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viernes, 8 de julio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 14.

Cuento 14: Run Boy Run (Woodkid, 2013). https://www.youtube.com/watch?v=lmc21V-zBq0



Al día siguiente, nadie había notado la presencia de una nueva vendedora en la farmacia. “Otra chica”, dijeron algunos, pero nada más. No hubo preguntas, ni saludos afectuosos. Simplemente ahí estaba, una presencia más en aquel lugar. Al menos, María estaba tranquila con su disfraz: no había nadie de su época que la recordara. Tal vez si algún cliente de años la visitase y la viera bien, ni siquiera la recordaría.
Todo el día pasó ella escondida, hasta que llegó la noche. Los vendedores que quedaban iban haciendo sus cortes de caja, y entregando el dinero para ir a sus casas. Uno de los que quedaban era Julián, quién se había distraído por algo que había visto en el suelo de su departamento. Discretamente escondida, había una mancha junto a la vitrina de las bocinas. Una mancha café, ya sucia, pero que conservaba el aroma indiscutible.
-Sangre…-, susurró el muchacho, tocando la mancha. Hacía ya días que no había bebido su jugo especial, porque escaseaba la materia prima. Hace mucho que no se concentraba en conquistar personas para llevarlas a casa, porque estaba distraído.
Tenía hambre.
Casi frente a él, Susana, la chica de Tabacos, ya había acabado de hacer su corte. Esperaba sólo la firma del gerente para salir, y que algún miembro de Seguridad revisara sus valores para entregarlos. Desde lejos, a la chica se le podía ver, a través de la cortina de cabello, su vena, palpitante, llena de aquel líquido que todo lo cambiaba…
Julián no iba a esperar mucho tiempo para volver a probar el dulce sabor de la sangre.

Susana entregó al final sus valores, pues no tenía prisa de irse tan rápido a casa. la chica de la caja general, llamada Ivette, incluso le hizo algunas bromas y platicaron un poco. Ya no había nadie más con quien compartir los últimos chismes.
Saliendo de caja, caminando por el pasillo, Susana escuchó un ruido, como de quien tira una caja o algo al suelo. No había nadie. Ni siquiera la gente de restaurante que se quedaba hasta más tarde, haciendo ruido mientras lavaban los platos o limpiaban las cocinas.
-¿Hola?-, dijo la muchacha. Pero nadie le contestó.
Le quitó importancia, y empezó a bajar las escaleras directo al andén de salida. Al llegar antes de la mitad, vio la sombra de alguien, antes de doblar la esquina al siguiente tramo de escaleras.
Susana vio la sombra de aquel desconocido, que desde aquella distancia se distinguía que era un hombre. Vio que de algún bolsillo en su pantalón sacaba algo, algo largo que se reflejaba en la pared. Era un cuchillo. La chica no pudo reprimirse, y soltó un gritito, suficientemente fuerte como para que aquel sujeto la escuchara, girara la cabeza y empezara a subir las escaleras, directamente hacía ella.
Sin otra opción que volver a subir, Susana empezó su carrera directamente hacia arriba, sin importarle si sus tacones resonaban en todo el lugar. Aquel loco ya estaba a punto de alcanzarla, y cuando sintió al fin su presencia tras de ella, se volteó para soltarle una patada con la zapatilla. Acertó en la espinilla, mientras Julián se retorcía de dolor, agarrándose la pierna, sin soltar en ningún momento el cuchillo.
-¡Maldita perra…! ¡Ven aquí, estúpida!
Susana echó a correr, tropezando unas cuantas veces con los escalones, hasta que llegó al pasillo. Ahí, chocó de frente con Ivette, quién ya tenía su bolsa y su chaqueta en la mano, y quién se sorprendió con la otra muchacha, quién estaba pálida y asustada.
-¿Pero qué pasó?
Susana tardó en contestar, presa del pánico. Volteó para asegurarse de que Julián no la seguía, pero nadie subió por las escaleras. Tomando aliento, la chica empezó a hablar.
-Julián está… ahí abajo… ¡va a matarme!
Ivette se quedó pasmada, con los ojos abiertos, tratando de entender lo que Susana estaba diciendo.
-No, no, a ver… ¿Julián quiso matarte?
-¡Sí! Le acabo de golpear allá abajo, en las escaleras. Va a venir y…
-Tranquila, ya estás aquí. Tal vez me escuchó hablar y por eso no ha venido. Ven, te acompaño con alguien para que nos ayude.
Ivette tomó del brazo a Susana, quién temblaba de miedo. Pero en vez de dirigirla hacía la tienda o las oficinas, la empujó de nuevo a las escaleras. Susana cayó de espaldas, dando unas tres vueltas, con los escalones haciéndole daño cada vez que bajaba, y al final, quedando en una de las intersecciones de los tramos de escaleras. Como pudo, empezó a darse la vuelta para quedar de espaldas, y ahí estaba Julián, mirándola desde arriba, con el cuchillo aún en su mano.
