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martes, 20 de diciembre de 2016

Las cosas que no se dicen (Las cosas que se dicen): FINAL

Arturo levantó el frasco de veneno del suelo, mientras el anfitrión veía con descaro aquello, como si él no estuviese involucrado.
-¿Qué estaba haciendo?-, dijo el muchacho, con el frasco entre sus dedos, mirando el plato de comida que tenía delante. El hombre tardó un momento en hablar.
-Yo… No creo que sea de tu incumbencia hijo. Por favor, te pido que te retires y…
-¿Está envenenando mi comida? ¿A quién quiere hacer daño?
El anfitrión sudaba, y se puso rojo de vergüenza.
-El Gran Maestre ya tiene muchos años a la cabeza de esta asociación, muchacho. Mi deber es garantizar el bienestar de la sociedad que administramos y de los hermanos que se han acercado a pedirnos consejo. Ese hombre tiene que irse, y si es de esta manera, será mejor. Una nueva era nacerá de las cenizas de la anterior. Sangre nueva…
El muchacho se puso pálido, pero no dijo nada, dejando que el hombre siguiera hablando.
-No hemos tenido buenos resultados, muchos se quejan de la administración, de los ritos, de las cooperaciones y las causas de buena voluntad, que han disminuido con el paso de los años. Ese hombre no está haciendo nada bueno por nosotros y… quiero cambiarlo todo, ¿me entiendes? Si me dejas, es más, si me ayudas, podrás subir rápido entre nosotros. Te lo prometo…
-¿Dónde está su hijo?-, dijo Arturo. Se había percatado de la ausencia de su amigo durante la velada.
-Tiene sus asuntos y yo los míos. Ese muchacho es una vergüenza para mi familia, para mis costumbres. Tú puedes ser mi hijo, mi nuevo heredero, la mano derecha de esta sagrada familia cuando llegue al poder. Guarda mi secreto, ayúdame con eso y te prometo lo que tanto has anhelado…
Arturo se puso serio, pensando en las palabras de aquel desesperado hombre, y con su mano izquierda le tocó el hombro, sonriéndole.
-Ayudaré en lo que pueda. El único que podría tocar mi comida soy yo, el único que puede cambiarla, modificarla, juzgarla. Vaya a sentarse a la mesa, yo terminaré con esto.
-¿En serio? Esto es… Hijo, me llenas de orgullo. Prepara todo bien, y que sea éste el primer paso para tu inmortalidad.
El hombre abrazó al muchacho, y Arturo apenas si lo tocó, sin soltar el frasco del veneno de su mano derecha. El anfitrión se retiró, mientras Arturo se quedaba de pie frente al plato de comida a medio envenenar.
La fiesta seguía su curso, y los meseros empezaron su ronda, mientras Arturo salía de la cocina sin ser advertido, sentándose en su silla. Los meseros llevaban copas y botellas de delicioso champagne en charolas de plata. Le entregaron una a cada invitado, y dejaron una botella para que, al terminar la ronda, les sirvieran.
Cuando todos tuvieron su copa llena, uno de los meseros se acercó a la mesa de Arturo con un micrófono, y se lo entregó al muchacho. Este se levantó, y todos guardaron silencio para escucharlo.
-Agradezco la gentileza del Gran Maestre y del anfitrión de esta fiesta por invitarme esta noche tan especial para la cofradía que ambos tienen en buen recaudo. Espero que la comida que he preparado para ustedes sea lo mejor que sus paladares hayan probado jamás, y así lo creo, en especial para usted, Gran Maestre, quién por lo que sé es un experto en comidas exóticas. El sabor de lo que tengo para usted será excepcional…
Desde la mesa principal, el anfitrión le sonrió a Arturo, y este sólo respondió con una mirada seca.
-Ahora quiero brindar, por todos los invitados esta noche, y por quienes hacen que esta reunión tan maravillosa sea posible. ¡Salud!
Todos levantaron sus copas y bebieron a la salud de sus amigos, de sus superiores, del Dios en quién habían decidido creer, y del muchacho que les había preparado tan excelente comida. Esta vez, Arturo le sonrió al anfitrión, levantando su copa y bebiendo lento, observando todo.
Cuando hubo terminado el brindis, todos se sentaron para esperar la comida, la cual empezó a servirse desde la mesa principal. El anfitrión observó con cautela a su Maestre, viendo el plato que le estaban ofreciendo los meseros, y empezaron las toses. Su cuello se hinchó, y se cerró su tráquea. Sentía que no podía respirar. Algo estaba pasando.
Entre toses y manotazos en la mesa, el anfitrión empezó a desvanecerse, y todos lo notaron. Algunos se levantaron a ayudarle, incluso el Gran Maestre estaba detrás de su compañero, pensando que estaba ahogándose. Hasta que su saliva se convirtió en espuma, y sus ojos se pusieron rojos, todos se dieron cuenta de lo que estaba pasando. Alguien pidió auxilio, otro más una ambulancia, y el Gran Maestre susurró para sí:
-Lo han envenenado…
La gente se levantaba de sus sillas, algunos alarmados, otros gritando, unos más asustados, observando lo que pasaba en la mesa principal. El anfitrión observó a Arturo como pudo, mientras el muchacho se mantenía ecuánime, tal vez hasta fingiendo terror. La última mirada del hombre fue de miedo, y la del muchacho era de satisfacción, de que su meta estaba cumplida. El hombre cayó sobre el mantel de la mesa, salpicando su propia saliva espumosa bajo su mejilla, dando estertores terribles antes de morir, frío y pálido como un pedazo de hielo.
Nadie había visto nada, ni siquiera los atareados meseros. La comida envenenada fue desechada. Arturo había tomado el veneno y lo había mezclado con un poco de miel de maíz, embadurnando la copa del anfitrión con aquella mezcla. Había tirado el veneno por el lavabo, y enjuagado bien la tarja para eliminar todas las evidencias, tirando el frasco a la basura, no sin antes limpiarlo para quitarle las huellas de su crimen. A gritos, pidió que esa copa fuese entregada especialmente al anfitrión, con un poco más de champagne del que debería de servirse. Luego, salió de la cocina, para mezclarse con todos los demás, y disfrutar de aquella sencilla venganza.
De algún modo, Arturo se las tendría que ingeniar. Entre el barullo y la gente ansiosa y asustada, el muchacho salió del recinto, mientras algunos de los invitados también salían para alejarse de aquel espectáculo aterrador. Tenía que avisarle, tenía que advertirle a su amigo que su propio padre había muerto, porque su plan se había vuelto en su contra…

