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lunes, 1 de mayo de 2017

#UnAñoMás: El Parque Maldito (Día del Trabajo)



Samantha se dedicaba desde hacía algunos años a la investigación paranormal, mucho antes de que la apertura en Youtube le diera oportunidad a varios otros para subir sus vídeos y sus investigaciones. Ella tenía un blog, y desde ahí compartía sus vídeos. Con el auge de las redes sociales, su trabajo se volvió aún más conocido, llegando incluso a colaborar con algunos, como Alberto Esquer, de quien se había vuelto su incondicional amiga, y una excelente colaboradora cuando había vacíos en la información que ambos pudiesen llegar a compartir.
El día que se dio la noticia de la desaparición de su amigo, Samantha se hizo presente en el parque. De día resultaba ominoso: un lugar muy grande, tapizado de árboles, y sólo separado de las casas y la calle por una valla de color verde ya descolorida por el sol. La policía no tuvo problema en mostrarle el video, e incluso que ella lo usara para su investigación, otro video narrado por ella, aunque ella se mostraba triste, y asustada.
Habían llegado rumores hasta ella de lo que mostraban los últimos minutos de los videos de Alberto, pero lo que más le llamaba la atención era lo de la tienda, ese lugar que Alberto también estaba investigando, pero que había dejado de lado por la fascinación del parque aquel. Su principal contacto: un muchacho llamado David, interesado en aquellos temas, y quién parecía tener un poco más de información, además de dudas. A través de un correo, quedaron de verse, en uno de los tramos del sendero norte del parque.
El día pactado, Samantha llegó un poco más temprano, sentándose en una banca solitaria, mirando justamente hacía el parque, que aquella tarde lucía un poco más oscuro de lo habitual. A lo lejos, alcanzaba a ver a las familias saliendo por la puerta, mientras los vigilantes del parque cuidaban aquella entrada.
-Disculpa por llegar tarde-, dijo una voz masculina, haciendo que la chica saltara asustada. David estaba de pie junto a la banca. Se le veía demacrado, con algunas canas entre su cabello negro, vestido completamente de negro.
-Para nada. Yo he llegado bastante temprano y me quedé aquí contemplando el parque. ¿Verdad que es aterrador?
David se sentó en la banca, mirando entre los árboles, y las sombras que llegaban a dibujarse.
-No tanto como el otro lugar que menciona tu amigo en el video. ¿Por qué lo dejó de lado?
Samantha no sabía mucho de aquello. Había escuchado al Alberto mencionar un “lugar bastante común pero aterrador” en sus pláticas vía Skype, pero jamás le dio datos específicos.
-Tal vez le fascinó más este lugar. Una tienda embrujada no ofrece mucho, y menos cuando está repleta de clientes, ¿no lo crees?
David soltó una pequeña carcajada, y Samantha puso aún más atención.
-Conozco el lugar. Es como cualquier otra tienda, tienes razón, y también está llena de gente. Pero tiene un detalle bastante desagradable en su interior. La gente que entra muchas veces ya no sale. Y nadie ha visto nunca nada sustancial para dar crédito a lo que otros sí hemos podido ver ahí. ¿Qué sería peor que algo que se lleva a la gente entre los árboles, en el anonimato de la noche? Un monstruo con forma humana que come personas a la vista de todos…
Samantha estaba pálida. Miraba a David como si no diese crédito a sus palabras.
-¿Cómo puede ser?
-Aquello tiene poder en ese lugar, y nadie ve nada al menos que él lo quiera. Los pocos que han podido ver algo iban dispuestos a hacerle frente, y aunque no pudiesen, lo que veían se quedaba grabado en sus mentes. ¿A qué va tanto interés en todo esto?
La chica tenía sus planes, pero no podía decir nada. Sólo limitarse a seguir con aquello hasta dar con lo que se había llevado a su amigo.
-Tengo cosas que hacer. Si logro dar con la desaparición de Alberto, haría algo de justicia.
-Nada te va a devolver a tu amigo, si los rumores de las muertes ahí dentro son ciertos. Y la tienda no tiene más respuestas, nunca las hay, solo hay dolor y peligro. Si vas, ve con cuidado, porque tú crees, tú sabes, y verás cosas. No hagas caso, no hay nada para ti ahí dentro.
David se levantó de la banca, mientras Samantha hacía lo mismo.
-Cuando salgas, si es que sales, sólo dime que estás bien. Te buscaré después…
Ella asintió, mientras el muchacho caminaba hacia el otro extremo del sendero, con las manos en los bolsillos.
La tienda no quedaba lejos. Había que subir la colina directamente por la avenida hasta llegar a la plaza, un edificio enorme con una torre-hospital muy alta, que podía verse prácticamente desde todas partes en aquella pequeña ciudad. Aquella tarde, la plaza estaba concurrida, y Samantha se paseaba entre la gente, buscando aquel lugar.
La encontró después de unos minutos: era una tienda grande, que ocupaba todo el extremo de la plaza. Las paredes blancas e inmaculadas, y el letrero en rojo brillante. Por fuera podían verse algunos productos exhibidos en hermosas y limpias vitrinas transparentes. Libros, adornos, perfumes, enormes pantallas planas y discos. Había gente ahí dentro. Ella podía verla: gente mirando, gente comprando o simplemente platicando con los vendedores. Ahí estaban, no eran producto de su imaginación.
Ahora creo, y sé que hay algo dentro, ahora creo, sí que lo creo, se repetía Samantha una y otra vez. Su mente daba vueltas, y cada paso que daba lo hacía sin estar consciente de su cuerpo. Aquel poder, aquel monstruo terrible la esperaba ahí dentro…
Cuando cruzó, un viento helado le hizo temblar. Dentro era todo igual, la iluminación, la música, la misma película una y otra vez. Pero no había nadie. Todos habían desaparecido. Ni un vendedor, ni un cliente. No quedaba nadie. Estaba ella sola, en medio de todos los aparadores, con el silencio presionando sus oídos.
-¿Hay alguien?-, exclamó Samantha. Su voz se escuchaba apagada, y el eco apenas se hizo presente. Nadie le respondió.
Escuchó a lo lejos pasos, que venían directamente desde la farmacia, un rincón en la tienda que, a pesar de ser grande, pasaba desapercibido entre tantos otros productos más novedosos. La chica caminó cautelosa, sintiendo aún más frío en la piel. En la farmacia sólo había dos personas: un hombre delgado frente al mostrador, y un chico del otro lado de la caja, vestido con una bata blanca impecable y un peinado casi pulcro. Miraba al hombre delgado con ojos penetrantes, y sonriendo.
-¡Te pedí por favor que me trajeras a tu gerente! Quiero la devolución de esto, pero ya…-, exclamaba el hombre, agitando una bolsa frente al muchacho.
-No se preocupe, iré por él…
El muchacho tenía una voz suave, y caminaba despacio, casi sin hacer ruido. El hombre delgado le siguió, hasta estar cerca del muchacho. Cuando ambos se encontraron tras la vitrina, Samantha se acercó también, para ver mejor.
El muchacho estiró sus brazos por encima de la vitrina, y con las manos tomó al hombre por la cabeza. El hombre dejó caer la bolsa al suelo, y empezó a patalear y a dar manotazos.
-¡Ayuda, ayuda…!-, gritaba el hombre, mientras el muchacho apretaba aún más fuerte.
-Shhh… No grite. Nadie puede escucharlo. Además, el mundo tiene hambre…
El hombre soltó un grito aterrador, antes de que el cráneo le estallara en pedazos. La sangre escurrió en la vitrina y salpicó las blancas paredes, y uno de los pedazos de cráneo, aún con el ojo moviéndose, fue a dar a los pies de Samantha, quién ahogó un grito, escondiéndose tras un exhibidor.
Escondida, la muchacha escuchó algo que se arrastraba por el suelo, y las pisadas de algo que no era humano. Luego, el gruñido de un perro, como el de una criatura devorando su comida favorita, arrancando trozos de carne. Samantha se dio valor, y asomó la cabeza para ver aquello. El muchacho estaba sobre el hombre, y lo estaba destrozando. Le arrancaba la piel a jirones, y con las manos le rompía las costillas. Con un golpe hizo estallar el vientre y las vísceras salieron por doquier. Un brazo se resquebrajó y fue lanzado contra los medicamentos que había al fondo. No se lo estaba comiendo: lo estaba partiendo en pedazos, y regando con ellos aquel lugar. Pronto, la sangre formó un enorme charco, que empezó a manchar el suelo y a escurrirse entre los azulejos.
Samantha salió de donde estaba escondida, y decidió enfrentar su miedo, a pesar de que sus manos le temblaban y sentía que el piso se hundía bajo sus pies. Se acercó lentamente y casi susurró:
-Tú…
Aquella cosa, ese muchacho, sostenía su peso sobre las cuatro extremidades, y la miró con sus ojos negros, y una sonrisa macabra llena de sangre. Al instante, se movió tan rápido que parecía no sólo un animal, sino un insecto, algo que va casi invisible. Samantha sintió como la agarraba por detrás, con la mano rodeando su cuello, y la otra contra sus brazos, haciéndole daño. Podía oler la sangre que aún escurría de la boca del muchacho, y que manchaba la blusa de la chica. La respiración de aquello era pausada, pero se escuchaba furiosa, como la de una criatura hastiada de carne.
-No. Tú. ¿Cómo has podido verme?
De algún lugar de la tienda salían insectos, que recorrían las paredes del lugar, recogiendo con sus pinzas y sus patas los pedazos de carne y de hueso de aquel desafortunado. Parecían pequeños campesinos que van recogiendo lo cosechado.
-Cuando creen en ti, todos te ven. Por eso los matas. Ese hombre…
-Ese hombre no creía en mí, no me conocía, y aún así murió. Cuando me ven, y cuando soy compasivo, dejo que se vayan. Así más curiosos han venido, y más han muerto por una buena causa. Este lugar necesita sangre, para que el mundo no muera…
Samantha sólo podía escuchar, y el miedo le recorría por las venas.
-Vine a buscarte.
El muchacho soltó una carcajada, y la chica sentía su aliento cada vez más cerca de la oreja. Tenía que fuese a arrancarle también un pedazo de carne, o a hacerle estallar la cabeza.
-¿Para qué querría ir contigo? ¿Qué puedes tener para mí?
Soltándose de aquella mano fría y llena de sangre, Samantha sacó de su bolsillo una foto impresa, que estaba algo arrugada por el pantalón. El muchacho la vio mientras ella se la mostraba, temblorosa.
Era la toma del vídeo de Alberto Esquer, donde aparecía aquella cosa bajando del árbol en el parque. La cabeza de la mujer de blanco se veía muy clara. Era la de un caballo, el hueso descarnado y los dientes afilados como los de un león. El cabello negro extendido como las alas de un cuervo que devora vidas. Se veía bastante clara.
