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sábado, 16 de diciembre de 2017

#UnAñoMás: Luces de Navidad [PARTE II] (Primera Posada)

Luces en formación vistas sobre las ciudad de Phoenix, Arizona, en Mayo de 1997.


El pollo se estaba asando en el sartén, y doña Remedios recordaba aquella noche mientras ponía otra cacerola en la estufa, para hervir agua para la sopa. La noche de las luces, la llamaron todos…
-¿…no es así?-, dijo su amiga, la señora Isabel. Remedios no había puesto tanta atención, mientras empezaba a poner la sopa en el agua hirviendo.
-¿Qué dijo, doña Isabel?
-Oh nada, nada… Hablaba de la pobre Eva, muchacha que vive en el 19. La noche de las luces se puso muy nerviosa. ¿Será el embarazo?
Remedios revolvía la mezcla de tomate con caldo de pollo que había molido en la licuadora.
-Tal vez. La pobrecita, tan joven, y tan asustada por esas cosas. Usted vio qué cerca estaban de nosotros, ¿no? Uno podría decir que hasta se podían tocar. ¿Qué serían?
Doña Isabel miró a su amiga mientras preparaba su comida.
-No lo sé, doña Reme. Las cosas así no deben cuestionarse, si nos vienen de Dios. Tal vez era una manifestación de la Virgen, algo así. Por cierto, ¿va a ir a la posada?
-No lo creo. Mis hijos quieren que vayamos al cine, y pues ni modo de decirles que no.
A través de la pared de la cocina se escuchaba la música del vecino, un muchacho que no tenía mucho que se había cambiado, y que casi siempre tenía un escándalo. La música seguía tocando, desde hacía ya cuatro días.
-¿Y dice que no ha visto al muchacho salir a trabajar?-, le había preguntado la señora Isabel a su amiga, mientras doña Remedios dejaba que la sopa se cociera a fuego lento.
-Pues no. Casi siempre sale a la misma hora y regresa por la tarde haciendo su escándalo. Tal vez esté deprimido, o solamente no quiere salir a trabajar. Uno nunca sabe lo que pasa por la cabeza de esas personas. Van varios días que voy por mi lavadero, cerca de su patio trasero, y huele horrible. Tal vez no limpia su casa, pero el olor es horrible. Mire…
Ambas mujeres salieron de la cocina, y salieron al patio trasero. Cerca del lavadero, justo detrás de la pared que separaba ambas casas, el olor ya era insoportable. Era como si la basura de varios días se estuviese pudriendo y fermentando al aire libre.
-Dios, es asqueroso. Es como si no tirara la basura. ¿Va a llamar a alguien para que lo solucione o…?
-Tal vez-, dijo la señora Remedios, alejándose un poco de la barda. –Es horrible que viva así. Yo podría ir a limpiar su casa, en serio que sí, pero es un asco…
-¿Ya le preguntó?
-Le fui a tocar anoche, pero no me abre. O no me quiere abrir, o está que se ahoga en alcohol. No tuve más remedio que llamar a la policía. Me dijeron que iban a estar aquí por la tarde, así que más vale esperar.
Las dos señoras regresaron a la casa, y sólo volvieron a salir hasta que la policía llegó. El oficial, un hombre gordo y de cara malhumorada, llamó a la puerta del muchacho, pero sin que este le abriera. Doña Remedios no tuvo otra opción: dejó que el oficial pasara por encima de la pared del patio de atrás para acceder a la casa del vecino. El hombre tomó una escalera de metal que doña Remedios le había prestado, y con algo de torpeza saltó justo del otro lado.
Ahí no había basura, ni nada que indicara que ese asqueroso hedor venía del patio de atrás. Todo estaba solitario, ordenado, pero sin atender. La tierra se acumulaba en las esquinas, y el ambiente se sentía frío. Pareciese que ahí no vivía nadie. A través de las pequeñas ventanas de la puerta trasera, se podía ver la luz aún encendida de la cocina, y se escuchaba la música.
-Buenas tardes. ¿Hay alguien aquí?-, dijo el policía, tocando con su mano en la puerta, la cual se movió unos centímetros y rechinó. El olor de la podredumbre venía de dentro, y se intensificó cuando la puerta se abrió por completo. Las dos mujeres, del otro lado de la pared, no decían nada, esperando poder escuchar lo que pasaba en casa del vecino.
El policía se internó en la casa, dando pasos pequeños, cauteloso. El olor era insoportable. La música ahora era lenta, una balada de Roy Orbison. In dreams, I walk with you… In dreams, I talk to you… In dreams, you’re mine…
Cruzando la cocina estaba la sala, el único lugar de la casa iluminado. Aunque el policía mantenía su nariz cubierta con la manga de su uniforme, el olor era bastante insoportable. Se detuvo para ver en la sala, al final del pasillo.
Todo estaba en orden. El muchacho aún estaba sentado en el sillón, con la cabeza de lado, los ojos abiertos y la boca con una mueca de horror, la piel húmeda y de un color verdoso bastante desagradable. El olor que desprendía venía desde el estómago, como si este hubiese estallado. La música ahora se escuchaba apagada, porque las arcadas del policía retumbaban en las paredes. Tuvo que retroceder lo más rápido posible, antes de vomitar en la cocina. Aquello era demasiado…
La policía tardó en llegar, y una ambulancia iba cerrando la comitiva fúnebre. Prepararon todo para llevarse el cuerpo, y los policías hacían preguntas a los vecinos, tanto a doña Remedios como a su amiga Isabel, y al huraño señor Ernesto, quién vivía en la casa del otro lado. Desde el otro lado de la acera, a dos casas de distancia, una chica vio todo. Sacaron el cuerpo del muchacho envuelto en una bolsa de plástico negra, y lo subieron a la ambulancia del servicio forense sin más ceremonias. Ella soltó un gemido, y sintió que el estómago se le congelaba.
Juan Diego, ¿qué hiciste?
A lo lejos, en la esquina de la calle, los vecinos que ya preparaban todo para la posada de aquella noche, miraban curiosos, pero sin decir nada. Sólo la chica solitaria, mirando por la ventana, soltó una lágrima de dolor.

jueves, 23 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 9.