Ahí estaba, detrás de él: era el mismo John Wayne, con la misma ropa, aunque su fuerza era inconmensurable. Alrededor de él se podía sentir un calor tremendo, y su cuerpo parecía vibrar, como aquellas cosas que se ven sólo a través del calor del desierto. Era fuego, un fuego tan intenso como las llamas que inflamaban su corazón.
Sinner’s Prayer lo miraba, entre maravillado, asustado y contento. Una explosión de emociones inundó su pecho, el cual subía y bajaba tan rápido que, de no haberlo controlado, se hubiese ahogado.
-¡Sí, sí! El vaquero se ha liberado, ¡lo ha logrado! Créeme, amigo John Wayne, no me importaría morir ahora por tu culpa… Eres un dios completo, has roto las cadenas que te tenían aprisionado. ¡Estalla!
John Wayne estaba asustado. Miraba sus manos, y el calor que emanaba de su cuerpo no le lastimaba, pero distorsionaba su visión. El poder recorría desde la base de su espalda, subía por la columna y salía por todas partes. Sus manos, sus piernas, la cabeza. Su cabello era un hervidero de calor, volando hacia todas direcciones. Sus ojos no podía verlos, pero Sinner’s Prayer sí: eran de color anaranjado, con una furia indescriptible, como los de un animal nocturno acechando a su presa.
-No, esto no… Yo no quiero esto-, dijo John Wayne, asustado, tratando de controlarse, de inhibir aquel calor infernal de su ser. Pero era imposible.
-Eres eso y más. Destructor de mundos, arrebatas vidas… ¿No lo quieres entender? Eres un dios, tienes que comportarte como tal. Me tocó hacer tu trabajo esta vez, porque da la casualidad que te encontré débil y sin recuerdos en el desierto. Ahora te toca hacer lo mío, tienes que crear, aunque no lo quieras…
Todo aquello eran palabras, simples palabras que el viento se llevaría y desaparecerían. No había nadie para escucharlas. Sólo había una opción. Llenándose de valor, John Wayne se abalanzó contra su compañero, y le soltó un golpe contra el rostro, quemándole la piel. Sinner’s Prayer gritó, sintiendo que su piel se achicharraba, notando el ardor y el olor a muerte, a quemado.
-¡Cállate, ya cállate!
Soltando varios golpes y patadas, John Wayne se acercaba a Sinner’s Prayer, haciéndole más daño y quemando su ropa. El otro muchacho, al verse en peligro, se esfumó en el aire, y apareció detrás de su atacante. Lo tomó de los hombros, lo jaló y lo arrojó en el suelo. John Wayne yacía de espaldas en el suelo, quemando la piedra negra que se derretía como lava color café.
-¿Por qué haces esto…?-, preguntó adolorido John Wayne. Su cuerpo se sentía pesado, mientras el poder de su compañero lo mantenía en el suelo, cerrándole el paso. Sinner’s Prayer se agachó, y le besó en los labios. A pesar del dolor, del odio y la furia, John Wayne sintió una dulzura incomprensible, el calor de un beso que, a pesar de la maldad, era sincero.
-Acaba conmigo, John Wayne, te lo suplico…
El poder de Sinner’s Prayer empezó a menguar, y le dio tiempo a John Wayne de levantarse. Ambos estaban heridos, la sangre manaba de la frente del pelirrojo, y el muchacho panda tenía su ropa quemada, y su mejilla ardiendo como un carbón al rojo vivo. Sinner’s Prayer retrocedió, mientras su compañero se acercaba un poco. John Wayne miró detrás del hombro del otro muchacho, observando sombras difusas, que se dibujaban entre los escombros y el humo de la destrucción.
-Yo no quiero hacerte daño. Te quiero y… no quiero. Yo no…
Sinner’s Prayer se arrodilló en el suelo, derrotado, incapaz de seguir. Miró a John Wayne, de pie frente a él, y comenzó a derramar lágrimas, que dibujaban surcos sobre sus mejillas sucias y quemadas.
-¡Hazlo, cobarde, mátame!-, gritó Sinner’s Prayer, derrotado, llorando como nunca lo había hecho.
Las sombras a su espalda se dibujaron más claramente, y ahí estaban, caminando lentamente entre cuerpos muertos, heridos, y piedras. John Wayne palideció.
-No, yo no. Ellos sí…

El salón donde sería la presentación de Jacobo estaba lleno. Gente casi desconocida, algunos que hablaban con discreción, y miradas algo nerviosas. Muchos de los invitados ya se conocían, pero no lo demostraban. Porque se conocían más íntimamente de lo que pudiesen aceptar.
El lugar era maravilloso: una casa antigua, con un patio pequeño en el centro, y en el segundo piso, un espacioso salón de baile, donde ya estaban puestas las sillas para la presentación. Afuera, en los barandales del patio y los balcones, descansaban macetas con hermosas plantas y flores que adornaban aquel lugar mágico.
La puerta de la casa se abrió, y al sujeto de seguridad no le dio tiempo de impedir que entrara. El muchacho pálido y agitado llegó corriendo, empujó la puerta, cruzó el patio y subió las escaleras, tropezando una vez. No le importó el dolor de las rodillas. Se levantó una vez más y subió el segundo tramo de las escaleras.
En el salón, ya había gente grabando el evento, para hacer un vídeo especial. Amigos de Jacobo, los cuales ya sabían de sus planes, y querían que todo saliera. Las expresiones de cada invitado, la incomodidad, la cruda realidad del final. Uno de los camarógrafos ni siquiera se esperaba lo que pasó después. En la puerta abierta del salón apareció jadeante Jacobo, con la ropa a medio poner, sudando, agitado, pálido, con moretones en la cara. Y manchado de sangre, en el rostro y el pecho.
Todos lo vieron, cuando irrumpió en el lugar, caminando hacia el centro del recinto, con la sangre medio fresca, medio seca, el sudor escurriendo en su frente, y las manos blancas, una de las cuales aún empuñaba un desarmador lleno de sangre. Algunos exclamaron, y las mujeres que había ahí empezaron a gritar. Otros se quedaron mirando, mudos y conmocionados. El muchacho arrastró los pies a través del lugar, empujando a algunos de los invitados, hasta que llegó al podio, donde sería la presentación. Todas las cámaras estaban puestas en él, y las miradas de aquellos aún valientes para aguantar aquella horrible visión.
El muchacho se acercó al micrófono, y soltando el desarmador para poder hablar, se aclaró la garganta con una tos afectada. Aún le dolía el cuello, y las marcas eran más visibles.
-Acabo de sufrir un ataque en mi contra, y tuve que defenderme. Fui abusado, violado, golpeado y humillado por alguien que, como ustedes, posee muy pocos escrúpulos. El hombre que hizo todo esto, y del que me defendí, fue el marido de aquella mujer, al fondo…
Jacobo señaló a la mujer que estaba en la última fila, esperando a su esposo. Ella se levantó, con los ojos abiertos y un rictus de terror en el rostro.
-Su marido, señora, me violó, porque a él le gustan los hombres, muchos de los que están aquí, por cierto. Organizamos tríos, una orgía. Me veía con algunos por separado, en secreto de sus familias, de sus jefes en el trabajo, de sus propios hijos. Muchos sólo tenían curiosidad, otros morbo, y la mayoría esconden esta vida como un secreto terrible, que ya apesta a pus de la podredumbre que han acumulado con los años.
Todos guardaron silencio, un silencio sepulcral que se enmarcaba con las miradas acusadoras. Unos parecían echarse culpas, otros parecían engañados, y las esposas de aquellos que tuvieron la estupidez de llevarlas miraban a sus maridos, aún sin creerlo. Era como un sueño, o una amarga pesadilla, de aquellas donde uno tarda en despertar, y la agonía se alarga.
-Todos ustedes han arruinado mi vida, y ahora me toca a mí abrirles un poquito más los ojos. Dense cuenta de lo que han hecho con sus vidas, y de lo mucho que han perdido por no aceptarse. Tengo fotos de todos ustedes en actos sexuales comprometedores, y ya las he repartido por todas partes. Las grabaciones de este momento no tardarán en salir a la luz. Porque lo que quiero es que se acepten tal como son, y dejen atrás las apariencias que les atrapan en vidas sin sentido. Esta es la última vez: ese hombre me hizo daño, un daño que nada ni nadie podrán reparar. Es la última de ustedes, y la primera de mi parte…
Soltó el micrófono y salió del salón, mientras los murmullos y los gritos histéricos empezaban a inundar el lugar. Los camarógrafos no querían perderse nada: grabaron cada llano, cada grito, y hasta una pelea que fue evitada.
El celular del muchacho sonó. Lo sacó de la bolsa y contestó sin ver quién era. La voz se escuchaba lejana, difusa, pero la conocía.
-Sí… Estoy bien. Te veré aquí…
Le dio la dirección a la persona del otro lado, y tras colgar el teléfono, se sentó en las escaleras a esperar. Mientras, a lo lejos, ya se escuchaban las sirenas de la policía.
Vienen por ellos, tal vez… No, vienen por mí.