-Esto es lo que puedo ofrecerte. Déjame ir, y te llevaré con eso. Tienes mi palabra…-, dijo Samantha, con un nudo en la garganta, y agarrando fuertemente la foto con sus dedos temblorosos.
El muchacho vio la foto, y aflojó su mano, soltando a la chica, quién se puso frente al chico, quién tenía una enorme mancha roja y negra en su bata antes impecable.
-¿Dónde está?-, preguntó él.
-Tan cerca de nosotros. Podría llevarte ahora…
El chico negó con la cabeza. Sus ojos ya no eran negros, sino del mismo color café de siempre.
-Iré. Tengo asuntos pendientes. Cuando sea el momento, te buscaré, por tu olor, y la encontraremos juntos. La he estado buscando durante muchos años…
Samantha frunció el ceño, guardándose de nuevo la foto en el bolsillo.
-¿Quién es? ¿Qué es esa cosa?
De repente, el silencio de la ausencia se desvaneció, y la gente volvió a aparecer. Todo estaba en orden, y nadie veía las manchas de sangre que aún escurrían por las paredes de la farmacia. El muchacho miró a Samantha por un momento, y sonrió.
-Iré a verte. Corre.
La muchacha salió corriendo, y salió de la plaza conmocionada, con el aire escapándose de sus pulmones.
Llegó a pie hasta el parque. Ni siquiera recordaba cómo había llegado ahí. Se sentó en la banca del parque frente a la puerta de la reja y esperó. La gente iba saliendo rápido, a medida de que oscurecía. La primavera aquel año era calurosa, pero la noche se sentía fresca, con algo de viento helado y pequeñas ráfagas de aire que helaban la piel de Samantha. Aún así se quedó esperando, sentada, sin nada más que mirar a su alrededor, y hacia dentro de aquel lugar.
Sólo hasta que la noche se llenó de silencio y el parque se sumió en la oscuridad total, Samantha pudo escuchar los pasos retumbando en las baldosas del sendero. Miró hacia su izquierda, y alcanzó a ver la bata blanca, impecable, mientras el muchacho se acercaba con paso lento, con las manos en los bolsillos.
Ella se levantó de la banca cuando él llegó hasta ella, pero no le dedicó más que una sonrisa. Ella estaba incómoda, y no respondió a su gesto.
-Ahí está. En algún lugar adentro. ¿Cómo me encontraste?-, preguntó la chica.
-Olí tu miedo. Es lo primero que me llega de los humanos después de conocerme. Vamos…
El muchacho le extendió una mano a Samantha, y ella, temblando, se la tomó. Los dos empezaron a caminar directo a la reja, y cruzando la puerta, se internaron en el sendero de tierra. Ahí dentro el ambiente era diferente. Al igual que en la tienda, Samantha notó que la temperatura había bajado, y que todo estaba como lleno de aire, saturado de presión, que incluso le tapó los oídos. Se sentía mareada, pero la piel fría de su acompañante la hizo, sin querer, sentirse más segura.
-Se siente su fuerza…
-Sí. Es bastante poderosa, es casi infinita. Y eso que yo soy peor…
Samantha no daba crédito a lo que escuchaba. Aquel muchacho, o lo que fuese, no tenía miedo. Definitivamente no era humano.
-¿Qué eres?-, le preguntó. El muchacho la miró y sonrió, sin perder el paso, siguiendo aún el sendero.
-Somos fuerzas de la naturaleza. Cómo la gravedad, como el calor o el viento. Ella está a un nivel más grande que el mío, y aún así he logrado superarla. Ha buscado un lugar dónde esconderse, y en tan poco tiempo ha logrado expandirse, contaminar este lugar con su odio. Si pudieses ver lo que yo veo ahora, querida. Este lugar es infinito: hay una aldea por ahí, y un lago, la costa de un mar angosto, una montaña que sube más allá de las nubes, y un enorme hueco infernal, lleno de fuego y brea. Pero nadie más lo ve, porque no lo quieren ver. Nadie ha podido salir de aquí en cuanto ella se despierta, cada noche.
El muchacho se detuvo, y Samantha tuvo que soltarle la mano porque se la estaba apretando. Vio al chico, y notó que estaba nervioso. Ella miró hacia el frente, sólo para encontrarse con algo parecido a una cada abandonada, una pequeña cabaña en medio de árboles y hiedra.
-Esto nunca ha estado aquí-, dijo Samantha, soltando un vaho de aliento frío. El muchacho asintió.
-Todo esto ha estado aquí desde que ella llegó. Y hay más, pero tú eres débil y no podrás continuar. Además no me detuve por esto, sino por ellos…
El muchacho señaló entre los árboles, y Samantha los vio. Era niños, o al menos las imágenes de varios de ellos, paradas tras los árboles o entre los arbustos, vigilando. Eran como fotografías a tamaño real, de niños pequeños y jóvenes, casi transparentes, azules y grises, negras y con ojos blancos. Parecían mantener la distancia, y sus rostros no eran felices como los del vídeo. Parecían asustados.
-Son como ratas. Temen al gato que ha aparecido en su cloaca y guardan distancia. No te separes-, le dijo el muchacho a Samantha, quién se había soltado de él y caminaba despacio hasta la puerta de la cabaña.
Arriba, la luna brillaba con un extraño tono rojo, y parecía más una sonrisa que una media luna. Una sonrisa macabra, llena de sangre. Entre los árboles se escuchaban risas, tras las piedras algo se arrastraba y a lo lejos, entre las copas de los árboles, algo aullaba. Había muchas cosas ahí dentro, y el muchacho también estaba confundido.
-Tenemos que salir de aquí. O al menos entrar a la cabaña. Esto no es normal…
-No, querida. Si entras ahí, no saldrás jamás. Esto no existe, será como si entraras directamente a sus fauces. Así que no entres, no toques nada…
Samantha estaba cerca de la puerta, que rechinaba con el aire frío de la noche. De repente, la madera crujió, y la puerta se soltó de los goznes, haciendo que esta cayera hacía afuera. La chica soltó un grito y cayó de espaldas en la tierra, mientras el muchacho ni siquiera se inmutó. Dentro, algo arañaba las paredes y soltaba gritos. Eran gritos de mujer, ahogados. Se estaba golpeando, como si algo le doliera y sólo pudiese calmarlo contra la pared.
El muchacho se acercó a la cabaña, mientras a su alrededor los niños se iban acercando más y más, y los rugidos y lamentos en el parque iban aumentando.
-Sal de ahí. Te traigo comida…
El muchacho miró a Samantha con ojos serios, y se quedó esperando, mientras la muchacha, aterrada, trataba de levantarse del suelo, pero no podía. El miedo la atenazaba ahí.
Me va a entregar a esa cosa, pensaba Samantha, mientras por el borde de la puerta se asomaban unas manos blancas, con enormes uñas negras que parecían de carbón.
Todo pasó tan rápido. La mujer salió de la cabaña, caminando como un animal de cuatro patas, con el camisón blanco arrastrando por el suelo, y el cabello cubriendo parte de su enorme cabeza de esqueleto de caballo. Sus ojos vacíos y negros la miraban directamente, mientras que de entre los dientes afilados escurría baba, dejando un rastro en la tierra. Sus extremidades se movían como las de una araña, y crujían. Samantha cerró los ojos, y trataba de no gritar, aunque el miedo le estaba ahogando. Aquella cosa estaba frente a su rostro, respirando y soltando un aliento putrefacto, caliente y asqueroso.
-¡No dejes que me haga nada, por favor…!-, suplicaba Samantha, que cada vez estaba más aterrada, y sentía como aquello le olisqueaba, y abría las fauces, saboreando su carne.
-¿Quién soy yo para desperdiciar su poder? No voy a alterar miles de millones de años de evolución, sólo para salvar a una muchacha que ha desafiado su curiosidad. ¡Vamos, cómetela!
La cosa con forma de mujer abrió las fauces, soltando un gruñido, y antes de cerrarlas alrededor de la cabeza de Samantha, algo la detuvo. Detrás de ella, encima de su espalda jorobada, estaba el muchacho, montando. La cosa se encabritó y trató de tirarlo, pero era imposible. La fuerza de aquel muchacho hizo que la mujer cayera de bruces, con las extremidades en el suelo chuecas como ramas rotas. Samantha se levantó y se quedó lejos, con la espalda contra un árbol.
La mujer espectral soltó un alarido de terror, y de la cuenca vacía de su calavera salió un ojo, uno color rojo, moviéndose enloquecidamente en todas direcciones. Miró al muchacho, y continuaba rugiendo, a pesar de que el otro mantenía sus manos en el cráneo, aplastándole contra la tierra.
-Hace muchos años que te buscaba. Mi hermano está muerto. Sabes bien quién lo hizo. Eres la última de tu estirpe, y tienes algo que yo nunca tuve, que no quisiste darnos. Lo siento…
Con una sola mano, el muchacho aplastó el cráneo de aquella cosa, que crujió con un sonido de chapoteo, y arrancó el ojo de la criatura, comiéndoselo.
Samantha se volteó, y solamente pudo escuchar todo lo que estaba pasando. Escuchaba la carne desgarrarse y el líquido escurriendo. Ya no había gritos ni aullidos, y algo parecido a un estallido retumbó a lo lejos. Después, todo estuvo en calma.
El frío dio paso al calor, y ya no había viento. Incluso el aire estaba ligero, ya no estaba viciado ni olía demasiado a pinos. Samantha pudo darse la vuelta y vio al muchacho, de pie, junto a la calavera vacía de aquella cosa. Del cuerpo y la ropa no quedaba nada.
-Disculpa el desastre. Estoy sucio y manchado-, dijo el chico, mientras le tomaba de la mano. Samantha sintió cómo un líquido le manchaba la mano, pero no había nada. Solo era la sensación.
-No veo nada…
El muchacho soltó una risita. Samantha lo miraba confundida. Era más alto, y se veía un poco más delgado. ¿Qué diablos pasa aquí?
-Lo sé. Los humanos no pueden ver los restos de algo más poderoso que muere de forma violenta. Sólo ven lo elemental. Mira…
El muchacho señaló hacía la reja. Samantha se dio cuenta que no habían caminado demasiado. Estaban al menos a unos cinco metros de la entrada, y la reja lucía quemada, como si algo hubiese salido por ahí con una fuerza y una velocidad indómitas.
-¿Escapó?
-No, ella yace dentro de mí ahora. Eventualmente morirá o se adherirá a mi alma. Dejé que sus hijos escaparan. Miles de ellos rondan por el mundo ahora, así como yo, que me he asentado. Debo regresar a la tienda, o se vendrá abajo…
Samantha se quedó de pie, bajo la sombra del árbol. El muchacho empezó a alejarse, y ella se acercó.
-Espera. David te ha visto, yo también. Necesito respuestas. ¿Qué son ustedes? ¿Quién era ella?-, dijo la muchacha señalando al suelo, a la calavera hueca que yacía entre la tierra y el césped.
El chico de la farmacia sacó de su bolsillo algo pequeño. Se lo dio a Samantha y ella lo vio con cuidado. Era un gafete, antiguo, con la foto de una chica hermosa de cabello negro. Se llamaba María.
-Dáselo a David. Y dile que tiene cuentas pendientes conmigo. En cuanto a ella…-, dijo el muchacho, mirando a la calavera. –Era mi madre, nuestra madre…