Cuento 9: I Feel Love (Donna Summer, 1977). https://www.youtube.com/watch?v=B2qI6UDD2uQ

Dicen que los lugares guardan recuerdos, memorias de instantes y momentos que no se han ido. Sólo hay que sentir, dejarse llevar, y cualquiera podrá verlos.
La tienda encierra muchos secretos. Desde su inauguración hacía ya 40 años, había sido uno de los lugares más concurridos de la ciudad. Pero en aquellos años, ni siquiera la gente sencilla podía entrar o darse el lujo. Los vendedores eran más elitistas: atendían sólo a las personas que estaban dispuestas a pagar. Y aún así, cuando una persona de clase media se podía dar el lujo de comprar algo, aunque fuera poco, no ponían bastante atención. Era la tienda de los ricos, de los poderosos, de los que podían siempre ser más que los demás.
En aquellos años estaba de auge la música disco, el ambiente de la liberación y las culturas escondidas entre las calles que dieron lugar a variados personajes, a modas extravagantes, a luces, pelucas, maquillaje, y bastante sexo. Donde ahora hay un hospital, antes había una discoteca, un lugar cargado de ambiente, música de moda y demasiados excesos, que no parecían quedarse en sus paredes durante mucho tiempo. Pero ni todo el glamur y el travestismo exagerado hicieron que los vendedores atendieran a aquellos “nuevos ricos”. Eran la plaga, una enfermedad.
Y con toda enfermedad, viene la cura. A veces paulatina y otras demasiado agresiva…

Miles de años atrás, existieron dos fuerzas. Cada una de ellas complementada con una igual. La primera de esas fuerzas era aterradora, grande, espaciosa. La segunda era mortal, pequeña, más astuta. Por querer hacer el mal, la fuerza pequeña accidentalmente mató a su hermana, y quedó sola, aún más pequeña que su aterradora contraparte, quién también tenía a su gemela, y ambas tomaban cada día más y más espacio en el universo y a través de sus espacios vacíos.
Un día, la fuerza pequeña, cobrando venganza de algo que, ella creía, la fuerza grande había hecho, se alojó en este mundo, en aquella tienda, tomando la forma del gerente. Sin embargo, cuando esta fuerza tomaba a alguien, no tardaba en enloquecer. Su locura no fue salvaje: más bien, era discreta. Aquel gerente hizo que los vendedores no atendieran a toda la gente, que se portaran déspotas y que sólo recibiesen dinero de aquellos que podían pagarlo y bien.
La fuerza más grande debía encontrar el equilibrio, y también decidió viajar al mundo, tomando otras dos formas, porque aún tenía a su hermana consigo. Dos jóvenes de la farmacia, que empezaban a trabajar en aquellos días, fueron contagiados. Sin embargo, aprendieron a la mala a dominar su nuevo cuerpo, sus emociones, sus procesos. No podían enloquecer, si debían controlar a su contraparte, que había tomado fuerza y ferocidad.
Uno de los chicos de la farmacia era alto, de sonrisa rara y ojos burlones. El segundo era más alto, gordo y demasiado tosco, pero con rostro amable. Con sus nuevos aspectos, aquellas fuerzas decidieron tomar el control del lugar. El chico de la farmacia hacía que la gente no viera nada. Mientras su hermano, el enorme Mapache (por las ojeras que enmarcaban su rostro) buscaba frenéticamente al gerente, pero este los evadía. Era aún más fuerte, más rápido, y aterrador. Cosas horribles pasaron en aquellos días: suicidios, robos, un asesinato sin resolver. Y es que, mientras más se enfrentaban, aquellas fuerzas sólo podían sacar lo peor del mundo.
Después de un tiempo, después de constantes peleas y de persecuciones, de muertes y sucesos extraños, las fuerzas hermanas fueron capaces de someter a la más pequeña. Se deshicieron del cuerpo del gerente, y no lo sustituyeron: simplemente ellos, en sus cuerpos, se habían hecho cargo de la tienda. Influían en las mentes de los vendedores, y les ordenaban atender a todos, sin distinción. Las almas humanas que llegaban alimentaban el lugar, hacían que todo se revitalizara. Sin embargo, necesitaban sacrificio: con cada diez clientes, llegaba uno que debía morir. Con su sangre drenada, los cuerpos se escondían, y la sangre servía para atraer más y más almas.
Así, el chico de la farmacia y su hermano Mapache (que ya hasta se había dejado crecer cola y orejas, que nadie más notaba), convirtieron la tienda en un lugar mejor. La gente humilde compraba cosas, los chicos de la discoteca se paseaban por ahí, y los vendedores no humillaban a nadie.
Pero es que, como hemos dicho antes, los lugares guardan secretos e historias, energías y fuerzas. Y la malvada fuerza, pequeña y débil, no desapareció. Se quedó ahí, saltando entre los objetos de la tienda, poseyendo gente sólo por instantes. Encontró su momento cuando, en un descuido, Mapache fue al baño de caballeros, al último de los cubículos. Fue en ese momento cuando, con lo poco de energía que le quedaba, y la suficiente maldad, la pequeña fuerza traspasó el corazón de Mapache, y lo mató.
Fue la venganza suprema, lo que la fuerza estaba esperando desde que, por accidente, se había mutilado a sí misma hacía ya miles de años. Con el alma hecha trizas, el chico de la farmacia acudió, pero era demasiado tarde: la fuerza descansaba como una serpiente sobre el cuerpo de su hermano Mapache.
-¿Sientes cómo tu voluntad se hace pequeña? ¿Sientes el dolor que sentí cuando mataste a mi hermana?-, decía la voz macabra de aquella fuerza malvada.
El chico de la farmacia se arrodilló ante el cuerpo de su hermano, lo jaló y lo abrazó. ¿Qué era lo que estaba pasando? Ese dolor en su pecho, las ganas irremediables de gritar, y las lágrimas que escurrían por sus mejillas…
Y es que, después de miles de años después de no sentir nada, el chico de la farmacia por fin podía sentir el dolor.
-¡No lo quiero, no quiero esto…!
Aquel día, cada cliente y cada vendedor estallaron. Sus cuerpos se abrieron a la mitad, sus tripas se regaron por todas partes, y la sangre salpicaba cada mueble, cada libro y cada artículo en los aparadores.
El chico de la farmacia puso su mano en el suelo del baño, sin soltar a su hermano muerto, y llorando con rabia, exclamó:
-Mientras yo siga con la mano en este lugar, tocando cada cosa de la tienda, la gente jamás verá nada. Pero juro por mi alma que cada persona sabrá que estás aquí, que algo va mal, y seguirán viniendo. Y uno de ellos acabará por destruirte. Porque yo ya no puedo, ya no…
La fuerza malvada perdió de nuevo su energía, y se coló por la pared, desapareciendo en las entrañas del concreto. El chico de la farmacia lloró amargamente, y mientras su mano tocaba el suelo del baño, ningún cliente vio la masacre que su dolor había causado. Hombres, mujeres, niños y travestis, todos desaparecieron un día, y nadie se había dado cuenta.

