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domingo, 18 de junio de 2017

#UnAñoMás: Ya Viene... (Día del Padre)



Pedro era un hombre maduro. Casi 60 años, cabello canoso, medio calvo, con barba y bigote igual de blancos, veteados con algunos pelos negros. Sus ojos pequeños, su rostro arrugado, y su ropa algo vieja, todo demostraba que vivía en la miseria. Pero no: solamente le daba todo a quienes importaban de verdad.
Desde pequeño, Pedro sabía que podía ver cosas, eventos que no habían sucedido aún. Le asustaban, pero cuando sucedían, se sentía más tranquilo. Muchas eran cosas buenas, asuntos que podían traerle beneficios. Otras solo eran desgracias: la muerte de su madre, la cual vio a los trece y no pasó hasta que cumplió los 30, el accidente de uno de sus hermanos, y varias relaciones terminadas. Todas eran inevitables, dolorosas… Pero a veces había esperanza.
Aquel buen hombre tenía la costumbre de ver desgracias, concentrarse en ver aquellas donde aparecieran niños y niñas, algunas donde pudiesen morir o perder a su familia. Trataba de llegar antes de que pasaran, planeaba todo con cuidado. Muchas veces llegaba a tiempo, para rescatar a los niños de accidentes, o de encontrar a los huérfanos después de desgracias familiares. Nadie lo veía ni lo notaba. Y con el corazón en la mano, Pedro procuraba y cuidaba a las pobres criaturas. Ellos terminaban llamándolo “papá” después de un tiempo.
Uno de esos niños ya era un adulto, y a quién de cariño Pedro le decía Panda, por sus ojeras y su cara redonda. Como el niño no recordaba nada del accidente donde sus padres habían muerto, tampoco recordaba su nombre. Panda ayudaba a Pedro a cuidar a los más pequeños, en especial a las niñas. En aquel pequeño departamento, en un edificio abandonado en el centro de la ciudad, era donde Pedro y sus hijos adoptivos se escondían, para pasar desapercibidos.
Una noche, Panda y Pedro estaban sentados en la mesa, después de un largo día con los pequeños, tomando un café algo desabrido y tibio. Panda era el único de los hijos de Pedro que conocía el secreto de su padre, y cómo había dado con cada uno de ellos, para así salvarlos de un destino aterrador. Los pequeños dormían en colchonetas o colchones viejos colocados en el suelo de todo el departamento, rodeados de paredes antiguas de pintura desconchada y juguetes. Había unos cuantos libros y cuadernos, con los que Pedro y Panda enseñaban a los niños más grandes.
-Deberías considerar llevarlos a un albergue, dónde puedan hacerse cargo de ellos. No serás joven por siempre ni tan fuerte como lo fuiste hace 15 años conmigo. Tenemos que darles una vida digna a estos niños.
Pedro vio a su muchacho, y sonrió, algo cansado.
-No puedo dejarlos solos. Ellos aprendieron a confiar en mí, y aunque no saben lo que hice para salvarlos… No puedo dejarlos en manos de nadie más, y es lo último que voy a decir.
Panda notó a su padre molesto. Le puso la mano encima de la suya, vieja y arrugada.
-¿A qué le tienes miedo?
Los ojos de Pedro de apagaron, como si la poca alegría que les quedaban se hubiese desvanecido.
-A nada…
Panda conocía bien a su padre como para ver en su mirada que algo pasaba.
-No te creo, Pedro. No me mientas por favor…
Ninguno de sus niños le había llamado por su nombre, y mucho menos el mayor de todos, en el que más confiaba.
-Temo que algo se lleve a mis niños, a todos. Yo los rescaté, yo los salvé de la muerte, y ahora debo protegerlos…
-Pero los salvaste de la muerte. Están a salvo, pero no estarán bien cuidados si algo te pasa. Los salvaste de un cruel destino y ellos te estarán siempre agradecidos si mejoras su vida, pero…
Pedro se levantó, pálido y asustado. Panda conocía aquello: la mirada perdida, con las pupilas dilatadas. Estaba teniendo una visión, y por el rostro de su padre, no era algo agradable.
-No es la muerte, no es el destino. Esas son sólo palabras, conceptos, ideas… Es quien las causa, y viene para acá.
Panda también se levantó, alarmado. Se asomó por la ventana, pero no había nada. Sólo la calle vacía de gente, y uno o dos coches pasando por enfrente. Uno de esos coches, uno rojo bastante elegante, se detuvo del otro lado, en la banqueta de enfrente. De él no parecía salir nadie, hasta que una sombra se deslizó por la puerta del piloto. Era un hombre, de eso no cabía duda, aunque el muchacho no podía verlo con la oscuridad y lo tenue de las luces de la calle.
El hombre del auto rojo caminaba rodeando aquella bestia que manejaba, y abrió las cuatro puertas. Las dejó así, como si no temiese que algún extraño entrara a robar el auto. Después, el extraño sujeto entró una vez más al auto, y puso la música a todo volumen, haciendo que todo retumbara. Era una canción de metal, tan fuerte y estridente, que iba ascendiendo poco a poco, haciendo más y más ruido en la calle. Panda reconoció la canción al instante: Thunderstruck, de AC/DC.
-Trata de intimidarnos. Ve con los niños, llévalos a la recámara, que no salgan…-, dijo Pedro, asomándose por la ventana, mientras el muchacho corría por todas partes para levantar a los niños, que se asustaban cuando el muchacho los zarandeaba.
En la calle, la luz de uno de los faroles de la calle iluminó la silueta de aquel hombre misterioso. Era un muchacho, no más grande que Panda, desnudo de la cintura para arriba, con el enorme pecho velludo al aire, y descalzo. Miró hacia arriba, directamente a la ventana del departamento abandonado, desde donde Pedro lo observaba, con miedo, precaución, ira.
-¡Viejo amigo! Seguramente me viste venir, y seguramente podrás ver lo que va a pasar en cuanto te haga bajar de aquí-, dijo el muchacho, con potente voz, sonriendo.
-Sabes muy bien que no. No puedo ver nada cuando estás cerca. Sólo vi como llegabas, como cada vez…
Pedro estaba asustado, pero confiaba. Su alma estaba tranquila. Si algo debía de pasar, que pasara. Pero con sus niños no.
Panda estaba rodeado de niños que estaban asustados. Miraba a Pedro y buscaba respuestas.
-Su nombre es Elihú. Un muchacho corrompido por su enorme poder. Lo conocí cuando teníamos la misma edad, pero yo me consumí con los años, a comparación de él. Creí que podíamos arreglar varias cosas, rescatar personas y ayudar. Pero Su propio poder lo puso en su contra. Se dejó llevar por su orgullo, y empezó a destruir. Y cuando destruía, muchos inocentes morían. Lo podía ver hacerlo, y llegaba antes para rescatar a los niños. A veces era demasiado tarde, como contigo, Panda. Siempre estuvo ahí, como un emisario de la muerte, mientras yo llegaba para rescatarlos…
-¡Y ahora los quiero a todos! Déjamelos, Pedro. Bien sabes que es su destino. Tú me los arrebataste, y por algún motivo sabía que lo harías. Ahora deja que haga con ellos lo que debí hacer, cumplir mi misión.
