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martes, 28 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 11.

Cuento 11: Duende (Miguel Bosé, 1987). https://www.youtube.com/watch?v=5e7DwcVV6A4



En una tienda como la nuestra, los monitoristas son los ojos en cada rincón del lugar. Vigilan a la gente, que no desaparezcan las cosas, y alertan sobre posibles ladrones. También checan a todo momento para que los vendedores hagan su trabajo, o que no haya ningún percance entre el personal. Aunque no siempre ven todo: nadie vio cuando Miguel desapareció, y cada cosa extraña parece no grabarse. Como si algo escondiese lo que pasa ahí.
Después de que la tienda cierra, un único monitorista se queda vigilando la tienda vacía. No hay ninguna razón en específico, ya que no hay nadie. Pero muchas veces, la gente es astuta: forzar la reja no puede ser difícil. Entrar a robar después, mucho menos.
El día que Miguel desapareció, el único monitorista al final de la jornada era Roberto, un muchacho de rostro huraño y de una enorme estatura. Estaba incomodo como siempre, ya que el cuarto donde están los monitores es algo estrecho. Incluso para él. Siempre imponía con su estatura, y aunque su rostro pudiese decir otra cosa, era un muchacho muy noble y también amable. Pero también manipulable. Había veces en las que no recordaba ciertos pasajes de su trabajo, como si grabar todo el día le quitara episodios de su memoria.
Pero la verdad era otra: Roberto era el títere predilecto del chico de la farmacia. Hacía muchas cosas a su favor: entre ellas, no ver las cosas raras. Dejarlas fuera de las grabaciones. Pero Roberto no sabía eso: jamás lo sabría.
El último vendedor ya se había ido a casa, y los últimos trabajadores del restaurante también se habían retirado, cuando Roberto se había metido de nuevo al cuarto de los monitores. Se acomodó como pudo en la silla, y puso su música favorita: banda y corridos. Cantando entre susurros, miraba de repente las pantallas, moviendo las cámaras a puntos específicos de la tienda. Todo estaba a media luz, y vacío. Nada se movía. Era como un encanto. Movió la cámara de la entrada para ver que no hubiese gente merodeando por la reja. Nada.
La cámara de Relojería peinó la Farmacia, y ahí estaba: el chico de la farmacia de pie, inmóvil en medio de los estantes, mirando fijamente hacía arriba. Roberto se extrañó, pero regresó con el control la cámara hacia ese punto. Ya no había nada. Sólo la tienda vacía.
-Maldita sea. Necesito dormir más.
Pero no podía darse ese lujo. Por eso trabajaba en la noche y dormía por la tarde. Vigilar cosas muertas e inanimadas era su trabajo aquella semana. Pasó una y otra vez la cámara hacia la Farmacia, percatándose varias veces para no engañarse. Pero no, no había nada.
Decidió abandonar su búsqueda, antes de que le doliese la cabeza.

Dos horas después, ya eran las 3 de la mañana, y Roberto no cabeceaba, ni siquiera parpadeaba. La música lo mantenía despierto, y encontraba algo de distracción en su celular, sin dejar, claro está, de vigilar la tienda.
-Muy bien, tengo antojo de un pastel…
Roberto movió la cámara de Tabacos y Novedades hacía la Pastelería, enfocando la repisa donde mostraban los pasteles, y las vitrinas ya vacías, donde por la mañana exhibían el pan calientito.
Otra vez su cabeza empezó a dolerle, porque pensó que su mente lo engañaba. Alguien estaba saltando en la vitrina, y se acercaba a la repisa, para meterle dedo a los pasteles. Regresó la cámara con el control, y casi se resbala de la silla. En efecto, alguien, o “algo” estaba ahí, manoseando el glaseado y el chocolate. Alguien pequeño, y borroso…
-¿Qué chingados…?
Dejó el celular sobre la mesa de los monitores, y revisó una vez más, para ver si sus ojos no le mentían. Ahí había alguien, una figura oscura, pequeña, que se estaba comiendo ya uno de los pasteles, agarrando con los dedos los pedazos de masa con chocolate, y llevándolos a su boca.
El procedimiento era sencillo: si había alguien en la tienda, Roberto tenía llaves de la reja que cerraba la tienda del resto de los pasillos de personal. Se levantó de la silla, salió del cuarto de monitores y subió las escaleras de dos en dos, con sus largas piernas, jadeando más de miedo que de cansancio. Llegando a los pasillos, encendió una linterna: ahí estaría oscuro, aunque las pocas luces ayudasen un poco. Sacó las llaves de su pantalón, y abrió la reja, haciendo ruido. Tal eso asustara a aquella persona, pero mejor así: estaba en problemas, y sería mejor encontrarle antes que nada. Igual no tenía escapatoria.
En el cinturón, Roberto llevaba colgando un radio. Se comunicaría con los vigilantes de la plaza, para que le ayudaran.
-Reporte de intruso en la tienda, aquí el monitorista nocturno. Hay un intruso. Necesito ayuda, cambio…
El chirrido del radio le indicó que alguien iba a contestar.
-No se preocupe, monitorista. Vamos para allá. Trate de negociar con el intruso, no haga nada hasta que lleguemos. Cambio y fuera.
El radio se apagó, mientras Roberto caminaba hacia la puerta del personal. La abrió igual con las llaves, y sintió el frío de la tienda vacía, y el olor de los libros cerca de ahí. La pastelería estaba a su derecha. Apuntó la lámpara hacía allá, pero el haz de luz no llegaba tan lejos. Caminó con cuidado, tratando de no tropezar con nada, sosteniendo la linterna lo mejor que podía.
-Quien esté aquí, deje de hacer lo que está haciendo. La vigilancia ya viene para llevárselo.
Sólo se escuchó el eco de su voz, y sus pasos retumbando en la oscuridad. La luz atravesó las torres de exhibición de Óptica, reflejando varios ojos de vidrio vacíos. La Pastelería estaba más cerca, y con ayuda de la linterna, pudo ver la silueta de algo que ya estaba bajando la vitrina, corriendo cuando sus pies tocaron el piso. Roberto reaccionó rápidamente, corriendo para alcanzar al intruso, pero ya no había nadie. Sólo estaba un pastel a medio comer, y huellas de chocolate en el suelo. Huellas como de pollo: tres dedos apuntando hacia delante, y uno más pequeños para atrás.
Roberto se secó el sudor de la frente, cuando escuchó de nuevo los pasos de aquello, que se movía entre la ropa de caballero y se metía en la isla de exhibición de Tabacos. El monitorista se asomó, y apuntó la luz a través de la oscuridad. No había nada. Escuchó como si alguien tirara cosas, y una risa traviesa, como la de un niño.
-¿Quién está ahí?
La risita se hizo más fuerte, más chillona, ya no de niño, sino de algo con voz aguda, pero muy extraña.
-¿Quién anda ahí, quién, quién?-, canturreaba la voz, burlándose, soltando carcajadas y pedorretas.
Poco a poco, Roberto le dio la vuelta a la isla, hasta donde estaban los cigarros. Las cajas de tabacos volaban por el aire, cayendo fuera de sus exhibidores, desgarradas y con los cigarros rotos.
Con ayuda de la linterna, el monitorista apuntó hacía lo que estaba haciendo aquel desastre: la figura de algo negro encorvado en el suelo, dándole la espalda. Era delgado y no traía ropa. Sus extremidades eran flacas y largas, de dedos largos y con garritas de gato. Su cabeza era abombada, con poco pelo y unas orejas largas y puntiagudas que apuntaban hacia arriba.
-¡Carajo!-, exclamó Roberto al ver aquella cosa destrozando las cajas de cigarros. La criatura se dio la vuelta, y el miedo fue mayor: aquello tenía un rostro pequeño y arrugado, con ojos saltones de color rojo, uno mirando hacía un lado y el otro hacía otro, como si estuviese bizco. Su nariz estaba descarnada, y su boca llena de dientes puntiagudos. La cosa soltó un chillido, y se lanzó hacía Roberto, quien fue más rápido, y golpeó a la criatura con la linterna. El monstruo salió volando y se estrelló de espaldas contra un exhibidor de vidrio, quedando encajado entre los cristales rotos. Roberto apuntó de nuevo con la luz, pero aquello no se movía.
Se acercó a ver, y sacó el radio para anunciar lo que estaba viendo a los vigilantes.
-Por favor, dense prisa. No van a creer lo que…
De repente, la criatura saltó de nuevo a su cara, pero no pudo reaccionar tan rápido. Roberto sintió las garras y los dientes de aquella cosa haciéndole daño, abriendo su piel y arañando su cuero cabelludo. Del dolor y la impresión, Roberto se fue para atrás, y chocó contra un exhibidor de revistas, y luego, contra uno de los muebles con discos, tirando algunos al suelo. Logró darse la vuelta, quitándose al monstruo de encima, y tratando de arrastrarse de regreso a la puerta, que ya no quedaba lejos. Cuando ya estaba cerca del pasillo, sintió de nuevo aquella cosa subiéndose, primero por sus piernas, y luego por su espalda. Siguió gateando, tratando de alejarse de ahí, pero la fuerza de la criatura era más fuerte. El monstruo empujó la cabeza de Roberto contra una vitrina donde se exhibían videojuegos, y así lo hizo una y otra vez.
De la cabeza del monitorista brotaba sangre, y se clavaban los pedazos de cristal con cada golpe, mientras la cosa aquella se reía y golpeaba más y más fuerte.
-Basta…
Una voz se escuchó detrás de la criatura, y esta saltó asustada. No pudo salir corriendo, porque el chico de la farmacia agarró al monstruo por el cuello, y le arrancó la cabeza de un apretón. El cuerpo quedó sin moverse, y la cabeza más allá, rodó por el suelo, con los dientes de fuera y los ojos estallados en sangre.
El chico miró a Roberto, quién aún estaba vivo, pero mal herido, y casi inconsciente.
-Está jugando con nosotros. Acabará por matar más gente si no lo detiene alguien. Yo ya no puedo. Perdóname, viejo amigo.
El chico soltó el cuerpo de la criatura, y se acercó al de Roberto. Lo tomó de una pierna, le dio la vuelta, y empezó a arrastrarlo hasta la Farmacia, dejando el rastro de sangre a lo largo del pasillo. Roberto trataba de enfocar su mirada, pero todo estaba tan borroso que apenas podía ver algo claro. Pero podía escuchar, y hablar. Su rostro era un alfiletero, con pedazos de cristal encajados en todas partes, y sangre brotando de las heridas.
-¡Suéltame!-, alcanzó a exclamar.
El chico de la farmacia lo seguía arrastrando.
-Es por tu bien. Estarás bien.
Al llegar a la Farmacia, el chico abrió la puerta de la rebotica, el cuarto donde escondían los cadáveres de los clientes que escogía para aquello.
-Vas a estar bien.
Roberto sintió cómo el chico le arrojaba hacía el cuarto, que en realidad era un enorme agujero hacía abajo, como un pozo hecho de ladrillos viejos. Y al fondo se escuchaba algo: el aleteo de miles de insectos, y sus patas caminando en las paredes del pozo. El grito de Roberto retumbó con fuerte eco en el pozo, antes de que se escuchara su cuerpo caer en el fondo. Los insectos se quedaron callados un momento, y volvieron a aletear, pero hacía el fondo del pozo.
La comida estaba servida.

