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jueves, 12 de octubre de 2017

#UnAñoMás: Destinos (Descubrimiento de América)



He aquí un caso curioso: Dante, de 18 años, había nacido y crecido sabiendo que en su vida pasada había sido alguien más. Un sueño de libertad le había despertado una mañana, para descubrir que algo había, en aquellas imágenes sin sentido, de alguien que antes había ocupado su mente y su cuerpo. Fotografías de años ya olvidados: un hombre y su esposa, una feliz familia que esperaba un hijo, el momento del nacimiento y un bebé hermoso recostado en una cuna blanca, con cobijas blancas y una luz casi propia. Y la muerte del padre… El padre…
Dante había sido el padre. Después del infarto, había llegado el sueño: un alma perdida en un mundo de colores que iluminaban el cielo otoñal, buscando a la muerte entre el bosque, mientras ella le marcaba el paso de regreso al inframundo. Una petición, el renacimiento, el amor y la guerra interna. Después, su alma, depositada en un cuerpo nuevo, un bebé que crecería con recuerdos de un pasado un poco neblinoso. En plena madurez, el joven Dante estaba seguro de que su vida había sido interrumpida, y que su alma ahora era parte de un nuevo destino.
El destino se presenta ante él ahora, con la imagen hermosa de una chica de blanca piel y el cabello negro, largo y sedoso, con ojos negros casi fríos. Tan terrible y hermosa como la muerte misma. Se llama Beatriz: una muchacha que es dulzura, amabilidad y calidez eterna, al contrario de su imagen exterior, que es estoica, pero brutalmente hermosa. Y Dante se ha prendado de esta Beatriz, como el recuerdo del pasado, de aquel poeta que sucumbió ante una mujer a la que apenas conocía.
Pero Dante conoce bien a Beatriz, porque ambos van en la misma escuela. Se ven diario en las clases y platican juntos. Es una maravilla ver a dos almas jóvenes tratando de encontrarse a sí mismas, platicando y compartiendo sus vidas por completo. Por un lado, la joven Beatriz, quien apenas cabe de felicidad por haber encontrado a un chico atento y generoso. Y por otro, Dante, quién ha visto en ella algo que después de su primera muerte había olvidado: una persona considerada, bella y amable. Fue entonces cuando el amor volvió, y los estaba uniendo de una manera que ni ellos se podían imaginar.
Pasaron al menos dos años para que Dante y Beatriz se dieran cuenta que aquello no era sólo una amistad. Salían casi a diario, a veces hasta por la noche, a comer, al cine, a pasear. Incluso habían planeado acampar junto a unos cuantos amigos, aunque todavía no decidían la fecha para salir. Sin embargo, ambos con veinte años, habían experimentado cada una de las demostraciones de amor que cualquier pareja da: besos sinceros, hasta robados; caricias, abrazos, algunos juegos bruscos y hasta sensuales, hasta peleas y reconciliaciones ocasionales. Y el sexo: lo hubo, hasta tres veces, y siempre fue una maravilla: algo fuera de este mundo.
Un día, caminando por la calle, agarrados de la mano, se encontraron con una mujer que iba caminando de lado contrario. Era una mujer madura, con un cuerpo hermoso envuelto en un vestido rojo, con un chal negro envuelto encima de sus hombros. El cabello, negro veteado con canas, lo traía recogido en un chongo por detrás de la nuca. Ni siquiera se veía tan grande: el maquillaje la favorecía, y la hacía ver incluso hasta sensual.