-¡Buen provecho!-, dijo Ivette desde arriba, mirando al vacío.
Julián se agachó, tomó el cuchillo aún con más fuerza, y lo clavó justo debajo del brazo, cerca del pecho, atravesando el corazón. Al sacarlo, la sangre empezó a salir, como si se tratara de un manantial. Susana no podía gritar: el dolor se lo impedía. Poco a poco, la vida se le fue apagando, y Julián sólo hacía una cosa: beber directamente del chorro de sangre, desperdiciando bastante en el proceso, dejando que se escurriera en el suelo, y manchara su ropa.
Ivette bajó algunos escalones, sólo para corroborar que la muchacha ya estaba muerta, y el otro satisfecho.
-¿Te ayudé bien? ¿Eso era lo que querías? Espero que sí. Ahora déjame en paz, ya tuve suficiente de esto…
Julián se le adelantó, antes de que ella pudiese bajar más escalones, y la tomó fuerte del brazo.
-Te voy a decir una cosa, maldita. Accedí a no matarte a cambio de que me ayudaras a conseguir una presa más accesible. Ya probé su sangre, pero aún no estoy satisfecho del todo. O me ayudas a esconderla, o tendré que seguir contigo, ¿entendiste?
Ivette asintió, asustada, y se soltó de un jalón de los dedos manchados de sangre de aquel muchacho. Como pudieron, entre los dos cargaron con el cuerpo de Susana y lo subieron al pasillo.
-¿Y dónde lo vas a esconder, genio?-, dijo ella sarcásticamente.
-Hay un lugar donde, estoy seguro, el muchacho ese que atiende la farmacia guarda cosas que nadie debería de ver. Ahí esconde sus cuerpos, los de los clientes a quienes asesina. Una vez lo vi, sólo una vez, y desde ahí todo parece normal. Por eso me gusta beber la sangre. Si a él le da la vida que tiene, ¿por qué a mí no?
Siguieron cargando el cuerpo, y mientras el pasillo estaba abierto, y la tienda accesible, los dos entraron con sigilo, escondiéndose de vez en cuando en las estanterías de los libros y tras las vitrinas. Ni el gerente ni los de seguridad parecían estar ahí. Nadie más vigilaba las cámaras en la noche.
Con mucho esfuerzo, lograron llegar hasta la farmacia, dónde Ivette, que ya no podía más, dejó caer sin querer el cuerpo de la otra muchacha, haciendo que su cabeza chocase contra el suelo.
-Lo siento.
Julián la miró, pero no dijo nada.
-No importa. Deja abro la puerta y luego la ponemos ahí. Será su problema después.
El muchacho dejó el cuerpo en el suelo, y caminó hasta la puerta de la rebotica, pero alguien más ya estaba ahí. Una muchacha de largo cabello negro lo miraba. Llevaba la bata del personal de la farmacia, y se veía bastante pálida, incluso para una mujer viva.
-Oh, creo que tenemos un problema-, dijo Julián, sin dejar de mirar a la chica, mientras llamaba la atención de Ivette, quién se acercó para ver lo que estaba pasando.
-¿Crees que nos haya visto?
La muchacha contestó a la pregunta de Ivette.
-Obviamente que los vi. Pero no diré nada: no se preocupen.
-¿Y el chico de la farmacia?-, preguntó Julián, limpiándose la sangre y el sudor de la frente con la manga de su saco.
-Está durmiendo. Se supone que no puede. Pero me dejó aquí, vigilando. ¿Qué se supone que van a hacer con ella?-, dijo la chica, señalando el cuerpo.
-Bueno, queríamos ver si podemos dejarla en el cuarto. Ahí es donde esconden todo, ¿no?
-Así no funciona, Julián-, dijo el chico de la farmacia, quién parecía haber estado ahí siempre, escuchando escondido.
El asesino sonrió nervioso, y hasta Ivette estaba tensa, mirando a aquel curioso muchacho acercarse hasta su compañera, quién no sonrió ni dijo nada.
-Escucha… Tenemos que esconder el cuerpo de la muchacha, si no…
-¿Si no qué? Tú la mataste, tú hazte cargo de ella. Yo no lo hice. No puedes dejarla ahí abajo.
Julián se estaba enojando, y se le notaba, con su vena roja palpitando en la frente.
-Eres un mal agradecido. Yo guardé tu secreto y así me pagas…
El chico de la farmacia sonrió, con verdadera satisfacción, sin siquiera entender lo que era eso que sentía al hacerlo.
-No. Tú viste por accidente lo que yo hacía hace tiempo, y te quedaste callado por miedo. Intentaste hacer lo mismo, y no te ha resultado, por lo que veo. Siempre tienes más y más sed. Además, no creo que a tu compañera le haga bien lo que acabas de hacer con ella.
Detrás de Julián estaba Susana, de pie, como irreal, pálida, con golpes en el cuerpo y sangre en la ropa. Era un fantasma, el recuerdo de su horrible muerte, de pie frente a su cuerpo real, muerto.
