parpadeaba de forma débil. Era como ver un enorme globo de luz o agua de color amarillo ahí, suspendido a pocos centímetros del suelo, envolviendo parte de los muebles de la casa con su presencia.
Como buena católica temerosa de Dios, Doña Mercedes se persignó, y cerró los ojos, juntando las manos, esperando que aquello fuese sólo su imaginación, la visión de una vieja cansada.
-Señor, por favor ten piedad de mí. Si es uno de tus ángeles, dile que no me haga nada. Dile que me perdone por… Por…
No pudo terminar de hablar. De aquella esfera de luz salió aquel ángel por el que tanto rezaba Doña Mercedes. Pero no era inmaculado, no vestía con túnica blanca, ni llevaba el cabello suelto y rubio, mucho menos alas. Era negro, alto, delgado, con el rostro descubierto, y los ojos negros más abominables que jamás hubiese visto.
Aquel ser se acercó a la mujer, dando largos pasos. Doña Mercedes estaba ahí asustada, quieta, sin gritar. Con su larga mano, aquella cosa le agarró la cabeza, cubriéndosela casi por completo.
-Conozco sus pecados, sus ideas, sus miedos y sus sueños. Su Dios no es real. No me ha visto, no sabe que existo. Vaya a comer…
La soltó, y dando la media vuelta, volvió a internarse en la esfera de luz, la cual se elevó, y tan rápido como un rayo, atravesó el techo sin hacer daños.
Doña Mercedes se quedó quieta un momento, y sus ojos se pusieron en blanco. Caminó casi de forma automática hacia la cocina, como un zombi. Tomó una cuchara, y destapando las cacerolas aún en la estufa, se puso a comer. Tomaba cucharadas grandes de chicharrón con salsa y se las llevaba a la boca, no importando que estuviesen calientes, y de arroz era igual. La estufa se manchó con salsa, y el arroz caía al suelo de repente, cuando la mujer tenía la boca llena de comida y no podía tragar más.
Después de que la cacerola del chicharrón se vació y la del arroz ya estaba por la mitad, Doña Mercedes se detuvo. Aún con los ojos en blanco, el cuerpo no podía más, y el esfuerzo de comer tanto y aquel trance hicieron que se desmayara. Su cuerpo cayó de espaldas (afortunadamente para ella), y la cuchara rebotó en el suelo, con un sonido metálico estridente.
Fue hasta que la propia doña Isabel la vio por la ventana de la cocina, que alguien pudo entrar para encontrar a Doña Mercedes, horas después, cuando ya todos los vecinos la esperaban para la posada aquella noche.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

#UnAñoMás: Luces de Navidad [PARTE VI] (Quinta Posada)

Representación artística del encuentro con un supuesto ser extraterrestre en el pueblo de Varginha, Brasil (1996)