Los gritos de Elihú desde la calle retumbaban en las paredes de los edificios que los rodeaban, No parecía querer irse. Pedro lo miraba desde arriba, preocupado, con las manos temblorosas en el borde de la ventana.
-Vas a tener que llevarte a los niños, muchacho. A todos. Si es necesario que baje a enfrentarlo, que sea ahora mismo. No puedo ver lo que va a pasar, pero sé que los vas a cuidar bien. Serás tan buen padre y hermano para ellos como lo fui yo. Ahora ve y sal con los niños por atrás…
Panda estaba desesperado. Los niños lloraban y el más pequeño lloraba entre sus brazos.
-No te voy a dejar, no estás a salvo y los niños tampoco. Vamos todos juntos, podemos escapar de él…
-No se puede. Es una fuerza indómita, imparable, peligrosa. Si lo dejamos entrar, ni tú ni yo ni nadie podrá detenerlo. Si logramos huir, nos encontrará como lo hizo ahora. No tiene remordimiento, pero sí una voluntad de hierro bastante mal encaminada. No lo voy a repetir, muchacho. Llévate a los niños, y salgan.
Las palabras de Pedro eran incuestionables, tan duras y frías, que Panda se sintió peor de asustado. Se levantó y empezó a jalar a los niños, haciendo que todos se tomaran de las manos para empezar a salir del departamento. La música abajo sonaba aún más fuerte, y a Pedro le dolía la cabeza. Volteó para mirar por última vez a sus niños, y unas lágrimas solitarias le corrieron por el arrugado rostro.
-¡Baja de una puta vez con los niños y te dejare ir en paz! Dame lo que vine a buscar y no te destruiré. Podrás seguir viviendo hasta el último día, sin la carga de tantos niños en tus manos, de tanta sangre derramada. Será como si nunca hubieses tenido las visiones.
Pedro se asomó aún más por la ventana, con miedo y coraje.
-¡Deja a mis niños en paz! ¡Arrójate por un edificio, muérete o algo, pero deja a mis pequeños en paz!
Elihú dibujó una sonrisa, y mientras se movía, la luz de la calle dibujaba extrañas sombras en sus músculos.
-Tú lo buscaste, amigo. Ahora van a bajar…
El muchacho abajo echó a correr, y con el hombro golpeó la pared del edificio. Todo el lugar empezó a cimbrar, y del techo caían pedazos de yeso viejo. Las paredes se cuarteaban, y los gritos de los niños retumbaron escaleras abajo. Pedro se agarraba de donde pudiese, mientras el yeso y el cemento le cegaban. Los pulmones se le llenaron de ese polvo que ahogaba, y sus toses no le dejaban guardar bien el equilibrio. Elihú volvió a arremeter, y esta vez, Pedro sintió que el edificio se inclinaba. Otro golpe más, y tal vez todo se vendría abajo. Las paredes se abrían, y el piso crujía, como un animal malherido.
De repente, los gritos de los niños cesaron, y el edificio dejó de temblar. Era como si todo se hubiese detenido, como un mal sueño. Pedro echó a correr escaleras abajo, saltando las piedras caídas y los escalones que se habían desmoronado. La tos lo atacaba y sus ojos no podían ver bien por donde iba, pero eso no le importaba. Ahí no estaban sus niños. No había rastro de ellos en la oscuridad.
La luz de la calle le guió hasta el vestíbulo, y la puerta del edificio arrancada. Afuera se veía una sombra: la sombra de la muerte. Elihú estaba de pie, esperándolo. No había rastro de los niños: tal vez habían podido escapar. Pedro se fue acercando poco a poco, tratando de ver a través del polvo, tropezando con piedras y varillas.
-Aquí me tienes… Déjalos ir, y tendrás un premio más grande. Podrás acabar con mi vida. Quedamos tan pocos como tú y yo… Déjalos ir…
Cuando salió del edificio, Pedro miró más de cerca a su antiguo amigo, quién esperaba. Pero entre sus manos ya tenía algo más, un premio mucho mayor del que Pedro le ofrecía. Levantaba con ambas manos alrededor del cuello el cuerpo inerte de Panda, con los pies colgando por encima del pavimento. Pedro palideció.
El muchacho soltó su último aliento, mientras Elihú lo dejaba caer, justo a los pies de Pedro, quién se agachó para agarrar a su muchacho, tratar de despertarlo, pero era imposible. La sangre le corría por la nariz y uno de los oídos, con los ojos inyectados en sangre y el rostro azul. Estaba muerto. Lleno de rabia, Pedro miró a su enemigo, pero se quedó quieto, asustado, sin palabras.
Elihú lloraba, con las manos temblorosas y el rostro desencajado. Miró a Pedro a los ojos, y el viejo notó el miedo en la mirada del otro.
-Vino a mí. Ni siquiera los perseguía. Los niños se fueron, y él se acercó. Me dijo que había sido el primero de los niños que rescataste de mis manos. Que dejara a sus hermanos en paz. Ni siquiera recordaba su verdadero nombre. Maté a un muchacho que debió morir hace mucho, y ni siquiera encuentro la finalidad. Es algo horrible… Si mi fuerza solo sirve para eso, para matar, no hay nada bueno en hacerlo. Tú salvaste a todos esos niños. No puedo enfrentarme a eso…
Descalzo y semidesnudo, con el hombro lleno de polvo, Elihú se marchó caminando por la calle. Volteó una sola vez para ver a Pedro.
-Llévate a esos niños y dales una mejor vida. O te buscaré a ti…
Salió corriendo, con pasos ligeros, perdiéndose en la oscuridad. Pedro lo miró alejarse, y mientras abrazaba a su muchacho muerto, los demás niños salían de la oscuridad de un callejón. Una de las niñas más grandes, Altea, cargaba al bebé, que había dejado de llorar. Algunos corrieron para abrazar a Pedro, y los demás lo rodeaban, de pie, como pequeños fantasmas a su alrededor. El hombre miró hacia el otro lado de la calle: el auto seguía ahí, pero la música hace tiempo que se había acabado.
-¿Dónde está el hombre malo?-, preguntó uno de los pequeños, uno de ojos hermosos y cabello negro.
-Se ha ido. Vamos a tener que irnos de aquí. Hay que dejar este lugar…
Los niños caminaron hasta el auto, y empezaron a acomodarse como pudieron. Pedro dejó a Panda recostado en el suelo, con los ojos cerrados, y le dio un beso en la frente. Si hubiese podido ver eso… Tal vez su hijo estuviese vivo, y todos los demás muertos. Camino hasta el auto y arrancó el auto, recorriendo las calles solitarias.
El sueño lo venció saliendo de la ciudad, y orillando el auto en la carretera, entre unos arbustos, Pedro se quedó dormido. El sueño que tuvo era una visión. Los niños sonreían, jugaban con otros pequeños, en un albergue. Estarían a salvo, felices, bien cuidados. Y él sonreía, porque los visitaba cuando podía, y…
El sonido de un camión que pasaba en ese momento por la carretera lo despertó. La caja del camión tenía una enorme bandera estadounidense pintada en el costado, como si ondeara con la velocidad del aparato. Vio a sus niños, durmiendo en los asientos de atrás, y a su lado, Altea con el bebé entre sus brazos. Sonrió, y volvió a dormir.