-¿Qué fue lo que me hiciste?-, dijo el fantasma de Susana, componiendo un rostro amargo, de dolor y de enojo. Julián palideció, e Ivette dio unos cuantos pasos hacia atrás.
-Yo… tenía hambre, muchísima. No tienes idea de lo que es no tomar sangre después de mucho tiempo…-, decía Julián, con la voz entrecortada y con las manos temblorosas.
Sin que nadie lo viera, el chico de la farmacia abrió la puerta de la rebotica, e instantáneamente se escuchó el silbido de muchas alas, de insectos que volaban enloquecidos en el fondo del pozo.
-Mira, María, lo que pasa cuando los seres humanos no respetan las fuerzas que nunca llegarán a comprender-, dijo el chico, mientras María observaba a distancia lo que estaba pasando.
Del pozo profundo, empezaron a escucharse más y más aleteos, y en un instante, millones de escarabajos de color café y rojo sobrevolaban el lugar, metiéndose entre los productos de la tienda, y posándose en las paredes. Eran un enorme torbellino de alas, patas y antenas, que silbaban sin pausa, cada vez más fuerte.
Julián vio aquella enorme nube de insectos que se cernía sobre la farmacia, y poco tiempo le dio para correr. Los animales le empujaron de espaldas contra una de las vitrinas de la farmacia, y rompiendo el cristal, el cuerpo de Julián empezó a ser devorado vivo por millones de bocas, de insectos con afilados dientes que buscaban ansiosamente carne y sangre.
Entre los gritos de agonía de Julián y el silbido de los insectos, Ivette soltó un grito agudo, y echó a correr de regreso al pasillo, tropezando con el cuerpo de Susana, cayendo de boca cerca de su cara, con aquel rictus de muerte eterno.
-Échenla al pozo-, dijo el chico de la farmacia, mientras María y el fantasma de Susana se acercaban a Ivette, quién se levantó demasiado tarde, mientras las manos de dos muertas la aferraban fuerte de los brazos, jalándola hacía la puerta abierta. Los insectos aún no terminaban de comer, e Ivette aún podía ver el cuerpo de Julián, que poco a poco se iba degradando a huesos.
-¡Déjenme ir, por favor! ¡YO NO HICE NADA!
Nadie dijo nada, ni tampoco se compadecieron de ella. Ivette vio el fondo del pozo, aquel lugar sin fondo, donde se escuchaban lamentos, gritos de gente que habían sido arrojadas ahí desde hacía años, para jamás salir.
-Vas a tener el horrible honor de ser la primera persona que cae aquí sin heridas, y con su vida íntegra. Adiós, Ivette…
Las chicas arrojaron a la mujer hacía el pozo, escuchando su agudo grito al ir cayendo, apagándose más y más, hasta escuchar el golpe en el fondo.
Cuando los insectos terminaron de comer, y la puerta estuvo cerrada, el chico de la farmacia se llevó el cuerpo de Susana también al pozo. Su fantasma miró aquel acto como algo definitivo, algo con lo que poder descansar. Sonrió, le sonrió a los dos presentes, y no dijo nada. Desapareció en una nube blanca, que se desvaneció en el aire.
-Tenemos que dormir, María. Mañana regresa tu amado. Le vas a dar una gran sorpresa…
Ella sonrió, sin ganas, y se quedó sentada ahí, quieta, en el suelo de uno de los pasillos de medicamentos, sin hacer ruido, sin que nadie la notara.

Raymundo Pérez, el gerente más joven de la tienda, aún estaba revisando la tienda cuando llegó a la farmacia. No había nada raro ahí, nada que mereciera hacer un reporte al otro día. Todo estaba en orden, limpio, como siempre.
Su celular empezó a sonar. Lo sacó del bolsillo del saco. En la pantalla se leían dos letras: J.H.
-Jefa, buenas noches-, dijo Raymundo, contestando lo más natural posible.
Una voz de mujer, seria y muy potente, se escuchó del otro lado.
-Mañana voy a hablar con usted urgentemente. Lo que pasó con la muchacha de Óptica no se va a quedar así. Necesito respuestas y usted me las va a dar, Raymundo. Descanse…
La mujer colgó el teléfono y Raymundo tragó saliva. En sus pensamientos, en sus diversas imágenes mentales, aparecían más resplandecientes dos frases, sobre todo lo demás.
Mañana va a venir la Distrital. Estoy en problemas.

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 13.

Cuento 13: I’ll Keep Coming (Low Roar, 2014). https://www.youtube.com/watch?v=KnrGMHhnqrw



Fernando era uno de los mejores vendedores de la tienda. No por nada, su popularidad se había extendido a casi todos los que laboraban ahí, incluyendo el hecho de que su trabajo en el departamento de Telecomunicaciones era de los que dejaban mejores ganancias. A pesar de todo, Fernando también era demasiado distraído, casi siempre le faltaba algo de dinero en su corte de caja, y todos se burlaban de él, aunque él mismo prefería seguir la corriente para no sentirse tan humillado.