-S-sí, lo haré…
Silvestre miraba a Sonia, y de nuevo al suelo de la cocina, dónde ella tenía el cuerpo de Juan. Lo había arrastrado hasta ahí con dificultad, y aunque empezaba a oler mal después de un día muerto, tenía que apresurarse. Silvestre era la única opción: un borracho que podía ser muy manipulable, y que además, se creyera sus mentiras.
-Cuando tuvo el accidente no lo podía creer. Fue muy repentino, y no pude hacer nada. Sólo queda sacarlo de aquí, sin que nadie se entere. Si me ayudas bien, te daré dinero, y puedes gastarlo en unas cervezas o lo que quieras, ¿te parece?
Silvestre asintió.
-Pero… ¿Usted no mató al otro, a Juan Diego?
Sonia frunció el entrecejo.
-No, no… Tampoco maté a mi marido, ya te dije que fue un accidente. Sólo necesito sacarlo de aquí, y en mi coche sería la mejor opción. Sólo necesito que me ayudes a sacarlo, y yo haré lo demás. Te lo agradeceré siempre, y más porque sé que sabes guardar secretos. Por favor…
La súplica de Sonia era muy convincente, y Silvestre no dejaba de asentir.
-No se preocupe, bella damita, yo le ayudo en lo que sea, y no diré nada. Por usted, por Juan Diego, y por el amigo de las luces…
-¿Amigo de las luces?-, preguntó Sonia, bastante desconcertada. Ella también había visto las luces aquel día, después de la misa.
-Uno que a veces veo por aquí. Es algo raro, no habla mucho. Espero presentárselo algún día. Bueno… ¿cómo le vamos a hacer?
Ella le contó todo a detalle: mientras hicieran la letanía de la posada, cuando nadie se diera cuenta, subirían el cuerpo de Juan al coche, y ella misma se iría manejando para poder “arreglar ese asunto”. Lo que Silvestre no sabía era que la muchacha tiraría el cuerpo con todo y el auto en algún barranco. Eso la haría menos sospechosa.
-Pero nadie puede vernos, nadie. ¿Está claro? Ni siquiera tu amigo ese el de las luces…
Silvestre asentía sin decir palabra.
Pasaron las horas, y cuando la letanía de la posada estaba en casa de doña Mercedes, la más apartada de la casa de Sonia, junto a Silvestre puso manos a la obra. Cómo pudieron, entre los dos levantaron el cuerpo, envuelto en una cortina de color azul oscuro, mientras la gente, lejos de ahí, cantaba pidiendo posada, y entonando alabanzas a los santos. Ella trataba de cargar con el muerto, pero su abdomen se lo impedía un poco. Al fin, el cuerpo quedó dentro del coche, en el asiento trasero. Con mucho cuidado, Sonia cerró la puerta del coche y luego se metió en el asiento del conductor. La puerta de al lado también se abrió, y Silvestre se subió.
-¿Pero qué haces? Ya te dije que me encargaría yo sola de esto.
Silvestre le sonrió.
-No me voy hasta que me des el dinero. Después, te dejaré en paz y no lo contaré a nadie. Iré contigo a solucionar tus problemas, muchacha…
Sonia frunció el ceño.
-Está bien, está bien…
El auto salió de la calle, en dirección contraria a donde estaba la gente de la posada, y Sonia aceleró para perderse en una avenida que daba hacía los parajes vacíos que rodeaban el pueblo. Afuera, el viento soplaba y el frío calaba como cuchillos en la piel. Los matorrales secos se movían y crujían, y ni siquiera había aves en el cielo. Después de un largo rato sin decir nada, Silvestre habló.
-Mi amigo de las luces sabe…
El auto frenó repentinamente, y Sonia casi se golpea la cabeza con el volante.
-¿Pero qué dices? ¡Te pedí que no le dijeras a nadie!
Silvestre negó, sonriendo.
-No le dije. Él sabía. Dijo que te vio matando a tu esposo. Y también vio quién había matado al pobrecito de Juan Diego. Dijo que vendría con nosotros y que nos encontraría pronto…
Las palabras del borracho hicieron que Sonia sintiera miles de escalofríos recorriendo su espalda. Era el miedo a ser descubierta, al hecho de que su crimen no había pasado desapercibido.
-Por eso quiero más dinero. Así no diré que tú lo mataste-, dijo el borracho, guardando silencio y extendiendo la mano hacía la muchacha. Esta no se inmutó.
-Tu amigo y tú pueden irse al carajo, borracho de mierda…
-Eso díselo tú misma. Ya llegó…
Silvestre señaló hacía afuera, justo frente al coche, arriba. En el cielo oscuro, estaban las luces que ella y muchos otros habían visto aquel día. Sonia se quedó pasmada, se quitó el cinturón de seguridad, y abriendo con cuidado la puerta, salió del coche, impactada. La luz era potente, pero se mantenía quieta en el cielo, pasando de un color ambarino a uno verde bastante fluorescente. No hacía ruido.
Silvestre también se salió del coche, pero caminó en dirección a Sonia, rodeando el auto. La tomó del brazo, y aunque forcejeaba para soltarse, le hacía daño.
-¡Dame el dinero, tonta, o le voy a decir a todos que eres una asesina!
-¡Ya suéltame, estúpido borracho!
Aunque el forcejeo seguía, la luz no se inmutó. Seguía ahí, en el cielo, cada vez más cerca del auto.
-O me das el dinero, o te voy a…
Fue en ese momento cuando unas largas manos negras jalaron a Silvestre hacía atrás, una desde el vientre, y otra apretando su rostro. Empezó a gritar desesperadamente, pero aquel ser ya lo jalaba en dirección hacia la luz, y aunque pataleaba, se lo estaba llevando. Sonia retrocedió, y cayó de espaldas en el borde de la carretera, entre un arbusto seco.
Otro de esos seres iba caminando directamente hacía ella. Estaba enfundado en ese traje negro parecido a una malla, y sólo podía ver su rostro inexpresivo y grandes ojos. Cuando estuvo frente a ella, una de sus manos se estiró, y le acarició el vientre con aquellos enormes dedos.
-¿Qué me vas a hacer?-, preguntó ella, aterrada, casi sin aliento.
La voz de aquel ser era como un zumbido eléctrico, agudo y rasposo, pero ella pudo entenderlo todo:
-Tú serás la madre de todos nosotros. Danos al niño cuando salga, y todos se salvarán. Yo te vi matando a tu esposo, y vi quién mató al muchacho solitario y acongojado. Vete a casa, y no volverás a pensar en nosotros…
La luz empezó a parpadear, y se llevó consigo a los seres y a Silvestre, quién gritaba con todas sus fuerzas. El auto de Sonia, incluyendo el cadáver de su esposo, se fue arrastrando por el asfalto, y justo cuando aquella fuerza invisible lo tenía bajo la luz, se elevó en un chirrido, desapareciendo junto con un destello que hizo todo blanco un segundo, antes de sumirlo todo en la oscuridad.

Sonia, impactada y aterrada, temblando y sin poder respirar bien, se desmayó.

martes, 19 de diciembre de 2017

#UnAñoMás: Luces de Navidad [PARTE V] (Cuarta Posada)

Los reflectores apuntan hacia extraños objetos luminosos en el cielo, en el evento conocido como "Batalla en Los Angeles" (1942)