Miró a la pareja mientras ellos caminaban, y se detuvo para sonreírles. Se agarraba el chal con la mano derecha, y con la izquierda los señalaba.
-¡Son una hermosa pareja! Mírense nada más: un apuesto muchacho y una lindísima chica, caminando por las calles de esta vieja ciudad como en los tiempos de antaño… Me alegra verlos así.
Beatriz sonreía, y Dante también, aunque por dentro él se sentía extraño. Por una parte orgulloso, de que una perfecta desconocida notara lo feliz que ambos estaban como pareja. Y por otro, tenía miedo: como si aquella mujer pudiese ver dentro de su alma.
-Es una lástima… En estos tiempos, el amor se ha vuelto tan poca cosa. Todos creen que en el mundo importa más el dinero y el prestigio. Pero ustedes perdurarán… hasta que el padre quiera.
Después de eso, la mujer se alejó, haciendo sonar fuerte sus tacones. La última mirada que le había dedicado la mujer a Dante le había dicho todo: ella sabía algo, algo de su vida pasada. Beatriz se le quedó viendo, y no fue hasta que él sintió el suave apretón de su mano entre la suya que Dante reaccionó.
-¿Te sientes bien?-, preguntó ella. Él la besó y le sonrió.
-Sí. No te preocupes. Por cierto, ¿ya me vas a decir a dónde me llevas? No te pongas tan misteriosa…
Ella soltó una carcajada.
-Vamos con mi mamá. Quiere conocerte por fin, porque la tienes en suspenso. Y bueno, si no nos apuramos, se va a hacer tarde…
Volvieron a caminar por la calle, y aunque Beatriz se veía feliz y despreocupada, Dante intentaba parecerlo. La verdad es que sentía una inquietud aberrante, como algo que no encajaba en su día, y tal vez en su vida.
Cuando llegaron a casa de la muchacha, Dante se detuvo antes de estar siquiera frente a la puerta. Beatriz le miró, y se asustó. Estaba pálido, como si se fuese a desmayar. Ella lo abrazó, sin que le diese tiempo a él de responder.
-Vamos amor, es sólo mi mamá. No te va a comer…
Ambos se soltaron a reír, tan descontroladamente, que las risas hicieron que la puerta se abriera, o algo por el estilo. En realidad, la madre de Beatriz había abierto la puerta en cuanto escuchó a los dos muchachos reírse.
-¡Vaya, pensé que se iban a tardar una eternidad más! Dejen de reírse y pasen, que ya quiero conocer a mi yerno…
Beatriz soltó a Dante y le dio la mano para conducirlo a la casa.
-Amor, te presento a mi mamá…
Mientras se reponía de la risa, Dante se limpiaba las lágrimas de los ojos, y se dirigió a la madre de Beatriz. Aquello fue tan rápido e intenso, que después de todo, nadie podía asegurar qué había pasado. Dante reconoció aquel rostro, avejentado, algo triste pero también esperanzador. La casa era diferente, porque no era la misma que recordaba en sueños. Pero sí ella, su preciosa mujer, la que antaño había amado tanto como a Beatriz. La que había dejado en el momento de su muerte, con aquel precioso bebé aún en brazos. Y Beatriz, ella…
Dante sonrió, pero no con cortesía, sino con una mueca enloquecida. Le dio la espalda a la madre de Beatriz, y salió caminando apresuradamente hacía la calle. Todo fue tan rápido, porque en cuanto el muchacho saltó al asfalto, un camión que pasaba lo embistió, y él ni siquiera se apartó, no se inmutó como para hacerse a un lado. En el suelo quedó el cuerpo, destrozado, y la sangre, que ya se filtraba por una alcantarilla…