No era secreto tampoco que Fernando era gay. Sin embargo, a pesar de sus modos y de la notoriedad de su preferencia, nadie le decía nada al respecto. Había cierto respeto en ese tema, y cuando alguien llegaba a burlarse por ello, le llevaba igual la corriente. Nunca había tenido problemas con el personal de la tienda, y bueno, no era algo que debiese de preocuparle.
Una noche en especial, después del incidente con Lola y de que la llevasen de inmediato al hospital por su crisis, Fernando y el vendedor de tiempo parcial, de nombre Alfredo, recibieron mercancía demasiado novedosa. Era un aditamento para el celular que estaba de moda, una especie de armazón o lentes para colorar el celular dentro, lo que permitía ver videos en alta resolución, con la tecnología en 360º, logrando ver toda una estancia como si en verdad se estuviese dentro de ella.
-Bueno, creo que merecemos probar este aparato. Vamos a ver…-, dijo Fernando, tomando los lentes y uno de los celulares, mientras colocaba todo en su lugar según el manual, para empezar a usar el aparato. Alfredo lo miraba con curiosidad, como todo encajaba en su sitio y para su específico funcionamiento. Era innegable: la tecnología sobrepasaba todo.
-¿Qué se supone que debe verse?-, preguntó Alfredo, recargado en una de las vitrinas donde exhibían los celulares más novedosos.
-Bueno, si se ponen los videos en 360º, podremos ver casi cualquier cosa que se haya grabado en ese formato. Incluso hay juegos donde debes dispararles a los zombis y cosas por el estilo. Veamos que tal…
Después del montaje, Fernando se colocó el armazón en la cabeza, el cual le cubría por completo los ojos y parte de la frente y la nariz. La calidad era genial, y eso que sólo estaba viendo el menú, que era representado por una estancia en una casa, con muebles y hasta chimenea. A donde él voltease, podía ver cada uno de los detalles de la animación. Era como estar en ese lugar en específico.
De repente, el aparato soltó un mensaje, de un vídeo nuevo recibido.
-¿Qué sale?-, dijo Alfredo.
El otro muchacho no dijo nada.
-Bueno, se supone que llegó un mensaje de vídeo. Tal vez sea la demostración o algo así. Deja lo abro…
Con el cursor de la pantalla, Fernando sólo tenía que mover la cabeza y apuntar hacía el icono del mensaje que apenas había llegado, para que se abriera.
Inmediatamente, la estancia desapareció y empezó el video. No era en formato 360, ya que Fernando movía la cabeza y no cambiaba nada. Era la imagen de un muchacho, alguien que él conocía bien. Miguel, el vendedor de Relojería, estaba en él, rodeado de cosas podridas y muebles viejos, en un ambiente lleno de humo, escuchando disparos alrededor, gritos y demás cosas así. Parecía un vídeo muy viejo, a pesar de verse demasiado reciente.
-A quién esté escuchando y viendo esto… Tienen que acudir rápido por ayuda. Así es el futuro, y nos vamos a morir si no hacemos algo rápido.
Fernando se quedó boquiabierto, mientras el vídeo seguía su curso. No quería dejar de verlo.
-¿Qué se ve…?-, volvió a preguntar Alfredo, pero su compañero ni siquiera lo escuchaba, por los audífonos.
Fernando seguía escuchando atento y viendo los detalles del vídeo.
-Al acabar de ver este vídeo, busca al chico de la farmacia. Ya sabe lo que va a pasar, y lo que tiene que pasar. Díganle que me encuentre en el departamento de los relojes. Luego prepárense para lo que viene. Todos vamos a morir…
El vídeo acababa abruptamente con una explosión un poco más intensa que las anteriores. Fernando se quitó el aparato de encima de los ojos, y miró enloquecidamente a su alrededor. Alfredo le miraba preocupado, mientras ponía todo de nuevo en su lugar.
-¿A quién buscas o qué viste? Cuéntame…-, dijo su compañero, preocupado en serio por la actitud y las reacciones de Fernando.
-Necesito encontrar al… al de la farmacia… ¿Dónde está?
El muchacho, totalmente alterado, salió de detrás de las vitrinas para buscar al chico de la farmacia, quien no aparecía en ningún lugar.
Se metió como por instinto a la isla donde se exhibían los relojes, casi como si su propia mente le dijera hacia dónde dirigirse. Tal vez era miedo, o algo más que lo guiaba en esa dirección.
-¿A quién buscas?-, dijo de repente una voz detrás de él. Una voz fina, casi apagada.
Fernando se dio la vuelta, y ahí estaba a quién con tanta desesperación estaba buscando. El chico de la farmacia le vio, sin siquiera expresar alguna emoción. Totalmente serio, como si…
-Yo vengo a… Ya sabes, ¿no? Creo que sería imposible decirlo porque…
El chico asintió.