sábado, 25 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. #CuentoX

Cuento 10: Paradise (Coldplay, 2011). https://www.youtube.com/watch?v=J6ZWlDks0nQ



Un reloj es la parte esencial de nuestro nuevo relato. Un reloj y su vendedor.
Miguel se defendía bien en el departamento de Relojes y Fotografía. Sin embargo, lo que pasó aquella tarde lo dejó completamente absorto, y totalmente creyente. Y es que, sobre el mostrador, encontró un nuevo reloj, una mercancía nunca antes vista: era un enorme reloj de bolsillo, con cadena de oro, y manecillas que, si él no estaba loco, parecían girar al revés. ¿Pero cómo?
El artilugio ni siquiera tenía precio. No había ninguna marca sobre él, ni algún grabado. Era simplemente un viejo reloj de oro, que andaba mal. Miguel lo tomó entre sus manos, y lo miró a conciencia. Todo estaba mal en el aparato, desde el sentido de las manecillas, hasta el peso. Si era un reloj voluminoso, debía estar pesado. Pero era muy ligero, casi como cargar entre los dedos muchas hojas de papel.
Sobre el aparato, en medio de la cadena que lo sostenía, Miguel encontró un botón. No era la perilla para ajustar la cuerda: era un botón, y era de plástico rojo, tan rojo como la sangre. El muchacho lo tocó con la yema de su dedo, despacio, sintiendo la textura suave del plástico en comparación con la fría y lisa del metal. Algo había en el botón que le hacía querer apretarlo, la tentación de saber qué iba a pasar en cuanto lo…