Los Vigilantes se acercaban, arrastrando algunos sus raíces, otros más furiosos, levantando sus extremidades como animales impacientes y hambrientos. Todos componían un bosque entero en movimiento, sonrisas perennes y ojos furiosos, una escena de pesadilla.
Sinner’s Prayer estaba en el suelo, y sintió que las ramas y las raíces lo rodeaban. Miró desesperadamente entre las hojas secas y verdes, y se sintió agobiado, más derrotado que nunca.
Aquellos seres le hicieron espacio a John Wayne, una especie de senda entre sus afiladas ramas. El muchacho observó con misericordia y lástima a su compañero, quién tenía las manos en el suelo, y se hacía daño con las piedras sueltas de aquella desagradable destrucción. Detrás de John Wayne iba caminando el Vigilante del Rey, algo maltratado por la destrucción.
-Su imprudencia causó muerte y horror. Los pocos que han vivido están asustados de sus dioses. El señor Creatividad debe morir. Y usted, señor Depresión, tiene que irse para siempre de aquí.
Las palabras del Vigilante del Rey dolieron como un cuchillo en la mente y el corazón de Sinner’s Prayer, y John Wayne lo entendía.
-Nos iremos los dos. Nunca volveremos. Encontraremos un lugar donde vivir hasta que el mundo se acabe-, dijo John Wayne. El otro muchacho lo vio desde abajo, agradecido.
Cuando trataba de levantarse, ocurrió algo que nadie hubiese previsto. Uno de los Vigilantes levantó su rama más afilada, y la clavó en la espalda de Sinner’s Prayer, la cual salió por su pecho. El muchacho soltó un ahogado grito, seguido por sangre que escapó por su boca, salpicando el suelo negro y la túnica aún brillante de John Wayne. Éste no pudo hacer nada: los demás Vigilantes se acercaron y empezaron a traspasar el cuerpo de su compañero con sus afiladas ramas.
-¡Te… te quiero…!-, alcanzó a gritar Sinner’s Prayer, antes de que las ramas asesinas de aquellos seres lo terminaran de matar. La sangre salía por su cuerpo, y formaba un charco incesante de sangre que corría entre las piedras, y se internaba en la tierra.
-¡Déjenlo, por favor, no…!
Era demasiado tarde. Ni los ruegos del muchacho pelirrojo detuvieron aquella carnicería.
En cuanto los Vigilantes acabaron con su trabajo, dejando el cuerpo de Sinner’s Prayer en el suelo, el Vigilante del Rey se acercó al otro muchacho, que estaba llorando amargamente, mirando desde arriba lo que había quedado de aquel tipo de gorra de colores que lo entendía bien.
-Un sacrificio necesario. Era justo para sus crímenes. Ahora, antes de que decidamos hacer lo mismo con usted, váyase…
John Wayne miró a los ojos a aquel Vigilante, y su mirada de fuego se llenó de furia.
-Ustedes nunca hacen nada por ellos ni por nosotros. Lo mataron, y yo iba a salvarlo. Ustedes…
-A veces, señor, la naturaleza exige un cambio, para que todo vuelva a…
El Vigilante ni siquiera terminó de decir lo que decía. Una mano ardiente, llena de fuego invisible, le traspasó el pecho, y sacó de su corazón aquel fruto dulce y amargo que daba la vida eterna. Las ramas y el cuerpo de aquel ser empezaron a arder, más no el fruto, que John Wayne extrajo de su cuerpo y lo observó antes de morderlo. Estaba insípido, como si mordiera un pedazo de tela o de aire.
-Mi castigo será vivir por siempre con la culpa de esto sobre mis hombros. Y ustedes, criaturas desagradables, tendrán que morir…
John Wayne sintió que su poder crecía, y que el fuego inundaba todo el lugar. Los Vigilantes empezaron a chillar, todos en sintonía, pero ni así pudieron evitar el fuego que los consumía. Pronto, las ruinas de la ciudad también empezaron a quemarse, y los pocos habitantes que habían sobrevivido se quemaron junto con sus pertenencias. Y el muchacho pelirrojo, a pesar del fuego, soltó lágrimas al ver que el cuerpo de Sinner’s Prayer se quemaba, y desaparecía entre cenizas.
Vagaría por el mundo solo, arrepentido por haber destruido, por la vida que había llevado antes. Peor: andaría por siempre solo por no haber salvado un alma que merecía vivir por siempre feliz. Ese sería su más grande pecado.
Mejor así.

Arturo se acercó al lugar donde su amigo le había dicho que acudiera. Estaba lleno de policías, y de gente que salía del lugar, muchos serios y pálidos, otros corriendo. En la banqueta, estaba su amigo, con la ropa llena de sangre.
-Hola-, dijo el pelirrojo, mientras miraba a Jacobo desde ahí. El otro muchacho volteó a verlo, y le contestó con una sonrisa.
-Intentó matarme. Me violó-, dijo Jacobo. Arturo sabía a quién se refería. Aún así, no imaginaba que había sido parte del plan de Jacobo. No sabía que su amigo era una falsa víctima.
-Fui a la cena. Tu padre fue envenenado. Creo que era un plan para deshacerse de él… Lamento traer malas noticias.
Jacobo soltó una lágrima solitaria.
-Estaba decepcionado de mí. Siempre lo decía, me lo echaba en cara desde que le dije lo que yo era. Creo que será mejor así.
Arturo jamás le diría a Jacobo que él había matado a su padre, antes de que una tragedia peor sucediera. Ambos tenían cosas que decirse, pero que jamás saldrían de sus bocas. Ninguno sabría lo que el otro había hecho.
El pelirrojo se sentó al lado de su amigo, y lo abrazó. Ambos se abrazaron, sintiendo el calor del otro. Luego hubo un beso, pequeño, discreto, casi sin nada de importancia.
-Vamos, yo te acompaño-, dijo Arturo.
-¿A dónde podría ir?-
Jacobo vio en los ojos de su amigo un fuego incomprensible, y Arturo, un poco de bondad y miedo entre las ojeras de su compañero.
-No sé. Sólo vamos…



Depresio: palabra en esperanto para “depresión”.
Kreivo: palabra en esperanto para “creatividad”.


19 de Diciembre de 2016.

Las cosas que no se dicen (Las cosas que se dicen): PARTE 3

Arturo se preparó para ir a la gala, mientras la gente enviada por los Masones llevaba la comida terminada hasta el salón donde sería la cena. Su amigo le había deseado suerte y se había marchado, porque estaba ocupado con un concurso propio y necesitaba tiempo para pensar qué iba a hacer.
El chico pelirrojo se bañó, se vistió con su ropa más elegante, y se peinó recogiendo su largo cabello detrás de la nuca. Todo estaba perfecto, excepto algo…
Durante el camino hacía el salón, Arturo sentía algo extraño, una especie de presentimiento. No creía en cosas así, sin embargo, sentía una ansiedad terrible, como si algo faltara. Repasó mentalmente las cosas que había preparado para la cena, pero ninguna parecía tener falta o estar mal. Tal vez sólo eran los nervios por presentar su comida ante un selecto grupo de hombres bastante importantes. Tal vez eso era…
Sus manos frías siguieron así hasta que el taxi llegó hasta el lugar del evento, donde ya se escuchaba la música y la gente iba entrando, con su ropa de gala, saludándose y sonriendo. Hombres con lustrosos trajes, mandiles blancos en la cintura y guantes, y sus esposas, de hermosos vestidos de noche, de colores tan variados como el arcoíris.
El arcoíris, dijo para sí Arturo, como absorto en sus pensamientos. Daba igual, aún estaba bastante nervioso. Le pagó al taxista y se encaminó hasta la entrada del salón. Ahí, en la puerta, estaba su anfitrión, un hombre de edad media, con una enorme barriga y cabello canoso, exhibiendo una sonrisa apacible cuando todos sus invitados pasaban por la puerta. Pero al ver a Arturo acercarse, se emocionó más de la cuenta.
-¡Maravilloso muchacho, maravilloso! ¿Cómo te trata la vida?-, dijo el hombre, acercándose al muchacho y saludándolo con bastante fuerza.
-Bien, gracias, señor. ¿Llegó bien la comida?-, dijo Arturo, sonriendo discretamente.
-Claro que sí. La gente del salón ya está lista para servirla en cuanto los invitados se hayan instalado. Quiero que me acompañes…
Los dos entraron en el recinto, donde ya muchos de los invitados iban ocupando sus lugares en mesas redondas bastante amplias, con manteles inmaculados de color blanco y sillas adornadas con listones. El hombre iba presentando a Arturo con sus amigos más cercanos, presumiendo de sus dotes culinarias y bromeando un poco. Arturo sólo podía sonrojarse y seguir sonriendo.
Llegaron hasta la mesa principal, que estaba un poco más arriba que las demás, al fondo del salón, cubierta con un mantel de color negro y detalles en rojo. No había mucha gente ahí.
-Aún estamos esperando al Gran Maestre de la Logia, espero no tarde…
-¿No usted era el Gran Maestre?-, preguntó Arturo, algo confundido. Siempre había pensado que aquel hombre, de facciones amistosas y poco convencionales para un Masón era el manda más.
-No, claro que no… En realidad soy su segundo, su mano derecha por decirlo así. Me tocó la organización de este evento, y la verdad parece que todo ha salido a pedir de boca. ¡Ah, claro, un detalle!-, dijo el hombre, algo sorprendido. Arturo lo notó, pero no preguntó nada. –Lo siento, tendré que dejarte un momento por aquí. Instálate en tu mesa, la silla tiene tu nombre, tengo que ir a arreglar algunas cosas pendientes-.
El hombre sonrió, y caminó directamente hasta la cocina, dónde seguramente estarían guardando la comida que Arturo había preparado. Él se encaminó hasta las mesas de un rincón cercano a la mesa principal, y lo instalaron en su sitio, con otras personas que él no conocía.
Pasados unos minutos, Arturo notó que había jaleo en la entrada del salón. Alguien muy importante estaba entrando. Era el Gran Maestre, un hombre delgado, bastante alto, con rostro severo, enmarcado con un gran bigote. Llevaba el traje negro más impecable que el muchacho jamás hubiese visto, y unos guantes que casi llegaban al codo, con un mandil aún más adornado que el de sus cofrades de la Logia. Todos los miembros se acercaron, discretamente, para saludar a su Maestro, y este les devolvía el saludo con aquel rostro impasible y la mirada siempre fija en el rostro de quien le hablaba, dedicándoles a veces unas palabras que Arturo no alcanzaba a distinguir.
Distinguió a uno de los invitados acercarse al Gran Maestre y señalar la mesa donde Arturo se encontraba. El hombre alto caminó hasta la mesa y el muchacho no hizo más que levantarse y ofrecerle la mano en señal de respeto.
-¿Usted fue quién hizo la cena para esta noche? El hermano de la otra mesa me lo acaba de contar.
Arturo se sonrojó.
-Pues sí… La verdad no fue gran cosa. Usted juzgará cuando pruebe lo que he hecho…
Ambos soltaron una risa discreta.
-Me parece perfecto. Sabrá de nosotros en el futuro, señor…
-Llámeme Arturo.
Se despidieron de nuevo con un saludo cordial, mientras el Gran Maestre se dirigía a la mesa principal.
Otra vez el presentimiento raro, y esta vez porque el anfitrión de la fiesta no había aparecido después de ir a la cocina. Su superior ya estaba ahí, ya se estaba instalando, y en cualquier momento la cena empezaría. Se levantó de la mesa, esquivando a la gente que ya ocupaba de nuevo sus lugares.
Llegó hasta la puerta de la cocina, y empujó la puerta doble. Dentro había un jaleo, de meseros que estaban destinando todo para servir la cena en cualquier momento. Su anfitrión estaba al fondo del recinto, en una de las mesas de aluminio de espaldas a todos los demás. Estaba haciendo algo, pero no distinguía qué. Se acercó con cautela, y tocándole el hombro, aquel sujeto se asustó, soltando el frasco que tenía en las manos.
El pequeño frasquito de vidrio cayó al suelo sin romperse y sin vaciar su contenido. Arturo lo distinguió desde arriba por la etiqueta que tenía alrededor: veneno para ratas.