-Sabía que esto iba a pasar, y no lo vi antes. Soy un completo idiota. Ah mira, ya llegó…
El chico señaló justo detrás de Fernando, quién volvió a darse la vuelta para ver de quién hablaba. Era Miguel, algo sucio, despeinado, y aterrado.
-¿Pero qué…?-, exclamó Fernando, viendo a su compañero quién, sin importarle, quitó al chico de los celulares de enfrente, para poder mirar a los ojos al otro, quién estaba inmutable.
-Tú ocasionaste todo eso. Yo vi lo que iba a pasar. ¡Todos estaban…!
-Sí, sí. Ahora te pido que te calles y me escuches. Tienes que regresar veinte años. Pero primero te daré un poco de compañía. Hay un bastardo bastante molesto que siempre ronda la tienda, me conoce y sabe lo que soy. Si te lo llevas contigo, podrás mostrarle cosas que lo harán recapacitar un poco. Ve y búscalo, está en el restaurante. Se llama David. Estatura media, canoso, ojos apagados. Viajen ahí mismo, y que él te vaya guiando.
Fernando se quedó ahí, quieto, escuchando todas las incoherencias del chico de la farmacia, y que Miguel, al parecer, entendía. Su compañero salió de la isla de exhibición, y se dirigió hacía el restaurante. Después de que desapareció, el chico de la farmacia se acercó a Fernando.
-No puedo pedirte que te quedes callado ante lo que viste. Si sientes la necesidad de decirlo, hazlo. Que los de gerencia crean lo que has dicho, y nos vengan a buscar. Ese es el destino…
El chico de la farmacia salió, directamente hacía su departamento, y Fernando se quedó ahí quieto, mirando hacia el frente.

Miguel entró al restaurante, y empezó a buscar entre los comensales a quién se pareciese más al hombre que el chico de la farmacia le había descrito. Ahí estaba, sentado en una silla solitaria, en una mesa pegada a la pared.
El muchacho se le acercó poco a poco, mientras David levantaba la mirada de su revista para ver quién se le acercaba. Al ver a aquel muchacho así, todo sucio y con cara de asustado, entendió rápido la razón.
-Oye, ¿estás bien? Siéntate por favor-, dijo David, haciendo que el chico se sentara y se tranquilizara un poco. Miguel tenía aún el reloj antiguo entre los dedos, y lo apretaba, como si de ello dependiese su vida.
-Tengo… algo que decirle.
David escuchó atento la advertencia que Miguel traía, lo que había visto del futuro, y lo que el chico de la farmacia le había dicho. El hombre no dijo nada por un largo rato.
-Te creo muchacho. Ese monstruo puede ser capaz de cualquier cosa. Si en verdad dice tener las respuestas que necesito para detener todo el mal que ha hecho en este lugar, te acompañaré a ver lo que me has dicho. ¿Cómo se supone que llegaremos al pasado…?
Miguel le mostró el reloj, y David asintió.
-Otra de sus estupideces. Muy bien muchacho, llévame…
El chico apretó el botón del reloj, mientras David ponía su mano en el hombro del muchacho. Ambos sintieron viajar en aquel túnel amarillo, esta vez, en un jalón, como si algo los atrajera hacía el pasado, en vez de empujarlos hacía el futuro. Fueron minutos, tal vez varias horas, hasta que estuvieron de nuevo ahí, en el restaurante, el cual lucía diferente.
-Diablos, me acuerdo de todo esto…-, dijo David. Las sillas, el mobiliario, hasta la pintura. Todo era diferente, pero a la vez tan familiar, que era imposible no revivir los recuerdos, el dolor.
-El chico de la farmacia dijo que usted me guiaría. ¿Ya estuvo aquí una vez?
David asintió, con tristeza en sus ojos.
-Esto es de hace veinte años. Aquí vine con mi novia, María, cuando estábamos enojados. Ella se levantó y entró al baño. Se suicidó. Me arrepiento cada minuto de ello, de no haber impedido su muerte, de no estar con ella. Yo…
En eso, un grito hizo que los dos saltaran de sus asientos. Una muchacha enojada se levantaba de su silla, y salía corriendo, mientras el muchacho, sentado aún, con la taza de café frente a él, se le quedaba mirando, serio, sin decir nada.
-Creo que ahí están los dos. Debería cambiar todo, ir a decirle a María que…
-No muchacho, así no funciona esto. Si cambio algo, puede que jamás regresemos, o que cambiemos cosas que no deben de cambiar. El chico de la farmacia quería que te mostrara algo, así que sólo podemos hacer algo. Ven…
Los dos se levantaron, David guiando a Miguel, y se apresuraron a seguir a la chica, antes de que el muchacho se levantara de su silla, para buscarla después. Los dos se encaminaron al baño de hombres, que no quedaba muy lejos de ahí, y Miguel se quedó impresionado. Nada en la tienda era igual, ni los juguetes ni los dulces por donde pasaban. Nada.