Las gotas de sangre viajaron entre las cañerías, y cayeron justo en la frente de la mujer de rojo, quién se hallaba meditando, sentada en aquel cuarto oscuro plagado de velas, un siniestro escondite en las entrañas de la ciudad. Sintió el goteo de la sangre en su piel, y con sus dedos la limpió. La probó, como un gato que lame la leche de los dedos de su dueño. Se quedó seria, sin moverse.
-Ya se dio cuenta. Así tan débil es la condición humana ante su destino. ¿Qué va a ser de mí, que tengo que ver todo esto cuando nadie más lo ve?
La voz de la mujer retumbaba en aquella cripta oculta, cuando escuchó el caminar de las garras tras de ella. Era su amo, su señor, una criatura que se escondía bajo las vidas de todos en la ciudad, y que se mantenía, vigilando.
Tú ya lo has visto, poderosa cihuacóatl. Ahora verás como la Ciudad del Lago va a arder, y retumbará la tierra antes del anochecer…

Aquella tarde, tembló en la Ciudad de México.

domingo, 12 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 5.

Cuento 5: No Me Interesa (Brett, 2016). 



El chico de la farmacia vio como aquel hombre se acercaba. Parecía como de treinta años o un poco más, aunque su aspecto le delataba. Se veía mucho más cansado, arruinado. Era de esperarse.
El hombre se acercó al chico, quién no se movió de su lugar, poniendo otra vez sus manos sobre la vitrina. Las chicas se fueron a atender a los clientes que iban llegando.
-¿Qué te trae por aquí?-, dijo el chico de la farmacia, mirando a los ojos a su antiguo amigo David. Hace años que se conocían, pero algo había pasado para que ninguno de los dos volviese a dirigirle la palabra al otro.
-Sabes perfectamente para qué vine, asqueroso monstruo.
El chico dejó de sonreír. Esto iba en serio.
-Si es por el asunto que me trajo aquí hace años, bueno, no hay nada aún. Tú y yo sabemos que está aquí, en algún lugar, pero no es tan fácil encontrarle. Hay tantas almas alrededor de nosotros que todas se parecen. No hay una que sea peor que la otra: también todas son peores.
-¿Cuándo veré resultados?
-David, no te desesperes. No estoy aquí sólo porque si. Dime una cosa mejor: ¿cuántos de los tuyos quedan?
El hombre miró hacia otra parte. Levantó su mano y le mostró el dedo índice.
-Uno solamente.
El chico de la farmacia ni se inmutó.
-Uno. Qué conmovedor que seas el único. Todos fallaron en su intento, incluyendo a… Bueno, ya sabes quién.
Al oír esto, David se enfureció. No explotó, ni le soltó un golpe, pero frunció los labios, y se puso rojo.
-No quiero que menciones nada de eso.
El chico de la farmacia sonrió de nuevo, pero con el rostro apagado, sereno.
-Veinte años he tratado de hacer que veas la verdad. Que aceptes lo que sucedió con… ella. Déjame mostrarte, y que confíes en mi después de todo, en lo que estamos haciendo. Por favor…
El chico de la farmacia le ofreció la mano a su antiguo amigo, y David sólo se quedó quieto, esperando, pensando, más que furioso.
-No me toques, engendro. No voy a tener paciencia. Teníamos un trato y vas a cumplirlo…
David se dio la vuelta, enojado y sin fijarse siquiera en la gente. El chico de la farmacia reaccionó y tocó la oreja y la parte derecha de la cabeza del hombre. Al instante, pasó algo que hizo que David se parara en seco…