Sintió que algo lo jalaba hacía dentro del aparato, y se vio envuelto en un túnel de luz amarilla. Ni siquiera se había dado cuenta que había apretado el botón, hasta que el dedo empezó a dolerle y a ponerse rojo. Miguel viajaba en un túnel, algo que se sentía como caer, y a la vez nadar a una velocidad vertiginosa. Quiso mover las manos, aferrarse de algo, de la pared amarilla que lo rodeaba, pero no encontraba nada. Era como si, a la vez, lo que estaba a su alrededor se moviese y no él.
Después de un instante, Miguel se detuvo, y quedó de pie de nuevo tras el mostrador. Sólo que ya no era el mostrador de siempre: estaba sucio, oxidado, lleno de mugre y hojas secas, con el vidrio roto y relojes dentro, muertos, secos, rasguñados.
Miró a su alrededor: era la tienda, sí, pero ya no era la misma. Parecía una especie de selva que hace mucho que se hubiese secado, con ramas y hojas marchitas, y algunos insectos moviéndose por ahí, trepando a las paredes sucias y negras. La reja que cerraba la tienda por la noche estaba a la mitad, como roída. Caminó hacia fuera, mirando hacía los otros departamentos. Pero todo estaba igual: abandonado, sucio y muerto.
Un sonido como entre risa y gorjeo hizo que Miguel se diera la vuelta. Detrás de una pantalla rota, de aquellas grandes, había alguien. Era un niño, o una persona, alguien que estaba escondido detrás del aparato, y que parecía tener miedo. Miguel se acercó a él, pero la criatura estaba asustada, y sólo enseñaba los dientes por entre la penumbra, sin salir. No iba desnudo: su ropa estaba hecha jirones, llena de mugre y tierra.
-¿Lo asustaste?-, dijo una voz detrás de Miguel. El muchacho saltó y miró hacia atrás. Era el chico de la farmacia, mirándole a él, y luego a la criatura, que salió poco a poco de su escondite, para ir a reunirse con otros humanos como él, que ya salían de entre las estanterías y tras las vitrinas.
-¿Qué es todo esto?-, dijo Miguel, asustado, con los ojos bien abiertos. Los humanos que salían de ahí buscaban entre la basura, tras los muebles, algo que comer: algún insecto grande, una rata: lo que fuera estaba bien.
-Te traje aquí, con la esperanza de que me ayudes. A ti, y a todos los demás. Esta es la tienda, la misma de siempre, pero has viajado veinte años en el futuro. Así nos vemos, y así vivimos.
Miguel miró a las criaturas que comían insectos, corriendo en dos o hasta en cuatro patas, comportándose como animales.
-¿Qué son ellos?
-Humanos. Ven…
El chico de la farmacia caminaba directamente hasta el restaurante, donde todas las mesas y sillas de madera se pudrían, y donde crecían más plantas que en ningún otro lugar. El chico le señaló a Miguel la ventana panorámica del restaurante, invitándolo a ver. Lo que había allá afuera no era comparado a lo que el vendedor había visto dentro.
La ciudad ya no existía. Los pocos edificios que quedaban eran una ruina, pedazos de columnas y demás cayéndose con el paso de los años. No había plantas, y sólo quedaban los troncos secos de un lugar que alguna vez fue llamado “Tu casa entre los árboles”. El mundo se estaba muriendo. Quedaban algunas aves, y el cielo era una especie de combinación, entre gris, amarillo y rojizo. Un cielo enfermo. En la calle, había cientos de coches, atorados en el tráfico del pasado, oxidándose, plagados de ratas y perros famélicos. A lo lejos, se levantaba el humo, como si de una fogata se tratara.
En uno de los edificios de enfrente quedaba una pantalla, un antiguo artefacto que en realidad servía para publicidad. Se encendió, con algo de estática y pedazos muertos. En la imagen apareció el rostro conocido del chico de la farmacia, algo abatido, pálido, con más ojeras.
-Su mundo agoniza. Sírvanse en venir a la tienda. Encuentren refugio con nosotros, y vivirán…
El mensaje se repetía así, muchas veces, hasta el cansancio, con algunos fallos en el sonido y en la imagen.
-Quise traer a la gente aquí. Salvarlos de su miseria. La gente venía, y aun así, tenían que morir. Tenía que alimentar a la Tierra, hacerla habitable de nuevo con su sangre y su sacrificio. No pude…
Miguel escuchaba atento, alejado cada vez más de la ventana del restaurante. Afuera, se escuchaban explosiones, y gritos muy lejanos, como si alguien quisiese acercarse a ellos, alguien peligroso.
El chico de la farmacia volvió a caminar de regreso hacia el abandono y la miseria. Un ser humano viejo yacía muerto en el suelo, con las costillas abiertas, con carne y despojos secos colgando de los huesos, siendo devorado por un niño pequeño.
-El Mal los hizo salvajes. Son descendientes de la gente que buscó ayuda después de que te fuiste con ese reloj que traes en el bolsillo. Sus padres murieron, los maté para derramar su sangre en el mundo. Y no sirvió de nada.
El chico de la farmacia tomó al niño de una de las piernas, y sin piedad, le arrancó la cabeza, tan fácil como lo era hacerlo con un insecto. El crujido hizo que Miguel se estremeciera, retrocediera y soltara un grito, al ver la cabeza del niño rodando en el suelo, y su cuerpo, aún caliente, retorciéndose entre las manos de aquel ser. La sangre corría por el suelo, y de donde caía salían pequeños brotes.
-¡Eres un asesino…!-, gritó el muchacho, dejándose caer entre hojas muertas y tierra mohosa. El chico de la farmacia sólo pudo ver, mientras arrojaba el cuerpo descabezado del niño hacia la jauría de humanos que ya buscaban carne para devorar.
-No tiene caso. No hay futuro aquí. Escúchame, Miguel. Te traje aquí. Gasté mis últimas fuerzas para que me ayudes, y ayudes al mundo. Ellos ya vienen, y van a destruirnos. Somos la última sangre que queda en esta Tierra, y si se derrama en vano, todo terminará, incluso para ellos, allá afuera…
Una explosión cimbró el edificio y soltó grava y pedazos de metal por todas partes. Un agujero de fuego se tragó todo el restaurante, y la parte de la tienda que se hundía en el vacío hacia la calle dejaba lo demás como un decadente balcón. Los pocos humanos que quedaban corrieron para esconderse en la farmacia, mientras el chico y Miguel miraban hacia el exterior. A través del humo se distinguía la calle, y abajo, había tanques y soldados. Cuando todo se hizo más visible, Miguel alcanzó a ver a la figura que iba al frente de aquel pelotón de hombres y mujeres cansados y sucios: era un general, un hombre de cuerpo robusto y pelo canoso, con el rostro lleno de cicatrices y arrugas.
-¿Quién es él?-, preguntó Miguel, asomándose en el borde del edificio, con las manos llenas de polvo y un corte en la mejilla.
-Se llama David. Se convirtió en una especie de líder ante la amenaza. Libraría del mal a este mundo y…
-¿El Mal? Sólo hablas de eso, pero no me dices bien nada. ¿Quién hizo todo esto?
El chico de la farmacia palideció, tosiendo.
-Fui yo. Yo soy el Mal…
Abajo, se escuchó la voz del General David a través de un megáfono:
-Ríndete, escoria. Tu presencia causó esto. La gente muere, y vamos a salvar al mundo de tu infección. Hace años te dije que te mataría. Lo voy a cumplir.
La voz retumbó en las paredes. El chico de la farmacia gritó, como si tuviese un megáfono invisible.
-¡No hagas nada! Si nos matas, estaremos perdidos. No saben cómo entregar una vida, ustedes no entienden…
-¡FUEGO!-, gritó David a toda respuesta. Los cañones volvieron a atacar, pero ninguno hacía mucho daño. Una fuerza los detenía, pero no a todos. Algunos se desintegraban a medio camino, y otros más le daban al edificio, sin dañarlo mucho.
Miguel corrió hacia el fondo del edificio, como un animal asustado, pisando cajas de medicamento y productos ya muy viejos. El chico de la farmacia se quedó al borde de las explosiones, protegiendo el lugar. De su bolsillo sacó algo y se lo arrojó a Miguel, quién, asustado, lo tomó. Era una bolsa de tela, que en su interior tenía un celular. Un antiguo smartphone.
-Graba lo que te voy a decir, y apaga la cámara cuando termines. Tu mensaje llegará a la persona correcta…
Miguel encendió el aparato, que aún tenía bastante pila para lo que el chico le había dicho, y encendió la cámara.
Debajo, en la calle, David miraba. El chico de la farmacia decía cosas, y el otro muchacho, el cual se le hacía familiar, miraba hacía la cámara de un celular, mientras grababa. Estaba mandando un mensaje a alguien, pero no escuchaba por las explosiones. No importaba: nadie recibiría nada.
Sacó su radio, y apretó el botón.
-Ejecuten la bomba H. Que nos lleve la chingada a todos, pero que se mueran esos bastardos.
Luego, dejó caer el radio al suelo, y miró al cielo, buscando. El avión pasó lento, desde el horizonte rojizo, acercándose más y más a la tienda, para soltar el arma definitiva. David hizo que las bombas dejaran de caer. Luego volvió a hablar.
-Si yo me muero, tú te mueres también, bastardo asqueroso. ¡Llegó el fin!
El chico de la farmacia se dio cuenta demasiado tarde: el avión se acercaba, y estaba a punto de soltar la bomba. Su poder ya no alcanzaba para eso.
Miró a Miguel, y le sonrió.
-Saca el reloj. Hiciste bien en mandar el mensaje. David no sabe que ellos y nosotros somos los últimos humanos en la Tierra. Todo se acabó. Ahora aprieta el botón, y regresa… A otro tiempo. Verás algo que jamás le he dicho a nadie. Algo de lo que me avergüenzo. No dejes que este mundo muera. ¡Vete…!
Miguel soltó el celular, y sacando el reloj del bolsillo, apretó el botón.
Aún viajando en el túnel amarillo, vio como la bomba explotaba, acabando para siempre con toda la humanidad.
Y viajó, de regreso al pasado. Cerró los ojos, con la incertidumbre de no saber dónde pararía...