Tres pequeñas doncellas llevaron a John Wayne y Sinner’s Prayer dentro de la torre negra, caminando a través de un hermoso vestíbulo, donde ya se preparaban los adornos y el trono, un enorme recinto con dos asientos, donde ocuparían sus lugares una vez listos para la Gran Demostración.
Pasaron delante de varias puertas hasta llegar a una, de color blanco inmaculado, donde había un enorme cuarto de baño. Los desnudaron como pudieron y los hicieron meterse a una tina de agua tibia, con burbujas y aromas indescriptibles. John Wayne se veía aún mejor con su cabello mojado y limpio, y miraba de reojo a Sinner’s Prayer, quién se frotaba el cuerpo con una esponja. Su cabello volvía a ser negro, y los colores de aquella gorra se habían despintado.
Ambos se sentaron en el fondo de la tina, disfrutando un rato de las burbujas y del agua. Se daban besos suaves, y se acariciaban mutuamente el cabello.
-¿Estás nervioso?-, preguntó Sinner’s Prayer, mientras sus dedos acariciaban el pecho peludo y desnudo de su compañero. El otro muchacho levantó los hombros, sonriendo de forma descarada.
-No lo sé. Tal vez sí, pero ya no sé lo que siento. Contigo no me siento asustado ni triste, mucho menos nervioso. Sólo que… no tengo ningún poder que demostrar.
John Wayne dejó de sonreír cuando su compañero le sonrió. Pensó que se burlaba de él.
-No tienes que forzar nada. Tu poder saldrá solo. No tienes que ponerte nervioso tampoco. Estaré cerca en todo momento…
Ambos se besaron, justo antes que las doncellas entraran de nuevo para ayudarlos a prepararse, soltando pequeñas carcajadas entre ellas. John Wayne se sonrojó tanto que Sinner’s Prayer soltó una carcajada bastante sonora.
En el vestíbulo ya todo estaba listo para cuando empezó a anochecer: una suntuosa cena, hecha de los animales más grandes que el pueblo poseía, y adornos de colores que lucían hermosos sobre el fondo negro de aquel lugar. Había gente del pueblo apoyando en lo que podían, a pesar de su escaso tamaño, se las ingeniaban para mantener todo tan hermoso, porque sus dioses se lo merecían. El Rey también ayudaba, y su Vigilante personal solamente observaba, con aquellos ojos tétricos bien abiertos y sus ramas moviéndose entre la superficie lisa del brillante suelo.
Cuando acabaron, el lugar olía a comida recién hecha, a flores y a tierra húmeda, a hojas secas. Los pocos que se quedaron atendieron los últimos detalles, y los demás se reunieron con los habitantes de la ciudad para celebrar afuera, con una fiesta tan grande y divertida que se escuchaban cantos y alegres carcajadas.
Fue cuando la música de la orquesta real empezó a tocar una fanfarria, todos se pusieron atentos, y las enormes puertas de la torre negra se abrieron para que la gente contemplara. Desde la puerta al fondo del vestíbulo salió una corte real, con pequeños niños vestidos de flores, alegres, que iban al frente entonando una canción, repitiendo una y otra vez la misma frase con dulce voz:
-Vivi la vivon vi volas, ĝis Morto kaptos vin (Vive la vida que quieres, hasta que la Muerte te lleve).
Detrás de ellos salieron los dos ya vestidos: John Wayne llevaba un conjunto que combinaba con su cabello, algo entre amarillo y rojo, una túnica que arrastraba por detrás de su cuerpo. Su cabello estaba suelto, cayendo por detrás de los hombros, y en su cabeza relucía una hermosa corona de tréboles de cuatro hojas.
Sinner’s Prayer iba completamente distinto a cómo su compañero lo vio en el desierto. Pantalón negro y una camisa blanca, descalzo, con unos tirantes sosteniendo su pantalón por encima de sus hombros. Sobre su cabeza y detrás de su espalda llevaba una piel de un animal que John Wayne ya había identificado como un panda, con los ojos muertos mirando hacia arriba, cubriendo su cabello.
Mientras caminaban, ambos se miraron y sonrieron, aunque John Wayne fue el único en sonrojarse. Sinner’s Prayer soltó una carcajada discreta, mientras todos los habitantes de la ciudad aplaudían y gritaban, cantando con algarabía el coro de la Vida y la Muerte. Los dos muchachos se tomaron de la mano, caminando hacia el centro del vestíbulo, donde se levantaban los dos tronos, uno dándole la espalda al otro. Ninguno era más alto que el otro, y estaban tallados del mismo material que el suelo, aunque parecían que ambos habían salido directamente de abajo.
Los dos ocuparon sus lugares, sonriendo a todos los presentes alrededor del trono, mientras la canción seguía su monótono tono. El Rey se acercó a John Wayne y se inclinó, y lo mismo hizo con Sinner’s Prayer, sonriendo y mostrando su mejor vestuario, una túnica púrpura con una corona de oro bastante elaborada.
-Fratoj, hodiaŭ la Dioj honori nin per sia ĉeesto denove. Lia potenco estos kondukanta la ekvilibro ni bezonas. Antaŭe ĝuis la festeno, kiun ni preparis en lia honoro ho Granda Diaĵoj!, montri ilian potencon, kaj miru niajn okulojn per sia forto. (Hermanos, hoy los Dioses nos honran de nuevo con su presencia. Su poder nos traerá el equilibrio que tanto necesitamos. Antes de disfrutar del banquete que hemos preparado en su honor ¡oh, Grandes Deidades!, muestren su poder, y maravillen nuestros ojos con su fuerza.)
La voz del Rey transmitía felicidad y esperanza, y después de su corto discurso, todos guardaron silencio. Hasta la música calló. El único en levantarse fue Sinner’s Prayer, mientras detrás de él, sin ver, John Wayne mantenía su tranquilidad, esperando su turno, aunque no sabía bien lo que iba a hacer. Por su cabeza pasaba sólo una posibilidad, y era que tal vez la gente de la ciudad se cansara de esperar su demostración, o que al ver que no tenía ningún tipo de poder, lo echaran de ahí, o algo peor. Tal vez lo ejecutarían…
-Mi faros ĝin unue, ĉar la potenco de John Wayne ankoraŭ ne plene maldorma. Ĝi estas en via koro, sed bezonas impulson, salto de fido. Kontempli... (Lo haré primero yo, porque el poder de John Wayne aún no despierta del todo. Está en su corazón, pero necesita un impulso, un salto de fe. Contemplen…)
Concentrándose, Sinner’s Prayer levantó sus brazos despacio, mientras las cosas que estaban alrededor suyo y de la gente de la ciudad empezaban a levantarse, primero unos cuantos centímetros, luego hasta un metro, dando giros, subiendo y bajando, moviéndose a través del vestíbulo. John Wayne estaba sorprendido, boquiabierto, porque hasta algunos de los habitantes de la ciudad empezaron a flotar, alegres, soltando carcajadas de felicidad, cual niños.
-¿Pero qué haces?-, exclamó algo alarmado el pelirrojo. Pero su compañero no se detuvo. Era la demostración de su poder, algo tan impresionante que ni John Wayne hubiese detenido.
-Es la cumbre de nuestra naturaleza, es lo que somos, lo que tú llevas dentro. Ya lo encontrarás, podrás sentirlo de un momento a otro.
John Wayne se levantó de su asiento, y dándole la vuelta al trono, se encontró a su amigo, que le daba la espalda, mientras manipulaba el ambiente con el poder de su mente.
-¿Qué clase de poder tengo? Ni siquiera he sentido nada nunca, y no sé de dónde vengo.
Sinner’s Prayer ni siquiera se volteó.
-Te ayudaré a encontrar tu fuerza, ese punto de no retorno de tu mente donde podrás ser un Dios…
-¿Y cómo lo harás?
Esta vez, el otro muchacho volteó, dibujando en su rostro una expresión de tristeza.
-Perdóname, John Wayne…

