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martes, 26 de mayo de 2015

VI: Ozzy

El Circo Metal Madness había llegado a la ciudad desde hacía una semana, y era la última fecha antes de moverse a otra localidad. Aquella noche habría mucha gente, todos mayores de edad que disfrutarían de un espectáculo delirante y con la música más poderosa del planeta. Entre los asistentes se encontraba Leonardo, un joven de 20 años que se había unido recientemente a una sociedad en defensa de los animales. A pesar de ello, no había sido enviado por dicha asociación, sino que había asistido por cuenta propia. Lo que nadie sabía, de entre cientos de personas en el público, era que Leonardo tenía un don especial, algo que le ayudaría con su misión personal aquella noche.
El circo, por dentro, era gigantesco. Con una enorme carpa adornada con colores oscuros, desde el negro hasta el violeta e incluso un rojo parecido al vino, el recinto contaba con tres pistas. Los asientos estaban siendo ocupados tan rápido que ya no había opción para aquellos que llegaban tarde. Sin embargo, Leonardo había reservado con muchos días su asiento en la parte más cercana a la pista principal, para así poder ver el espectáculo en todo su esplendor.
Justo después de cerrar la carpa, las luces se apagaron, para dar paso a un espectáculo de luces y pirotecnia sin precedentes. Al fondo de la pista, sobre un escenario que salía detrás de una enorme cortina de humo, ya se encontraba tocando una estridente banda de thrash metal, todos vestidos de cuero y con adornos metálicos que sobresalían amenazantes desde los hombros, rodillas y hasta de la cabeza, a modo de horrendas cabezas puntiagudas.
Desde la pista de la izquierda retozaba una línea perfecta de caballos negros, y delante de ellos, como su líder, un hermoso caballo blanco con un cuerno postizo colocado en su cabeza con un arnés. Sobre este grandioso animal se encontraba sentada, con las piernas a cada lado de los costados, una mujer de apariencia ruda, con el cabello rubio crespo y levantado por todas partes. Su maquillaje negro parecía corrido, escurriéndole por la cara y haciéndola ver más amenazante.
-¡Espero estén listos para este espectáculo! ¡PORQUE VAN A EXPLOTAR SOBRE SUS ASIENTOS!
Toda la gente se puso a aplaudir y a gritar como posesos, mientras los caballos seguían retozando, dando dos o tres vueltas más en la pista, antes de desaparecer justo a un lado de la banda. Justo debajo del escenario, apareció algo extravagante. Era una especie de carrito miniatura, como de un metro cúbico, con cabezas de muñecas adornando los costados y el cuerpo de una de ellas, decapitada, encima del capó del auto, abierta de piernas y amarrada. Sobre el cuerpo de la muñeca descansaba una enorme serpiente de piel café manchada con verde, una anaconda.
El auto se detuvo en el centro de la pista, y la puerta del piloto se abrió despacio. Del interior salió una figura aún más extraña que todas las que ya habían surgido. Era un hombre, delgado y alto, vestido de negro pero a la usanza de un cazador australiano, con un pantalón de mezclilla, botas, chaleco y sin camisa debajo, y un sombrero hecho de piel de algún animal, que por las escamas parecía de cocodrilo o de avestruz. También llevaba maquillaje, toda la cara cubierta de blanco y los labios y ojos retocados de negro. Lo único que contrastaba eran sus ojos, azules brillantes.
-Soy su anfitrión, el Hombre Cocodrilo. Esta noche verán cosas que les helarán la sangre y los dejarán atónitos de por vida-, dijo el presentador, tomando del capó del coche a la enorme anaconda, y colocándosela como una bufanda por encima de los hombros. Leonardo veía con atención, pero sin aplaudir, al hombre, quién llevaba en la mano izquierda un enorme guante que le llegaba más allá del codo, hecho de piel resistente.
-¡Ven, precioso!-, dijo levantando el brazo enguantado.
Desde uno de los extremos de la carpa, justo detrás del público en la última fila, salió volando de su jaula un enorme buitre, que se posó en el brazo del Hombre Cocodrilo. Todo el público aplaudió, mientras el ave reposaba ahí, con su apariencia jorobada y las alas extendidas, aleteando sin parar. De otra parte del escenario salieron dos asistentes, quienes se llevaron al buitre y al auto miniatura, mientras la mujer del caballo, quién salía junto a ellos, tomaba a la anaconda para enrollársela ella misma como el Hombre Cocodrilo lo había hecho antes.
-Ahora, necesito que guarden silencio. Aquí hay un enorme amigo que quiero que conozcan, una criatura traída desde los confines del mundo para atemorizar a los más valientes. Con ustedes, desde Australia, es Ozzy…