miércoles, 31 de agosto de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Final.

Cuento 17: Now We Are Free (Lisa Gerrard, 2000). https://www.youtube.com/watch?v=o2ZiIPEorP0



¿Quién es el verdadero enemigo aquí, querido lector? ¿A quién le debemos ese deshonroso gusto? ¿A qué le temen tanto los vendedores de nuestra tienda?
Simple.
A aquellos que con sus ridículas exigencias se creen los reyes. Las personas que asisten a desordenar anaqueles, ensuciar los pisos recién lavados o a quejarse de cosas triviales. Exigen un trato especial, sin siquiera merecerlo muchas veces. Los que piden un respeto que muchas veces no dan. Los que alardean con tenerlo todo, y sólo siembran la discordia. Aquellos que prefieren aún más el lujo sobre la verdadera necesidad.
Sí: a ellos…

En el borde de la reja arrancada, había mucha gente, observando, esperando a que alguien les diera la oportunidad para entrar. Gente anciana, jóvenes, niños. Mujeres y hombres, formales o indecentes, enfermos, sanos, locos, cuerdos. Aquellos que habían ido alguna vez a exigir el cambio de algún producto, o a quejarse de los precios sin comprar nada, o los que pedían a gritos hablar con el gerente para denunciar cualquier pequeña incomodidad, aunque esta no estuviera.
-Ahí los tienes, hermano, los clientes de esta tienda son el enemigo que tanto estábamos buscando-, dijo el Mapache, señalando a la gente que seguía ahí de pie, observando, esperando. Todos tenían los ojos en blanco, como si estuvieran atados a un profundo trance.