jueves, 23 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 9.

Cuento 9: I Feel Love (Donna Summer, 1977). https://www.youtube.com/watch?v=B2qI6UDD2uQ

Dicen que los lugares guardan recuerdos, memorias de instantes y momentos que no se han ido. Sólo hay que sentir, dejarse llevar, y cualquiera podrá verlos.
La tienda encierra muchos secretos. Desde su inauguración hacía ya 40 años, había sido uno de los lugares más concurridos de la ciudad. Pero en aquellos años, ni siquiera la gente sencilla podía entrar o darse el lujo. Los vendedores eran más elitistas: atendían sólo a las personas que estaban dispuestas a pagar. Y aún así, cuando una persona de clase media se podía dar el lujo de comprar algo, aunque fuera poco, no ponían bastante atención. Era la tienda de los ricos, de los poderosos, de los que podían siempre ser más que los demás.
En aquellos años estaba de auge la música disco, el ambiente de la liberación y las culturas escondidas entre las calles que dieron lugar a variados personajes, a modas extravagantes, a luces, pelucas, maquillaje, y bastante sexo. Donde ahora hay un hospital, antes había una discoteca, un lugar cargado de ambiente, música de moda y demasiados excesos, que no parecían quedarse en sus paredes durante mucho tiempo. Pero ni todo el glamur y el travestismo exagerado hicieron que los vendedores atendieran a aquellos “nuevos ricos”. Eran la plaga, una enfermedad.
Y con toda enfermedad, viene la cura. A veces paulatina y otras demasiado agresiva…

Miles de años atrás, existieron dos fuerzas. Cada una de ellas complementada con una igual. La primera de esas fuerzas era aterradora, grande, espaciosa. La segunda era mortal, pequeña, más astuta. Por querer hacer el mal, la fuerza pequeña accidentalmente mató a su hermana, y quedó sola, aún más pequeña que su aterradora contraparte, quién también tenía a su gemela, y ambas tomaban cada día más y más espacio en el universo y a través de sus espacios vacíos.
Un día, la fuerza pequeña, cobrando venganza de algo que, ella creía, la fuerza grande había hecho, se alojó en este mundo, en aquella tienda, tomando la forma del gerente. Sin embargo, cuando esta fuerza tomaba a alguien, no tardaba en enloquecer. Su locura no fue salvaje: más bien, era discreta. Aquel gerente hizo que los vendedores no atendieran a toda la gente, que se portaran déspotas y que sólo recibiesen dinero de aquellos que podían pagarlo y bien.
La fuerza más grande debía encontrar el equilibrio, y también decidió viajar al mundo, tomando otras dos formas, porque aún tenía a su hermana consigo. Dos jóvenes de la farmacia, que empezaban a trabajar en aquellos días, fueron contagiados. Sin embargo, aprendieron a la mala a dominar su nuevo cuerpo, sus emociones, sus procesos. No podían enloquecer, si debían controlar a su contraparte, que había tomado fuerza y ferocidad.
Uno de los chicos de la farmacia era alto, de sonrisa rara y ojos burlones. El segundo era más alto, gordo y demasiado tosco, pero con rostro amable. Con sus nuevos aspectos, aquellas fuerzas decidieron tomar el control del lugar. El chico de la farmacia hacía que la gente no viera nada. Mientras su hermano, el enorme Mapache (por las ojeras que enmarcaban su rostro) buscaba frenéticamente al gerente, pero este los evadía. Era aún más fuerte, más rápido, y aterrador. Cosas horribles pasaron en aquellos días: suicidios, robos, un asesinato sin resolver. Y es que, mientras más se enfrentaban, aquellas fuerzas sólo podían sacar lo peor del mundo.
Después de un tiempo, después de constantes peleas y de persecuciones, de muertes y sucesos extraños, las fuerzas hermanas fueron capaces de someter a la más pequeña. Se deshicieron del cuerpo del gerente, y no lo sustituyeron: simplemente ellos, en sus cuerpos, se habían hecho cargo de la tienda. Influían en las mentes de los vendedores, y les ordenaban atender a todos, sin distinción. Las almas humanas que llegaban alimentaban el lugar, hacían que todo se revitalizara. Sin embargo, necesitaban sacrificio: con cada diez clientes, llegaba uno que debía morir. Con su sangre drenada, los cuerpos se escondían, y la sangre servía para atraer más y más almas.
Así, el chico de la farmacia y su hermano Mapache (que ya hasta se había dejado crecer cola y orejas, que nadie más notaba), convirtieron la tienda en un lugar mejor. La gente humilde compraba cosas, los chicos de la discoteca se paseaban por ahí, y los vendedores no humillaban a nadie.
Pero es que, como hemos dicho antes, los lugares guardan secretos e historias, energías y fuerzas. Y la malvada fuerza, pequeña y débil, no desapareció. Se quedó ahí, saltando entre los objetos de la tienda, poseyendo gente sólo por instantes. Encontró su momento cuando, en un descuido, Mapache fue al baño de caballeros, al último de los cubículos. Fue en ese momento cuando, con lo poco de energía que le quedaba, y la suficiente maldad, la pequeña fuerza traspasó el corazón de Mapache, y lo mató.
Fue la venganza suprema, lo que la fuerza estaba esperando desde que, por accidente, se había mutilado a sí misma hacía ya miles de años. Con el alma hecha trizas, el chico de la farmacia acudió, pero era demasiado tarde: la fuerza descansaba como una serpiente sobre el cuerpo de su hermano Mapache.
-¿Sientes cómo tu voluntad se hace pequeña? ¿Sientes el dolor que sentí cuando mataste a mi hermana?-, decía la voz macabra de aquella fuerza malvada.
El chico de la farmacia se arrodilló ante el cuerpo de su hermano, lo jaló y lo abrazó. ¿Qué era lo que estaba pasando? Ese dolor en su pecho, las ganas irremediables de gritar, y las lágrimas que escurrían por sus mejillas…
Y es que, después de miles de años después de no sentir nada, el chico de la farmacia por fin podía sentir el dolor.
-¡No lo quiero, no quiero esto…!
Aquel día, cada cliente y cada vendedor estallaron. Sus cuerpos se abrieron a la mitad, sus tripas se regaron por todas partes, y la sangre salpicaba cada mueble, cada libro y cada artículo en los aparadores.
El chico de la farmacia puso su mano en el suelo del baño, sin soltar a su hermano muerto, y llorando con rabia, exclamó:
-Mientras yo siga con la mano en este lugar, tocando cada cosa de la tienda, la gente jamás verá nada. Pero juro por mi alma que cada persona sabrá que estás aquí, que algo va mal, y seguirán viniendo. Y uno de ellos acabará por destruirte. Porque yo ya no puedo, ya no…
La fuerza malvada perdió de nuevo su energía, y se coló por la pared, desapareciendo en las entrañas del concreto. El chico de la farmacia lloró amargamente, y mientras su mano tocaba el suelo del baño, ningún cliente vio la masacre que su dolor había causado. Hombres, mujeres, niños y travestis, todos desaparecieron un día, y nadie se había dado cuenta.