Con un ademán muy teatral, señaló justo hacía arriba, hacía la enorme cúpula que formaba la carpa levantada. Entre los andamios, sin que nadie la viera desde el principio, había una enorme jaula, más larga que ancha, y no tan alta. Dentro descansaba algo que hizo que muchos gritaran y otros miraran asombrados. Era un enorme cocodrilo, de piel verde casi negra, de unos 8 o 9 metros de largo, con el hocico abierto, mostrando su lengua plana y los enormes dientes. Sus ojos inexpresivos se mantenían medio cerrados.
La jaula fue bajada con unos andamios de cadenas hasta el centro del escenario. Cuando estuvo completamente abajo, el Hombre Cocodrilo y otros ayudantes quitaron los ganchos de las cadenas. Luego, haciendo que todos despejaran la pista, el presentador se acercó a un pestillo que la jaula tenía justo arriba, y que la hacía abrirse como el capullo de una enorme flor metálica. Alejándose después de que las puertas de la jaula cayeran al suelo, la enorme criatura salió caminando de su encierro, soltando un enorme silbido, que atrajo al público, quienes no dejaban de aplaudir.
Mientras el Hombre Cocodrilo sacaba de su cinturón un enorme látigo, Leonardo estaba más concentrado en el animal que acababa de salir de la jaula. A pesar de que sólo se encontraba a dos metros de él, Leonardo pudo sentir su piel, el tacto seco y rugoso de sus escamas y la fuerza de su cuerpo al caminar lenta y pesadamente sobre la pista del circo. Se concentró en su cabeza, en su diminuto cerebro de reptil, en el dolor físico que sentía por no estar donde debería estar. Aunque el animal no lo comprendiera, Leonardo lo entendía. Era como estar fuera de sí, en otro mundo, sufriendo.
El Hombre Cocodrilo levantó el látigo y lo soltó con la fuerza suficiente para hacer que el animal se hiciera a un lado, abriendo amenazante las mandíbulas. Con otros dos golpes del látigo, el presentador hizo que el cocodrilo completara una vuelta en la pista, mientras el público vociferaba emocionado ante la fuerza y obediencia de tan enorme criatura. La banda volvió a tocar música, y el Hombre Cocodrilo, sin perder tiempo, se dio la vuelta para agradecer al público con una reverencia un tanto ridícula.
-Vamos, hazlo, vamos, ataca, ataca, muerde, ataca, tienes hambre, ataca…-, murmuraba Leonardo, sin que nadie más se diera cuenta. Su atención se enfocaba solamente en Ozzy, quién estaba mirando hacía otra parte, menos hacía el centro de la pista. Inmediatamente, sin que nadie previera lo que iba a suceder, el animal se dio la vuelta, tan repentinamente que todos solo pudieron ver sin hacer nada más.
Con la enorme cola tiró al Hombre Cocodrilo de bruces, quién se enredó con su látigo. Sin poder levantarse rápidamente, y con la cara maquillada llena de hollín, el presentador trataba de arrastrarse hasta la jaula del animal, para aferrarse de los barrotes. Sin embargo, Ozzy fue más rápido: corrió torpemente con sus patas cortas y su enorme vientre, y alcanzó a morder las piernas del Hombre Cocodrilo, con una fuerza aplastante que incluso hizo que se escuchara como se rompían sus tibias. La gente se levantó de sus asientos, aterrada, y empezó a salir corriendo de la carpa.
Entre gritos de dolor y tratando de zafarse de los dientes de la criatura, el Hombre Cocodrilo miraba como la gente salía aterrorizada del circo, y como los ayudantes trataban de impedir que Ozzy siguiera atacando, pero sin éxito. La criatura, simplemente, obedecía a otro propósito.
Leonardo seguía ahí, mirando al animal, controlando sus movimientos. Hizo que soltara al presentador, quién al ya no sentir el lacerante dolor de los dientes en su piel, empezó de nuevo a arrastrarse, esta vez, hacía los asientos de primera fila.
-Ayúdame, por favor, ayúdame-, le decía el presentador a la única persona que se había quedado ahí, sentado, mirando todo con ojos atentos.
Leonardo, con un ligero meneo de la cabeza, le dijo que no.
De repente, Ozzy se abalanzó de nuevo hacía el Hombre Cocodrilo, pero esta vez, alcanzó a darle una dentellada mortal en el vientre. El hombre trataba de salir, pero era imposible. De su boca empezó a manar sangre, y el vientre le estalló después de que el animal, sin importar su enorme tamaño, se diera una vuelta, haciendo que el cuerpo de su carcelero se partiera por la mitad. Las vísceras salieron como serpentinas, y la sangre se mezcló con el aserrín de la pista. Sin que nadie lo detuviera, Ozzy empezó a darse un festín con las piernas de su víctima, mientras la parte de arriba aún soltaba manotazos y trataba por arrastrarse en la más lenta agonía.