Sonia estaba embarazada. En la clínica le habían dicho que sería niño, aunque a ella no le importaba. Era algo maravilloso. Podía sentir sus pataditas, todo su cuerpo acomodándose ya hacia abajo, como esperando el día para salir, y cuando ella tenía hambre, aquella personita también se alborotaba, y a veces lastimaba, pero a ella le daba risa. Era un gracioso bebé, que estaba emocionado cuando ella también.
Aquella tarde, sin embargo, el bebé no se movió demasiado, porque Sonia había visto algo a través de la ventana por la que casi siempre veía. Juan, su marido, un bueno para nada, le había tocado un glúteo a la vecina, Vanessa, en plena calle, mientras ellos creían que nadie los veía.
El descarado venía de camino a casa, cruzando la banqueta, y ella, sin tardar, se sentó en su mecedora. Cuando Juan entró a la casa, ella fingió estar leyendo una revista.
-Ya llegué-, dijo Juan, cerrando la puerta tras de sí. Ni siquiera se acercó a su esposa, y a Sonia no le importaba.
-¿Vas a comer algo?-, le preguntó ella, sin apartar la vista de su lectura falsa.
-No tengo hambre. ¿Tú?
Sonia tardó un momento en contestar. Apretó fuerte el borde de la revista, y hasta pensó que las hojas le harían daño. Estaba dándose valor.
-Tampoco tengo hambre. Sólo pensé que la nalga de esa puta no había sido suficiente comida…
Sonia sintió el tirón de cabello, cuando Juan la alcanzó con una mano. Le dolía, y el bebé se retorcía en el vientre con furia y miedo.
-¿Qué viste, eh? ¡Te estoy hablando, pendeja! ¿Qué chingados viste?
-¡Le estabas agarrando la cola a esa puta! ¡Es una menor de edad! Si doña Remedios se entera de lo que le haces a su hija… Eres un degenerado, ¡un maldito cerdo!
Juan jaló más fuerte a Sonia, haciendo que esta cayera al suelo, mientras la mecedora se balanceaba con fuerza. Aunque ella cayó de rodillas, no pudo evitar tirar con las manos una cajita que usaba para costuras. Los hilos, las agujas, y unas tijeras cayeron alrededor de sus manos, que se apoyaban bien fuertes para no lastimar al bebé.
-¡Suéltame, Juan, por favor! ¡El bebé!
-¡Me vale madres, eres una estúpida! Si me acuesto con ella es porque es una mujer que sí me complace, aunque sea una chamaca tonta. Pero me gusta cómo se mueve, y no es una inútil como tú… ¡Levántate!
Juan le soltó el cabello, y aunque ella se aguantaba las lágrimas, fue imposible dejar de ser fuerte. Le corrían las enormes gotas por las mejillas, y tardó un momento en ponerse de pie. Él ya estaba de espaldas, mirando hacía la pared contraria a la puerta. La mecedora aún se movía de atrás hacía delante. Sonia tenía las tijeras entre las manos, y le dolían las rodillas, pero no se quejaba.
-Además, no puedes hacer nada. Con esa panza, ¿qué vas a sacar de todo esto?
-Esto…
Con las fuerzas que le quedaban en la mano, y empuñando fuertemente las tijeras, Sonia le clavó la punta de estas a Juan en el hombro. El dolor le recorrió el cuerpo y le hizo soltar un alarido de terror horrible, que hasta ella le hizo retroceder. Aún con las tijeras entre los dedos, Sonia se acercó más a su marido, y cuando este volteó para confrontarla, lleno de ira y con el rostro rojo y furioso, ella volvió a clavar las tijeras.
Esta vez no falló, y la punta del instrumento metálico fue a dar contra el ojo. La sangre salpicó, y aunque Juan gritó un poco, el impacto había sido mortal. Las tijeras se hundieron más en su cavidad, y se alojaron en el cerebro. Murió casi al instante, pero tardó en caer. Sonia tuvo que dejar las tijeras en el ojo de su marido, y cuando el cuerpo quedó inmóvil en el suelo, le miró con desprecio. El bebé se movía despacio, como anticipando la felicidad de su madre, y la mezcla de toda esa dicha con el miedo de tener el cadáver de su esposo en el suelo.
-No pienso compartirte con nadie más, estúpido. Ahora el problema es… ¿qué voy a hacer contigo?

Le soltó una patada en la pierna, y se sentó de nuevo en la mecedora, sonriendo y acariciando su vientre.

lunes, 18 de diciembre de 2017

#UnAñoMás: Luces de Navidad [PARTE IV] (Tercera Posada)

Estela de luz cruzando por encima del volcán Popocatépetl, México, durante una de sus etapas de actividad volcánica intensa (2000)