El chico de la farmacia no podía dar crédito a lo que estaba observando. Todas esas personas habían ido a la tienda alguna vez, y ahora…
-¿Pero cómo…?
-Pasamos años persiguiendo a un monstruo. Pensábamos que el mal se había anidado aquí, y en realidad lo hizo. La gente se ha convertido en el látigo de todos estos muchachos durante años. Sus quejas y malos tratos, sus exigencias y su falta de respeto. Ahí anidaba el mal desde siempre. Pero no era el monstruo que siempre perseguimos. Lo comprendí desde que llegamos aquí.
“Los humanos siempre han sido malos: en parte, como todo en este mundo, con su dualidad. Pero el verdadero mal residía en otra parte. ¿Cómo es que solamente tú y yo podíamos permanecer aquí y que todo lo malo siguiese pasando? Nunca hubo otra fuerza malvada. Sólo éramos tú y yo, desde el principio de los tiempos, peleando y conviviendo, uniendo fuerzas y esquivando nuestros propios ataques. Dos fuerzas que se complementaban pero también se repelían la una de la otra…
“Tú y yo. Yo peleaba contigo en secreto, sólo para mantener este mundo en orden. Pero no podía seguir escondiéndolo por mucho tiempo, antes de que te dieras cuenta. Tenía que fingir mi muerte en manos de una entidad más fuerte y malvada, y esconderme en sus paredes por siempre, para seguir encontrándonos. Aún así era más listo, y jamás pudiste dar conmigo. Lamento haberte mentido así, pero si queríamos que este mundo siguiera de pie, había que seguir con el juego, con el engaño.
“Luego me metí en cada uno de los clientes que llegaban aquí. Los usé para mis propósitos. Los contaminé con mi odio hacía los humanos, y los puse a trabajar en secreto para que, llegado este momento, pudiesen servirme, como fuerza, como un cuerpo más, para así enfrentarte. Los seres humanos son malos, hermano. Tenemos que acabar con ellos, por el bien de este precioso mundo en el que crecimos. Dejar en el suelo sus esperanzas, destruir sus sueños. Olvidarnos que alguna vez ellos mismos querían dominarse unos a los otros, y que también querían destruirse. ¿Por qué no lo hacemos nosotros?”
-¿No has visto el futuro, Mapache? Si me quedo, o si tú te quedas, al fin y al cabo van a morir, y va a ser peor. Ellos deben elegir: si quieren perdurar como una especie feliz y unida, o acabar muertos por intereses mezquinos. Nosotros estamos acabados. Nosotros ya no valemos nada en un mundo donde la gente muere todos los días. La inmortalidad ya no es algo que me divierta. Aunque yo quiera morir, hermano Mapache, no dejaré que les hagas daño.
-Está bien. No me dejas otra opción…
El Mapache le dio la espalda al chico de la farmacia, y se reunió con la gente al borde de la tienda, perdiéndose entre la gente. El chico de la farmacia no hizo nada. Los demás seguían observando, atónitos, todo lo que estaba pasando.
-¿Lo sabías?-, preguntó María, atónita y más pálida que nunca. A su lado, David respiraba rápidamente, aturdido.
-No. Todo este tiempo pensé que el mal existía. Pero siempre fuimos nosotros dos. Sabes por qué te di muerte, ¿verdad?-, dijo el chico de la farmacia, sonriéndole a la muchacha.
David se le adelantó, y le golpeó el rostro. El chico cayó de rodillas, adolorido, con sangre escurriendo de su labio.
-¡Eres un monstruo!
María jaló de un brazo a su amado. Este no dijo nada, mirándola con extrañeza.
-Él siempre creyó que tú eras el elegido para acabar con el mal, David. Pero me escogió a mí primero. Según sus leyes naturales, un espíritu sólo puede ser aniquilado por otro. Ni siquiera los humanos más preparados pueden. Me enseñó mi camino en esta vida, lejos del dolor que tú habías causado. Confiaba en que el amor que me tenías era sincero, por eso decidí morir. Así podría esperar una promesa mejor que el amor: salvar a las personas.
-Yo… regresé por ti, María. No sabes lo que sufrí cuando…
-Regresaste muy tarde. Me quedé aquí, esperándote, porque él me lo había prometido así. Pero algo peor que la muerte me obligaba a matar a la gente que decía mi nombre, un castigo que cumplía por esperar. Ahora debo acabar con el mal para siempre.
David se quedó mudo, mientras las personas de afuera comenzaban a avanzar, movidas por algo incomprensible.
-Puedo ayudarte, por favor-, dijo él, reaccionando. El chico de la farmacia sólo observaba, sin moverse.
-No, David. Tengo que hacerlo yo sola. Además: no puedo morir dos veces. Pero como todas las almas humanas, puedo equivocarme. Y si no lo detengo, será peor para todos.
A David le llegó una idea, algo que pasó fugazmente por su cabeza:
-¡Yo puedo acabar con el mal también! Si el muchacho se queda en este mundo, aunque hayas cumplido tu deber, todos estaremos condenados-, decía el hombre, señalando al chico.
María asintió:
-Tienes razón…
Sacando una daga del bolsillo de la bata, la muchacha apuñaló en el pecho a su amado David, quién no tuvo oportunidad de defenderse. La hoja afilada del arma penetró sus costillas, llegando hasta su corazón, traspasando también su pulmón. Había bastante dolor, y la sangre manaba lentamente, manchando la ropa de aquel hombre al que alguna vez había querido como su propia alma.
-María, no…-, balbuceaba David, cayendo al suelo de rodillas, sacándose la daga del pecho, y dejando que la sangre saliera a chorros, manchando el suelo chamuscado.
María sólo podía ver. No podía pronunciar palabra. Miraba cómo se le escapaba a David su último aliento, como su cuerpo se caía encima de un enorme charco de sangre.
-El muchacho tenía valor, y lo sabes bien, hermano. Pero cuando se convirtió en un hombre su espíritu decayó. Yo maté a sus compañeros, lo vi convertirse en un ser despreciable y débil. Ahora que está muerto no podrá hacer nada por nadie. Vamos a ver hasta dónde podemos llegar esta vez. Y que de esto dependa el futuro de la humanidad-, dijo el Mapache, acercándose hasta el mostrador, mirando con indiferencia el cuerpo de David, inerte.
-Podemos vivir otros años más aquí, hermano Mapache. Escondámonos de la gente como siempre lo hemos hecho. Sigamos alimentando al mundo con su sangre, sin que nadie se entere. Este lugar no tiene que desaparecer. Tienen que salir adelante.
-No. Ya no puedo soportar que los seres humanos sigan creyéndose superiores unos de otros, y que siempre busquen su propia aniquilación. Vamos a darles el final que merecen y que con tanto anhelo están buscando. ¿Recuerdas todas esas guerras que vimos desde allá arriba? ¿Todas las muertes que nos dedicaban y que a pesar de todo eran sólo para su beneficio? ¿Todos esos niños y esos adultos sacrificados por un interés mediocre? No se merecen vivir en este mundo…
Con una señal de su mano, el Mapache hizo que los clientes poseídos se lanzaran contra los vendedores que aún quedaban. El chico de la farmacia sólo podía mandar a los escarabajos para que intentaran atacar a la gente, pero sus fuerzas estaban menguando.
-¿Ves? Ya ni siquiera tienes fuerzas para continuar-, dijo Mapache, empujando a su hermano para que cayera de espaldas al suelo. El chico no reaccionó, y se estrelló contra el suelo, quedando sentado entre los escombros.
Andrea y Lola trataban de escapar de los brazos de aquellas personas, pero eran demasiado fuertes y les hacían daño. La señorita J.H. se estaba quitando a un niño de encima, mientras que dos chicas ya tenían a Raymundo contra una de las repisas, y le mordían los brazos.
Miguel trataba de jalar a Selene del brazo, pero esta no le hizo caso. La chica se levantó del suelo, y apuntando con sus manos hacía el Mapache, le lanzó una ráfaga de fuego tan intenso, que algunos de los clientes ahí presentes empezaron a arder en llamas, gritando y lanzando rugidos sobrenaturales.
-¡No, no lo hagas!-, gritó el chico de la farmacia, tratando de impedir que la chica quemara a su hermano. Pero a este no parecía afectarle.
-Hazle caso, muchacha. Deja de intentarlo…
Selene no hizo caso. Con sus últimas energías, sacó una ráfaga aún más grande de fuego, que se tornaba azul cuando salía de sus extremidades. Mapache se dio la vuelta, encaró a la muchacha, y con otro movimiento de sus garras, le rompió la pierna. El chasquido fue terrible, y el grito de la chica aún más, quién sin poder controlar su poder, incendió toda la farmacia al caer al suelo.
Ahora, todo el lugar estaba rodeado de fuego intenso, y la gente ahí presente ardía. Lola y Andrea se vieron libres de los brazos de los clientes, y salieron corriendo hacia la puerta de la tienda. La señorita J.H. trató de alejarse, escondiéndose tras un mostrador de relojes, y Raymundo salió corriendo también, arrastrándose y sangrando del rostro.
-Ven, te ayudo-, dijo Miguel, levantando a su querida Selene y ayudándola a caminar como pudiese para alejarse de ahí. Mapache ni siquiera estaba quemado. Nada podía hacerle daño. Su fuerza crecía conforme la de su hermano se desvanecía.
-Ya han muerto bastantes por tu causa, Mapache. Por favor, déjalos ir. Que ellos encuentren el camino. Nosotros ya somos obsoletos. Los dioses ya no tienen poder en este mundo. Alguna vez fuimos divinidades, entidades poderosas. Por favor, deja que ellos hagan de este mundo su propio paraíso o su mismo infierno.
Mapache escuchaba atento a su hermano, mirando a su alrededor. Sólo había llamas, productos quemándose y cuerpos en el suelo, chamuscándose, y gente corriendo, ya conscientes de lo que estaba pasando, refugiándose de las llamas.
-Los espíritus de todos los muertos, ya no están. ¿Esperas que crea que están desapareciendo?
El chico de la farmacia también lo notó. No había nadie: ni Susana, ni Ivette, ni el monitorista. Ni siquiera María.
-Todos respondían ante mi poder. Ya no tengo fuerza. Han desaparecido.
El chico se levantó de entre las llamas, sintiendo su cuerpo adolorido, y su espíritu desvanecerse. Cuarenta años luchando contra su hermano le habían dejado débil, en un cuerpo que se marchitaba.
-Hazlo. Termina conmigo-, dijo el muchacho, abriendo los brazos, listo para recibir la muerte.
Mapache se estaba acercando a su hermano, listo para esfumarlo de la faz de la existencia, cuando sintió un dolor en la espalda. Fue rápido para darse la vuelta, viendo que era María la que estaba ahí, con la daga en la mano derecha.
-¡Qué hiciste…! No puede ser…
María le apuñaló una vez más, esta vez en el cuello, cerca de la mejilla. Cuando sacó la daga, no manó sangre, sino una especie de líquido azul que se tornaba verde con la luz, como un dulce líquido extraño.
-Me mantuve atada a tu poder durante años, viviendo en las cañerías de este lugar, comiendo hombres tontos que ansiaban conocer mi dolor. Tu poder me alimentó. Y por eso pude matarte. Tu hermano tenía razón, yo era la indicada.
María sonrió, mientras se alejaba de ahí para esconderse entre el humo y las cenizas, mientras el agua salía del techo, apagando el incendio poco a poco. El chico de la farmacia se acercó a su hermano, quién ya estaba de rodillas en el suelo, implorando que la muerte fuese rápida. Se arrodilló junto a él, mirándole con dolor y sentimiento. El dolor que aún podía sentir. Empezó a llorar, a pesar de que sus lágrimas se perdían en el agua que caía en todas partes.
-Este mundo ya no nos necesita. Vete en paz, hermano Mapache. Siempre vas a vivir en los recuerdos de muchos. Te verán como un dios, como un espíritu que guía a los débiles. Pero también como el mal, como una fuerza imbatible. Si ellos te recuerdan, jamás vas a morir. Yo también me quiero ir. Pero antes…
Los espíritus habían vuelto. Se les unieron las muchachas de la farmacia, traspasando el agua, caminando lentamente hasta dónde estaban los relojes. Escondida detrás del mueble, mojada y asustada, la señorita J.H. gritaba histérica, mientras los espíritus cargaban con su cuerpo.
-¡SUÉLTENME, MALDITOS! ¿QUÉ NO SABEN QUIÉN SOY…?-, aullaba la mujer, mientras la caravana de fantasmas la llevaban hasta la farmacia destruida.
Detrás de ellos iba un nuevo espíritu. Un hombre que ahora se veía más joven, libre ya del dolor y la culpa.
-No es más que otro ser humano, señora. Guárdese los gritos para el lugar a donde va a parar-, dijo David, tranquilo, sereno, mientras los demás se acercaban a la puerta de la rebotica de donde aún salía el agujero del pozo, oscuro y húmedo, con aquel aleteo persistente. Con un último aullido, la señorita J.H. fue arrojada al agujero, y su cuerpo fue a dar hasta el fondo, mientras los demás espíritus reptaban por las paredes del pozo, para acompañarla para siempre en aquella tumba fría.
El chico de la farmacia estaba de rodillas, frente al cuerpo ya inerte de su hermano Mapache, que no era más que polvo en el suelo mojado, deshaciéndose después de tantos años de permanecer en un cuerpo viejo. David se acercó al muchacho, y se vieron ambos, durante lo que parecieron varios minutos.
-María era la mujer indicada. Tú no eras nadie para detener esto. Al menos no en ese momento. Llévame con mi hermano, querido amigo. Ahora que eres un espíritu, y antes de que pierdas la fuerza, mátame, y déjame ver de nuevo el infinito.
David asintió, y tomando la daga que había dejado María en el suelo, se acercó más al chico.
-Sólo necesito saber algo antes de que tenga que matarte: ¿cuál es tu nombre? ¿De quién era este cuerpo?
El chico de la farmacia se acercó a David, y poniendo sus labios cerca de su oreja, le dijo en un susurro su nombre verdadero. El espíritu de aquel hombre se sorprendió, y sonriendo, le encajó la daga al muchacho en el estómago, una y otra vez. El chico se retorció y, levantando la mirada al techo, se dejó caer de espaldas, lejos del cuerpo de Mapache, mirando al cielo detrás de la piedra. Sonriendo, miró a David, y luego de nuevo hacia arriba.
-Gracias.
El cuerpo del muchacho se hizo cenizas, disolviéndose con el agua, y todo lo demás despareció. Las luces de la tienda se apagaron, y las pantallas se rompieron. Los libros se caían de las repisas, y los discos de un tal Brett se quebraban. Parecía como si todo en la tienda ya no sirviera. Ya no había nada ahí que sostuviera aquello, y la poca gente que había sobrevivido al incendio o la que apenas llegaba a ver se sorprendían, en silencio, viendo como todo pasaba tan rápido, tan silencioso.