Veinte años después, un chico llamado David perdería a su novia en aquel mismo lugar, con el mismo dolor que alguna vez otra alma había sentido. Conmocionado, el chico fue ayudado a salir por otro casi de su edad, uno que, a pesar de los años, se conservaba igual.
-Yo puedo ayudarte. Ven, ven y te mostraré-, le dijo el chico de la farmacia a David, quién se dejó llevar por aquella fuerza terrible que, sin que nadie se diese cuenta, seguía poniendo aquel lugar en contra de todo aquel que lo pisara.
Así, David creyó la historia del chico de la farmacia, de la fuerza maligna que vivía aún en la tienda. El otro muchacho trajo más gente, amigos y profesionales, gente que entendía de eso, y que querían enfrentar al mal. Y sin embargo, el mal fue reclamando sus vidas. Hasta que sólo quedó David, resentido con aquel que debía haberlo ayudado. Terminó odiando al chico de la farmacia, y éste no hizo nada. No sólo porque aún conservaba esa determinación fría de hace mil años, sino porque no quería admitir lo inevitable.
Desde hace veinte años, y hasta el momento en que el chico de la farmacia se limpiara el sudor de la cabeza al ver el cuerpo de Cecilia en el suelo, aquel ser vivía asustado: estaba empezando a sentir. Y a morir.

Dedicado a la memoria de Javier Carrillo, "El Mapache"

(26-Enero-1977/12-Abril-2016)

lunes, 16 de mayo de 2016

Notas de Muerte. Capítulo I.

CAPITULO I: El criminal discreto.

A veces, terminas creyendo cosas que superan tus propias expectativas. Más si sabes que eso se suponía que no podía suceder…

El curioso sujeto conocido solamente como El Artista, miró lo que quedaba de aquella mujer sobre el suelo. Restos nada más, sangre y partes desperdigadas por aquí y por allá. Él no había sido: no en esa ocasión. No solía matar a los inocentes, y menos de esa manera. Tenía que apurarse antes de que apareciera la policía, y pensaran que él tenía algo que ver. Eso era absurdo: nadie nunca lo había culpado de nada. Era de gran ayuda a veces, aunque trabajase en las sombras.
Con cautela, El Artista volvió a analizar el suelo, la estancia, el cuerpo de la mujer. Se fijó en la indumentaria: el clásico atuendo de una camarera. En la solapa llevaba una placa con su nombre: Annie.
-Mmm…
Antes de salir, y como prueba de que había estado ahí para ayudar, como siempre, El Artista dejó su clásica marca: una hoja impresa, libre de huellas dactilares, donde aparecía un símbolo, un cangrejo en color verde bandera. Cerró la puerta tras de sí, y mientras bajaba las escaleras, escuchó las sirenas de la policía. Pronto, el apartamento estaría lleno de gente, tomando fotografías y analizando cosas. Pero él ya iba un paso adelante…

Sí: fue la policía la que apoyó mucho resolviendo el caso de la pobre Annie, pero fue un investigador anónimo quién empezó a mover los hilos de una historia en verdad fascinante.

Ana, uno de los elementos más importantes de la policía de la ciudad, miró el cuerpo destrozado de Annie. No la asustaba, pero le daba asco pensar en quién o quiénes pudieron haber hecho semejante cosa. Sus demás compañeros daban vueltas alrededor de la habitación, analizando cada objeto en la estancia, algunos con aparatos especiales ponían muestras de sangre en ellos para sacar nuevas conclusiones. Ana alcanzó a mirar por encima del barullo a su compañero, un hombre muy alto y fornido, con enormes ojeras. Se llamaba Rocky, pero le apodaban el Mapache por sus inusuales y muy marcadas ojeras, y sobre todo, por su astucia en los casos que tomaba.
-Vaya, hasta que te veo temprano en la escena del crimen-, dijo Rocky, mirando desde muy arriba a su compañera, quién era menuda y delgada.
Cuando se dio cuenta del desastre que había por el suelo, fue imposible que Rocky no abriera sus ojos en un asombro no muy usual de él.
-¿Pero qué diablos le hicieron…?
Ana le puso una mano sobre el hombro a su enorme compañero, como para ayudarlo a digerir aquello.
-No sabemos todavía. Es horrible: parece como si…
-Como si la hubiesen amarrado y arrancado las partes estirándola hasta donde pudieron. No pudo haber sido una sola persona.
-Eso creemos todos. De verdad que le tenían saña a esta mujer, o fue algún asunto demasiado escabroso. No se relaciona con nada que hayamos visto antes. Quiero decir que no fue obra de un asesino serial…
Rocky miró a Ana con cierto recelo, frunciendo el ceño, como si estuviese confundido.
-¿Entonces?
Ana sacudió la cabeza.
-Tal vez ella tenía algo que no quiso dar, o tenía problemas con alguien. Y ese alguien se cobró de la peor manera, trayendo a sus amigos y haciendo esto… Por cierto…
La muchacha se revolvió el bolsillo de su chamarra, y sacó un papel envuelto ya en una bolsa de plástico para pruebas policiales. Rocky reconoció al instante el dibujo del cangrejo verde sobre el papel.
-¿Crees que él…?
-No, para nada. Él no pudo haber hecho eso. Sabes que siempre que él deja su marca, se apresura a resolver las cosas por nosotros. Eso a veces me tiene con los nervios de punta. Sabes que puede ser capaz de cualquier cosa.
El Mapache se puso a analizar un momento las cosas. Ana podía ver en su cara algo que se avecinaba, algo que ella ya conocía. Una de las más alocadas y peligrosas ideas de su compañero.
-¿Y si buscases a este individuo y lo ayudaras a resolver todo esto?
Ana soltó una carcajada.
-No, Rocky: no haría más que estorbar. El hombre o mujer o lo que sea es un maldito profesional. Nos ha dado más en varios casos que todo el equipo junto. No haríamos más que asustarlo y eventualmente se alejará. Mejor así, a la distancia.
Rocky sonrió, como temiendo que algo en su amiga la hiciese cambiar de opinión. Pero nadie dijo nada.