La posada de la noche siguiente fue tan normal como las otras dos. La muerte tan repentina de Juan Diego se había esfumado, cómo si no hubiese pasado. Los niños estaban rompiendo la piñata, entre cantos y risas, y los adultos disfrutaban una vez más de la comida y la bebida.
Silvestre era un caso aparte. Alguna vez había tenido el respeto de los vecinos, pero ahora vivía casi en la miseria. Conservaba la casa por milagro, pero parecía vivir en la inmundicia, como un vagabundo más bajo el amparo de la calle. Su vida transcurría entre la sobriedad y los efectos del alcohol y las drogas, y aquella noche no era la excepción.
Estaba sentado en la banqueta, apartado de la gente, mirando como los niños trataban de darle a la piñata con el palo, con una enorme cerveza entre los dedos, y el pensamiento cada vez más apagado. Era como disfrutar de algo que a simple vista debía ser bastante aburrido, pero para Silvestre, era entretenimiento del bueno.
-Ja ja, esos chamacos son la onda… ¡Venga, venga a verlos!
Silvestre movía la mano que no estaba ocupada con la cerveza, como haciéndole señas a alguien que estaba entre los arbustos de la casa que tenía atrás de sí. Ahí se dibujaba la silueta de una persona, un hombre que estaba escondido entre las sombras, y que apenas si las luces navideñas le alumbraban. Estaba ahí, de pie, sin decir nada, sin moverse, mirando hacía el grupo de niños.
Silvestre miró al extraño, a quién consideraba su amigo, y volvió a moverle la mano, para que se acercara.
-Anda, ven y siéntate conmigo, vamos a tomarnos una cerveza, y a ver a los niños partir esa cosa… Anda, siéntate, ven acá…
Silvestre se levantó como pudo, pero en su torpeza tiró sin querer la cerveza, rompiendo la botella en el borde de la banqueta. El amigo salió corriendo entre los arbustos, perdiéndose en la noche, y el borracho se encaminó para alcanzarlo.
-No te vayas, si apenas es bien temprano y vamos a… Vamos a beber, ven acá…-, dijo Silvestre, tambaleándose mientras caminaba y eructando a ratos. Tras los arbustos no había más que oscuridad, y al fondo, una pared blanca. Y en una de las esquinas de la pared, había alguien de cuclillas.
Su amigo estaba escondido, asustado porque Silvestre había tirado la botella al suelo. Temblaba, y trataba de esconderse aún más en la oscuridad.
-Vamos, vamos, no tengas miedo, compadrito… Te invito la bebida, ya sabes que sí. ¿Quieres venir? No tengas miedo…
Cuando Silvestre se acercó a su amigo misterioso, este se levantó, como un animal asustado. Era largo, muy alto, con la piel cetrina, lisa, y vestido con algo que parecía hecho de malla color negro, que le cubría casi todo el cuerpo, excepto el rostro. Aquel rostro era alargado, con una boca recta, como una línea dibujada arriba del mentón, y sus enormes ojos negros, que ocupaban más de la mitad de la cara. Aquella cosa se acercó a Silvestre, y con una mano enorme y dedos larguísimos, intentó tomar al borracho de uno de los brazos. El hombre, asustado, dio un paso atrás, pero se tropezó, golpeándose la cabeza en el suelo, y con el pasto ensuciando su cabello.
-¡No me hagas daño por favor, no me lleves!
Aquella cosa estiró la mano, pero sin tocarlo. Una luz iluminó aquel espacio cubierto de maleza y la pared se hizo blanca, con un intenso brillo que cegó a Silvestre, sin darle tiempo siquiera a poner la mano en sus ojos para cubrirse.
Fue un segundo, antes de que el borracho pudiese abrir bien los ojos. Todo estaba oscuro de nuevo, hacía frío, y aquel ser ya no estaba. La luz lo había cegado por un momento, y tras levantarse del pasto, caminó hasta la pared, mareado, aturdido. Tardó un momento en darse cuenta de que la mano que le sostenía en la pared estaba encima de un mensaje, una serie de palabras pintadas en los ladrillos, con letras mayúsculas, en negro. Silvestre tardó en leer el mensaje, y se petrificó.

YO MATÉ A JUAN DIEGO.

domingo, 17 de diciembre de 2017

#UnAñoMás: Luces de Navidad [PARTE III] (Segunda Posada)

OVNI captado sobrevolando el Aeropuerto de Miami (2016)


Los vecinos ya se habían apartado con la letanía, tocando a la puerta de las casas que iban a representar las paradas para pedir posada. Las luces y la comida no estaban tan lejos, pero en aquel recóndito espacio, Juan y Vanessa estaban rompiendo las reglas, y su noche de paz y amor había llegado antes.
Él estaba contra ella, y ella aguantaba su peso contra la pared del pequeño jardín de la señora Mercedes, una vecina que vivía al final de la calle, y dónde se dejaba la comida para la posada. Por ahí no pasaba nadie, y nadie podía ver que Vanessa ya tenía los calzones abajo, y Juan intentaba penetrarla.
Ella podía ver por encima del hombro de su amante, pero su miedo era infundado. Ahí no había nadie. Justo donde acababa la calle, comenzaba una avenida larga, perpendicular, y del otro lado de la avenida, donde apenas pasaban dos o tres coches cada cinco minutos, había un baldío, un lugar lleno de plantas enormes y con tierra que a veces se levantaba en remolinos.
-No te pongas nerviosa, chiquita, nadie nos va a ver… Déjate querer-, dijo Juan, mientras sus manos apretaban sin disimulo los pechos de la muchacha. Vanessa le agarraba las nalgas a su compañero, para no dejarlo ir, y menos cuando estuviese dentro. Le dolió, pero aguantó.
-¡Nos van a ver, ya te dije!-, dijo Vanessa, tratando de aguantar los gemidos.
-Que no, tú disfruta… Nunca tenemos tiempo. Tu mamá te vigila siempre y yo me tengo que aguantar…
La madre de Vanessa, doña Remedios, casi nunca la dejaba salir. Y cuando conoció a Juan, un hombre un tanto mayor que ella, algo encendió dentro de sí, algo que no podía ignorar. Trataba siempre de estar lejos de su madre, y verlo a escondidas. No quería que nadie supiese que entre ella y Juan había algo.
-Pero, pero…
Aunque ella trataba de decir algo, el placer la mantenía casi sedada. Sus manos se cerraron en las anchas espaldas de su amante, y le rasguñaron a través de la camisa. Él trataba de hacerlo más rápido, aunque ella estuviese un poco tensa.
En el momento cumbre, Vanesa miró de nuevo por encima del hombro de Juan. Del otro lado de la avenida, entre las plantas del baldío, había una persona, un hombre alto que la miraba entre la maleza, mientras sus pies levantaban la tierra. El hombre levantó la mano, y señaló justo hasta donde estaban ellos, y una luz brillante les apuntó.
Vanessa soltó un grito, y se levantó las bragas lo más rápido que pudo. Juan, asustado también, empezó a vestirse también, mientras se daba la vuelta para ver quién les estaba espiando. Solamente vio cuando un auto pasaba por allí, con las luces altas encendidas, lo que hizo que sus siluetas se reflejaran en la pared de la casa de doña Mercedes cuando el auto avanzó, para perderse al final de la avenida.
-¡Alguien nos estaba viendo del otro lado, entre las plantas!
Juan, ya con el pantalón en su lugar, y un dolor de testículos horrible, avanzó un poco antes de llegar a la orilla de la avenida. Miró a través de la oscuridad, con la poca luz de las luces navideñas de su vecina. Ahí no había nadie, sólo un montón de tierra ensuciando el asfalto y las plantas, que se mecían con el viento del invierno. Vanessa sintió miedo y se cubrió con el suéter, que había dejado abandonado en el pasto.
-Ahí no hay nadie. No seas tonta. Todas son iguales, están locas…
Juan se fue caminando de ahí, murmurando y maldiciendo, mientras Vanessa se quedó agazapada en la pared, tratando de no morir de frío, acomodándose la falda y mirando hacía el otro lado de la avenida. Ahí había visto a alguien, no estaba loca…