Entraron a los baños de hombres, y esperaron, escondidos en uno de los compartimentos.
-Ella entró después de que yo salí a buscarla, o eso creo. Entrará ahí, al cubículo para personas discapacitadas, y se cortará las venas.
Miguel sólo podía escuchar lo que David le decía. Ninguno de los dos se movió, cuando escucharon pasos que iban directamente hacía el último inodoro. La puerta se cerró, y ambos escucharon el llanto de una mujer. David puso su mano en la pared del cubículo, y su frente también, como si quisiese acercarse a ella.
-La amaba tanto-, susurró el hombre. –No quise que le pasara nada. No era mi intención. Veinte años fueron suficientes para arrepentirme de todo. Y ahora que la tengo tan cerca, no puedo impedir nada. ¿Por qué…?
Otra vez escucharon pasos, y ambos contuvieron la respiración. La puerta del último cubículo volvió a abrirse, y esta vez, se escuchó la voz de ella, llorosa y asustada, y luego la de un muchacho, una voz tenue y familiar.
-Perdona, no quise… Es que…
-No te preocupes. Entiendo tu dolor-, dijo el chico de la farmacia, acercándose más hacia dentro del cubículo.
Sin hacer ruido, David salió de donde estaba escondido, mientras Miguel le hacía señas para que regresara. Pero era demasiado tarde. El hombre veía, desde un punto más alejado, lo que pasaba.
El chico de la farmacia estaba cerca de María, y mientras ella lloraba, él la consolaba, con una mano en el hombro de la muchacha.
-Puedo ayudarte, para que ya no sufras más. A cambio, tú también puedes ayudarme…
-¿Qué tengo que hacer?-, dijo María, mirando a su joven compañero.
El chico sacó del bolsillo de su bata una navaja, de aquellas pequeñas y lisas.
-Ya sabes qué hacer…
Ella la tomó con los dedos de la mano derecha, y tomando valor, con las lágrimas llenas de rímel escurriéndole por las mejillas, se cortó las venas. La sangre empezó a salir a chorros, pero ella no sentía más que dolor.
-Duele mucho. Duele mucho, por favor…
El chico de la farmacia la tomó de la muñeca, y observó las largas heridas. Luego la miró a ella, y le sonrió.
-Te ayudaré…
David se aterró cuando vio lo que pasaba a continuación. La mano del muchacho atravesaba el pecho de su amada María, y con los dedos, le apretaba el corazón. Ella soltó un leve grito, y luego le sonrió al muchacho, correspondiendo su dolor con gratitud.
-Gracias por liberarme…
El chico de la farmacia la miró desvanecerse, vio como su cuerpo se iba muriendo, y él también soltó lágrimas, como hacía veinte años, cuando su hermano Mapache moría ahí mismo.
-Perdóname María. Algún día entenderás-, dijo el chico, sacando la mano del pecho de la muchacha, sin hacerle ningún agujero. Sus dedos estaban manchados de sangre, sangre que aún estaba caliente.
Sin pensarlo dos veces, David salió de ahí, sin hacer ruido, con lágrimas en los ojos y la piel más pálida que el mármol. Miguel esperó a que el chico de la farmacia saliera del baño, y también siguió a su compañero.
Cuando lo encontró, David estaba entre las repisas de los juguetes, con un rostro de furia incontenible, y las lágrimas bañando su rostro viejo.
-Siempre pensé que ella lo había hecho. Ese maldito la obligó a hacerlo…
Miguel estaba desconcertado.
-¿Por qué lo habría hecho? Y peor aún: ¿por qué aceptó ella?
David miró a Miguel, enojado, furioso, pero no con el muchacho.
-Tengo que regresar. Voy a matar a ese cabrón.
Miguel asintió, y tocando de nuevo el botón del reloj, hombro a hombro, ambos regresaron…

Veinte años después, y el baño ya estaba vacío, oscuro. Más siniestro.
Ya no había música clásica, ni jazz, ni nada. Sólo silencio, y la noche.
El chico de la farmacia se acercó al baño, al del fondo, y abrió la puerta, arrancándola de los goznes. Miró hacia el retrete, que burbujeaba con su presencia.
-Sal de ahí, querida María…
El monstruo que vivía en el inodoro salió, como una columna de agua sucia y hedionda. Con una mano, el chico de la farmacia le detuvo antes de que se lanzara sobre él. Tanto era el poder de ambos monstruos, que el retrete se rompió, y el piso a su alrededor empezó a hundirse.
-¡Él ya lo sabe, estúpida! ¡Termina con tu tonta venganza…!
Con otro movimiento, el chico de la farmacia arrojó el alma de la muchacha hacia la pared, dejando toda el agua sucia caer hacía el piso roto, y haciendo que borboteara aún más desde la cañería. El dolor era insoportable: su cuerpo de muchacho ya no aguantaba más. Su poder se desvanecía.