Imagina: todo un mundo de posibilidades al alcance de tus manos. Y todo a través de la música: ese espíritu invisible que te cuenta historias difíciles de creer y que mueve tus sentimientos hasta el máximo. ¿Qué puedes ver…?

A la orilla de la playa, escondido en una cueva inundada por la marea, se hallaba un hombre. Su figura delgada contrastaba con la piedra negra con la que estaba formada la cueva. La suave arena en sus pies le transmitía tranquilidad, y ya no sentía tanto frío por el agua que le empapaba hasta las pantorrillas. Ahí vivía, vistiendo como un humano, y luciendo como tal: aunque no se lo creía.
Su piel era blanca, tanto como el blanco de la Luna llena que cada mes le daba algo de luz a su hogar. Era delgado, pero no tanto: él comía, y también hacía ejercicio. No estaba descuidado. Su ropa siempre era nueva, y la guardaba en un hueco de la cueva donde no se mojara. No conocía otro entretenimiento más que el goteo del agua, los animales que se refugiaban a su lado, y un cubo Rubik que había comprado en una juguetería, el cual ya sabía armar a la perfección.
De repente, como un susurro, la luz de la Luna entró por la parte más elevada de la entrada de la cueva. Tal vez, para cualquier otra persona, hubiese sido algo hermoso y natural. Pero para Miguel no: cada noche, la luz de la Luna le traía consigo voces. En especial una, la voz de una mujer que le hablaba cosas tiernas, y le decía al oído hermosos secretos y también le cantaba.
Esta vez, la Luna le hablaba, con esa voz de mujer, pero más seria, algo turbada. Era como si una preocupación más grande que ninguna otra la invadiera.
Miguel se puso de pie desde su roca en la orilla de la cueva, y escuchó atento las palabras de la Luna.
-Mikaelo, mia filo. Aŭskultu min: ni estas en danĝero... (Miguel, hijo mío. Escúchame: estamos en peligro…)
Miguel miró al cielo con sus ojos rosas, sintiendo el frío contacto de la luz lunar en su piel blanca.
-¿Kio okazas? (¿Qué pasa?)
La Luna, desde donde estaba, con la voz más dulce y triste de todas, empezó a contarle a su hijo lo que pasaba.

Cuando comienzas a comprender lo que pasa en tu vida y alrededor de ella, es cuando más atento estás a los peligros, que siempre existen, y que nunca se acabarán.

Hay algo en todo esto que aún no me cuadra, aunque llevo la mitad de entendido de lo que acabo de ver en el departamento de esa mujer. A ella la mataron, no hay duda: en cuanto a cómo, puedo suponer. Pero, ¿por qué la mataron? Continúa siendo un misterio para mí.
Descarté desde el inicio el crimen pasional: nadie en su sano juicio le haría algo así a esta mujer, mucho menos por celos. Una venganza: puede ser. ¿Qué negocios turbios podría manejar una camarera? ¿Una propina robada? Puede que sea también descartado este hecho, y puede que no. Me fío en mi instinto casi siempre, y puedo suponer que es un homicidio sin más, hecho con algo que hasta ahora no puedo comprender.
Tal vez sí lo comprenda, después de todo, viendo las heridas de aquel cuerpo mutilado, con toda la sangre y las vísceras saliendo. No había ni una sola marca de arma, ni un disparo, ni el más leve y fino corte de un cuchillo, no había precisión. Fue una muerte desastrosa, tal vez hasta dolorosa y agónica. ¿A qué nos estamos enfrentando entonces? Simple: Annie fue devorada.
Le faltaban pedazos de cuerpo, alguno que otro miembro (como su pie derecho, por ejemplo), y las heridas eran verdaderas muestras de lo que una dentadura poderosa podía hacer. ¿Un caníbal o necrófago? Abundan en la ciudad, pero casi nunca comen aquí. Siempre buscan a sus víctimas en las afueras, entre los provincianos. Y casi nunca son abatidos.
Por las heridas, por el efecto que me causó ver a una mujer inocente así, y por el hecho de haberla descubierto yo primero, antes que nadie, me hace pensar algo que, hasta ahora, me da escalofríos. Nada pasa porque sí: llegué ahí por un presentimiento, y a pesar de haber forzado la puerta del departamento para entrar, sólo encontré la ventana abierta. El asesino pudo haber sido a quién he perseguido durante muchos años. una criatura que he estado buscando como una aguja en el pajar, y que hasta ahora se ha escurrido de mis manos.
Si estoy en lo cierto, que Dios me ampare, a mí y a toda esta ciudad.

Atte: El Artista.