jueves, 2 de noviembre de 2017

#UnAñoMás: Ollin Miquiztli [FINAL] (Día de Muertos)



Otra mañana fría le daba la bienvenida a los muertos en su estancia en nuestro mundo. La gente caminaba por la calle de Donceles como siempre lo habían hecho. Algunas de las librerías de usado ya estaban abiertas, y el viento penetraba en las puertas, haciendo volar las hojas de libros antiguos y carcomidos.
Siguiendo derecho por aquella calle, se llega hasta el Museo del Templo Mayor, el cual se encuentra a la derecha de dicha calle. Caminando un tramo de República de Guatemala se llega a ver el conjunto de restos de piedra que alguna vez fueron el templo más grande de la religión mexica, y uno de los edificios más grandes de Mesoamérica, que desafiaba toda regla arquitectónica, gracias a estar construido sobre una chinampa, flotando en un lago de agua salada.
Ahora no era ni la mitad de su esplendor original, aunque muchos seguían visitándolo, imaginándose el tamaño y la imponencia de aquel edificio, que incluso pudo haber sido más grande que la Catedral Metropolitana, justo al frente de él.
Quién no ponía atención caminaba directamente frente al templo, sin ver siquiera lo que había en sus paredes, sin observar bien los detalles en sus paredes, en sus figuras, en las líneas de las escaleras. Fue una mujer quién miró más de dos veces dentro del terreno del museo. En la pared de calaveras, que representaba un tzompantli, una larga línea roja alteraba la apariencia blancuzca de aquella pared. Las calaveras del centro estaban manchadas de algo escarlata que brillaba intenso con el sol que se lograba colar por entre los edificios del Centro Histórico. Fue la segunda vez que observó cuando notó que algo de verdad andaba mal. Y ya la tercera vez, con un grito fuerte y alterado, fue cuando un policía que andaba por ahí acudió a ver algo horrible.
Sobre la pared de calaveras, en el tramo que le faltaba por encima, se encontraba el cuerpo de una mujer. La cabeza no se alcanzaba a ver, y el cuerpo estaba doblado por encima del borde de la pared, haciendo que sus piernas cayeran encima de las calaveras de arriba. De entre sus genitales corría la sangre que manchaba en una línea recta las calaveras justo debajo de ella, como una cascada grotesca en miniatura sobre la piedra blanca. Donde la sangre hacía su charco, había algo que no se veía muy bien, hasta que los policías decidieron entrar al templo. A los pies de la pared de calaveras, lleno de sangre y polvo blanco, había un feto. Se distinguían las piernas y sus manos, pero la cabeza aún parecía la de un pequeño animal, una rana o un anfibio con ojos a cada lado de la cabeza, la boca semiabierta y la mirada vacía.
Jacobo Silver alcanzó a llegar rápido antes de que retiraran el cuerpo. Las fotos que había tomado eran aterradoras, e incluso él se había puesto pálido. Esta vez, el asesino no había tenido piedad, pero su creatividad parecía no conocer límites. Estaba asqueado.
-No me haga sospechar de usted, señor Silver.
Jacobo volteó para ver al oficial Buendía acercarse a él. El policía se veía bastante enfadado, pero también temblaba, como si alguien le manipulara las manos. Todo lo que sostenía temblaba antes de caer al suelo. Su nerviosismo era evidente.
-Le dije que esto pasaría. El asesino está siguiendo un patrón específico, inspirado en la magia de estos días, o sólo lo hace para llamar la atención. ¿Ya habló el muchacho traumatizado?
Buendía asintió.
-Dijo que “el monstruo” le había dicho que no era digno de morir. Lo veía como un ser enorme, delgado, con el rostro pintado con una línea negra atravesándolo horizontalmente y sin el pie derecho. Iba acompañado de una mujer, toda vestida de rojo, con el cabello negro suelto…
Silver se quedó pensando un momento, antes de empezar a hablar.
-Hay una leyenda azteca antigua, en donde los dioses se reúnen para crear al sol y la luna. Dos de ellos, uno grande y hermoso, y otro pequeño y enfermizo, se ofrecen como sacrificio. El día pactado, frente a una hoguera, ambos son obligados a arrojarse al fuego. El dios enorme e imponente se acobardó ante la hoguera, mientras que el dios enfermizo, llenándose de valor, se arrojó primero, seguido del otro. El dios enfermizo salió primero transformado en el sol, porque su valentía había encendido su alma, mientras que el otro dios, ya envalentonado también, había surgido del mismo tamaño y esplendor que su hermano. Sin embargo, Quetzalcóatl, enfurecido por ese hecho, tomó a un conejo y lo estampó contra el segundo sol, convirtiéndolo en la luna, un astro que no merecía brillar tanto por su falta de honor y valentía.