Leonardo se levantó, y caminó tranquilamente hasta la salida, con  satisfacción en el corazón y el sabor de la sangre entre sus encías.


domingo, 24 de mayo de 2015

IV: El experimento.

Alicia había escuchado, entre los alumnos más avanzados, que en el gran depósito de los instrumentos musicales se aparecía un fantasma. Algunos hablaban más bien de un monstruo, algo tan aterrador que mataba con sólo ver a su víctima. Lo curioso era lo fácil que una leyenda había convencido a otros alumnos a enfrentarse a lo desconocido, siempre con consecuencias: siempre que alguna persona entrara al depósito sin el permiso necesario, firmado por uno de los maestros, podía ser suspendido.
Sin embargo, si la leyenda era cierta, de alguna manera habría que provocar al fantasma para que se apareciera. Nadie lo mencionaba jamás, y sólo quedaba en que cualquier persona que entrara al recinto podría verlo si era lo suficientemente paciente. Alicia no lo creyó así. A pesar de que sus clases de piano iban muy bien, y sus ensayos casi diarios no le quitaban tiempo en su vida social y en la escuela, la muchacha de 16 años podría ponerse a investigar un poco más al respecto. A través de varias páginas de Internet, empezó a buscar maneras de hacer que las entidades fantasmales se apareciesen a quien lo quisiera.
Descartó cosas como palabras mágicas, invocaciones con velas y otros materiales químicos, e incluso la Ouija, ya que no quería gastar demasiado, o correr un riesgo mayor de tratarse de una realidad. Sin embargo, en una página que dejó al final de sus pesquisas, encontró el mejor método para atraer a una energía oculta. Lo más asombroso es que el material que necesitaba lo podía encontrar en la escuela de música. Alicia sólo tenía que pedirlo a la persona indicada.

-Necesito tu diapasón-, le preguntó la muchacha a Tomás, su mejor amigo en la academia de música, quién estudiaba guitarra acústica. Esto días después de sus investigaciones.
-Pero si tú estudias piano, no necesitas un diapasón para afinar tu música-, le dijo el muchacho, sonriéndole a su amiga mientras se acomodaba los lentes por encima de la nariz. Ella le miró, casi rogándole.
-Vamos, lo necesito. Si funciona lo que necesito hacer, te lo contaré a ti primero. Por favor…
Tomás se le quedó viendo un momento.
-Te lo prestaré, si me enseñas lo que vas a hacer. Tengo curiosidad, y ya no puedes echarte para atrás.
Alicia tragó saliva. No quería decirle a nadie más acerca de su plan, y mucho menos llevar a un alumno inocente a un castigo severo si no podían demostrar nada. Al final, suspiró como si no tuviera más opción.
-Está bien. Voy a salir al baño del segundo piso a los 15 minutos de clase. Te veré ahí, y si no estás, regresaré al salón, ¿está claro?
Tomás asintió, satisfecho. Sus clases iniciaban a la misma hora, así que no habría problema si ambos salían, ya que estaban en salones diferentes. Se dieron la mano y se despidieron.