Sobre el suelo, encogida como un animal asustado, estaba María. Su cuerpo era el mismo, a excepción de dos líneas rojas en sus muñecas. No había envejecido: estaba igual que siempre, igual de bella, y asustada. Miró al chico de la farmacia, quién se agarraba el brazo, como si le quemara. Él le sonrió.
-Levántate, querida. Tienes que prepararte. Él ya viene.
María asintió, pero tardó en moverse, y acostumbrarse de nuevo a su cuerpo. En la oscuridad.

martes, 5 de julio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 12.

Cuento 12: Velo de Novia (Hello Seahorse!, 2010). https://www.youtube.com/watch?v=WHeICN8Nxnk



Una semana había pasado, sin que los horrores se desataran en la tienda. Aún así, los vendedores estaban ansiosos. Nadie sabía nada de Miguel ni del monitorista de la noche. Aún así, sabiendo que algo andaba mal, nadie decía nada. Todos seguían trabajando normalmente.
Una tarde lluviosa alguien llegó al departamento de Óptica, buscando un examen de la vista, los cuales se hacían gratis, y con los aparatos más sofisticados. La responsable del departamento se llamaba Dolores, pero todos sus compañeros y amigos le decían Lola. Era una mujer de estatura media, de cabello muy largo y negro, veteado con algunas canas. Siempre iba muy elegante, con su falda, sus tacones y su bata, impecable y con el nombre de la tienda bordado a un costado.
Lola era una mujer muy amable, de voz profunda y siempre enfocada a su trabajo, no seria, pero sí muy divertida cuando se lo proponía. Aquella tarde, en la hora de la comida, Lola no tenía con quién hablar. Sin embargo, esperaba a que sus compañeros regresaran, atendiendo a todo cliente que se acercara a los departamentos más cercanos. Hasta que nadie más llegara, ella no podría ir a comer.
Los clientes se fueron, y la tienda quedó vacía, a excepción de la presencia constante de la música, y de los miembros de seguridad, vigilando todo a su alrededor.
Fue cuando entró aquella mujer a la tienda. Lola la vio acercarse hasta el mostrador de la Óptica. Nunca había visto a alguien así: vestida elegantemente con un abrigo blanco, unas zapatillas acorde al color y falda negra. Iba bien peinada, con un enorme chongo en su cabello negro, y caireles cayéndole a los hombros. Sin embargo, pese a la gallardía de la mujer y de su elegancia tanto al vestir como al caminar, aquella dama estaba triste. Y se le notaba en los ojos.
Lola era experta en miradas: podía apreciar los sentimientos de la gente con tan sólo mirarles directamente. No importaba si los ojos eran grises o azules, pequeños o grandes, rasgados o muy abiertos, ella distinguía cosas que ninguno más podría, incluyendo claro está los trastornos y enfermedades comunes. Sabía cuando una persona estaba triste por lo apagado de su iris, o cuando estaba feliz porque sus ojos brillaban, como si quisieran llorar y expresar lo mejor de sus corazones. Aún así, era demasiado discreta: jamás preguntaba. Sólo observaba, fijamente, y dentro, su corazón sonreía, o también lloraba.
La mirada de aquella mujer era de tristeza extrema, como si algo la lastimara en serio, o como si hubiese perdido a alguien recientemente.
-Buenas tardes señorita. ¿En qué puedo ayudarla?-, dijo Lola, preguntando de manera profesional, aunque imprimiendo un poco de su empatía en cada palabra. La mujer sonrió un poco, cambiando de brazo su bolso.
-Me he sentido con la vista un poco cansada, y quisiera descartar cualquier cosa. ¿Qué puedo hacer?
-No se preocupe, señorita. Le puedo hacer su examen gratis, y podemos descartar cosas. Tal vez solo sea la vista cansada, por lo que me dice. Acompáñeme.
Lola llevó a la mujer al cuarto al fondo de la Óptica, donde hacía los exámenes con una máquina extraña, la cual colgaba de un soporte, directamente sobre una silla de dentista. La mujer dejó su bolso en una silla desocupada, y sin quitarse el abrigo, se recostó en la silla. Lola manipuló el aparato, lleno de lentes de diferentes graduaciones, y lo colocó sobre el rostro de la mujer, para empezar a medir las graduaciones que necesitaba para ver las letras que estaban sobre la pared, en el clásico poster con letras mayúsculas que iban descendiendo en tamaño.
-E… C… F… M… M…-, decía la mujer, mientras Lola señalaba con una regla las letras en la pared. Después de eso, la optometrista quitó el aparato del rostro de la mujer, quién miraba aún hacía la pared, relajada, sin decir nada.
-Lo que puedo ver es que ve con naturalidad las letras, pero tarda un poco en distinguirlas, y en decírmelas también. Pienso que puede ser vista cansada solamente, y no tendríamos que hacer unos lentes tan complicados para su condi…
Lola se quedó pasmada, al ver el rostro de aquella mujer, que indudablemente estaba sufriendo. Sus ojos ahora estaban rojos, con el brillo sutil de las lágrimas a punto de caer sobre su regazo y sus mejillas.