Veinte años después, un chico llamado David perdería a su novia en aquel mismo lugar, con el mismo dolor que alguna vez otra alma había sentido. Conmocionado, el chico fue ayudado a salir por otro casi de su edad, uno que, a pesar de los años, se conservaba igual.
-Yo puedo ayudarte. Ven, ven y te mostraré-, le dijo el chico de la farmacia a David, quién se dejó llevar por aquella fuerza terrible que, sin que nadie se diese cuenta, seguía poniendo aquel lugar en contra de todo aquel que lo pisara.
Así, David creyó la historia del chico de la farmacia, de la fuerza maligna que vivía aún en la tienda. El otro muchacho trajo más gente, amigos y profesionales, gente que entendía de eso, y que querían enfrentar al mal. Y sin embargo, el mal fue reclamando sus vidas. Hasta que sólo quedó David, resentido con aquel que debía haberlo ayudado. Terminó odiando al chico de la farmacia, y éste no hizo nada. No sólo porque aún conservaba esa determinación fría de hace mil años, sino porque no quería admitir lo inevitable.
Desde hace veinte años, y hasta el momento en que el chico de la farmacia se limpiara el sudor de la cabeza al ver el cuerpo de Cecilia en el suelo, aquel ser vivía asustado: estaba empezando a sentir. Y a morir.

Dedicado a la memoria de Javier Carrillo, "El Mapache"

(26-Enero-1977/12-Abril-2016)

martes, 21 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 8.

Cuento 8: Stairway to Heaven (Led Zeppelin, 1971). https://www.youtube.com/watch?v=qHFxncb1gRY



Se escuchan muchas historias en la tienda, en especial la que tiene que ver con las escaleras al entrar. Después de registrarse, los empleados van subiendo una escalera de al menos seis tramos, con trece escalones cada tramo. Es casi la eternidad. Se dice que entre más prisa lleves, las escaleras más lento te dejarán subir. Y obviamente, más cansado te sentirás.
Pero eso nunca le pasaba a Israel, el muchacho que hacía la limpieza en la tienda, siempre con su uniforme café, subía y bajaba aquellas escaleras al menos unas tres o cuatro veces al día, cuando no tenía que usar el montacargas para subir mercancía abundante o pesada. Era muy amable con los vendedores: a todos hacía reír, y se proponía casi siempre para salir por la comida, cuando nadie quería comer lo que hacían para los empleados en el comedor. Siempre iba por ahí con su enorme trapeador, y también con enormes bolsas color verde para ir recogiendo la basura.
Aquel día especial en que la lluvia caía muy fuerte, Israel se dedicó a limpiar bien el piso de la tienda con un mechudo húmedo, antes de salir de su turno e irse a casa con su esposa y sus pequeñas niñas. Habiendo dejado todo en orden, se despidió de algunos buenos amigos, y dejó el mechudo en el cuarto de la limpieza, en el pasillo de empleados. Bajó, quitándose el uniforme poco a poco, cuidando cada paso que daba en las escaleras. Los escalones eran firmes y estaban recubiertos de antiderrapante, pero aún así podían ser engañosos. Los empleados a veces tiraban basura ahí, y eso podía ocasionar accidentes.
Al llegar abajo, justo antes de que el encargado de la puerta le revisara antes de salir, se acordó de algo.
-¿Qué pasa, Isra?-, dijo el de seguridad, un hombre de lentes muy amable llamado Juan.
-Ah no, es que se me olvidó cobrar dinero que me deben. Ahorita vengo mejor.
Israel volvió a las escaleras, sin soltar la camisa y empezó a subir de nuevo, escalón por escalón. Le dolía el costado por tratar de apresurarse, y eso que apenas llevaba la mitad del camino. Miró una y otra vez hacía arriba, viendo la misma pared blanca con algunas manchas de suciedad, y el letrero verde que indicaba SALIDA DE EMERGENCIA, con una flecha apuntando directamente hacia la tienda.
Una vez y otra vez la misma pared apareció ante sus ojos, y el mismo letrero le indicaba su destino. Y pasaron tres o cuatro, tal vez diez paredes iguales, e Israel no llegaba. Se quedó de pie a medio escalón, antes de volver a dar otra vuelta. Algo estaba pasando.
Usualmente, cuando los empleados llegaban casi al final, se escuchaban voces, utensilios de cocina y pasos. Pero todo estaba tan solitario y silencioso, que lo único que podía escucharse era la lluvia, cayendo sobre el techo. Se asomó a la vuelta de las escaleras, pero otro tramo le saludaba desde ahí, sólido, sin cambios, sin gente.
-¿Qué rayos está pasando?
Siguió subiendo, esta vez más y más lento, pero lleno de miedo. Sus puños se cerraron y su cabeza le daba vueltas. Era como estar en algo que no acababa, como si hubiese estado escribiendo lo mismo una y otra vez. Y esa palabra resonaba en su cabeza cada vez más fuerte.
-Sube, sube, ¡sube! ¡SUBE!
Las manchas en la pared se intensificaron. Soltó la playera y la dejó ahí, a medio camino de aquellos interminables escalones. Israel empezó a subir cada vez más rápido, sudando y jadeando, con los ojos enloquecidos. Una mano oscura, una huella larga de hollín, se marcaba en la pared cada vez que daba la vuelta, y una risa espectral se burlaba de él a través de las paredes. Siguió subiendo, tramo a tramo, escalón a escalón, y ni siquiera se dio cuenta cuando se quitó los zapatos. Ahora iba descalzo, adolorido, y asustado.
-Pronto llegarás, pronto llegarás, pronto…-, decía la voz en las paredes, e Israel le creía. Ya se sentía aire frío, y el sonido de la lluvia era cada vez más intenso.
De repente, después de los últimos dos tramos, la escalera acababa en una puerta gris, un cubículo que daba hacía el exterior. Abrió la puerta jalando el pomo, y ahí estaba: era la azotea de la tienda, la parte más alta del lugar. Desde ahí podía verse la ciudad y la enorme torre médica, el lugar donde descansaba el hospital, a unos metros de él. Más abajo, se escuchaban los coches pasando a toda velocidad por la avenida, y sin importarle, se dejó llevar por su miedo, saliendo al techo, mojándose con la intensa lluvia.
Estaba a salvo de aquel lugar, de los escalones que jamás acababan, y de la voz siniestra que lo llevaba hasta ahí. Tenía que bajar. Pero no iba a regresar por las escaleras. Buscó alguna otra salida, pero la azotea era totalmente plana, a excepción de los tanques de agua y otras cosas ahí empotradas. Se acercó a la orilla, y se quitó el cabello mojado de los ojos para ver mejor. En la orilla de la enorme pared de la plaza no había forma de bajar. Y estaba a más de veinte metros del suelo.
Una risa oscura resonó detrás de él. Israel ni siquiera se movió: se quedó ahí, petrificado, a la orilla del edificio. Poco a poco, se dio la vuelta. Tenía que ver quién le estaba siguiendo.
No había nadie. Un rayo partió el cielo en dos, e iluminó su cara de azul, antes de que el trueno le hiciese sentir escalofríos. No había más que la puerta de entrada a las escaleras. De repente, sintió que algo lo empujaba, algo invisible que estaba frente a él, y que le respiraba directamente en el rostro. Perdió el equilibrio, y trató de hacerse para adelante, caer en la azotea, pero su cuerpo se fue para atrás. Gritando con todas sus fuerzas, Israel vio como el cielo cada vez quedaba más lejos, y sentía el suelo más cerca de su espalda. Era mentira eso de que te quedas inconsciente antes de llegar al suelo: él lo sintió todo.
El cuerpo del muchacho rebotó primero contra un auto, haciendo que se estrellara el cristal, y la lluvia entrara por las grietas. Después, cayó al asfalto, lleno de sangre, con la mitad de los huesos rotos y sangre que se mezclaba con la lluvia y la basura de la ciudad. Todos los autos se detuvieron, e incluso el dueño del auto impactado había salido a ver si podía ayudar.
Nada se pudo hacer: Israel estaba muerto. Cinco minutos después, todos en la tienda se enterarían. El gerente en persona salió a ver lo que había pasado, y la policía ayudó en todo. Y desde la orilla de la azotea, algo miraba, algo invisible, algo que se reía, y que estaba a punto de dar el siguiente paso…