Esta vez, su sueño cambió. Había muchos colores, como el arcoíris, y sangre, sangre y gritos…

domingo, 16 de abril de 2017

#UnAñoMás: El Asesino de Pascua (Domingo de Pascua)



El comandante Espinoza yacía en el suelo, con una mejilla pegada a la madera húmeda del suelo de aquella casa. Su vista regresaba poco a poco. Todo se veía borroso, y poco iluminado. Las sombras se reflejaban en el suelo y las paredes con un temblor incesante. La cabeza le dolía demasiado y sentía todo el cuerpo aún más adolorido. Trató de mover las manos, y aunque le respondieron, sentía cómo si las hubiesen aplastado con las llantas de un camión.
Cuando pudo incorporarse, a pesar del dolor de cabeza, encontró a Arturo en la silla, sentado y amarrado. La mano le sangraba, y el líquido carmesí le escurría por detrás, formando un pequeño charco bajo la silla. Tenía cara de asustado, a pesar de su tamaño. El comandante tardó un poco en levantarse para acercarse al muchacho y tratar de liberarlo.
-Lo comprendí muy tarde… Tú, tú no…
Una voz resonó al fondo de la casa vieja. Se escuchaba como apagada, un susurro.
-Arturo no hizo nada que yo no le dijera, comandante. Preferible que salvase su alma a que pensaran cosas malas de él. Pero si la gente deja de creer, ¿qué le queda a Dios para este mundo más que purificarlo?
De entre las sombras apareció el padre Miguel, aún vestido con su sotana, despeinado, casi cansado, pero tranquilo. El comandante Espinoza se quedó ahí, de pie, observando a aquel hombre con detenimiento. Ni siquiera llevaba un arma. ¿Cómo podía…?
-Tengo la duda, comandante. ¿Cómo supo la verdad?-. Las manos del padre estaban entrelazadas en su espalda, y hablaba con la misma serenidad que siempre.
-El dedo que dejó en la iglesia. A pesar de todo, ese dedo mutilado tenía la textura de alguien que trabaja. Áspero, lleno de callos y cicatrices. No podía ser de usted. El hombre del hábito negro que mató a Leonora, Eduviges y Felipe muertos justo detrás de la iglesia… Al ver aquel dedo, todo estaba un poco más claro, a excepción de…
-El Viernes, sí. Hace tiempo que había hablado con Arturo. Todos creían que él había matado a la pobre muchacha porque la habían visto con él. Pensé que podría ayudarme, acabando el trabajo que se supone debe de culminar. Arturo debe acabar conmigo, matarme, y después huir, esconderse para nunca más volver al pueblo. Tiene instrucciones necesarias para salvarse, para que nadie lo encuentre.
El comandante Espinoza miró primero al muchacho, que seguía atado a la silla, muerto de miedo y perdiendo sangre. Luego miró al padre, aún más confundido.
-¿Por qué hizo todo esto?
-Vivimos en un pueblo donde las tradiciones son importantes, comandante. Algo que ha perdurado años y años. Pero cada vez la gente cree menos. Dios está en todas partes y aún así no lo aprecian en sus ritos. No creen en el sacrificio, en la eucaristía, en el perdón de sus pecados. Sólo creen en sí mismos, y eso los lleva al egoísmo, a actuar por inercia y torpemente, sin encaminar sus pensamientos a nuestro Padre Celestial. Leonora murió para que la gente pudiese empezar a creer que alguien estaba tras de ellos, para que tuviesen temor y se acercaran más a Dios. Felipe murió por sacrificio, sangre y carne, el pan y el vino que necesita el hombre para vivir eternamente. Eduviges sabía demasiado, y había que acabar con su sarta de mentiras, antes de que la gente empezara a creerlas. Cuando vi que los fieles se asustarían, no me quedó otra alternativa. Tenían que perder al único hombre en el pueblo que aún cree en Dios…
-Por eso fingió el secuestro. Por eso Arturo le estaba ayudando. ¿El muchacho iba a matarlo para que el pueblo volviese a creer? Eso es enfermo…
El padre Miguel se acercó despacio hasta ambos, haciendo que el comandante se pusiera tenso.
-No es locura, comandante. La gente volverá a creer cuando el cuerpo de su querido padre Miguel aparezca en medio de la iglesia esta mañana. Se habrá consumado todo el plan, cada cosa que debía hacerse estará hecha. Y el pueblo sabrá que Dios los acompaña aún en los momentos difíciles. Arturo no pierde nada. Tengo bastante dinero para que se vaya de aquí. Todo estará bien, comandante, todo…
Cuando el padre Miguel ya estaba bastante cerca, el comandante sacó de su cinturón otra pistola, algo muy pequeño, que escondía siempre justo detrás de su espalda. El sacerdote dio un paso atrás, levantando las manos, sorprendido.
-No, padre. Ya no más locuras. Si la gente quiere creer en Dios, que sea por voluntad. Creo que el que debe irse es usted…
La pistola apuntaba al pecho del sacerdote, y ninguno de los dos se movía. El padre Miguel ni siquiera iba armado: había estado listo para morir, pero esa no era la forma.
-Hijo, entiende por favor…
-No quiero hacerle daño, padre. Será mejor que tome lo que tiene, y se vaya. Trataré de esconder sus acciones, y que nadie le haga daño. Pero por favor, detenga esta locura y márchese…
El padre Miguel bajó las manos. Se quedó quieto un momento, mirándolos a ambos sin decir nada. Después, se dio la vuelta y caminó directo hasta la puerta destartalada de aquel lugar abandonado.
-Hay cosas peores en este mundo, de las cuales sólo Dios mismo podría salvarnos, aparte del pecado. Cuide bien a su pueblo, comandante Espinoza. Lo van a necesitar…
El padre salió por la puerta, directo a la oscuridad penetrante de la madrugada. Sus pasos se escucharon entre la maleza y los árboles, y se detuvieron. El comandante se dio la vuelta, guardó su arma y empezó a ayudar al muchacho, que estaba pálido.
-Vámonos antes de que regrese. ¿Te sientes bien?
Arturo negó con la cabeza.
-No mucho… tengo nauseas…
-Es normal. Vamos a llevarte con el médico y…
Arturo ya estaba suelto, y cuando se levantó, algo se escuchó desde afuera. Ambos guardaron silencio para escuchar mejor.
-¿Quién es usted? ¿A qué ha venido?-, decía el padre Miguel, con voz trémula, asustado. Alguien más se movía entre las hojas de los árboles, alguien o algo…
-¡Aléjate, no…!
El sacerdote empezó a gritar, mientras se escuchaba el crujir de ramas, un forcejeo, un rugido en la noche, y los gritos de un hombre que agonizaba. Después, todo cesó. Algo se arrastraba de regreso entre la maleza, directo a esconderse en el cerro, entre los árboles más viejos.
-¿Qué fue eso?-, dijo Arturo, apoyándose en el hombro del comandante. Espinoza no supo que decir. Estaba más asustado, y temblaba.
-Tal vez Dios nos ha abandonado, muchacho. Vámonos de aquí…