Cuando una persona se convierte en espíritu, ronda el lugar donde ha muerto. David miraba desde donde estaba a Miguel y a Selene, quienes, refugiados en la bodega de cartón, buscando refugio de la muerte, habían decidido desnudar sus cuerpos y sus corazones, ahí mismo. Estaban dormidos, sin que nada perturbara sus sueños.
María también estaba ahí, más bella que nunca, angelical. Miraba a David, y sentía algo parecido a la compasión.
-Ahora nadie puede vernos nunca más. Cumpliste con tu misión, David. Acabaste con ese muchacho, y le diste al mundo un equilibrio. Ahora, como bien decía, hay que dejar que ellos continúen construyendo un mejor mundo. No nos necesitan.
David volteó a ver a su amada María, con rostro serio.
-Perdóname por no haberte valorado más. Sé que es demasiado tarde. ¿Qué pasará con nosotros?
María sonrió.
-Yo no puedo perdonarte. Eso déjaselo a otra fuerza superior que pueda darte perdón y consuelo. Mi alma está libre al fin. La tuya, sin embargo se quedará aquí para siempre. Serás el recuerdo de la venganza, del odio y del rencor, pero también del amor que jamás perdura, por más que uno se esfuerza en quererlo hacer valer. Adiós.
María se desvaneció, así como había aparecido, pero esta vez para nunca más volver. David se quedó contemplando a la pareja, sentado en el suelo polvoso y sucio, sintiendo como el tiempo se acumulaba en su espalda, y en su corazón muerto.