domingo, 19 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 7.

Cuento 7: Doctor Psiquiatra (Gloria Trevi, 1989). https://www.youtube.com/watch?v=olyyMCVJKmo



El problema con Cecilia era que pensaba que su mundo era el de todos los demás. Y no.
Aún así, ella no dejaba de ser problemática. Su carácter era demasiado voluble, y siempre había destacado por dar alguna pésima y extraña actuación casi sin querer. Como vendedora de libros era buena. Como persona, tal vez no tanto. Había hecho varios berrinches para colocarse donde estaba, y seguramente, su jefe la subiría de puesto en cualquier momento. Para los demás vendedores de la tienda, sin embargo, era casi como ese peso extra que nadie quería cargar.
¿Qué pasó entonces con ella que merece toda nuestra atención? Bueno: desde aquí empezaron los problemas reales para todos los miembros de la tienda.
Cecilia era una muchacha algo inestable, sí, y aunque ella no lo aceptaba, y era posible que hiciera cualquier cosa para remediar un problema, su cabeza aún funcionaba bien para entenderlo todo. Ni siquiera todos esos pensamientos sexuales que tenía a menudo le nublaban del verdadero objetivo: ser más que los demás, incluso si tuviese que ganarse los privilegios con acciones extremas. Insultar, sembrar chismes, hacer berrinches. Su mente siempre le jugaba chueco, pero ella se adaptaba bien.
Los fines de semana, la tienda cierra más tarde. Ya es media noche cuando la reja se cierra y los únicos dos vendedores dejan sus puestos de trabajo. Los departamentos de Libros y Farmacia se reparten la tienda completa para atender a los últimos clientes. Y aún así, no hay mucha gente a la cual atender.
Aquella noche de sábado, el aburrimiento era total. Ni un cliente a la vista, y aún faltaba una hora más de trabajo. Cecilia casi se dormía recargada en un exhibidor de revistas, mientras que la tienda casi parecía uno de esos cuartos acolchonados, donde se esconde la locura más extrema, y se le guarda del mundo exterior. Los dos vigilantes que se quedaban en la noche platicaban a la distancia, usando sus micrófonos, pero sin hablar con ella. No le importaba: ni siquiera le caían bien.
Fue cuando un libro de uno de los estantes cayó pesadamente al suelo. Cecilia lo vio y se quedó pasmada un momento, pensando que tal vez uno de los clientes lo hubiese dejado más acomodado. Pero cuando cayó otro y otro y luego otro, ya no fue gracioso. No al principio.
-Vaya…-, dijo la muchacha, fascinada por lo que estaba pasando. De los libros siguieron las cajetillas de cigarros, luego las corbatas y las camisas, y luego las bolsas. Algo los estaba tirando, como dejando un camino de migajas para que Cecilia lo siguiera. No lo pensó más, y con su mente atribulada pero sorprendida, siguió el camino que aquello, fuese lo que fuese, le estaba dejando.
En su cabeza empezó a escuchar una voz, una pequeña niña que le hablaba desde el fondo de sus recuerdos, y a la cual jamás había soltado.
-¿Ya viste esas cosas? Vamos a ver hasta dónde nos llevan…
-Muy bien-, dijo la chica para sí misma, sin darse cuenta que hablaba sola. –Tal vez haya algo al final, como en el arcoíris.
-¡Sí! Oro, dulces, un duende, lo que sea. ¿Tú qué crees?
-Mmmm, no lo sé. Tal vez sea un grande y bien grueso…
La niña en su cabeza empezó a gritar y a toser.
-¡No hables de eso ahorita! Cállate y sigue caminando, ya casi llegamos…
Cecilia llegó hasta donde estaban los juguetes. Peluches y figuras, dinosaurios de plástico y autos de colección. Todo estaba tan solitario, que a pesar de la iluminación, se veían como espectros, formas sin vida que, a pesar de todo, guardaban un alma oscura en su interior.
En la cabeza de la muchacha empezó a escucharse estática, algo incómoda, seguida de un zumbido, extraño y lacerante. Después, la niña de adentro se quedó en silencio, aunque Cecilia la escuchaba respirar.
-¿Qué te pasa?-, dijo ella, llevándose un dedo a la boca, preocupada.
-No… Nada. Ven, ven aquí. Ven y abrázame.
En la tienda había una leyenda: las muñecas que vendían ahí, hermosas figuras de porcelana con bellísimos cabellos de oro o nogal y vestidos bonitos, cobraban vida en las noches. Muchos las habían visto moverse, pero todo se trataba de una leyenda. Sin embargo, la mente de Cecilia la fascinaba con el hecho de que la niña que siempre había vivido atrapada ahí, ahora estaba en el cuerpo de una de aquellas hermosas muñecas, de vestido verde y cabello negro, lacio y largo, con ojos extrañamente amarillos.
-Dame un abrazo, Ceci. Demuestra que me quieres y que jamás me vas a dejar ir.
Si alguien hubiese visto aquello, algún cliente u otro vendedor, hubiesen creído que al fin, Cecilia había llegado al límite de su propia locura. Tomó a la muñeca y la abrazó como si se tratase de una hija. Le acarició el cabello y le dio un beso en su fría frente de porcelana.
-Jamás te dejaré ir, mi querida niña. ¿Verdad que no te irás?
La muñeca movió la cabeza, miró a Cecilia, que estaba muerta de miedo y pálida hasta el extremo, y abrió la boca, de donde salió un olor espantoso, como de cloaca.
-¡Jamás!
Algo salió de la muñeca y se metió en el cuerpo de Cecilia, quién dejó caer el juguete, que se hizo pedazos contra el suelo. La muchacha empezó a retorcerse, tratando de luchar contra aquello que la había atrapado. Al final se dejó llevar, y en un grito desesperado y un aullido de locura, echó a correr…