Buendía se quedó en silencio un momento, analizando las palabras del reportero.
-No entiendo. ¿Tiene algo que ver con los asesinatos?
-Al menos con el primero sí, oficial. Un muchacho de buena posición, relativamente guapo, que es rechazado por el asesino. En cambio, elige a un simple y pobre vagabundo, a quién le saca el corazón, símbolo de la energía que necesita el sol en su tránsito diario en el cielo.
-Bien, señor Silver. ¿Pero la mujer qué culpa tenía? No entra en ningún plan divino o…
Jacobo Silver volvió a sonreír.
-Se equivoca, oficial Buendía. Si hablamos de sacrificios, en la época azteca, una mujer embarazada muerta durante el parto era igual en importancia al mejor guerrero muerto en combate. Se le enterraba con honores, en ceremonias tan complejas que simulaban el sepelio de un guerrero, con cantos de batalla y armas en la tumba, así como con su bebé si es que este también moría. El espíritu de la mujer muerta en parto acompañaba al sol todos los días, y lo recibía en el ocaso para dormir durante la noche. Si una mujer embarazada no recibía los honores suficientes o no se le enterraba de acuerdo al ritual, su espíritu vagaba durante las noches como una bella mujer, que se lamentaba por aquellos hijos que la muerte le había arrebatado. Se le llamaba cihuacóatl, mujer serpiente…
-¿El asesino estará recreando estas leyendas para infundirle miedo a la gente de la ciudad? Es un pensamiento algo pesimista, ¿no, señor Silver?
-Tal vez. O es alguien con mucha imaginación y ganas de hacer las cosas así. En todo caso, el asesino está acompañado de una mujer que podría representar a la cihuacóatl. No va a ser difícil encontrarle…
-¿Y cómo sabe eso?
-El hombre estará vestido de un dios prehispánico. Tezcatlipoca para ser exactos. El Dios era delgado y escuálido, bastante aterrador, con garras en las manos, el rostro surcado por una línea negra y con el pie amputado, del cual sólo salía el hueso descubierto.
Buendía fue el que sonrió esta vez.
-Que original disfraz, entonces. No va a ser complicado encontrarle. Habrá que disponer de agentes en toda la zona. No podrá ir lejos si…
Jacobo Silver empezó a chistar al oficial.
-Ya es demasiado tarde, oficial. El asesino ha tomado las víctimas que necesitaba en estos días y no volverá a aparecer…
El reportero se había quedado en silencio, pálido, con los ojos abiertos. La mujer de la noche pasada, aquella a la cual no podía dejar de ver, en el restaurante… Un presentimiento cruzó por su cabeza.
-Al menos que haya aún más simbolismos, oficial Buendía.
Ambos salieron caminando del Templo, mientras Buendía conducía al estupefacto reportero a un lugar más apartado de la gente.
-¿A qué se refiere? ¿Qué otras señales podría haber en esto? Ya tengo suficiente con tres muertes como para que…
-La señales. El asesino está inspirado en leyendas prehispánicas. Está matando en la ciudad que era el centro religioso y político más grande de Mesoamérica. Un lugar de gozo y alegría, donde la muerte no era temida, sino adorada como un dios, o un camino directo a la gloria o al descanso.
-Sigo sin entender…
Jacobo Silver se tranquilizó.
-Yo tampoco lo entiendo bien, pero hay algo que se me escapa… Tenemos que ir a comer. Todo se hace más claro con la barriga llena, oficial. Además, falta que pague la apuesta que ha perdido. ¿Sanborns?
Ambos sonrieron, pero no dijeron nada.
Después de la comida, el reportero y el policía se quedaron en la mesa apartada de toda mirada y oído indiscreto. Ya no había comida, y faltaban las palabras.
-Quiero que me explique lo que piensa de esto, señor Silver. Sin rodeos, sin mentiras. Si usted está implicado en todo esto, será mejor que…
-¡Ay, por favor! Ya le expliqué que no tengo nada que ver en este asunto. Es cuestión de lógica, oficial. Llevo más de veinte años trabajando para la nota roja, que uno aprende a ver las señales de los criminales, en especial de uno tan específico como este. ¿Va a dejar de inculparme en algo que desconozco o prefiere que le ayude?
Buendía puso los ojos en blanco.
-Muy bien, adelante. Quiero escuchar su teoría…
Jacobo tomó un sorbo de refresco antes de continuar.
-El Árbol de la Noche Triste…
-¿Dónde Hernán Cortés lloró al verse derrotado?
-Sí, ese mismo. Es un símbolo histórico de la derrota, no sólo de la momentánea que sufrieron los españoles, sino también del imperio mexica en general. El árbol aún se conserva, viejo y retorcido, en una plaza de la ciudad, no muy lejos de aquí. Si el asesino busca una salida triunfal, será en ese lugar.
-¿Volverá a matar?