Varios años después, aquella plaza quedó totalmente abandonada, como un edificio que pronto demolerían. La popularidad que había perdido a raíz de los asesinatos en masa la habían dejado en la quiebra, y se convirtió rápidamente en un lugar oscuro y deprimente. La tienda, aquella donde todo había pasado, presuntamente a manos de los vigilantes del mismo establecimiento, era el lugar más oscuro de todos. Después del desastre, nadie la había reclamado, y nadie tampoco la había sacado adelante, porque su Distrital había escapado.
Dos hombres, uno delgado y de facciones muy finas, y otro más gordo, de rostro amable y lentes, caminaban entre los escombros de la plaza abandonada, con linternas que alumbraban a pocos metros de donde estaban. Ambos habían trabajado en el restaurante de la tienda, y habían perdido sus empleos cuando nadie más se hizo cargo de todo.
-¿Qué crees que podemos encontrar?-, dijo el enorme amigo del otro, quién pateaba piedras para que el eco le regresara el sonido.
-No lo sé. ¿No se te hace raro que todo haya pasado tan repentinamente? Digo, no era el trabajo de mis sueños, pero al menos quiero saber qué fue lo que pasó en realidad. Dicen que hay algo dentro, donde estaba la farmacia. Muchos vagabundos que entran aquí han visto cosas ahí.
Ninguno dijo nada hasta que entraron a la farmacia, la cual estaba aún negra por el fuego que hace años había quemado sus paredes. Los muebles estaban ahí, deformados por el fuego, llenos de polvo e insectos muertos. Las ratas correteaban por donde quiera, y olía a humedad, a viejo, a muerte.
Con las linternas, los muchachos apuntaron hacía la puerta donde estaba antes la bodega de la farmacia, y sólo había un cuarto vacío, oscuro y sucio. Hasta que al chico delgado se le ocurrió apuntar con la luz en la pared, ninguno de los dos había visto antes algo como eso.
A primera vista parecía una especie de enredadera seca que creía en la pared desde el suelo. Sin embargo, mirándole mejor, era un cuerpo. Un esqueleto pegado a la pared, anclado con suciedad y restos, y del cual crecían ramas, como una planta que jamás germinaría ahí por falta de agua y sol.
-¿Qué le habrá pasado?-, dijo el muchacho más gordo. El otro fue a ver el cuerpo de cerca, que aún conservaba la bata de la farmacia puerta, comida por las polillas.
-Murió aquí. Pero esas ramas… No sé. Se contaban cosas desde hace tiempo de este lugar. Cuando nos sacaron a todos fue tan raro. ¿Recuerdas que todo estaba destruido? Como si el tiempo hubiese pasado rápido en la tienda.
-Mira quién era. Todavía trae su gafete…
En efecto: el cuerpo aún tenía su bata, y colgando de la bolsa en el pecho, llevaba un gafete. No se veía el nombre, por la suciedad y la humedad, pero sí la foto: un muchacho, muy joven, de ojos felices y sonrisa amplia.
-Pero si sólo era un niño. ¿Cómo pudieron…?
Pero el chico delgado dejó de hablar al escuchar un sonido horrible. Era como si alguien gritara desde detrás de una pared. En realidad eran varios gritos, como de dolor. Y no era a través de una pared: el sonido venía de debajo de ellos, como si bajo sus pies hubiese algo, un cuarto, o un agujero, y algo quisiera salir, arañando y gritando, golpeando el suelo.
-Vámonos de aquí. Esto da miedo-, dijo el muchacho gordo, pero el otro no se movió. Escuchaba atentamente, y trataba de sacar algo de todo eso. Pero nada se explicaba con claridad.
-Esas personas puede que necesiten ayuda. Vamos a buscar por dónde sacarlas…
El muchacho gordo se quedó impresionado.
-¿Y qué nos pase algo? Puede que ni siquiera sean personas. ¿Qué tal si es algo más?
-Pero…
-No, pero nada. Vamos antes de que nos pase algo peor…
El muchacho gordo jaló a su amigo, y al cruzar la puerta, al chico delgado se le atoró la mano con un clavo salido, lo que le causó una herida profunda, que manaba sangre casi a chorros.
-¡Eres un imbécil! Seguro me da algo. Dame algo para que deje de sangrar…
Mientras los dos muchachos trataban de ponerse de acuerdo para curar la herida, los golpes se callaron, y un sonido como de ramas se escuchó, algo que camina entre hojas secas. Los dos voltearon para ver qué era lo que causaba ese sonido.
El cuerpo ya no estaba, pero las ramas sí, aún enterradas en el suelo y traspasando la pared. Pero se movían, cómo si aquel extraño árbol aún quisiera crecer. Nutriendo las raíces de aquella planta, había un chorro de sangre, de la herida que el muchacho se había hecho.
-No puede ser-, dijo el muchacho delgado, con la mano envuelta en su propia playera, la cual se estaba manchando de sangre poco a poco.
El muchacho gordo salió corriendo, tropezando con los escombros de la tienda abandonada. Su pie se atoró en un pedazo de madera podrida, y cayó de rodillas. Frente a él, había algo aterrador, una visión horrible: el cráneo de aquel cuerpo, con los dientes blancos, los ojos vacíos y la ropa arruinada por el tiempo. El muchacho gritó, y la calavera abrió la boca, sin hacer ningún sonido.
El amigo herido corrió hasta donde estaba su compañero, pero cuando lo encontró, no había nada más que su amigo, pálido y asustado.
-¡Ahí estaba, esa cosa estaba frente a mí!-, gritaba el muchacho, totalmente aterrado, sudando, con los lentes chuecos sobre la nariz.
-¿Dé qué hablas?
Aferrando bien su mano contra la ropa, sintiendo un terrible dolor, el muchacho delgado buscaba alrededor algo que su amigo había visto, pero no había nada. Sólo oscuridad, motas de polvo flotando, y basura. Dio la vuelta, y ahí mismo, había un cuerpo, con músculos creciéndole alrededor de los huesos, y con las vísceras colgando del abdomen abierto. Ahora, con su cuerpo más completo, aquella cosa soltó un grito, un aterrador gemido que retumbó en las paredes vacías del lugar.
-Tenemos que irnos, levántate…-, dijo el otro muchacho, soltando su mano herida y tratando de ayudar al otro. Cuando se levantó, ambos corrieron hacía la salida, pero algo los hizo detenerse.
La tienda de nuevo estaba iluminada, como si nada hubiese pasado antes. Cada producto estaba reluciente, las exhibiciones estaban limpias, y la gente iba y venía, observando, comprando, probándose cosas, comiendo otras más. El olor de los perfumes y de los chocolates inundaba el lugar, y la música de aquel músico llamado Brett ponía un ambiente romántico pero también alegre.
-¿Qué pasó?-, preguntó el chico delgado. Pero su amigo no le contestaba. Estaba pálido como un muerto, con los ojos totalmente abiertos y la mandíbula casi desencajada.
Ambos tenían frente a frente a un muchacho, un chico alto, de cabello crespo y ojos de color claro, que los miraba atentamente, con las manos por detrás de la cadera. Llevaba una bata blanca, bastante reluciente, y en su gafete limpio y nuevo se leía claramente su nombre: Christopher.
-Buenas tardes, ¿puedo ayudarlos en algo?-, dijo el chico de la farmacia, con voz dulce y bastante alegre, sonriendo.
Y los dos amigos escucharon, por detrás de la alegría y los sonidos habituales de la tienda, el aleteo incesante de miles de insectos, y un grito de terror…

Comencé con estos cuentos el 28 de Mayo y acabé el 29 de Agosto de 2016. Será el mejor de los recuerdos que conserve de mis días trabajando en la farmacia de aquella tienda, cuyo nombre no puedo mencionar. Mis mejores y más bellos deseos y recuerdos para mis compañeros, para mi jefa, para mis gerentes. Todos son parte de esto, aterrador y dulce, grande o pequeño, significante o mínimo. Los quiero, y los llevaré siempre en mi corazón.

Luis Zaldivar, 31 de Agosto de 2016.

martes, 2 de agosto de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 15.

Cuento 15: King and Lionheart (Of Monsters and Men, 2011). 



Un día antes de la masacre…

-¿Podrías ayudarme por favor?
Raymundo Pérez se acercaba a la farmacia, con su andar desgarbado y su cara de amabilidad. Sin embargo, cuando el chico de la farmacia lo vio caminar hacia él, se dio cuenta de que no iba solo. Otro pupilo más había llegado a la tienda, y oficialmente, le tocaba estar en sus manos.
-¿En qué puedo ayudarle, señor?-, dijo el chico de la farmacia, poniendo las manos detrás de la espalda, balanceándose como un niño travieso que ha hecho cosas malas… durante 40 años.
Junto a Raymundo, quién no era de gran altura, iba un muchacho, alto y de cuerpo delgado, de cabello algo rizado, con cejas grandes y ojos color avellana, vestido ya de elegante ropa de vestir y una bata nueva e impecable. Le sonrió al chico de la farmacia con una cálida sonrisa, y el otro no supo cómo responder.
-Te presento a Christopher, su nuevo compañero en la farmacia. Espero puedan ayudarle en lo que puedan, como lo estás haciendo con María.
Christopher estiró su larga mano hasta alcanzar los dedos del chico de la farmacia, que se deslizaron para darle un afectuoso saludo, un tanto enérgico por los nervios del nuevo muchacho.
-Mucho gusto. Gracias por recibirme…
En los ojos de Christopher, con aquella enorme sonrisa, podía verse algo que nadie más podía ver, pero que el chico de la farmacia intuía terriblemente: el chico sabía algo.

Después de las presentaciones, Raymundo siguió su camino de regreso a la oficina principal, sin imaginarse que, dentro, ya lo estaba esperando alguien a quien no había visto entrar durante la mañana.
-Buenos días Raymundo. ¿Cómo va la tienda el día de hoy?
La enorme figura de una mujer rechoncha y alta se dibujó en los ojos de Raymundo con cierto miedo, pero haciendo frente a lo que iba a pasar. La señorita J.H. (se merece llamarla así, por lo que pasó después, para no ser recordada en el futuro) era su jefa inmediata, la supervisora de varias tiendas de la zona, y una de las mujeres más estrictas y eficaces en cuanto a su trabajo. Podía ser amable y siempre escuchar atenta las quejas y sugerencias de los vendedores y jefes de departamento, pero también podía ser despiadada, en especial con seguir las reglas, y más aún cuando las ventas no eran lo mejor. Ser “mala” en ese sentido la hacía más eficaz. Y nadie podía quejarse demasiado, sin que ella aplastara algunas cabezas a su paso.
-S-señorita, qué sorpresa, yo…
-Nada de sorpresas, Raymundo. Sabía que iba a venir, aunque no le dije a qué hora. Como bien sabe, y si no se lo imaginará, recibí informes de lo acontecido con la señorita Dolores, la encargada de Óptica, que me dejaron petrificada. ¿Qué rayos la dejó tan mal?
Raymundo tragó saliva antes de contestar.
-Bueno, ella aseguraba ver cosas. Usted sabe…
La señorita J.H. sonrió, un tanto divertida, un tanto más desgraciada.
-No te pases de listo conmigo, gerente. Dolores aseguró haber visto fantasmas, como tal, de mujeres y hombres, de niños saliendo de las paredes, llorando y suplicando. Que alguien los había matado. Mencionaba haber sido “él” y repetía muchas veces la palabra “farmacia”. Afortunadamente, Dolores recibe tratamiento, y está mejor ahora. Pero dime, ¿cuántos muchachos tienes en la farmacia?
-Dos, señorita, pero…
-Sí: uno ya estaba aquí desde antes, no me acuerdo desde cuándo, y francamente no me interesa. Tal vez Dolores vio al chico de la farmacia hacer algo, y ella se traumatizó tanto que aseguraba ver fantasmas. Tal vez fue amenazada para que no dijera la verdad. ¿Tú qué crees que haya sido? No creo que se aparezcan fantasmas por aquí.
Raymundo soltó una risita.
-No, eso no, aunque con lo que se dice de la tienda en estos días, francamente…
-Nada, Raymundo. Por lo que sé, dos vendedores se ausentaron hoy, la chica de Tabacos y el chico de Sonido. La ayudante de Caja General tampoco ha aparecido en todo el día, y tu vendedor de Relojería no ha aparecido en más de una semana, además del monitorista que reportó a un intruso y ahora no está tampoco. No quiero creer nada de nadie. No me gusta suponer ni tampoco inventar chismes de personas a quienes ni siquiera conozco. Pero si lo que Dolores dice es verdad, y ese muchacho hizo algo malo…
Raymundo entendió las indirectas de su jefa. Se acomodó incómodo la corbata en el cuello.
-¿Llamará a las autoridades?
La señorita J.H. se levantó de la silla donde estaba sentada, elegantemente a pesar de su enorme tamaño, y acomodándose el cabello, sonrió:
-No. Lo voy a arreglar por mí misma.