Los hombres del comandante esperaban aún en el paso del arroyo seco. No querían moverse, y aunque pronto amanecería, esperaban ahí, acurrucados dentro de sus chamarras, cerca de los caballos. Urrieta estaba de pie, entre las sombras de los árboles. Los otros muchachos habían hecho una pequeña fogata entre las piedras secas. Así se aseguraban de que no quemaran nada por accidente.
-Ya se tardaron. Tal vez le pasó algo, o se perdió…-, empezó a decir Urrieta, preocupado por su comandante.
-No pasa nada. Si se perdió, tendremos que buscarlos cuando amanezca. Nos perderíamos también nosotros.
Urrieta conocía bien a ese muchacho. Era Juan Palomares, un muchacho que apenas sabía cómo se llamaba, pero que aún así era buen elemento.
-Sí, tienes razón. Aún así, se me hace estúpido esperar a que regresen… Estamos aquí como pendejos sin hacer nada. ¿Y sí…?
-¡No se preocupe, Urrieta! ¿No ha escuchado las leyendas de este cerro? Eso sí sería peor que ese tal Arturo…
Urrieta lo miró, frunciendo el ceño.
-¿Y qué leyendas te contaron?
Juan Palomares miró a todos sus compañeros. Los tenía bien atentos.
-Duendes, brujas, esas cosas…
Todos empezaron a reírse del pobre muchacho, incluso Urrieta dibujó una sonrisa discreta en su rostro.
-Así que duendes y brujas. ¿Alguna vez los has visto muchacho?
-Sí, claro que sí, ¡no es broma! Ronda por aquí una mujer, la reina de los duendes, que puede verse tan hermosa, pero cuando se da la vuelta es un demonio, algo horrible que se come a la gente. Muy pocos se han salvado y…
Un crujir de ramas hizo que todos saltaran y guardaran silencio. El único que reaccionó rápido fue Urrieta, sacando la pistola de su cinturón. Entre los árboles algo se había movido. Las hojas se mecían, y hasta una rama se había roto, cayendo al suelo con un sonido hueco.
-¿Qué es eso?-, exclamó Juan Palomares, pero nadie le respondía.
-Tal vez un mapache, o algo así. No se acercan nunca si hay una fogata. Tranquilos…-, decía Urrieta, mientras apuntaba a los árboles. Nada salió, ni las ramas volvieron a moverse. Volvió a guardar su pistola en el cinturón.
-Tal vez sea ella, la mujer duende…
Todos rieron, pero ahora más nerviosos. Juan no sabía que decir, porque estaba aún más asustado que los demás.
-Las brujas no existen, muchacho. Ahora voy a orinar, y espero todos sigan vivos cuando regrese…
Pero, al darse la vuelta, no sólo vio el camino de piedras secas delante de sí. Más allá, donde el arroyo seco se perdía entre los árboles, estaba una mujer, una figura envuelta en un camisón blanco, con el largo cabello negro cubriéndole el rostro. Descalza, caminaba despacio entre las piedras.
-¿Y usted quién es? ¿Está herida?-, dijo Urrieta, acercándose poco a poco a la mujer. Juan Palomares temblaba y todos los demás habían notado el miedo. Hasta los caballos se encabritaban.
La mujer se acercó, y su cabello se apartó del rostro. Los dientes afilados de un lobo, y aquellos ojos enloquecidos se abalanzaron contra Urrieta. Pronto amanecería…

sábado, 15 de abril de 2017

#UnAñoMás: El Asesino de Pascua (Sábado de Gloria)