-No lo creo. Ya han sido bastantes muestras de horror y muerte por dos días. Tal vez sólo va a dejar un mensaje, para aquellos que sepamos ver bien las señales. El final de su camino es dónde inició el nuestro, al menos de manera simbólica, como el lugar dónde el águila devoraba una serpiente, hace cientos de años. Veamos… ¿Podremos ir ahí a averiguar si tengo razón?
Fue como si alguien le hubiese picado el trasero al oficial Buendía con un fierro candente.
-¿Está usted loco? ¡Son puras suposiciones! ¿Cómo va a creer que el asesino se va a presentar en el lugar que usted ha imaginado sólo porque sí?
Silver se levantó, un poco más despacio que su compañero, a quién ya lo estaban viendo los demás comensales.
-Primero vamos a guardar la calma. Me adelantaré hasta el lugar que le he comentado. Es una plaza pequeña, en Tacuba…
-Claro que sé dónde es. ¿Por qué quiere ir usted solo?
-Cerciorarme de mis propias teorías. Puede seguirme sin que nadie más se dé cuenta. Cuando lleguemos y vea que estaba en lo correcto, creo que esta vez yo pago la comida.
Silver guiñó y salió del restaurante casi trotando de la emoción, mientras una de las meseras, de amplia falda a colores, se hacía a un lado para dejarlo pasar. Buendía se acercó a la caja para pagar la cuenta y salió directo a su coche.
Después de un rato, la tarde empezaba a caer en la ciudad, y el tráfico por la Calzada México-Tacuba era casi interminable. Jacobo Silver, a bordo de un taxi particular, no se había dado cuenta de que aquella misma avenida había sido alguna vez uno de los caminos (específicamente, calzadas) que conducían al centro del Lago, a Tenochtitlán. El taxi se detuvo frente a la plaza, un pequeño cuadro vacío dentro de la ciudad, con un enorme árbol en el centro. Ese no es, pensó.
Caminando a la plaza se dio cuenta que la gente ya estaba saliendo, aunque poco a poco. Dentro de la plaza había una iglesia blanca, de donde salían las personas, y algunos se quedaban admirando el verdadero espectáculo de aquella noche. Era una ofrenda enorme, un camino de sal y tierra, bordeado por miles de pétalos de cempasúchil, y el cual daba a una pequeña mesa donde se presentaban diferentes platillos en distintos niveles, con un enorme pan de muerto al centro. Las fotografías de personajes célebres adornaban el camino, el cual también estaba iluminado con veladoras blancas. Aunque el viento mecía las llamas, no se apagaban. Detrás del enorme altar se escondía, en parte, un tronco blanco, el cual descansaba en la tierra tras una valla de metal.
El Árbol de la Noche Triste. Jacobo admiró con cuidado el tronco, un pedazo enorme de madera ya muerta que aún resistía al tiempo y a la contaminación, y que a esa hora de la noche y a la luz de las veladoras parecía un enorme fantasma, quieto en la inmensidad.
El viento arreció un poco más, y la gente abandonaba la plaza más aprisa, como si el aire enfurecido les trajese malas noticias, o una vibra inconfundible.
-Ya viene-, murmuró Jacobo para sí.
Volteó a la iglesia, pero ya no había nadie. La plaza estaba vacía, y el único árbol frondoso dentro se mecía, haciendo crujir sus ramas y las hojas muertas que aún colgaban de ellas. Cuando miró de nuevo a la ofrenda, ahí estaba ella, de pie, en medio del camino de sal y tierra.
La mujer del vestido rojo y cabello largo y negro le miraba fijamente. No se movía, y el vaporoso vestido se mecía con el viento nocturno, mientras las velas parecían avivarse más.
-Lo sabía. Representa muy bien su papel, señorita. La mujer serpiente…
Ella le sonrió, y abriendo la boca, su voz se convirtió en un sonido que a Jacobo le heló la sangre: miles de sonajas, como los cascabeles de las serpientes.
Jacobo Silver empezó a temblar y sintió el miedo circulando en sus venas. Aquello no era normal, y mientras la mujer avanzaba lentamente hacía él, trataba de retroceder, dando traspiés y casi tropezando.
-¿Dónde está él? Quiero verlo-, exigió el reportero, mientras la mujer seguía avanzando y emitiendo ese aterrador sonido.
Entonces, la noche se calló. Los grillos dejaron de cantar, y hasta el sonido de los cascabeles se detuvo. Ni las hojas del árbol ni el viento emitían sonido alguno, y el frío devoraba todo. Jacobo sintió que sus huesos calaban y la piel le quemaba con ese frío atroz.
Las pisadas se escuchaban detrás de él. Un pie descalzo primero, un hueso después. Jacobo se volteó presa del miedo y de la curiosidad. Ante él, se erguía aquel personaje que el muchacho del callejón había descrito en sus delirios. Alto y delgado, de piel oscura y pegada al hueso, con una línea en su rostro, y ojos delirantes de pupilas contraídas en una mueca de locura. Llevaba un penacho de plumas viejas y carcomidas, y su pie derecho había sido cortado. En su mano larga de gruesas garras aferraba una especie de piedra negra pulida, un espejo de obsidiana.