Selene era la vendedora de la Dulcería. Era amable y sonriente, siempre dispuesta a ayudar y también un tanto dulce, irónicamente. Sin embargo, su secreto sólo lo reservaba para tres personas: ella misma, y sus amigas, Juno, la otra chica que ayudaba en su departamento, y Alicia, la chica del departamento de Bolsas. Las tres se llevaban muy bien, en especial porque ambos departamentos estaban lo bastante cerca como para platicar cuando los clientes escaseaban. Sin embargo, aquel día, con la Distrital rondando por la tienda, no había otra cosa mejor que limpiar. Dejar más o menos impecable el lugar, y que nada estuviese fuera de su lugar. Sin embargo, cuando la señorita J.H. pasó por ahí, acompañada de Raymundo, no dijo gran cosa. Saludó a las tres vendedoras, revisó los estantes y las vitrinas, los dulces y las bolsas, juguetes y joyería, y se retiró a otro departamento. Las tres amigas suspiraron, reuniéndose poco después para platicar.
-Vi a la señora muy nerviosa, como seria. ¿Lo notaron?-, dijo Alicia, con un tono de secretismo bastante bien abordado, con aquella vocecilla que solo utilizaba para momentos tensos que merecían más diversión.
-No lo sé. Si te refieres a gritarnos y volverse cruel con nosotros, tal vez hoy se levantó de malas y decidió no hacerlo-, dijo Selene, riéndose y haciendo que sus amigas se tranquilizaran un poco. Juno se sentó en un banquito, detrás del mostrador de la Dulcería, para descansar. Sus ya avanzados siete meses de embarazo no la dejaban estar mucho tiempo de pie, y menos riéndose como una tonta.
-Creo que esa horrible mujer no debería tratarnos así. Vamos Selene: tú podrías darle un sustito a esa cabrona…
Selene la chistó para que se callara, mirando a su alrededor por si alguien la estaba escuchando. No había nadie.
-No digas eso. Lo que me pasa no es justificación para hacerlo con alguien que no tiene la culpa de nada. Ella sólo hace su trabajo, aunque sea una maldita a veces, pero así debe hacerlo.
Alicia sonrió.
-No te hagas, Selene. ¿Quién no quisiera darle una lección a la Cosa del Otro Mundo? Hasta Raymundo a veces se siente intimidado por ella, y tal vez ya está imaginando como aventarla de las escaleras o qué se yo. Tú la tienes más fácil…
-Sí amiga. Si tan sólo no fuese tan secreto lo que, bueno, ya sabes, sería genial que la vieja odiosa no fuese tan horrible con todos, ¿no?
Detrás de Selene, una voz socarrona se dejó escuchar.
-¿De qué secreto hablan?
La muchacha soltó un grito y volteó para ver quien las estaba escuchando. Era un muchacho, de cabello negro, vestido de traje del mismo color, una corbata amarilla, y una mirada lasciva y pícara. Jaime era, para muchos, un muchacho cualquiera, pero para algunos de los vendedores, era “El Guapo”, como le habían apodado sus compañeros del restaurante. Él se dedicaba a lo más fácil y absurdo del lugar: recibir a los clientes con las cartas en el brazo, para que pidieran su orden con la mesera. Luego, se retiraba a esperar, detrás de la caja, para cobrar. Nada de esfuerzo. Eso lo hacía un completo gañán.
-No te importa, ¿o sí? Es una plática privada-, dijo Selene, cruzando los brazos, ceñuda y enojada.
Jaime no dijo nada por un rato, sonriendo, levantando la ceja.
-Vamos nena, dímelo.
-No es algo que te importe, tarado. ¿Por qué no te vas con tus amigos de la cocina? Deben tener más importantes cosas que contarte.
Selene se dio la vuelta para hablar con sus amigas de nuevo, cuando sintió que Jaime le jalaba el brazo. El muchacho la atrajo hacía él, y ella no podía soltarse, porque las dos manos de él la aprisionaban, como trampas.
-Suéltame patán, o te vas a…
-¿A qué, preciosa? No puedes hacerme nada. Y bien sabes que tengo más influencia que tú aquí…
Selene sólo veía los ojos del muchacho clavarse en los suyos, antes de que Jaime la besara a la fuerza.
-¡Oye no, suéltala!-, gritó Juno, levantándose del banquito y pegándole al muchacho en la espalda. Este reaccionó, y sin importarle, le pegó a la chica, haciéndole caer al suelo, con la cara roja de coraje.
Alicia corrió hasta donde estaba su amiga para ayudarla a levantarse, Jaime las vio, mientras entre las manos aún aferraba de los brazos a Selene, quién sólo podía ver sin hacer nada.
-¡Eres un maldito!-, le escupió la muchacha, haciendo que Jaime se diera la vuelta para volver a encararla.
-No. Tú eres una maldita. Mira que tenerme con las ganas tanto tiempo, estando tan sabrosa… Vamos, no digas que no te gusto. ¿Quién crees que te va a defender?-, dijo Jaime, viendo que Selene intentaba soltarse, y también que estaba buscando con la mirada a alguien.
Un ligero “pop” se escuchó cerca de ahí, y justo al lado de un aparador, aparecieron dos personas. Un hombre canoso y otro más joven, con el uniforme de vendedor de la tienda.
Miguel miró a Selene, quién trataba de soltarse de las manos de Jaime, quién a pesar de ver como los dos hombres se aparecían, no dejó de retener a su presa.
-Suéltala-, dijo Miguel, mientras David miraba lo que estaba pasando sin decir nada.
-¿Y tú quien eres?-, dijo Jaime, burlón.
Selene vio a Miguel, sonriendo. Ambos habían sido buenos amigos durante las horas de trabajo que compartían, y ambos estaban más que acostumbrados uno del otro. Iban a pasear a veces, y otras a comer. Jamás ninguno había dicho algo bonito del otro, porque ambos tenían pena de demostrar lo que sentían.
-Es mi novia, idiota…
La chica sonrió, sin poder soltarse de las manos de Jaime, que la apretaban más y más, dejándole la piel del brazo muy lastimada.
-Y si no la sueltas…
-¡Vaya, que amenazador! ¿Tú crees que la voy a soltar? ¿Dónde has estado todo este tiempo de todas maneras? Ahora es mía, toda mía…
Selene tomó de los brazos a su acosador, y ella era la que apretaba ahora con fuerza. Los dedos de la chica empezaron a sentirse calientes, conforme más y más apretaban.
-No soy tuya. ¿Quién dijo eso?
La piel de Jaime empezó a calentarse tanto, que sentía como si se inflara. Miró sus brazos, y estaban llenos de pústulas y pedazos de carne chamuscada. Trató de soltarse, pero era doloroso jalarse.
-Te dije que la soltaras-, dijo Miguel, burlón y bastante precavido, haciéndose para atrás.
El grito que soltó Jaime fue suficiente para que los clientes y hasta la señorita J.H. corrieran hasta la dulcería a ver lo que estaba pasando. Raymundo iba detrás de su jefa, mientras los gritos de dolor del muchacho se intensificaban.
El calor que despedía el cuerpo de Selene se intensificó, no sólo en el cuerpo de Jaime, el cual ya sentía que la carne se le caía de los huesos de la mano, sino en todo el lugar. Alicia jaló a Juno para esconderse detrás de una de las vitrinas de chocolates, y David sólo se hizo para atrás, mientras veía cómo Miguel se acercaba un poco más para tranquilizar a la muchacha, fuese lo que fuese que estaba haciendo.
-¡Ya suéltalo, Selene! ¡No vale la pena!-, decía el muchacho, sintiendo que su piel ardía, mientras los juguetes de los anaqueles de alrededor empezaban a arder. Muñecas con el cabello encendido, dinosaurios con los rostros desfigurados. Una de las vitrinas con bolsas estalló por el fuego, y los productos empezaron a arder entre pedazos de vidrios derretido.
Selene ni siquiera escuchaba. Lo estaba disfrutando. Jaime ya no tenía brazos, y ella jaló de las muñecas ennegrecidas para arrancarle los huesos quemados. El muchacho se quedó pasmado del shock, del dolor, y empezó a arder, primero su ropa, y de nuevo su carne, poniéndose roja y en un tono morado, escurriendo jugo. Sus ojos estallaron y su cabello desapareció en una voluta de humo apestoso. Pronto, el cuerpo ya no era más que cenizas y huesos que se desmoronaban entre pedazos de carne que se quemaba lentamente…
-¡Ya nadie puede ayudarme, ni siquiera tú!-, gritó la muchacha, soltando lágrimas que se secaban al escurrir por las mejillas.
-Yo puedo ayudarte. Sólo para ya-, dijo David, con voz potente, mientras el fuego chisporroteaba y acababa con todo lo que tocaba.
La muchacha se relajó, y el calor que emanaba su cuerpo se detuvo. El fuego, sin embargo, no se detenía. David corrió hasta una de las paredes de la tienda para quitar el extintor de su soporte, apagando el fuego con descargas grandes y directas. Miguel corrió hasta su querida Selene y la abrazó: ella seguía ardiendo, como si tuviese fiebre, pero ahora podía llorar sin que nadie la detuviera, mientras él, todo sucio, le acariciaba el cabello, sin decirle nada.
La señorita J.H. había visto todo, con ojos desorbitados, mientras los clientes se iban retirando, algunos gritando, y otros en silencio, sin decir nada.
-He escuchado de fantasmas, de desaparecidos, de visiones, y de fuego… ¿Podría decirme alguien que está pasando aquí?
La señorita J.H. pedía respuestas, pero nadie hablaba. Alicia y Juno salieron de su escondite, con la cara llena de cenizas, y respirando entrecortadamente. Miguel y Selene sólo pudieron mirarla sin hablar. David se acercó, aún con el extintor entre las manos, y dijo:
-Hay mucho de qué hablar. Y necesitamos ayuda. Todo esto es culpa de una sola persona.
Mientras el hombre hablaba, Christopher miraba desde lejos, escuchando atento, con la boca abierta, y los ojos llenos de lágrimas.