Durante la mañana del sábado, una bruma cubrió el pueblo, que desde temprano ya empezaba a mostrar señales de actividad. Los hombres salían a sus trabajos, y algunas mujeres se despertaban temprano para comprar cosas para la comida. Pero aquel sábado, no había nadie. Todos estaban en sus casas, y hasta el momento del amanecer, la gente seguía sin salir. Solo unos cuantos caminaban presurosos, y se perdían entre los callejones.
La policía era la única que patrullaba en las calles. La tarde anterior, el comandante Espinoza había desaparecido solo entre los árboles, buscando las pistas de aquel caballo negro, pero sin éxito. Había regresado en la noche, cansado, aterrado, y enfurecido. No había dirigido a nadie la palabra, pero él había visto ese rostro, el de Arturo cabalgando entre el polvo, con el padre Miguel inconsciente sobre el caballo.
Espinoza había sido el primero en patrullar las calles por la mañana del sábado, mientras los demás se dedicaban a buscar cualquier pista entre los callejones. El comandante se bajó de su caballo, dejándolo frente a los escalones de la iglesia. Entró, y sintió el vacío, la ausencia y la soledad. A pesar de que afuera empezaba a hacer calor, ahí dentro hacía frío. Los santos lo veían desde arriba, algunos ángeles en el techo observaban hacía arriba, hacia la cúpula, buscando la luz. Al fondo, volvía a estar colgado el crucifijo, detrás del altar. Alguien lo había rescatado del suelo, y le faltaba un brazo, y la mitad de la cara, que había sido pisoteada por el caballo negro.
El comandante se persignó, y se sentó en una de las bancas, apartado del altar. El sonido de sus pasos era atronador, y retumbaba en las paredes y el yeso de las columnas que adornaban todos los arcos. Miró hacia el crucifijo, buscando el único ojo que le quedaba al Cristo.
-Ayúdame a encontrar al padre con vida. Sé que no soy muy creyente. Sé que las cosas no son cómo quisieras. Tal vez la gente esté perdiendo la fe, pero no todos tienen que pagar el castigo. Si esto es tu voluntad, cambia de parecer. Perdona a los inocentes. Salva a quienes no tienen la culpa de nuestros pecados…
Una mano le tocó el hombro, y el comandante se dio la vuelta, asustado, porque un hombre con un hábito negro apareció tras de él. Alcanzó a sacar la pistola de la funda, pero se dio cuenta rápidamente que no era Arturo. Era uno de los monjes del monasterio, aquellos que le ayudaban a los sacerdotes en la Semana Santa y otras fiestas religiosas.
-Comandante, lo siento mucho, pero vi su caballo y…
-¡Dios, no…! No se preocupe, me asustó solamente. ¿Para qué soy bueno?
El monje miró al comandante un largo rato, sin decir nada. El silencio era incómodo.
-El padre Miguel… Todos estamos preocupados por él. Las misas de hoy se cancelaron, lamentablemente, porque nadie está capacitado para darlas. ¿Tienen alguna pista?
El muchacho del hábito negro tenía las manos entrelazadas bajo las mangas, y se veía bastante nervioso. El comandante lo vio con precaución.
-No, aún no. Vamos a buscar por grupos en el cerro. No se nos va a escapar.
-Eso es bueno. Yo… Dios, comandante, mire…
Sacó las manos de entre las mangas de algodón, y le mostró algo. Era una caja de madera, bastante horrible, como si alguien la hubiese quemado. Se la extendió al comandante, y este la tomó, algo desconfiado. Algo daba vueltas dentro, como una piedra. Levantó la tapa con cuidado.
Aquello no se lo esperaba. Era un dedo, la mitad de uno, cortado con algo mal afilado, ya que tenía los jirones de carne ahí dónde le habían pasado el filo. El hueso se asomaba entre la carne, astillado. El dedo había perdido su color, y empezaba a ponerse morado. En el fondo de la tapa había algo, un papel lleno de manchas de sangre y tierra, con una sola palabra escrita: BÚSQUEME.
-¿Quién le dio esto?-, preguntó el comandante, aterrorizado.
-Lo encontré en la mañana, cuando estaba limpiando. Alguien lo había dejado en el altar. Entró en la noche. ¿Es del padre?
-No lo sé…
El comandante miró de nuevo el dedo. Tenía algo extraño. Le dio la vuelta con la punta de sus propios dedos, y vio más a detalle. La uña estaba comida, como desgastada, y la yema sucia, áspera…
-Tengo que irme. Por favor, guarde esto. Volveré pronto.
El comandante salió corriendo de la iglesia, dejando al monje con la caja entre las manos, en silencio y bastante confundido.
Uno de los compañeros de la policía se había detenido en la iglesia al ver el caballo del comandante, y cuando vio a su jefe montándose en él, se apresuró a acercarse a él.
-¡Llama a cuatro o cinco de los muchachos, los de los caballos más rápidos! Vamos a buscar al padre al cerro. Creo que sé donde está.