Jacobo se estaba cambiando. Y el hombre que lo había violado también. Aunque el hombre jamás lo hubiese llamado “violar”, como es debido. Su enorme pene solamente hacía demasiado daño cuando uno no estaba preparado para recibirlo. Pero Jacobo, fiel a sus pensamientos, lo había llamado “violación”. Era necesario.
-¿Estás nervioso?-, dijo el hombre, cuando notó que las manos de Jacobo temblaban al abrocharse el pantalón. Era obvio que sí, pero el muchacho trató de disimular.
-Un poco. Va a ser una noche especial, eso es lo que creo…
El hombre se levantó de la cama y le puso ambas manos en los hombros. El muchacho se sintió nervioso, y su piel se estremeció.
-Tiene que ser así. Se ve que eres talentoso, pero tú tienes que creerlo. Yo tengo que irme, lamentablemente mi esposa me espera y no sabe ni siquiera dónde estoy.
Jacobo se armó de valor. Sintió el calor en la garganta, el ánimo de abrir la boca.
-Hablando de eso… Tu esposa confirmó su asistencia a la presentación. Es raro que tú no puedas ir…
El hombre se quedó congelado, mientras Jacobo se volteaba para hacerle frente.
-Tomé su número de tu celular un día sin que te dieras cuenta. Hice el esfuerzo de invitarla sin que te dijera nada, como una sorpresa.
-¿Por qué hiciste eso? Se supone que seríamos lo más discretos posible-, dijo el hombre, con una voz fría, mientras su piel palidecía. Estaba muerto de miedo.
Jacobo tragó saliva.
-Porque ustedes me dan asco. Piensan que pueden sobrepasarse con cualquiera, y que su secreto va a quedar enterrado para siempre. Alguien tiene que inspirarlos a que salgan de su mentira. Es justo que acepten lo que en realidad son…
El hombre estalló y Jacobo saltó de la impresión.
-¡Estás idiota, eso es lo que pasa! ¿Sabes lo que pasa si mi esposa me descubre? Tengo una reputación que proteger, un trabajo que mantener. ¡Me quedaría sin nada!
-¡Esa es la peor mentira que ha salido de sus malditas bocas todos estos años! ¿No pueden aceptar que les gustan los hombres? No perderían absolutamente nada, el mundo ya no es como antes…
El hombre levantó una mano, y con un rápido movimiento, le soltó una bofetada a Jacobo, quien cayó al suelo, golpeándose en las costillas con la esquina de la cama.
-Maldito maricón...
Jacobo empezó a reírse, mientras el otro se daba la vuelta para terminarse de cambiar y largarse de ahí.
-Tú también lo eres. Eres un maldito puto, y te gusta…
-No sabes lo que me gusta. ¿Qué ganarás invitando a mi esposa a tu presentación?
Jacobo se levantó, y de su chamarra sacó su teléfono celular. Le mostró fotos al hombre que él también conocía: fotos de traseros, de pechos desnudos, de penes.
-Invité a nuestros amigos más íntimos, con los que te gustaba hacer tríos, ¿ya no te acuerdas? Todos ellos van a ir a la presentación de un libro que no existe, donde todos ustedes van a quedar expuestos cómo lo que son.
El hombre compuso una cara de furia, mientras veía pasar una a una las fotos. Amigos íntimos, hombres de su misma edad, con vidas similares a la de él, con esposas, hijos, trabajos ejemplares, una vida correcta ante la sociedad que los veía como hombres de bien. Todos ellos invitados a un engaño.
-No te saldrás con la tuya, no lo harás…-, dijo el hombre, acercándose peligrosamente a Jacobo. Este retrocedió poco a poco.
-¿Y qué piensas hacer?
-Hacerte callar si es necesario.
Jacobo metió discretamente la mano en el otro bolsillo de la chamarra, dónde encontró lo que escondía, el instrumento final de su venganza.
-Te meterían a la cárcel, te harían pasar un tormento peor que el que más a hacer pasar a mí. Yo he querido morir muchas veces, y esto es lo de menos. Pero tú perderías todo. Tú esposa, tu trabajo, tu reputación. ¡Me das asco…!
El hombre se lanzó contra Jacobo, y cerró sus enormes manos contra su cuello, haciéndolo chocar contra la pared. El muchacho tenía miedo, y se estaba poniendo rojo.
-¡No voy a dejar que destruyas mi vida, estúpido mocoso de mierda…!
Jacobo sacó del bolsillo un desarmador, con punta de cruz, y con un movimiento desesperado, lo clavó en el cuello de su amante, quién no alcanzó a gritar. El dolor era insoportable, y la sangre empezaba a manar de la herida, salpicando el rostro de Jacobo, su ropa, y el suelo.
-¡Suéltame, cabrón! ¡Suéltame!
Con otro movimiento, Jacobo dejó salir el desarmador, y lo clavó en el pecho, una y otra vez. Las manos del hombre se soltaron de su cuello, y dejaron marcas en la piel del muchacho, mientras su cuerpo caía hacía atrás, golpeándose la cabeza contra la esquina de la cama.
Jacobo se quedó ahí pasmado, mientras observaba el cuerpo de su amante, tumbado en el piso, con las piernas arqueadas y sus manos en los costados, salpicado de sangre y aún con el miembro de fuera. Ahora, en la mente del muchacho, pasaban varias cosas. Aquello había sido en defensa personal. El hombre que yacía en el piso había abusado de él, y Jacobo se había defendido, con lo único que había encontrado, y que casualmente estaba en su chamarra, para protegerse. Porque sabía que ese hombre quería abusar de él. Porque estaba seguro de que le haría daño, aunque en realidad, Jacobo lo había planeado todo así. Provocación, daño, y luego la muerte.
En especial con la muerte, no había más tiempo que perder…