La imagen en su cabeza era de hacía ya veinte años, un poco más, un poco menos. Era aquella misma tienda hace ya muchos años, unos cuantos meses después de su inauguración. Ahí trabajaba una mujer a la cual conocía bien. Se llamaba María, una muchacha que trabajaba en el departamento de libros, con su hermoso cabello castaño, sus ojos verdes y una hermosa piel clara. Ahí la conoció, mientras ella acomodaba libros de poesía de un tal Philemore. David, a su corta edad, le miró, audaz, encantador, con una sonrisa que era capaz de derretir a cualquiera.
Después de mucho verse y de platicar, de libros y de cosas raras, de comunicación y de cosas locas, empezaron a salir. Él le daba toda su atención y ella le correspondía con muchos cariños. Así un día, en el estacionamiento, en una noche de diciembre, se hicieron novios.
Las salidas se convirtieron en excursiones, y hasta en días juntos. Vacaciones, libros compartidos, música, fotos. Hasta que un día, por más y por menos, por algo que ninguno de los dos supo ubicar bien, el amor se acabó. Era como una vela. Primero ves maravillado como se enciende, y luego como brilla y a todo le llega su luz. Pero al final se va apagando, derritiendo y arruina tu hermoso y delicioso pastel. Así les pasó, y ni siquiera ellos pudieron saber lo que pasaba.
La última vez que estuvieron juntos fue en el restaurante de la tienda, tomando un café, y tratando de arreglar lo que hasta ese momento ya no se podía arreglar. Ella estaba llorosa, un tanto nerviosa y triste. Él se puso serio, incómodo. Nadie dijo nada por un rato.
-¿Qué vamos a hacer?-, dijo María, tratando de no sonar tan nerviosa, con las manos entre sus piernas, escondiendo su debilidad. David la miró como despectivo.
-No sé. Esto no está funcionando. Sabes bien que voy a empezar a trabajar con mi equipo y es algo serio. No tendré tiempo para ti, y no quiero dejarte así. Quiero que seas libre, que busques a alguien mejor, que no te cele ni te diga nada malo. ¿Es mucho pedir?
Sin previo aviso, ella se levantó. María le miró a los ojos, casi despechada, casi enojada, pero aún tierna, con esa mirada que decía lo mucho que lo amaba.
-Ya no importa nada…
David quiso levantarse, pero ella fue más rápida. Salió caminando del restaurante, limpiándose las lágrimas con el dorso de su mano, sin que nadie notara a dónde iba. Fue cuando David reaccionó. Se levantó y la siguió, pero ella iba muy adelantada. O demasiado, porque al volver a la tienda, ya no la vio.
Sin embargo, María conocía bien todo ahí. Se había escondido detrás del mostrador de los dulces, donde nadie pudiese verla, y cuando vio que David entraba de nuevo al restaurante, se metió al baño. Pero accidentalmente dio la vuelta a la derecha, en su intento por entrar rápido sin que él pudiese alcanzar a verle, y se metió al de hombres. Afortunadamente no había nadie. Caminó hasta el fondo y se metió en el último casillero, a llorar mientras la puerta estaba cerrada. Trató de ser silenciosa por si alguien entraba y le veía, pero nadie se acercó.
Lo que había pasado después fue demasiado raro. Ella traía las navajas escondidas en la bolsita de su chamarra, y ahí mismo las sacó. Se armó de valor, entre lágrimas y sollozos, para cortar sus muñecas, desde la mano hasta el medio brazo, verticalmente. Ni el dolor la detuvo, para hacerla otra vez, antes de que la otra mano perdiera fuerza. La sangre corrió por sus rodillas, por sus piernas, y manchó poco a poco el suelo…
Cuando la encontraron, David fue el primero en tocarla. El señor de la limpieza simplemente abrió la puerta y ahí estaba, sentada, con los ojos cerrados, pálida del rostro, y roja de las manos. Se acercó a ella, llorando, con los ojos llenos de lágrimas brillantes, que se escurrían de sus párpados hacia las mejillas. La abrazó, sin importarle mancharse de sangre, sin importarle que ella estuviese fría. Ahí se quedó con ella, sollozando fuerte, antes de que alguien más lo pudiese quitar de ahí…

Al momento, los recuerdos de David se perdieron, y se dio cuenta que aún estaba en la farmacia, y que ya habían pasado veinte años de todo aquello que en su cabeza retumbaba. Era un horrible recuerdo, una visión de algo que él nunca había alcanzado a ver así.
El chico de la farmacia estaba aún detrás de él. Se dio la vuelta y lo encaró. Pero no hizo nada más que verlo fijamente, con rabia y lágrimas en sus ojos viejos y apagados.
-¿Qué tiene que ver que ella hiciese eso con todo lo que estamos buscando aquí?-, dijo el hombre, con furia en la voz.
El chico de la farmacia no se inmutó. Solo abrió la boca para hablar.
-Lo que hay aquí de alguna manera la obligó a hacerlo. La maldad y el odio que contiene este lugar fueron suficientes para que la orillaran a hacer algo tan horrible. Estaba triste y sabía que lo suyo había acabado. Pero, de alguna manera, no habría llegado tan lejos. Si crees en lo que digo, sigamos buscando. Acabemos con esto y estarás completamente feliz…
-¿Cumplirás con lo prometido? ¿Traerla de regreso?
Los dos se quedaron en silencio un rato más.
-Sí. Sólo sé más paciente. O los dos acabaremos muertos.
David se marchó por donde vino, haciendo que un par de chicos se apartaran antes de que él los tirara. El chico de la farmacia ni siquiera lo siguió. Caminó directo hacía los baños.
Entró al último, donde residía ella. No había nadie: él podía hacer que nadie entrara por un largo rato.
-Querida mía. Él vino y no entró a verte otra vez. Te lo suplico: ya no te tortures más. Has matado a muchos y hasta ahora no has conseguido al que más te importa. Volveré pronto. Te tengo una buena noticia.
El chico de la farmacia sólo escuchó un gorjeo que venía desde el inodoro, y salió del cubículo. Su rostro cambió: del niño burlón, pasó al muchacho triste.
¿Por qué me vuelvo a sentir así…?
 
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