El otro compañero llamó por el radio a los muchachos, y cuando se encontraron todos en la avenida principal, cabalgaron hacía el camino de tierra por dónde el jinete negro había aparecido. Cruzaron los árboles y matorrales, y se adentraron en el cerro, espantando a algunos pájaros. El sonido de los cascos de los caballos se apagó un poco por el zacate y el lodo, y los hombres trataban de esquivar algunas de las ramas que se encontraban más abajo.
-¡¿A dónde vamos?!-, preguntó uno de los policías. Los seis elementos iban siguiendo al comandante, y este trataba de tomar la ruta más segura y con menos obstáculos.
-¡Síganme nada más! ¡Cuándo lleguemos, nos paramos y les daré instrucciones!
Cabalgaron un rato más, amparados por las sombras de los árboles. Después de un momento, se detuvieron, en un lugar amplio donde no había tantos árboles, pero si piedras de río. Era algo parecido a un arroyo seco.
-Quédense aquí. Voy a entrar por ese camino. Va hacia el viejo molino de Don Chema. Ya está abandonado, pero si vamos todos, nos va a escuchar. Si hay problemas, escucharán un disparo o más. Ahí podrán entrar. Quédense al pendiente…
Todos los demás asintieron, mientras el comandante Espinoza se bajaba del caballo, para caminar más allá de aquellas piedras secas.
El camino antiguo que llevaba al viejo molino era ahora solo tierra y algunas piedras rotas ocultas entre el pasto. Los árboles que crecían por ahí eran aún más espesos y le daban al lugar una sensación horrible de claustrofobia. Era como caminar en un largo pasillo encerrado. El comandante Espinoza llevaba la pistola por debajo de la cintura, escuchando y mirando al frente, vigilando todo a su alrededor. Sólo se veían las sombras de los árboles más pequeños, un conejo que pasó saltando por ahí y algunos pájaros encaramados en las ramas, sin prestar atención.
El sonido de unos pasos a lo lejos lo hizo detenerse y vigilar. A parte de su respiración, no podía verse nada. No había nada más que sombras, piedras y ramas.
Siguió caminando, mientras la tarde llegaba, añadiendo más oscuridad al paraje. A pesar de que había dejado atrás el arroyo, cuando este aún fluía podía extenderse mucho más, dando vueltas imprevistas. Pensó que otra vez había regresado de dónde había partido, pero se dio cuenta que era otro segmento del arroyo seco, este un poco más profundo y que ahora parecía una zanja o trinchera rellena de piedras grises y moteadas de marrón.
A unos metros, oculto entre zarzales y plantas de hiedra, estaba el viejo molino, una pequeña casita con agujeros en las paredes, la ventana tapiada con maderas y la vieja rueda aún en su lugar, flotando a casi medio metro dentro del arroyo seco. Una lagartija grande corrió desde el tejado hasta el suelo, moviendo las hojas de las plantas cuando saltó a una de ellas.
Otra vez pasos, esta vez, de dentro de la casa. Alguien caminaba despacio, como dando vueltas, aunque por la oscuridad y la ventana tapiada, no alcanzaba a ver ni siquiera la sombra. Levantó el arma, y empezó a avanzar poco a poco, tratando de no resbalarse con las piedras flojas o con alguna rama de los viejos árboles que rodeaban en arroyo.
Cuando volvió a subir por el otro lado, miró más de cerca la casa abandonada. La puerta estaba a medio abrir, de lado, casi por caerse, y se mecía con el poco aire que pasaba por entre las ramas de los árboles. Avanzó despacio, mientras sus botas dejaban huellas profundas en la tierra.
Pasó a través del umbral de la puerta, y a pesar del clima templado afuera, ahí dentro hacía frio. Las paredes lucían negras, con moho y musgo en las esquinas. Entró con cuidado, pero la madera del piso crujía. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, se dio cuenta que ahí no había nadie. Quien fuera se había salido, o tal vez estaba escondido.
-¿Padre?-, dijo el comandante, en un susurro. Nadie le contestó. Se escuchaba el murmullo de los árboles allá afuera, y el caminar de ratas y cucarachas entre la madera.
-¿Padr…?
El comandante tropezó con algo, una lata tal vez, por el sonido que había hecho, y cayó de bruces. Alcanzó a sostenerse con ambas manos, soltando la pistola, que salió dando tumbos en la oscuridad.
-Comandante…
La voz era de alguien entre la oscuridad. Se escuchaba mal, como alguien enfermo. Aún a gatas, el comandante Espinoza trató de buscar con las manos y su escasa vista. Era un susurro que provenía de una de las esquinas de aquel lugar.
Pero no tuvo que buscar a tientas o avanzar para ver el rostro de aquel que le había hablado. En la esquina de la casa estaba Arturo, agazapado, herido y agarrándose una mano ensangrentada con la otra. Una luz iba alumbrando todo despacio, una luz que provenía detrás de él. No hubo tiempo para nada.
El comandante trató de darse la vuelta, y en cuanto se levantó, algo le golpeó la cabeza. Cayó, y todo fue de nuevo oscuridad.