El poder estalló, una furia incontrolable que hizo que mesas, comida, adornos y cuerpos humanos fueran lanzados contra la pared. Algunos murieron al instante, estrellados como bolsas de carne y sangre contra los muros negros de aquella torre, mientras otros, fracturados o inconscientes, caían al suelo, quejándose y gritando de dolor. Aquellos que aún no habían sido alcanzados por el poder de Sinner’s Prayer fueron golpeados por los objetos que salían despedidos a su alrededor. El Rey y su Vigilante personal salieron aprisa, junto a varias personas que se internaban en el pueblo para refugiarse de la furia de su Dios.
-¡Qué diablos estás haciendo!-, exclamó John Wayne, al verse sacudido por la furia de un poder inconmensurable, mientras su corona de tréboles caía al suelo, y su cabello flotaba tras su espalda.
-Ellos no merecen seguir aquí, mientras yo lo permita, John Wayne. Te traje hasta este lugar para que, juntos, les demostremos de lo que somos capaces. Somos dioses entre pulgas, microbios que no saben defenderse.
-¿Pero por qué ellos? No nos hicieron nada, y creyeron en nosotros…
Sinner’s Prayer, a pesar de toda la furia, estaba llorando. Sabía que aquello estaba mal, pero era un mal necesario. Las paredes del lugar empezaron a crujir, y por fuera, las piedras de la torre negra caían encima de la gente, sobre las casas, en las calles de aquel pequeño pueblo.
-Siempre han sido dos los que se sientan en este trono. Uno creador, y el otro destructor. Cuando nacía alguien, yo me apersonaba para ensamblar su cuerpo, darle vida y forma a sus sentimientos y darle el aliento de la existencia misma. Cuando un anciano estaba listo, el otro iba por su aliento, a regresarme lo que yo le había dado hace años. Pero hace tiempo, aquel que se sentaba detrás de mi desapareció, se fue sin más, y mi cabeza enloqueció, vi colores demasiado brillantes, y no pude más. Antes de irse, me indicó lo que debía hacer. “Debes ir al desierto, y ahí me encontrarás de nuevo…”
John Wayne retrocedió, asustado. Un recuerdo cruzó su mente, la memoria estallaba en colores incomprensibles, y sin embargo, ahí estaban: un destello de una vida pasada, el recuerdo del amor de aquel muchacho que había enloquecido.
-Yo… yo recuerdo algo…
Sinner’s Prayer sonrió, mientras la mitad de la torre caía hacía un costado, aplastando a varios niños y destrozando casas que explotaban con un terrible sonido.
-Antes tenías otro cuerpo, antes de encontrarte confundido en el desierto, casi muerto. Ahora, por tu bien, recuerda tu poder. Yo soy la Creatividad, la vida, pero tú eres la Depresión, el poder de la muerte y la destrucción. Ya me cansé de crear, de ver que van a morir, de que todo lo que creamos se quede a la mitad, sin alcanzar la inmortalidad. Ahora es necesario destruir, antes de que todo vuelva a ser nuevo, que todo sea salvo. Y tú, vaquero, tienes que demostrar tu poder…
John Wayne estaba asustado. Sus manos temblaban y, aunque trataba de moverse, su temor lo dejaba ahí, atrapado y atenazado.
-No tengo poder. Y si lo tuviera, no sería para hacer esto. Lo que estás haciendo es una locura, tu mente no está bien… No tengo poder.
Sinner’s Prayer sonrió, enojado, furioso, pero feliz. Sentía algo, como si la piel se le erizara, y sintió algo en su estómago. Esas nauseas, el ansia…
-Muy bien. Voy a ayudarte a sacar tu poder…
El suelo de la torre empezó a moverse, como si fueran ondas sobre el agua, desprendiendo polvo y pedazos de piedra negra. John Wayne perdió el equilibrio, y trataba de levantarse, pero las piedras le hacían daño, y no dejaban que se pusiera de pie.
-¡Déjame en paz, por favor!-, gritó John Wayne, entre gritos de dolor y lágrimas.
-¡Saca tu poder, o morirás! Defiéndete de la vida, de lo doloroso que puede ser el trayecto hasta la muerte. Créeme, vas a sufrir demasiado si no te defiendes ahora. ¡Enfrenta tus miedos, tu ignorancia, y saca tu maldito poder!
Lo que quedaba de la torre se desmoronó por fin, y la otra mitad del pueblo fue aplastada por las piedras. Una enorme roca se dirigía hacía John Wayne, y Sinner’s Prayer sonrió. Si no se apartaba, el muchacho moriría aplastado, y aún así el otro se quedó quieto, con miedo mirando como la enorme piedra negra caía directamente hacía él.
Fue un solo instante, cuando John Wayne ya no sintió su cuerpo, y su mente viajó a una velocidad excepcional. La piedra cayó con un sonido aterrador, destrozando la mitad del trono. Sinner’s Prayer abrió los ojos sorprendido. Su compañero ya no estaba. Había desaparecido, cómo si el mismo espacio se lo hubiese tragado.
-¿Dónde estás? No te escondas. Sal, quiero ver de lo que eres capaz.
Fue cuando el muchacho de la piel de panda sintió el calor de un fuego abrasador a sus espaldas.

(FINAL)

Las cosas que no se dicen (Las cosas que se dicen): PARTE 2

Habían aminorado la marcha, porque los Vigilantes que ahí se encontraban estaban más tupidos, unos más cerca de otros, como un bosque de ojos y sonrisas siempre pendientes. Aunque algunos estaban secos, otros daban señales de un verde precioso, casi del color de la esmeralda. Olía a fresco, a pasto y a madreselva. El olor seco de la arena caliente había quedado atrás, y ahora los pies descalzos de los muchachos pisaban tierra húmeda, algo fría.
Sin soltarse de las manos, John Wayne y Sinner’s Prayer caminaban entre las sombras de los Vigilantes, quienes no se movían más que para verlos, y sonreír, soltando a veces discretas carcajadas y murmullos con sus compañeros. Algunos se desenterraban para buscar un nuevo lugar de reposo, y volvían a clavar sus enormes ramas y raíces en la suave tierra.
-Quiero descansar-, dijo John Wayne, quién tenía los pies adoloridos, y se sentía algo fatigado.
-Bien.
Ambos se sentaron a la sombra de un Vigilante, quién como no podía ver por debajo de sus ramas, se conformó con mirar al cielo, y dejar que sus hermanos le pasaran recuerdos de lo que veían a través de sus raíces interconectadas.
-¿Y qué te parece este lugar?-, preguntó Sinner’s Prayer, mirando a su compañero de reojo, y fingiendo que cerraba los ojos para disfrutar de la sombra. El pelirrojo no contestó al instante. Se recostó en el suelo, sintiendo el frío tacto de la tierra en su piel, a través de la ropa sucia, y en su cabello.
-Nunca había estado en otro similar. No puedo decirte como me siento aquí, porque es algo nuevo.
-Las indecisiones de la raza humana. Siempre tratando de compensar la inseguridad que tienen de sus mundos. ¿Te sientes mejor ahora?
-Tal vez-, dijo John Wayne, encogiéndose de hombros. –Podría quedarme aquí y probar suerte, ver que puedo sacar de todo esto, ¿no?
Sinner’s Prayer se recostó al lado de su compañero, y lo tomó de la blanca y suave mano. Este no dijo nada.
-Me alegra haberte encontrado en aquel lugar. Quién sabe qué hubiese pasado. Seguramente los planes se hubiesen venido abajo. Necesitaba el coraje de un muchacho como tú, y lo encontré por buena suerte.
John Wayne abrió los ojos y miró a su compañero, extrañado.
-No siento valor. Esto me aterra, porque no sé lo que va a pasar después. Ni siquiera siento que merezca estar aquí, caminando contigo a quién sabe dónde…
Sinner’s Prayer le apretó más fuerte la mano a su compañero, y John Wayne no pudo más que sonrojarse. A pesar de calor que tuvo que haber pasado en aquel paraje, su piel aún podía mostrar señales de pena, con sus mejillas rosadas y sus ojos entornados frente a los de su amigo.
-Si vamos juntos, si caminamos así como lo hemos hecho hasta ahora, llegaremos bien, y te prometo que allá te mostraré el poder
Sinner’s Prayer había dicho aquello en un susurro, como si fuese algo que debía guardar, y que ahora se le había salido sin querer.
-¿Poder?
El muchacho de la gorra asintió. John Wayne quería saber más, pero pensaba que tal vez su compañero no le diría nada.
-Un poder inimaginable. No puedo decirte lo que es hasta que hayamos llegado, porque ellos no nos van a admitir hasta haberlo demostrado. Somos dioses entre vulgares hombres y mujeres, que no te quepa duda…
Estaban más cerca, tanto que Sinner’s Prayer pudo oler el aliento dulce de John Wayne, un olor a miel combinado con leche.
-Yo… yo no tengo ningún poder…-, expresó John Wayne con preocupación, tratando de guardarse para sí la pena.
Sinner’s Prayer se acercó más, sólo un poco más…
-Lo tienes, y lo vas a ver por ti mismo…
Ambos se acercaron, y sus labios se encontraron. Fue un beso suave, con sabor a miel y amargura, piel caliente y fría, suave y áspera. Y los ojos cerrados que sólo te invitan a soñar, a imaginar lo que el otro piensa, mientras sus labios se mueven, se conocen. Un beso, con las manos entrelazadas, y a la sombra de criaturas que sólo se limitaban a sonreír, y a mirar aquella pequeña eternidad entre las eternidades.