-Tezcatlipoca…
El ser mostró sus afilados dientes y se relamió la boca con una lengua azulada larga y viscosa.
-¿Cómo te atreves a pronunciar mi nombre?-, dijo la criatura con una voz espectral, gorjeante.
-Todos te conocen. Eres un símbolo, un dios, una leyenda…
La criatura enfureció, soltando un rugido potente al cielo.
-¡Nos han olvidado! Todos han sepultado en el olvido a las fuerzas que dieron origen a este mundo. Ahora les ponen otros rostros, los llaman “fuerzas de la naturaleza” o “leyes de la física”. ¡Somos la burla! Y el agua del lago sagrado ha desaparecido. Los ideales de la ciudad antigua se perdieron y ya no flotan hacia la gloria, sino que se pudren en la tierra seca.
-No se han olvidado. Están presentes. La noche de muertos es un ejemplo. Encienden el camino de las almas al mundo de los vivos. Muchos de nosotros todavía tenemos memoria.
Ahora la criatura se reía, con un sonido como el del hielo o el viento frío.
-Mira más allá, siervo humano. Mira lo que tengo preparado para ustedes…
Tezcatlipoca levantó su espejo negro, y mostrándolo de frente a Jacobo, el reportero pudo ver en él imágenes nítidas, como quién ve un vídeo en una pantalla de celular. Imágenes del futuro, del agua, de los dioses, y del sol manchado de sangre…
-¡Alto ahí!
La voz del oficial Buendía retumbó en la plaza, haciendo que Jacobo apartara la vista de aquel espejo. Tezcatlipoca miró al hombre quién empuñaba una pistola con ambas manos, y vio en sus ojos el temor de enfrentarle.
-¡Suelte eso o dispararé…!
La criatura estaba a punto de abalanzarse contra el policía, cuando el reportero se interpuso.
-¡Déjalo, déjalo ir! No puedes contra su poder. Todos ellos ya se van, mira…
El oficial Buendía bajó la pistola, y miró hacia donde Jacobo le apuntaba. El árbol de la Noche Triste estaba abierto, como un portón de madera vieja, y el camino de la ofrenda estaba repleto de gente, siluetas de personas que apenas si se podían ver en la noche. Eran almas de muertos, de todas las épocas y culturas, caminando hacia la puerta al más allá, mientras la cihuacóatl los recibía con un abrazo que jamás podrían sentir, atravesando su cuerpo hasta la oscuridad.
Jacobo y el oficial Buendía se quedaron apartados, viendo a las siluetas de hombres, mujeres y niños atravesar el árbol hacía la oscuridad eterna. Tezcatlipoca avanzó hacía el camino de flores, mirando como cada una de las almas transitaba por ahí, como un depredador observa detenidamente a sus presas.
-Era una lección, ¿no es así?-, preguntó Jacobo a la criatura. Esta lo vio detenidamente.
-Para que nunca más nos vuelvan a olvidar. Y si es necesario venir cada año, así lo haré, hasta que aprendan la lección. Sangre y muerte es lo que somos, una para vivir, y la otra para seguir más allá. Guarde en su corazón lo que ha visto, señor Silver, porque yo mismo vendré por usted, cuando Mictlantecuhtli así lo disponga…
El enorme ser se acercó a la mujer, y le susurró algo al oído. Ella le sonrió, y lo tomó de la mano. Ambos avanzaron por el camino de las flores, la tierra y la sal, mientras las veladoras se iban apagando a su paso. En el lugar dónde ellos habían estado de pie se dibujaban unos extraños símbolos: una calavera sonriente envuelta en dos tiras de papel con elementos prehispánicos.
-Ollin Miquiztli-, dijo Jacobo, sonriendo al ver aquellos símbolos grabados en el suelo.
-¿Y qué significan?-, preguntó el oficial Buendía, mientras las últimas veladoras se apagaban, y el crujido del árbol indicaba que este se estaba cerrando al fin.
-La muerte en movimiento. Cuando morimos, no desparecemos mientras la gente nos recuerde. Seguimos viviendo, en otro plano, con otra energía que los vivos no comprendemos, pero que para los muertos es como un último pedazo de fuego al cual aferrarse.
El policía carraspeó.
-Y acerca de lo que vio, puedo preguntar…
-No le diré nada. Puede que aún vivamos para verlo. Mientras tanto, yo invito la cena…
-Pero…
-Le dije que tendría razón después de todo. Era un presentimiento. Vámonos…
Ambos salieron de la plaza, mientras el viento frío levantaba los pétalos del camino de sal y tierra. El aire se perfumó con el olor del cempasúchil y el humo de las veladoras apagadas.
Nadie se dio cuenta que, bajo el símbolo de la muerte en movimiento, al pie del árbol de la Noche Triste, empezaba a manar agua. Un chorro de agua fría, oscura y salada.
 
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