David entró a la tienda media hora antes de cerrar. Se acercó hasta la farmacia. El chico que atendía ahí le miró, sentado en la silla donde se hacían las pruebas de los cosméticos.
El hombre se detuvo al ver al chico. Parecía asustado, y aunque eso le alegraba, también era preocupante.
-¿Dónde está?
El chico de la farmacia tardó en contestar.
-Ha tomado control de un cuerpo humano. No es igual de peligroso, pero puedo verlo mejor, sentirlo más que antes. Está cerca…
David miró a su alrededor, pero la tienda vacía no mostraba a nadie, ni a nada.
Fue cuando escucharon un grito de mujer, un berrido salvaje, seguido de forcejeos. Cecilia se había lanzado contra uno de los vigilantes, lo había tirado al suelo, y lo estaba arañando y mordiendo, como un animal.
David echó a correr hasta donde estaba la pelea, mientras el otro vigilante trataba de quitar de encima a la muchacha, para evitar algo peor que rasguños y mordidas. El hombre llegó jadeando e hizo algo que el otro vigilante hubiese evitado: golpeó a la muchacha en la cara, haciendo que su nariz se rompiera, y empezara a sangrar. Al menos eso hizo que retrocediera, y que le otro vigilante saliera casi arrastrándose. La muchacha vio al desconocido y se rió, con sangre saliéndole de la nariz y escurriendo saliva.
-¡Tú…!-, dijo con una voz inhumana, como la de un animal que aprendió palabras.
David no dijo nada. Se quedó ahí, inmóvil y asustado, mientras la chica se acercaba, a cuatro patas como un perro salvaje. Una voz se dejó escuchar en la cabeza del hombre, quién reaccionó casi al instante.
-Mátala…
Cecilia se puso de pie y arremetió de nuevo, esta vez contra David. Sin pensarlo dos veces, el hombre sacó de su chaqueta un cuchillo, grande y serrado, y lo atravesó en el vientre de la muchacha cuando esta ya estaba a treinta centímetros de su presa. Cecilia se detuvo, sintiendo el dolor y aullando más fuerte. David sacó el cuchillo, y lo encajó en la garganta de aquella muchacha, de donde brotó tanta sangre que el suelo se llenó casi al instante de un enorme charco de líquido rojo brillante. Los vigilantes se quedaron pasmados, pero al instante, sus cuerpos cayeron al suelo, como dormidos.
El chico de la farmacia se acercaba poco a poco, mirando el panorama. La chica yacía ya en el suelo, aún retorciéndose, con la garganta abierta y sangre aún brotando de su interior. David estaba de pie frente a ella, con el cuchillo en la mano, tan aferrado que la mano estaba blanca.
-Matar el cuerpo no detuvo al espíritu que se encerraba en ella. Sigue aquí, pero ya no puedo verle. Hicimos mal.
David escuchaba al chico de la farmacia sin verle, sin un gesto en su rostro que demostrase lo mucho que lo odiaba.
-¿Maté a esta loca para nada?
-No. Ahora ves lo que esa cosa puede hacer. Lo que está haciendo con todos los que trabajan aquí. Viste hace años lo que hizo contigo y con los demás que te siguieron para atraparlo. Cree lo que has visto hoy. Vete a casa, tengo mucho que limpiar.
David se fue alejando, y miró al chico de la farmacia ahí, de pie en la entrada de la tienda. No volteó a verle, pero siguió ahí, de pie entre dos cuerpos dormidos y uno muerto, y sangre manchando sus zapatos.
Mientras, el chico de la farmacia se limpiaba el sudor de la frente… por primera vez en cuarenta años.

martes, 14 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 6.

Cuento 6: Fashion (David Bowie, 1980). https://www.youtube.com/watch?v=aj3bkqhUQM0