sábado, 23 de mayo de 2015

III: Tríptico.

Cuando tenía 12 años de edad, Jonah aprendió a pintar por sí mismo. Lo que veía lo plasmaba, e incluso lo que no. Sabía que los sentimientos no tenían una forma específica de representarse en el lienzo, y sin embargo resultaban más vívidos que nunca, incluso como una visión más clara que la que tenía en su corazón al respecto. Después, empezó a mezclar la realidad con los sentimientos y pensamientos, como un bello paisaje soleado cuando se sentía feliz o su propio rostro (no tan perfecto), es que se encontraba pensando alguna cosa. Muchas veces dibujaba criaturas, ya fueran simples animales, e incluso algunas que podía ver en las caricaturas o que había leído en algún cuento.
Sin embargo, un día justo después de su treceavo cumpleaños, empezó a dibujar algo más extravagante, movido por un sentimiento ajeno, algo que lo hacía sentir temeroso e incluso nervioso, como si supiera que algo le fuera a pasar. Después de dos o tres días mezclando colores y dibujando siluetas, la pintura estaba lista, pero para sorpresa de sus padres y conocidos, el resultado había sido algo abrumador: se trataba de una especie de pasillo, que aunque por el ancho de sus dimensiones parecía más bien un cuarto pequeño, con una mesa y una silla al centro. Sentado en la silla se encontraba un hombre, vestido de varios colores, como si su ropa estuviera hecha de tiras de los colores del arcoíris, que contrastaba demasiado con el fondo gris del cuarto.
Sin embargo, en la penumbra que Jonah pintaba en la pared detrás del hombre, había una silueta, muy difuminada, que parecía salir desde la pared. Era delgada y alta, y parecía tener una mano extendida y levantada por sobre la cabeza del hombre feliz sentado en medio de la pintura.
Los padres del muchacho exhibieron con orgullo el trabajo de su hijo, que sin duda era uno de los mejores que jamás hubiese hecho hasta ese momento. Aunque, quién veía la pintura, se sentía extrañamente invadido por un sentimiento de tremenda confusión, como si la felicidad del hombre sentado se mezclara con la agonía de algo que surgía detrás de la pared, justo hacía ellos.

Nadie más recordó aquella extraña imagen, ni siquiera después de que Jonah cumpliera 26 años. Después de muchos años de estudio en una de las mejores academias de arte, el joven ahora trabajaba en sus propios proyectos, la mayoría de los cuales eran exhibidos de manera profesional con el público conocedor. No sólo incluía sus trabajos más recientes, sino que también se podían admirar algunos hechos desde su infancia. Entre estos, incluía el mejor de todos: el hombre de colores sentado en aquel ambiente depresivo, con la sombra cerniéndose sobre su cabeza.
El trabajo de Jonah con la pintura cada vez era más estilizado y genial. Las figuras adquirían una apariencia más humana o animal, y hasta las criaturas que sólo existían en su imaginación estaban más cercanas a una realidad que jamás podría ser. Estos trabajos, los de corte fantástico y mitológico, le valieron ser contratado para elaborar afiches o posters de las películas de moda, e incluso para elaborar toda una tanda anual de un famoso juego de cartas, que incluía siempre criaturas extravagantes, y que sólo incluía a pintores de renombre o talentos no muy bien reconocidos.
Se había conseguido un departamento pequeño, pero muy cómodo para hacer su trabajo. Las paredes de la estancia estaban hermosamente decoradas con su propio arte, mostrando siempre escenas de la realidad mezcladas con una fantasía impresionante. Un enorme pulpo atacando un barco antiguo abarcaba toda la pared del fondo, si se veía desde la puerta de entrada, la cual era una enorme boca con dientes, como la de un tiburón. En las otras paredes se observaban elfos, hadas, aves gigantescas y hasta una especie de animal de cuatro patas que recordaba a un dinosaurio. Todos los que visitaban a Jonah se quedaban asombrados ante el colorido de la estancia, que le daba un aire más alegre a todo el lugar, aunque en ninguna otra parte de la casa hubiese tal despliegue de grandeza.
Una noche, llegando a su departamento después de comprar material, Jonah vislumbró algo que, él pensó en ese momento, le daría un impulso más grande a su trabajo. Puso el caballete ahí mismo, cerca de la puerta de entrada, casi sin perder tiempo en lo que tenía que hacer. Mezclando colores, se quedó toda la noche hasta que terminó, cansado y absorto, la segunda parte de aquella pintura que le valdría el reconocimiento cuando niño.
Esta vez, se había basado en la estancia para dibujar con mejor proporción el cuarto, que ya no parecía un pasillo. Descartó los muebles, pero reprodujo casi con extrema exactitud las pinturas de las tres paredes que veía. En el centro estaban de nuevo la mesa y la silla, y el hombre sentado en ella que ahora se veía más serio, vestido con traje y corbata. De la pared, justo donde estaba el pulpo y el barco, sobresalía una vez más la sombra, esta vez como si una persona en realidad estuviera ahí reflejada en la pared de colores. Otra vez el brazo extendido de la sombra se cernía sobre la cabeza del hombre serio, esta vez aferrando algo, que no pudo determinar bien, a pesar de que él la había pintado y dispuesto así.
Tardó unos días en mostrar su trabajo a una galería de arte, y fue por todos aclamado como uno de sus mejores cuadros. Junto a él, Jonah exhibía el cuadro de su infancia, como esperando formar una historia, de un hombre que, después de vivir feliz rodeado de la depresión, ahora toda esa felicidad lo hiciese sentir abrumado. Quién podría imaginar siquiera que ese cuadro sería uno de los últimos que le darían a Jonah un reconocimiento especial en el arte.