Nada como la noche para encontrar a las personas más interesantes, polémicas y divertidas de la ciudad. Más si se visita el Bar Electric Chapel, uno de los centros más concurridos de esta célebre gente. Entre ellos, rondando, buscando, se encuentra un excelente caballero, de esos que ya hay pocos.

Vestido con un exquisito frac negro, llevando una pajarita del mismo color, con bastón y el bigote atusado a lo Dalí, Don Diego Ablorán se paseaba entre la gente que aquella noche, como casi siempre, concurría el gran Bar Electric Chapel. Hombres y mujeres: él no hacía distinción. Todos eran, al final de cuentas, seres humanos.
A lo lejos, recargada en la barra, estaba una chica, de piel dulce como un durazno, con el cabello negro suelto, cayendo tras su espalda como una hermosa cascada de fría agua congelada, sólo iluminado por el neón de los precios que se anunciaban justo encima de ella.
Don Diego se acercó, caminando muy recto, muy galante: algo que no se veía desde hace, quizá, cien años o más. A la muchacha no le importó: sonrió cuando el elegante caballero la abordó, mostrándole algo que al mismo Don Diego asombró: dos ojos de diferente color, uno azul, y otro verde.
-¿Cuál es su nombre, bella criatura?-, dijo Don Diego con la voz más dulce que podía existir. Una voz grave, modulada, fresca.
La chica soltó una carcajada.
-María. ¿Y tú?
Con una reverencia, el hombre se presentó:
-Don Diego Ablorán, a sus órdenes, bella muchacha. ¿Qué te trae aquí?
-Nada. Vine a tomar un café antes de regresar a casa. Quiero olvidar un poco la vida que tengo.
-¿Con un café? Eso no es correcto, querida amiga. Acompáñame, y te enseñaré a olvidar una vida como nunca lo has hecho.
Don Diego le ofreció el brazo a María, quien se sonrojó cuando se tomó de aquel noble caballero. Salieron del Bar, y alejándose poco a poco del bullicio del lugar, se encontraron entre el silencio de calles abandonadas y sucios callejones. Estaba a punto de amanecer. Caminaron juntos por un lugar hermoso, lleno de casas antiguas y perfectamente alineadas. Ahí mismo, Don Diego se detuvo, para colocarse frente a la figura delgada y menuda de María.
-No quiero sonar obsceno, señorita. Es usted muy bella y no concibo la idea de que una criatura como usted sufra. Permítame regalarle uno de mis más dulces besos, si gusta en la mejilla o en la frente, y deme su permiso para acompañarla hasta su casa.
María sonreía, sin creerse la caballerosidad de aquel sujeto, que asintió, poniéndose más colorada de lo que ya estaba. Don Diego se acercó y le dio un suave y hermoso beso frío en la mejilla, tomándola de las manos, sin siquiera soltar el bastón.
En ese momento, al otro extremo de la calle, una voz gritó:
-¡QUÉ DIABLOS HACES, MARÍA!
La chica se asustó al reconocer aquella voz masculina, y Don Diego miró también hasta donde aquella figura venía acercándose. Era un hombre, no mayor, pero si muy grande. De cabello negro, y ojos azules profundos. Miró a la chica con amargura, y la empujó para quitarla de enfrente, y darle la cara a Don Diego, quién no parecía perturbado.
-Mario, por favor, no le hagas nada, él no quería…
-¡Pero lo hizo, vi como te besaba!-, dijo el hombretón. Don Diego tomó bien su bastón. Si se presentaban problemas, él podía enfrentarlo.
-¿Y quién es usted? Se ve ridículo-, dijo Mario, quién, al parecer, era novio de la chica.
-Don Diego Ablorán, y tu novia tiene razón: no fue más que un beso amistoso. Si deja que me retire, no habrá problemas, se lo prometo.
Mario soltó una carcajada, haciendo que María se estremeciera de miedo, y Don Diego dibujara una pícara sonrisa en su rostro juvenil.
-¡No me haga reír! El que tendría problemas es usted. Es débil, es un marica…
Don Diego Ablorán jamás hablaba en vano: del mango de su bastón sacó un cuchillo, una navaja con cuatro filos, algo que parecía una cruz. La primera estocada fue en el pecho, justo en el centro, casi en el corazón. Y la otra en la cabeza, con una fuerza impresionante. El cuerpo de Mario se derrumbó en la calle, mientras la sangre manaba de sus heridas mortales. María soltó un grito, pero no podía moverse: el miedo la atenazaba ahí, pegada contra la pared de una de las casas.
El caballero limpió su arma dando bandazos en el aire, escurriendo la sangre sobre el suelo y las paredes. No podía tocarla, ni siquiera limpiarla con su ropa, porque era demasiado filosa.
-Acero de Damasco. Forjada hace muchos años, un regalo para mí. Una prueba de que el poder de una persona se encuentra en sus manos, cuando quiera. Querida María: como me prendé de usted cuando la vi, le permitiré ir en paz. Nadie le va a creer, por supuesto, y no volverá a verme. Con su permiso…
Con una nueva reverencia, Don Diego Ablorán metió su navaja en el bastón, y salió caminando hacía el filo del amanecer.


FIN DEL CAPÍTULO I


domingo, 31 de enero de 2016

Tres Vidas: Introducción.

Esta historia que voy a contarles tiene tres partes. Trata de tres vidas y de tres personas que, encontrándose en cada una de ellas, tratarán de encontrar el sentido de sus propios destinos. Desde ahora advierto: no es una historia bonita. No hay cosas buenas o agradables para muchos, y para otros tal vez haya algo de esperanza.

Los cuentos se basan en tres canciones de Florence + The Machine: What Kind of Man, How Big, How Blue, How Beautiful y Queen of Peace. La razón del 3x3 que les mencionaba. Un número mágico, símbolo del humano: mente, cuerpo y espíritu.

Quiero que sepan que esta historia está escrita íntegramente en celular, así que es la primera vez que hago algo así, algo grande. Si les gusta, les agradeceré sus bellos comentarios. Si no, tambien: en esta vida (y en las demas), todo debe agradecerse. Aunque los que no creyeron en mi, segurito se van al infierno, como en el tercer cuento.