Si hay que destacar un departamento de la tienda por una peculiaridad bastante explícita, es el de Perfumería. Junto al de Dulcería, es el otro departamento que llama más la atención por su aroma. Frutas, especias, aromas más duros y otros más ligeros. No hay clienta que no salga satisfecha jamás. Botellas grandes, delgadas, más pequeñas o bastante gruesas. Y todo esto acompañado de música: porque el departamento de Sonido, encargado de la musicalización de la tienda, tiene sus bocinas cerca de ahí. La gente disfruta de aromas deliciosos y música casi siembre vibrante.
La mujer responsable de Perfumería se llamaba Ximena, despampanante, exótica, casi siempre mostrando su arquetípica belleza ante todos los clientes. Perfumaba siempre el aire con una sola botella de fragancia, como para darle promoción a esa botella en especial. A Ximena la ayudaban dos mujeres más, una señora de nombre Silvia, muy amable y simpática, y otra más joven, una joven gordita y de buen corazón llamada Andrea. Ella había llegado prácticamente hacía pocos meses, y aunque aún no sabía mucho de todo, trataba de aprender bien sobre el arte de las fragancias. Ximena la orientaba, le indicaba qué notas y que aromas en especial tenía cada botella, y así, los clientes siempre se iban con la fragancia correcta.
Un día como cualquier otro, mientras caía una ligera lluvia fuera de la plaza, Andrea se encontraba sola, atendiendo el departamento lo mejor que podía, a pesar de que tenía algunos clientes. Trataba de ser rápida, de atender con prontitud. Cuando la última clienta se fue, contenta con su perfume, Andrea se recargó en uno de los mostradores, suspirando. Fue cuando vio que, junto a las bocinas de la música, y cerca del aparador donde estaba ella, había un muchacho. Casi de su edad, muy grande, de barba y cabello negro, vestido casi todo de negro. Iba un tanto empapado, pero eso no le impedía verse, según Andrea, bastante bien. En la playera negra se le marcaban los músculos rollizos de alguien que en su tiempo f¡ue gordo, pero que el ejercicio lo dejara más grueso de lo que había sido.
El muchacho, con sus gruesas botas de motociclista, se acercó a ella, sonriendo tímidamente. A pesar de su aspecto, Andrea pudo ver que era un muchacho apenas, alguien que teme relacionarse aunque sea un poco con la gente.
-Este… ¿podrías ayudarme con un perfume? Quiero regalarle algo a mi novia…
Qué lástima, pensó Andrea para sí, mientras en su pecho sentía esa sensación de cuando el corazón se te hace pequeño. No le dio importancia: de todas maneras, no hubiese pasado nada.
-Bueno, eso depende mucho. Casi siempre la forma de ser de una persona define la fragancia del perfume que usa. Una persona alegre usa un perfume más ligero y hasta provocativo, mientras una persona que tenga un carácter más fuerte, podría usar una fragancia penetrante, más agresiva. ¿Ella como es?
El muchacho sonrió, algo más confiado con Andrea.
-Bueno, ella es casi como tú. Así, alegre, como reservada. Es muy parecida a ti.
Andrea casi se sonrojó, pero no permitiría que él lo notara. Por favor, ni siquiera conocía su nombre.
-Bueno, entonces te recomiendo este… Es un aroma florar casi cítrico, muy volátil, se activa casi al salir de la botella y se queda impregnado bastante tiempo. El precio es algo elevado, porque es un perfume novedoso: basta con un ligero cambio de temperatura del cuerpo, para que cambie de notas aromáticas-, dijo Andrea, mostrando una botella muy larga, casi como el cuello de un cisne, llena de líquido que parecía estar hecho de agua transparente y algo aceitoso color ámbar.
El muchacho veía de repente la botella, y también de repente a Andrea, quién ni siquiera se fijaba en ello. Estaba solamente callada, esperando la respuesta del cliente. Pero el muchacho no dijo ni pío. Sostenía la botella entre sus gruesas y rasposas manos, pero prefería ver a la vendedora antes que dar la apariencia de querer comprar algo.
-¿Y si en vez de comprar este perfume tan caro te invito a comer cuando salgas? Digo, espero que no tengas inconvenientes…
Andrea se le quedó mirando al muchacho. No le contestó al instante. Sólo le miraba, como quien mira a alguien que hubiese dicho la peor grosería.
-¿Perdón?-, pudo articular al fin la muchacha, incrédula y casi pálida.
-Sí, es que…
-No, a ver. Creo que no entiendes. Tienes novia, ¿y me estás invitando a comer?
El muchacho notó el enojo de Andrea, quién le quitó de repente la botella de los dedos.
-Siendo franco, mi novia me aburre. Y te vi y bueno… ¿Quieres o no?
Andrea soltó una carcajada, poniendo la botella de perfume sobre el mostrador otra vez.
-A parte de cínico, exigente. Pues mira, te voy a decir una cosa: no me interesas. Tal vez me gustaste y todo, pero no hay que confundirnos, ¿está bien? Ahora, si no te importa, tengo cosas que hacer.
Era mentira: Andrea no tenía más pendientes, pero por quitarse a aquel muchacho de encima, podría fingir que limpiaba, o mejor, que cambiaba precios.
Aclarando: en la tienda, se usa un líquido muy potente conocido como heptano, para quitar las etiquetas de los productos sin maltratar los empaques y sin dejar pegamento. El líquido sale de la botella, y al instante se seca, dejando todo impecable, y la etiqueta en la basura. Su olor era como el alcohol, pero más dulzón y un poco más potente. Cada departamento tenía una botellita llena de aquel líquido. Andrea, afortunadamente, tenía la suya a la mano, y no en el cajón donde siempre la guardaban Ximena o Silvia. se acercó hasta el otro aparador, del lado contrario a donde había dejado al muchacho, mirando hacía los muebles llenos de artesanías y regalos frágiles.
Tomó la botellita de heptano, y la abrió. El olor del líquido salió inmediatamente, inundando su nariz y haciendo que su cabeza diera vueltas un momento, antes de acostumbrarse. Sin embargo, lo que sus ojos vieron después de oler aquello no eran colores ni formas borrosas. Era una sombra. El muchacho no se quería dar por vencido, y decidido a que Andrea le hiciera caso, la tomó de la muñeca, haciendo que casi tirara el líquido sobre el mostrador.
-¿Pero qué…? ¡Suéltame!-, chilló la chica, asustada y con la muñeca adolorida.
-Vamos, preciosa. Te voy a hacer ver las estrellas. Acepta que te gusté desde que me viste, no te hagas…
Ella trataba de soltarse, pero la manaza del muchacho era más fuerte, y le estaba haciendo daño. Con un último esfuerzo, Andrea se soltó de la mano fuerte de aquel tipo, y sin pensarlo, le arrojó el heptano en la cara.
El muchacho soltó un aterrador grito, una mezcla de quejido y aullido, que retumbó en la tienda entera. El hombre de seguridad que estaba más cerca, en la entrada a la tienda, corrió para ver lo que había pasado. Muchos clientes voltearon, pensando inmediatamente en un asalto. Nada de eso: Andrea vio como el muchacho se llevaba las manos hacía los ojos, los cuales habían recibido toda la carga del líquido. No así su boca, la cual había tragado algunas gotas de heptano, pero nada más. El muchacho se fue hacia atrás, tropezando con un exhibidor de regalos, y chocando al final contra una vitrina, rompiéndola con su enorme espalda. Quedó ahí en el suelo, rodeado de vidrios rotos y regalos tirados, con las manos en los ojos, aullando sin decir palabra.
Andrea ni siquiera se dio cuenta cuando la botellita de heptano se le cayó de la mano. Se llevó las manos a la boca, mientras Ximena corría desde el otro lado de la tienda para tranquilizarla. Los vigilantes de la plaza ayudaron al muchacho para cuando llegase la ambulancia, y lo que vieron todos los presentes los aterraría: sus ojos estaban grises, como si se hubiesen fundido por dentro. El heptano los había secado, marchitándolos.
La pobre muchacha renunció al día siguiente, y del acosador nada se supo. Aún así, ella no tenía la culpa: las grabaciones la ayudaban. Pero ella estaba asustada. El gerente de la tienda recordaba, una y otra vez, las palabras de Andrea cuando fue a dejar su renuncia:
-No sé por qué lo hice. Fue como si mi mano fuese impulsada por algo más. Yo no quería. Me hacía daño, pero no quería hacerle daño a él. Perdóneme…
Cuando todos vieron como Andrea se despedía de los compañeros de la tienda, con dolor y hasta lágrimas, el chico de la farmacia se metió al cuarto especial, donde guardaba secretos inconfesables. Sacó su celular, y llamó.
-¿Qué quieres?-, dijo la voz del otro lado del teléfono.
-Otra vez está pasando, David. Lo que temía desde hace años lo estoy confirmando ahora. Ven mañana en la noche: lo encontraremos entre los dos, y todo esto acabará al fin.
Después, colgó, dejando al hombre del otro lado de la bocina en silencio, atónito y temeroso.
 
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