-¿Sucede algo, señorita?
La mujer soltó a llorar. De sus ojos cayeron las lágrimas más amargas que Lola jamás había visto, ni en sus amigos ni en su familia.
-Ay Dios, permítame por favor, tranquila…
Lola sacó del bolsillo de la bata un pañuelo y se lo ofreció a la mujer. Esta lo tomó con ambas manos, para secarse las lágrimas de los ojos y limpiarse el maquillaje, que se había corrido con la humedad.
-¿Puedo ayudarle señorita?
La mujer seguía sollozando, y negó con la cabeza, sin quitarse de los ojos el pañuelo.
-No puede, nadie puede. Treinta años he estado aquí… No puedo salir, ¿sabe?
Lola no entendía nada.
-Podría ayudarla si tiene problemas en su casa, o si alguien la está acosando…
La mujer se quitó el pañuelo de la cara. No había maquillaje corrido en el papel, y tampoco lágrimas. Era sangre. Sus ojos manaban sangre…
-¡Nadie puede, nadie! ¡Él me mató…!
Las luces del lugar empezaron a parpadear, y Lola perdió el equilibrio, palideciendo y aguantando el grito en su garganta. Su pie tropezó con el otro y su espalda golpeó la pared donde estaba el poster de las letras. Cuando las luces dejaron de parpadear, la mujer ya no estaba. Su bolso había desaparecido, y el aroma de su perfume tampoco podía sentirse.
De pronto, Lola sintió el aliento de alguien a su lado, como si le respirara directamente en el oído derecho. Cerró los ojos: alguien había visto a aquella cosa a través de la puerta, y estaba ahí para ayudarla.
Pero al voltear, no había más que un rostro aterrador en la pared, saliendo desde dentro, como si hubiese estado ahí todo el tiempo. Sus ojos eran negros, completamente oscuros, como si estuvieran llenos de petróleo. Distinguió aquel rostro orgulloso y hermoso que había atendido hacía apenas minutos.
-Él me mató…-, decía el rostro, como si quisiera salir de la pared, haciendo un esfuerzo incontenible. Lola estaba demasiado aterrada para moverse. Habló despacio.
-¿Quién te mató?
El rostro empezó a arrastrarse sobre la pared, guiando a la mujer hacía la salida del cuarto, hacía la tienda. Lola trataba de seguirlo, a distancia y discretamente. El rostro podía seguirse viendo incluso con la intensa luz de la tienda, a través de las vitrinas que sostenían los armazones que ella vendía. Entonces, desde el suelo, e incluso en el techo, se dejaron ver más rostros. Mujeres y hombres, algunos niños. Todos sufriendo, todos tratando de salir de ahí.
-¿Quiénes son ellos?-, decía Lola, con la voz temblorosa, y los ojos a punto de salir de sus cuencas. El rostro de la mujer le miró, y luego apuntó con sus siniestros y muertos ojos negros hacía el otro extremo de la tienda.
-Nos saca la sangre, nos deja vacíos, nos hace daño, y desaparece nuestros cuerpos marchitos. Es él, el que está en la farmacia… ¡Es él!
Lola no podía creer las palabras de aquel espectro. El chico de la farmacia siempre había sido agradable, desde que ella había entrado ahí a trabajar y…
-Jamás envejece-, dijo la optometrista, volteando de nuevo a la pared, a la espera de una revelación.
Pero los rostros desaparecieron. Todos se habían ido. De pronto, sintió un tirón de su brazo, que la hizo darse la vuelta. Ahí estaba de nuevo la mujer, con el abrigo blanco lleno de sangre, la piel seca y arrugada, y los ojos vacíos. Soltando un grito aterrador con su boca chueca y sin dientes, aquel fantasma del pasado se desvaneció en polvo, estallando en un llanto tan fuerte que nadie escuchó, más que Lola, quién se desplomó de la impresión al suelo, desmayada. Alguien la encontró después, ayudándola a levantarse, mientras ella gritaba incoherencias, sobre muertos y un monstruo, desesperada, arañándose el rostro, y llorando desconsoladamente.

Del otro lado de la tienda, en las oficinas, la secretaria de la tienda, el apoyo del gerente para varias tareas, tenía a un visitante. El chico le había mostrado sus papeles: un increíble currículum, buenos estudios, y excelentes referencias laborales.
-Bueno, me impresionaron tus referencias. Tenemos un puesto en el departamento de Farmacia. Podría interesarte, aunque tu experiencia en el ámbito no sea muy grande. ¿Tú qué dices, eh, Christopher?-, dijo la secretaria, revisando de nuevo los papeles del muchacho.
El chico, delgado, alto y de cabello rizado le miró desde la silla, esbozando una enorme sonrisa.
-Claro. Sería interesante…
 
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