Un delicioso sabor a miel con especias le inundó la boca, cuando Arturo probó la salsa para marinar la carne de la cena. Su amigo, que sabía un poco más de sabores que él, le estaba ayudando, algo apartado en la cocina del departamento. Se escuchaba el golpeteo incesante del cuchillo sobre la tabla, y algunas cosas que ya hervían o se cocían en la estufa, llenando de agradables y exóticos aromas el aire que los rodeaba.
-¿Y a quienes les estamos cocinando?-, dijo su amigo, mientras Arturo revolvía bien el contenido de una enorme olla que borboteaba, con un aroma salado y picante.
-Bueno, es una pequeña comunidad de masones independientes aquí en la ciudad. Se dejan regir por las reglas del rito mundialmente aceptado, pero tienen sus propias costumbres y tradiciones. Son como una familia…
-Ya veo. ¿Y por qué a nosotros? Digo, si se puede saber…
Arturo sonrió.
-Conocí a uno de los hijos de la comunidad en circunstancias poco comunes. Le conté a lo que me dedicaba, y fue con su papá a contarle de nuestras fantásticas dotes culinarias. No son muchas personas, lo cual es bueno, pero necesito que sea una verdadera sensación de sabores, algo más complicado. Podría acceder a ellos de una manera más interesante…
Su amigo solamente asintió, sonriendo, mientras cortaba algunas acelgas para la sopa.
Después de unas dos horas, la comida ya estaba a medio terminar. Arturo llamó a su contacto, para, si era posible, ir llevando la comida ya preparada al centro donde sería la fiesta. Aunque faltaba un poco para terminar, no era demasiado comparado con lo que ya se había preparado, así que ambos amigos se sentaron en el comedor, con una taza de delicioso té de yerbabuena entre las manos.
-Ya sé que no te gusta hablar del tema, pero… ¿Cuándo vas a afianzarte? Ya sabes, a establecerte con alguien.
Arturo escuchaba a su amigo mientras tomaba un trago de té, y pasaba a través de su garganta el cálido sabor y suave sabor de la yerbabuena.
-No tengo prisa. Sabes bien que nuestro trabajo es a veces más importante, y he decidido buscar mi propio beneficio antes del de otra persona. Me pertenezco más de lo que otra persona podría serlo para mí, ¿entiendes?
Su amigo asintió, bebiendo de su taza.
-Aún así, búscate un free, alguien que no le importe que no le quieras. Hay muchos que aceptarían una relación así, y pues…
-Ya veremos, no tengas prisa. Este compromiso me tiene más ocupado que antes, y eso que llevaba planeando todo desde hace un mes. Vamos a acabar…

A la sombra de los Vigilantes, que miraban ya sin tanta atención, John Wayne yacía desnudo boca arriba en la tierra. Su cuerpo velludo estaba lleno de tierra y sudor, y a su lado, dormía Sinner’s Prayer, también desnudo, un tanto apartado, con una de sus manos sobre el pecho de su compañero.
Lo recordaba todo, a pesar de haber dormido tanto. Aquel beso, luego las caricias, y la ropa… John Wayne tenía miedo de sentir algo por aquel muchacho, y aún así lo expresaba con la mirada, y Sinner’s Prayer lo había notado: en sus profundos ojos negros, algo había notado, pero no le decía…
El otro muchacho se despertó. Aunque se había quitado la gorra, en su cabello aún había trazos de colores, que hacían que su cabello brillara como si se viera a través de un hermoso vidrio. Miró a John Wayne directamente a los ojos, y sonrió perversamente.
-Lo que pasó aquí no tiene nadie que saberlo. Los dioses no pueden hacer esto. El amor entre nosotros no está mal visto (o más bien, cariño), pero el contacto carnal no puede existir. Los Vigilantes nos vieron, pero no dirán nada. Ellos no toman partido en los asuntos de los hombres.
John Wayne se incorporó y vio el cuerpo de su compañero: piel blanca, flácido, algo gordito. Eso lo ponía en un dilema, porque no solo le gustaba su mente: también le gustaba su cuerpo.
-Pero ni siquiera soy un dios, no sé por qué insistes con eso…
Sinner’s Prayer se levantó por completo, sin pena, para buscar su ropa.
-Que no te hayas dado cuenta aún no significa que no lo seas. Lo que los ojos no pueden ver, el alma lo sospecha. Tienes que vestirte, tenemos que llegar a nuestro destino antes de que se oculte el sol.
Ambos empezaron a vestirse y después de un rato, siguieron caminando, tomados de la mano, como si sus vidas dependieran de eso.
-Quiero descubrir lo que llevo dentro, Sinner’s Prayer, pero… Siento que es algo peligroso. Ni siquiera sé de dónde vengo y…
-Eso no es lo importante, vaquero. De dónde vienes y lo que eras ya no es importante. Tu pasado está muerto, aunque eso te cueste creerlo. Y si te da miedo ver lo que depara el futuro, no lograrás sacar nada de lo que quiero. Necesito tu fuerza para… Ya verás, no quiero arruinarte la sorpresa.
Siguieron caminando, un poco más despacio por que los Vigilantes se espesaban más mientras caminaban, y eso les hacía ir agachados, cuidando que las ramas caprichosas de aquellos gigantes no les picaran los ojos o los rasguñaran.
De repente, entre todo el ajetreo de hojas y los pasos débiles que ellos daban en la tierra, escucharon algo. John Wayne sabía que aquellos ruidos, algo lejanos entre la espesura del bosque, sólo podían pertenecer a unas voces, tal vez de niños o de mujeres, porque se escuchaban muy alegres y bastante agudas.
Antes de que el pelirrojo pudiese gritar, Sinner’s Prayer se adelantó para taparle la boca.
-No sabemos quiénes son. Hay cosas aquí que podrían engañarte sólo para comerte…
-Pero podríamos estar cerca…-, dijo John Wayne, en un susurro. Ahora tenía miedo.
-Ya veremos… Sigue caminando, y no hagas ruido.
Ahora ambos caminaban despacio, vigilando en todas direcciones. Cuando algo crujía, se detenían, y hasta no estar seguros, seguían avanzando. John Wayne le apretaba un poco más la mano a su compañero, y éste no decía nada. También estaba asustado, aunque era más fácil acostumbrarse al miedo.
Sinner’s Prayer notó que el bosque ya no estaba tan espeso, y que una brisa ligera soplaba frente a ellos, un viento frío y fresco. Y más allá…
-¡Otra vez voces!-, exclamó John Wayne, aunque se dio cuenta de su error demasiado tarde.
Ambos escucharon pasos que provenían de afuera del bosque, y se sintieron aterrados, esperando el final…

La presentación del libro era aquella noche, y aún así, Jacobo se dio todavía un tiempo para verse con aquel enorme hombre del hotel. Esta vez, se vieron en su casa, porque así lo quiso Jacobo: quería que viera algo.
Tardó un poco en llegar, envuelto en su traje de ejecutivo bien planchado y lavado por su esposa. No tardaría en quitárselo, para darle lo que tanto venían a buscar ellos.
-¿Tan caliente estabas como para sacarme de la oficina?-, dijo aquel hombre, mirando a su presa desde donde estaba escondido: bajo las colchas de la cama.
-No te equivoques: tú viniste. Yo sólo te lo sugerí…
Jacobo ya estaba desnudo bajo todas las cobijas, y sólo tuvo que esperar a que su compañero de alcoba se quitara todo, y revelara cuán ansioso estaba por hacerle cosas perversas a su cuerpo.
Y sí: otra vez se quedaría viendo al techo, mientras su hombre le hacía todo, mientras en su silencio, en lo más recóndito de su cabeza, el miedo atenazaba sus miembros, lo dejaba frío, tieso, a la espera del dolor.
Ese dolor que viene cuando entran, cuando lo penetran, un dolor abominable y sucio. Espera, le decía una voz en su cabeza, la voz de su conciencia, de Aquel que se había ido para no volver. Espera a que acabe, a que sacie su sed, a que eyacule. Luego podrás comenzar, el plan exige pasos, pasos lentos entre un bosque donde no debe hacerse ruido. O si no, las fieras despertarán…
Jacobo se sintió más cómodo, se puso dispuesto, y dejó que el dolor se convirtiera en placer, un placer que hacía daño. El primer paso de un plan que le cambiaría la vida para siempre.