Al caer la noche, la tienda ya estaba solitaria de nuevo. Solamente María y el chico de la farmacia permanecían en la oscuridad, mirando al vacío.
-Hoy vino, ¿verdad? ¿Por qué no me lo dijiste?-, preguntó ella.
El chico de la farmacia se removió en su asiento, una de las vitrinas de la tienda.
-No era necesario. Llegó de su viaje, y no necesitaba verte aún. Lo entenderás cuando todo esto termine. Por ahora, necesito que estés tranquila, porque tú tienes algo que necesito, para que todo esto termine.
María volteó a ver al muchacho, y este también la miró, serio, como nunca.
-¿De qué estás hablando? No puede tener una mujer muerta algo para ti.
-Claro que sí. Pero ahora no es el momento. Sólo quiero que…
De repente, el chico de la farmacia escuchó pasos, pasos de alguien en la oscuridad. Se levantó de la vitrina y le hizo señas a María para que se escondiera. La muchacha obedeció.
Doblando la esquina en uno de los anaqueles, Chris salió de su escondite. Miró al muchacho y se le encaró, tan alto que era, esperando así intimidar al chico de la farmacia.
-¡Ya lo sé todo! Sospechaba cosas, cuentos de la gente que había escuchado, rumores. Todo es verdad. Eres un monstruo…
El chico de la farmacia agarró a Chris del brazo, justo antes de que el muchacho le soltara un golpe.
-No sabes lo mucho que he tenido que escuchar eso. Que te consideren un monstruo. No lo soy, y si lo fuera, ya estuvieras muerto. Si quiero enfrentar al mal, debo ser tan malo como él. Déjame mostrarte, y convencerte de que lo que digo es verdad.
-Pero escuché a ese hombre decirle a la Distrital todo lo que habías hecho…
-La gran mayoría de las cosas que he hecho son para ayudar. David sólo se ha beneficiado del miedo de la gente. Acompáñame…
El chico soltó a Chris del brazo, y caminó lentamente hacia la salida de la tienda. Con fuera, arrancó de su soporte la reja, y juntos entraron al pasillo, justo al lado de una puerta sencilla.
-¿Qué es esto?-, preguntó Chris, intimidado, muerto de miedo.
-Es la bodega de cartón. Aquí paso la noche. Entra-, dijo el chico de la farmacia, abriendo la puerta de un empujón y encendiendo las luces. Era una larga escalera, directamente hacía un segundo piso, donde había montones de cajas y exhibidores viejos.
Christopher dudaba de si subir o no, pero al final, y viendo que el chico no hacía nada para detenerlo, subió escalón por escalón.
Ambos llegaron hasta la bodega, donde más cajas y fierros se amontonaban en el fondo. El olor a humedad y a polvo inundaba el lugar.
-Lo que intento mostrarte está ahí, detrás de esas cajas-, señaló el chico de la farmacia, apuntando directamente a varias cajas largas de pantallas. Chris se acercó y empezó a quitarlas, sin importarle que su bata se ensuciara de polvo.
Cuando terminó, quedó impresionado. Como empotrado en la pared, brillando ligeramente, había un enorme tanque vertical, un tubo de vidrio donde algo flotaba. Era un cuerpo, un enorme hombre que flotaba en líquido amarillento, y cuya piel blanca se desgarraba en algunas partes por el paso del tiempo. Lo más impresionante era que aquel cuerpo llevaba cola, una cola anillada de pelo muy espeso, y orejas.
-¿Qué es…?
-Mi hermano, Chris. Vinimos a este mundo a buscar una fuerza maligna, y cuando estuvimos a punto de ganarle, esa cosa lo mató. Nunca antes había sentido nada: ni amor, ni sufrimiento, mucho menos dolor. Ese día, al ver el cuerpo de mi hermano Mapache ahí tirado, sin vida, pude sentir todo eso. Entendí que todo había sido mi culpa y que debía matar a lo que había acabado con mi vida. Prometí encontrar otro hermano, uno digno de destruir al dragón. El rey y el caballero juntos para hacerle frente a la amenaza. Fallé con David, y no voy a fallar contigo…
Chris estaba llorando. Volteó a ver al chico de la farmacia, sin dar crédito a lo que escuchaba. El otro muchacho se le acercó y le puso la mano en los ojos. Al instante, le mostró todo lo que había pasado en los últimos cuarenta años, y lo que estaba a punto de pasar si no detenían al monstruo.
Christopher casi se cae, llorando y con dolor en el corazón. Incluso el chico de la farmacia se compadeció de él, y le ayudó a levantarse, soltando una lágrima solitaria, y reprimiendo los sentimientos de su cuerpo humano.
-¿Y por qué yo y no otro?
-Cuando llegaste aquí, y cuando te vi, comprendí que tu corazón era más noble que el de otros. Pude haber escogido a cualquiera de los vendedores de esta tienda, y ninguno de ellos hubiese enfrentado la situación. Todos tienen miedo, y eso está bien. Pero tú no tienes miedo. Sólo lloras porque has visto una vida llena de muerte y destrucción, algo que empezó mal y terminará mal. Ayúdame a acabar con esto. Ayúdame a proteger a la gente que aún vive, y a la que quiere vivir. Tu espíritu es joven y tu corazón es puro y sincero. Ayúdame, hermanito…
Chris agachó la mirada, mientras sollozaba, y sin pensarlo, abrazó al chico de la farmacia tan fuerte, que parecía querer desaparecer en su pecho.
-Yo… yo te quiero… Y te ayudaré…
El chico de la farmacia correspondió el abrazo, y suspiró, sonriendo.
-Cuando tenía miedo en mi nuevo cuerpo, cuando llegamos aquí buscando al monstruo, mi hermano Mapache me cantaba una canción, una dulce canción para no temer nunca más. Escúchala...
Los dos se separaron, y sentándose en el suelo polvoriento, se miraron uno al otro. Y el chico de la farmacia empezó a cantar, con Chris poniendo atención…
 
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