Luis Zaldivar, 26 de Enero de 2016.

PD: Gracias por la paciencia...

martes, 26 de mayo de 2015

VI: Ozzy

El Circo Metal Madness había llegado a la ciudad desde hacía una semana, y era la última fecha antes de moverse a otra localidad. Aquella noche habría mucha gente, todos mayores de edad que disfrutarían de un espectáculo delirante y con la música más poderosa del planeta. Entre los asistentes se encontraba Leonardo, un joven de 20 años que se había unido recientemente a una sociedad en defensa de los animales. A pesar de ello, no había sido enviado por dicha asociación, sino que había asistido por cuenta propia. Lo que nadie sabía, de entre cientos de personas en el público, era que Leonardo tenía un don especial, algo que le ayudaría con su misión personal aquella noche.
El circo, por dentro, era gigantesco. Con una enorme carpa adornada con colores oscuros, desde el negro hasta el violeta e incluso un rojo parecido al vino, el recinto contaba con tres pistas. Los asientos estaban siendo ocupados tan rápido que ya no había opción para aquellos que llegaban tarde. Sin embargo, Leonardo había reservado con muchos días su asiento en la parte más cercana a la pista principal, para así poder ver el espectáculo en todo su esplendor.
Justo después de cerrar la carpa, las luces se apagaron, para dar paso a un espectáculo de luces y pirotecnia sin precedentes. Al fondo de la pista, sobre un escenario que salía detrás de una enorme cortina de humo, ya se encontraba tocando una estridente banda de thrash metal, todos vestidos de cuero y con adornos metálicos que sobresalían amenazantes desde los hombros, rodillas y hasta de la cabeza, a modo de horrendas cabezas puntiagudas.
Desde la pista de la izquierda retozaba una línea perfecta de caballos negros, y delante de ellos, como su líder, un hermoso caballo blanco con un cuerno postizo colocado en su cabeza con un arnés. Sobre este grandioso animal se encontraba sentada, con las piernas a cada lado de los costados, una mujer de apariencia ruda, con el cabello rubio crespo y levantado por todas partes. Su maquillaje negro parecía corrido, escurriéndole por la cara y haciéndola ver más amenazante.
-¡Espero estén listos para este espectáculo! ¡PORQUE VAN A EXPLOTAR SOBRE SUS ASIENTOS!
Toda la gente se puso a aplaudir y a gritar como posesos, mientras los caballos seguían retozando, dando dos o tres vueltas más en la pista, antes de desaparecer justo a un lado de la banda. Justo debajo del escenario, apareció algo extravagante. Era una especie de carrito miniatura, como de un metro cúbico, con cabezas de muñecas adornando los costados y el cuerpo de una de ellas, decapitada, encima del capó del auto, abierta de piernas y amarrada. Sobre el cuerpo de la muñeca descansaba una enorme serpiente de piel café manchada con verde, una anaconda.
El auto se detuvo en el centro de la pista, y la puerta del piloto se abrió despacio. Del interior salió una figura aún más extraña que todas las que ya habían surgido. Era un hombre, delgado y alto, vestido de negro pero a la usanza de un cazador australiano, con un pantalón de mezclilla, botas, chaleco y sin camisa debajo, y un sombrero hecho de piel de algún animal, que por las escamas parecía de cocodrilo o de avestruz. También llevaba maquillaje, toda la cara cubierta de blanco y los labios y ojos retocados de negro. Lo único que contrastaba eran sus ojos, azules brillantes.
-Soy su anfitrión, el Hombre Cocodrilo. Esta noche verán cosas que les helarán la sangre y los dejarán atónitos de por vida-, dijo el presentador, tomando del capó del coche a la enorme anaconda, y colocándosela como una bufanda por encima de los hombros. Leonardo veía con atención, pero sin aplaudir, al hombre, quién llevaba en la mano izquierda un enorme guante que le llegaba más allá del codo, hecho de piel resistente.
-¡Ven, precioso!-, dijo levantando el brazo enguantado.
Desde uno de los extremos de la carpa, justo detrás del público en la última fila, salió volando de su jaula un enorme buitre, que se posó en el brazo del Hombre Cocodrilo. Todo el público aplaudió, mientras el ave reposaba ahí, con su apariencia jorobada y las alas extendidas, aleteando sin parar. De otra parte del escenario salieron dos asistentes, quienes se llevaron al buitre y al auto miniatura, mientras la mujer del caballo, quién salía junto a ellos, tomaba a la anaconda para enrollársela ella misma como el Hombre Cocodrilo lo había hecho antes.
-Ahora, necesito que guarden silencio. Aquí hay un enorme amigo que quiero que conozcan, una criatura traída desde los confines del mundo para atemorizar a los más valientes. Con ustedes, desde Australia, es Ozzy…
Con un ademán muy teatral, señaló justo hacía arriba, hacía la enorme cúpula que formaba la carpa levantada. Entre los andamios, sin que nadie la viera desde el principio, había una enorme jaula, más larga que ancha, y no tan alta. Dentro descansaba algo que hizo que muchos gritaran y otros miraran asombrados. Era un enorme cocodrilo, de piel verde casi negra, de unos 8 o 9 metros de largo, con el hocico abierto, mostrando su lengua plana y los enormes dientes. Sus ojos inexpresivos se mantenían medio cerrados.
La jaula fue bajada con unos andamios de cadenas hasta el centro del escenario. Cuando estuvo completamente abajo, el Hombre Cocodrilo y otros ayudantes quitaron los ganchos de las cadenas. Luego, haciendo que todos despejaran la pista, el presentador se acercó a un pestillo que la jaula tenía justo arriba, y que la hacía abrirse como el capullo de una enorme flor metálica. Alejándose después de que las puertas de la jaula cayeran al suelo, la enorme criatura salió caminando de su encierro, soltando un enorme silbido, que atrajo al público, quienes no dejaban de aplaudir.
Mientras el Hombre Cocodrilo sacaba de su cinturón un enorme látigo, Leonardo estaba más concentrado en el animal que acababa de salir de la jaula. A pesar de que sólo se encontraba a dos metros de él, Leonardo pudo sentir su piel, el tacto seco y rugoso de sus escamas y la fuerza de su cuerpo al caminar lenta y pesadamente sobre la pista del circo. Se concentró en su cabeza, en su diminuto cerebro de reptil, en el dolor físico que sentía por no estar donde debería estar. Aunque el animal no lo comprendiera, Leonardo lo entendía. Era como estar fuera de sí, en otro mundo, sufriendo.
El Hombre Cocodrilo levantó el látigo y lo soltó con la fuerza suficiente para hacer que el animal se hiciera a un lado, abriendo amenazante las mandíbulas. Con otros dos golpes del látigo, el presentador hizo que el cocodrilo completara una vuelta en la pista, mientras el público vociferaba emocionado ante la fuerza y obediencia de tan enorme criatura. La banda volvió a tocar música, y el Hombre Cocodrilo, sin perder tiempo, se dio la vuelta para agradecer al público con una reverencia un tanto ridícula.
-Vamos, hazlo, vamos, ataca, ataca, muerde, ataca, tienes hambre, ataca…-, murmuraba Leonardo, sin que nadie más se diera cuenta. Su atención se enfocaba solamente en Ozzy, quién estaba mirando hacía otra parte, menos hacía el centro de la pista. Inmediatamente, sin que nadie previera lo que iba a suceder, el animal se dio la vuelta, tan repentinamente que todos solo pudieron ver sin hacer nada más.
Con la enorme cola tiró al Hombre Cocodrilo de bruces, quién se enredó con su látigo. Sin poder levantarse rápidamente, y con la cara maquillada llena de hollín, el presentador trataba de arrastrarse hasta la jaula del animal, para aferrarse de los barrotes. Sin embargo, Ozzy fue más rápido: corrió torpemente con sus patas cortas y su enorme vientre, y alcanzó a morder las piernas del Hombre Cocodrilo, con una fuerza aplastante que incluso hizo que se escuchara como se rompían sus tibias. La gente se levantó de sus asientos, aterrada, y empezó a salir corriendo de la carpa.
Entre gritos de dolor y tratando de zafarse de los dientes de la criatura, el Hombre Cocodrilo miraba como la gente salía aterrorizada del circo, y como los ayudantes trataban de impedir que Ozzy siguiera atacando, pero sin éxito. La criatura, simplemente, obedecía a otro propósito.
Leonardo seguía ahí, mirando al animal, controlando sus movimientos. Hizo que soltara al presentador, quién al ya no sentir el lacerante dolor de los dientes en su piel, empezó de nuevo a arrastrarse, esta vez, hacía los asientos de primera fila.
-Ayúdame, por favor, ayúdame-, le decía el presentador a la única persona que se había quedado ahí, sentado, mirando todo con ojos atentos.
Leonardo, con un ligero meneo de la cabeza, le dijo que no.
De repente, Ozzy se abalanzó de nuevo hacía el Hombre Cocodrilo, pero esta vez, alcanzó a darle una dentellada mortal en el vientre. El hombre trataba de salir, pero era imposible. De su boca empezó a manar sangre, y el vientre le estalló después de que el animal, sin importar su enorme tamaño, se diera una vuelta, haciendo que el cuerpo de su carcelero se partiera por la mitad. Las vísceras salieron como serpentinas, y la sangre se mezcló con el aserrín de la pista. Sin que nadie lo detuviera, Ozzy empezó a darse un festín con las piernas de su víctima, mientras la parte de arriba aún soltaba manotazos y trataba por arrastrarse en la más lenta agonía.