Fue más un reflejo que un acto tonto. Fue más el hecho de que la persona a la que empezaba a querer estaba en peligro, lo que hizo que John Wayne se atravesara y se pusiera enfrente de Sinner’s Prayer, como tratando de protegerlo de las pisadas que ya se encontraban cerca. El muchacho del gorro multicolor sólo alcanzó a poner sus manos en los hombros de aquel protector ocasional.
-Yo… yo te protegeré-, dijo John Wayne, un tanto asustado, pero firme, inmóvil.
-No tienes que hacerlo, yo no tengo miedo, es algo que no debería temer. Mira…
Pero John Wayne cerró los ojos, esperando el inminente golpe que, tal vez, acabaría con sus vidas.
El golpe no llegó, y los pasos se detuvieron muy cerca de ellos. El muchacho pelirrojo abrió poco a poco los ojos, y Sinner’s Prayer incluso se asomó por encima de su hombro para ver lo que estaba pasando.
Frente a ellos había gente. Eran adultos, una versión adulta de una especie que jamás creció, porque les llegaban a la cintura, y se podrían confundir con niños. Pero en realidad eran adultos, versiones más pequeñas, más frágiles, de piel morena y cabello oscuro, que se movían ágilmente y con total libertad. Iban vestidos con ropa muy ligera, hecha tal vez de alguna fibra vegetal, e iban descalzos. Miraban con felicidad a los dos muchachos, quienes se relajaron y decidieron mirar con curiosidad a tan peculiares personajes.
-¿Qué son?
Sinner’s Prayer se puso al lado de John Wayne, y trató de contestar a su pregunta:
-Preferirían que preguntaras quiénes son. Son personas a final de cuentas. No sabemos quiénes vinieron primero, si ellos o nosotros. O incluso si ellos son de tamaño normal o son más pequeños que nosotros. Lo que sí sé es que creen que tú y yo somos sus dioses perdidos, que somos los que los vamos a salvar cuando vengan desgracias, o a complacer en sus mejores momentos.
Los pequeños humanos se acercaron a los dos amigos, quienes volvieron a agarrarse de la mano, y se dejaban explorar. Aquellas personas les tocaban la ropa, los examinaban e incluso cuchicheaban para dar sus opiniones. Uno de ellos empezó a hablar.
-Laŭdis esti, grandaj sinjoroj, kiuj venis por savi la tempo kaj liaj hororoj!-, dijo el hombrecillo.
John Wayne estaba confundido.
-¿Qué?
Sinner’s Prayer soltó una risita ligera.
-Alabados sean, grandes señores, que han venido a salvarnos del Tiempo y sus horrores. Es un idioma viejo, perdido ya en las piedras y el polvo, pero que ellos aún usan constantemente. Permíteme…
Sinner’s Prayer se soltó de la mano suave de su compañero, y se agachó a la altura del hombre que había declamado aquello.
-Ilia pledoj estis aŭditaj, sed ni venis elĉerpita kaj bezonas ripozon. Povus porti nin al sia vilaĝo? (Sus súplicas han sido escuchadas, pero venimos agotados y necesitamos descansar. ¿Podrían llevarnos a su aldea?)
Tal vez fuese una especie de magia de aquel lugar, pero John Wayne empezaba a entender poco a poco lo que querían decir en aquella lengua. O tal vez, en algún momento de aquel pasado que no podía recordar, también había conocido ese lenguaje.
-Jes, venu kun ni, ni jam havas ĉiu preta por vi. Sorto pretigis regi niajn terojn, sinjoroj kaj mastroj. (Sí, sí, vengan con nosotros, que ya tenemos listo todo para ustedes. El destino los ha preparado para gobernar en nuestras tierras, amos y señores.)-, dijo el pequeño hombre, jalando a Sinner’s Prayer del dedo, mientras los otros dirigían a John Wayne hacía la salida de aquel bosque, donde los Vigilantes miraban ansiosos lo que pasaba.
Todo aquel curioso grupo caminó hacia el borde del bosque, y cuando la luz del sol volvió a iluminar el camino, ya estaban en una enorme pradera, con Vigilantes desperdigados por aquí y por allá, y con varias casitas humildes que tenían un tamaño modesto. Otras personas ya estaban ahí, ocupándose de sus asuntos diarios, como arar sus parcelas, o cuidar de sus animales, muchos de ellos igual de pequeños que los dueños.
Cuando pasaron por entre las casas de aquel pueblo pintoresco, muchos de los pobladores empezaron a alegrarse, brincando y entonando alabanzas a los Dioses que habían llegado a sus tierras para permanecer ahí y protegerlos siempre. Los niños dejaron de jugar con una pelota, y danzaron felices alrededor de los grandes señores, aunque ellos apenas les llegaban a la rodilla.
-Esto es fantástico-, dijo John Wayne, mirando a su compañero, quién se reía y se alegraba con las voces de los niños, que también cantaban canciones alegres de dicha y de amor.
-Son sólo personas que viven sus vidas a costa de la nuestra. Harían lo que fuera que les pidiéramos, y morirían por nosotros si así se diera el caso. No te pido que los entiendas, porque ni yo los entiendo aún, y llevo más tiempo entre ellos que tú. ¡Sólo déjate llevar!
Siguieron caminando, hasta que las casas se hicieron más grandes, y divisaron el centro de una ciudad, tan elaborada y magnífica, aunque fuera de un tamaño mucho menos. La única excepción se encontraba al centro: una enorme torre negra, de una piedra que brillaba intensamente al sol, hecha especialmente para gente del tamaño de alguien como John Wayne, que miraba boquiabierto aquel enorme monolito, una estructura que dominaba a todas las demás.
La gente salía de sus casas y negocios, y celebraban la llegada de sus señores, ofreciéndoles todo lo que tenían: telas maravillosas de colores inimaginables, comida y bebida que olía bastante bien, productos para embellecer la piel y cuidar del cabello, animales vivos tan exóticos, con muchas alas y varias patas, y hasta abrazos y besos de los que eran más osados, y no temían al poder de estos grandes seres.
John Wayne advirtió que el enorme edificio negro era para ellos, era un palacio para los dioses, hecho a la medida de gente tan grande. En la entrada ya estaba alguien esperándolos. Se trataba de otro hombre pequeño, ataviado de una forma tal que todos los demás palidecían con razón. Llevaba una llamativa túnica amarilla, y sus pies calzaban unas botas rojas bastante coloridas. Sobre la cabeza, como para representar su poder, llevaba una elaborada corona de hojas. A su lado, estaba un Vigilante, con una sonrisa aún más amplia y aterradora, pero que llevaba entre sus adornos algunas flores, parecidas a rosas, y dentro de sus ramas varios frutos que brillaban, y se retorcían.
La comitiva se detuvo, y los pequeños hombres y mujeres de la ciudad se arrodillaron frente al rey del lugar. Sin embargo, el rey también se postró frente a Sinner’s Prayer y John Wayne, como en señal de respeto. El único que no se movió fue el Vigilante, siempre observando, con ojos orgullosos.
-Él es el Rey Compasión, un noble y justo monarca en esta ciudad perdida entre el bosque. Y su Vigilante, Etz Chaim, el Árbol de la Vida. Sus frutos sólo puede comerlos quien esté preparado para vivir por siempre…
Etz Chaim se acercó, moviendo sus ramas.
-Frutos que usted no podrá probar, señor. Ni su amigo, por lo que veo. El mundo aún no está listo para eso…
El Rey Compasión se levantó, y abriendo los brazos, exclamó al pueblo:
-Niaj dioj kaj alporti al ni pacon! Lasu niajn korojn inunditaj kun feliĉo partio. Prepari ĉion por bongustan manĝaĵon kaj trinkaĵon, pli malgrandajn kaj pli bonaj ŝtofoj. Ni preparos niajn sinjoroj por la granda spektaklo. (¡Nuestros Dioses han venido y nos traen la paz! Dejemos que nuestros corazones se inunden con la felicidad de la fiesta. Preparen todo para una deliciosa comida y bebida, sus mejores rebaños y sus más finas telas. Prepararemos a nuestros señores para la Gran Demostración.)
Todo el mundo saltó y gritó de alegría, y empezaron a preparar todo para una fiesta espectacular. Sinner’s Prayer sonreía animado por la revelación, y John Wayne, en sus adentros, trataba de entender lo que iba a pasar.
-¿Gran Demostración?-, preguntó algo confundido.
-Sí: tendremos que demostrar que somos Dioses, tendrás que sacar tu poder escondido. Confía en mí-, dijo Sinner’s Prayer, algo ausente por la felicidad que sentía.
John Wayne pasó saliva, porque eso ya no lo hacía sentir tan feliz después de todo.

(PARTE 3)
 
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