Llegado el momento, Alicia se detuvo en su práctica de una hermosa melodía, sintiendo sus dedos engarrotados, no por el cansancio, sino por los nervios. El profesor Sánchez le miró, un tanto extrañado.
-¿Sucede algo Alicia?
-Necesito ir al baño, profesor…
-Claro, no te tardes mucho por favor-, dijo Sánchez, revisando el trabajo de su otra alumna dentro de aquella enorme aula.
Alicia se levantó y salió despacio hacía el pasillo. Ya que estaba prohibido correr por ahí como si nada, caminó rápidamente hasta el final del pasillo, subiendo las escaleras de dos escalones a la vez, y cuando llegó a su destino, ya estaba Tomás esperándola.
-Tardaste demasiado.
-Te adelantaste. Además no quería correr. Tenemos que ser cautelosos. Ven.
Alicia tomó a su amigo de la mano y juntos siguieron hasta el final del pasillo del segundo piso. Se detuvieron frente a las puertas dobles del depósito de los instrumentos. La muchacha vigiló que nadie más se acercara por ahí, y empujó la puerta para entrar. Su amigo la siguió cauteloso.
-¿Qué pretendes?
-Verificar una leyenda.
Tomás la detuvo del brazo, a través de las penumbras de aquél abandonado salón que sólo tenía una pequeña ventana al fondo, que apenas iluminaba el lugar.
-Quieres ver si lo del fantasma es verdad… Es una tontería. Y si nos cachan aquí, nos van a castigar.
-No creo que sea una tontería. Por eso te pedí tu diapasón. ¿Lo trajiste?
Tomás vaciló un momento. Sacó del bolsillo de su pantalón un aparato de metal, que parecía más bien una horquilla de metal. De su propio bolsillo, Alicia sacó una varilla de metal sencilla.
-¿Qué vas a hacer?
La muchacha guiñó el ojo a su amigo.
-Ya verás…
Tomó el diapasón con la mano izquierda y lo golpeó en uno de los extremos gemelos, haciéndolo vibrar. Ella sabía que el sonido hipnótico de las barras paralelas del aparato no duraría mucho, aunque con la vara de metal que ella había traído de casa haría magia. Tocó el diapasón con la varita y empezó a frotarlo, como si estuviera prendiendo fuego con dos pedazos de metal. El sonido del diapasón, además de perpetuarse, se intensificó, haciendo que a ambos les zumbaran los oídos.
-¡Eso es molesto!-, exclamó Tomás, con la voz un poco alta para que Alicia le escuchara. Sin embargo, ella no se detuvo.
El sonido del diapasón empezó a retumbar en las paredes del salón, entre los metales de otros instrumentos, y bajo los anaqueles donde estos descansaban. De repente, uno de los platillos que usaban para la orquesta cayó de su lugar, haciendo su particular sonido estridente sobre el suelo de la estancia. Rodó unos metros y se detuvo.
Alicia dejó de frotar la vara de metal contra el diapasón, y el sonido del aparato se hizo más débil. Tomás se quedó detrás de ella, y ambos escucharon con atención. El sonido del platillo se había ido, y a pesar de que el diapasón seguía vibrando, poco a poco el silencio ocupaba todo el lugar.
-¿Qué fue eso?-, dijo Alicia, casi en un susurro.
-No lo sé…
Lo que vino fue tan repentino que hizo que los dos se quedaran petrificados, tan cerca de la puerta pero sin poder moverse ni un poco. Varios de los instrumentos cayeron estrepitosamente al suelo, haciendo mucho ruido. Sin embargo, no parecía haber nadie ahí. De repente, un gemido muy fuerte empezó a escucharse al fondo del recinto, que iba creciendo conforme parecía acercarse más y más. Alicia no lo pensó mucho y salió corriendo dejando las puertas entreabiertas.
Tomás se quedó ahí, quieto, mientras la figura al fondo de la sala se iba dibujando poco a poco contra la penumbra. Era una persona que él conocía muy bien. Se llamaba Isabel, su novia, quién llegó caminando como si nada, riéndose. Tomás la tomó de las manos y la acompañó con sus carcajadas.
-Se la creyó. Hiciste bien en decirme lo que sospechabas. Al menos le metimos un buen susto a tu amiguita-, dijo Isabel, mirando a su novio con ojos alegres y algo de maldad.
-Ya me había preguntado muchas cosas acerca de la leyenda. Qué mejor que hacerle pasar un momento como ese…
-Muy bien por ustedes-, dijo una voz detrás de ellos.
Isabel y Tomás voltearon. Por un momento, pensaron que podría ser algún profesor que los había descubierto y que ahora los castigaría. Sin embargo, lo que había detrás no era siquiera humano. Tenía la apariencia de un felino apoyado solo en sus patas traseras, con enormes manos con garras afiladas que arrastraban justo a los costados. La cabeza era felina, sin embargo, los rasgos eran como los de un reptil, con un hocico enorme y alargado del cual sobresalían un montón de dientes putrefactos. 
La criatura abrió las fauces, escurriendo saliva sanguinolenta, y los dos aterrados alumnos gritaron antes de sentir las afiladas garras en sus gargantas. Al fondo del salón, como si viniera del fondo del abismo infernal, el viejo piano de la escuela empezó a tocar sin que ninguna mano humana lo manipulara.


 
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