Leonardo se levantó, y caminó tranquilamente hasta la salida, con  satisfacción en el corazón y el sabor de la sangre entre sus encías.


domingo, 24 de mayo de 2015

IV: El experimento.

Alicia había escuchado, entre los alumnos más avanzados, que en el gran depósito de los instrumentos musicales se aparecía un fantasma. Algunos hablaban más bien de un monstruo, algo tan aterrador que mataba con sólo ver a su víctima. Lo curioso era lo fácil que una leyenda había convencido a otros alumnos a enfrentarse a lo desconocido, siempre con consecuencias: siempre que alguna persona entrara al depósito sin el permiso necesario, firmado por uno de los maestros, podía ser suspendido.
Sin embargo, si la leyenda era cierta, de alguna manera habría que provocar al fantasma para que se apareciera. Nadie lo mencionaba jamás, y sólo quedaba en que cualquier persona que entrara al recinto podría verlo si era lo suficientemente paciente. Alicia no lo creyó así. A pesar de que sus clases de piano iban muy bien, y sus ensayos casi diarios no le quitaban tiempo en su vida social y en la escuela, la muchacha de 16 años podría ponerse a investigar un poco más al respecto. A través de varias páginas de Internet, empezó a buscar maneras de hacer que las entidades fantasmales se apareciesen a quien lo quisiera.
Descartó cosas como palabras mágicas, invocaciones con velas y otros materiales químicos, e incluso la Ouija, ya que no quería gastar demasiado, o correr un riesgo mayor de tratarse de una realidad. Sin embargo, en una página que dejó al final de sus pesquisas, encontró el mejor método para atraer a una energía oculta. Lo más asombroso es que el material que necesitaba lo podía encontrar en la escuela de música. Alicia sólo tenía que pedirlo a la persona indicada.

-Necesito tu diapasón-, le preguntó la muchacha a Tomás, su mejor amigo en la academia de música, quién estudiaba guitarra acústica. Esto días después de sus investigaciones.
-Pero si tú estudias piano, no necesitas un diapasón para afinar tu música-, le dijo el muchacho, sonriéndole a su amiga mientras se acomodaba los lentes por encima de la nariz. Ella le miró, casi rogándole.
-Vamos, lo necesito. Si funciona lo que necesito hacer, te lo contaré a ti primero. Por favor…
Tomás se le quedó viendo un momento.
-Te lo prestaré, si me enseñas lo que vas a hacer. Tengo curiosidad, y ya no puedes echarte para atrás.
Alicia tragó saliva. No quería decirle a nadie más acerca de su plan, y mucho menos llevar a un alumno inocente a un castigo severo si no podían demostrar nada. Al final, suspiró como si no tuviera más opción.
-Está bien. Voy a salir al baño del segundo piso a los 15 minutos de clase. Te veré ahí, y si no estás, regresaré al salón, ¿está claro?
Tomás asintió, satisfecho. Sus clases iniciaban a la misma hora, así que no habría problema si ambos salían, ya que estaban en salones diferentes. Se dieron la mano y se despidieron.

Llegado el momento, Alicia se detuvo en su práctica de una hermosa melodía, sintiendo sus dedos engarrotados, no por el cansancio, sino por los nervios. El profesor Sánchez le miró, un tanto extrañado.
-¿Sucede algo Alicia?
-Necesito ir al baño, profesor…
-Claro, no te tardes mucho por favor-, dijo Sánchez, revisando el trabajo de su otra alumna dentro de aquella enorme aula.
Alicia se levantó y salió despacio hacía el pasillo. Ya que estaba prohibido correr por ahí como si nada, caminó rápidamente hasta el final del pasillo, subiendo las escaleras de dos escalones a la vez, y cuando llegó a su destino, ya estaba Tomás esperándola.
-Tardaste demasiado.
-Te adelantaste. Además no quería correr. Tenemos que ser cautelosos. Ven.
Alicia tomó a su amigo de la mano y juntos siguieron hasta el final del pasillo del segundo piso. Se detuvieron frente a las puertas dobles del depósito de los instrumentos. La muchacha vigiló que nadie más se acercara por ahí, y empujó la puerta para entrar. Su amigo la siguió cauteloso.
-¿Qué pretendes?
-Verificar una leyenda.
Tomás la detuvo del brazo, a través de las penumbras de aquél abandonado salón que sólo tenía una pequeña ventana al fondo, que apenas iluminaba el lugar.
-Quieres ver si lo del fantasma es verdad… Es una tontería. Y si nos cachan aquí, nos van a castigar.
-No creo que sea una tontería. Por eso te pedí tu diapasón. ¿Lo trajiste?
Tomás vaciló un momento. Sacó del bolsillo de su pantalón un aparato de metal, que parecía más bien una horquilla de metal. De su propio bolsillo, Alicia sacó una varilla de metal sencilla.
-¿Qué vas a hacer?
La muchacha guiñó el ojo a su amigo.
-Ya verás…
Tomó el diapasón con la mano izquierda y lo golpeó en uno de los extremos gemelos, haciéndolo vibrar. Ella sabía que el sonido hipnótico de las barras paralelas del aparato no duraría mucho, aunque con la vara de metal que ella había traído de casa haría magia. Tocó el diapasón con la varita y empezó a frotarlo, como si estuviera prendiendo fuego con dos pedazos de metal. El sonido del diapasón, además de perpetuarse, se intensificó, haciendo que a ambos les zumbaran los oídos.
-¡Eso es molesto!-, exclamó Tomás, con la voz un poco alta para que Alicia le escuchara. Sin embargo, ella no se detuvo.
El sonido del diapasón empezó a retumbar en las paredes del salón, entre los metales de otros instrumentos, y bajo los anaqueles donde estos descansaban. De repente, uno de los platillos que usaban para la orquesta cayó de su lugar, haciendo su particular sonido estridente sobre el suelo de la estancia. Rodó unos metros y se detuvo.
Alicia dejó de frotar la vara de metal contra el diapasón, y el sonido del aparato se hizo más débil. Tomás se quedó detrás de ella, y ambos escucharon con atención. El sonido del platillo se había ido, y a pesar de que el diapasón seguía vibrando, poco a poco el silencio ocupaba todo el lugar.
-¿Qué fue eso?-, dijo Alicia, casi en un susurro.
-No lo sé…
Lo que vino fue tan repentino que hizo que los dos se quedaran petrificados, tan cerca de la puerta pero sin poder moverse ni un poco. Varios de los instrumentos cayeron estrepitosamente al suelo, haciendo mucho ruido. Sin embargo, no parecía haber nadie ahí. De repente, un gemido muy fuerte empezó a escucharse al fondo del recinto, que iba creciendo conforme parecía acercarse más y más. Alicia no lo pensó mucho y salió corriendo dejando las puertas entreabiertas.
Tomás se quedó ahí, quieto, mientras la figura al fondo de la sala se iba dibujando poco a poco contra la penumbra. Era una persona que él conocía muy bien. Se llamaba Isabel, su novia, quién llegó caminando como si nada, riéndose. Tomás la tomó de las manos y la acompañó con sus carcajadas.
-Se la creyó. Hiciste bien en decirme lo que sospechabas. Al menos le metimos un buen susto a tu amiguita-, dijo Isabel, mirando a su novio con ojos alegres y algo de maldad.
-Ya me había preguntado muchas cosas acerca de la leyenda. Qué mejor que hacerle pasar un momento como ese…
-Muy bien por ustedes-, dijo una voz detrás de ellos.
Isabel y Tomás voltearon. Por un momento, pensaron que podría ser algún profesor que los había descubierto y que ahora los castigaría. Sin embargo, lo que había detrás no era siquiera humano. Tenía la apariencia de un felino apoyado solo en sus patas traseras, con enormes manos con garras afiladas que arrastraban justo a los costados. La cabeza era felina, sin embargo, los rasgos eran como los de un reptil, con un hocico enorme y alargado del cual sobresalían un montón de dientes putrefactos. 
La criatura abrió las fauces, escurriendo saliva sanguinolenta, y los dos aterrados alumnos gritaron antes de sentir las afiladas garras en sus gargantas. Al fondo del salón, como si viniera del fondo del abismo infernal, el viejo piano de la escuela empezó a tocar sin que ninguna mano humana lo manipulara.


 
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