Ya no era de sorprender que, a los 39 años (una edad demasiado corta para vivir así), Jonah se encontrara sumido en la depresión que su propio cuadro le había dejado. Sus trabajos ya no fueron los mismos desde entonces, y la calidad de cada uno mostraba algo que dejaba mucho qué desear. La mayoría exploraba el lado oscuro de las personas, la muerte, la violencia, la depresión, el suicidio. Empezó a alejarse de los círculos que frecuentaba, y poco a poco, también dejó de exhibir el arte que otrora le había dado todo. Al final, refugiado en su departamento, con apenas qué comer, pintó su casa una vez más, esta vez, de un gris uniforme, sin que pudieran verse las antiguas representaciones fantásticas de sus sueños y anhelos.
Justo a mediados de Diciembre, sin calefacción y con los pensamientos abatidos por la tristeza y la agonía de no volver a pintar, Jonah se sentó en lo que quedaba de sus muebles, justo al centro de la estancia: una silla y una mesa, simples recuerdos de una época pasada. Observó el entorno que solía ser su vida, cómo el primer cuadro donde la felicidad se encontraba en él a pesar de la mala suerte, y cómo la alegría había salido para llenar un espacio que ahora no podía más que contener sufrimiento.
Sobre la mesa, dispuestos para trabajar una última vez con su dueño, ya se encontraban el lienzo, los pinceles y el óleo. Volvió a plasmar, sin querer pero con todo el deseo de su corazón, el cuarto. Esta vez, sin que nadie lo pudiera creer tiempo después, más que una pintura de un niño aficionado o que un trabajo profesional, ahora estaba plasmando una fotografía, tan real como lo que lo rodeaba. Su rostro era tan tangible que ni siquiera pensaba que podría ser una pintura como cualquier otra que hubiera hecho. Este sería, quizá, la obra maestra de su carrera, y de su vida…
Sin embargo, a punto de culminar, la puerta del departamento se abrió, dejando pasar a un visitante que ni siquiera él esperaba. De pie en la puerta, mirando con su rostro absorto, se encontraba Jonah de niño, a sus 13 años, pero no parecía real. Parecía sacado de una imagen de televisión, hecho con interferencias o resonancias. Se quedó ahí, mirándole como si estuviera estudiando la situación. Después, así como llegó, desapareció en el aire. Jonah, de 39 años, mirando sorprendido hacia la puerta, volvió a pintar…
Cuando las autoridades le encontraron días después, estaba sentado, con la cabeza hacia atrás. Concluyeron que había sido un paro cardiaco. En la mesa encontraron su material y la pintura más real que jamás nadie hubiese visto. Completado el tríptico, la imagen mostraba un hombre que de la felicidad pasaba a la depresión eterna. Y la última pintura era la más aterradora. El cuarto era completamente blanco, sin las líneas donde empezaban o terminaban las paredes. La mesa y la silla esta vez eran negras, sin detalles, como si estuvieran hechas de oscuridad absoluta. El hombre de la silla ahora estaba desnudo, y su cara reflejaba un grito de miedo y locura, con los ojos completamente abiertos, como si algo en la cuarta pared le hubiese asustado.

La sombra detrás de él ya no era lo que solía ser. Con una túnica café, se encontraba un esqueleto, de pie, justo con la mano por encima de la cabeza del hombre que ahora gritaba. Y en su huesuda mano sostenía una soga que rodeaba el cuello del desdichado, lista para jalar…


viernes, 22 de mayo de 2015

II: La Virgen Oscura.

Juan era el encargado de cuidar la iglesia del pueblo durante las noches, además de arreglar los desperfectos que pudieran surgir. Durante el día hacía el aseo y le ayudaba al padre Antonio con las misas. Por la noche, cerraba las puertas de la iglesia, y apagaba las luces. Cerca de la puerta trasera estaba su habitación, un lugar muy sencillo, con estufa, su televisión y un baño. Casi siempre se ponía a leer antes de dormir, o veía un poco las noticias, sin desvelarse demasiado. El trabajo en la iglesia jamás terminaba.
Aquel domingo, después de la misa de las 6 p.m., Juan y el padre Antonio terminaron de recoger las cosas que se necesitaban para la ceremonia, y después de despedirse, el sacerdote dejó a su joven ayudante a cargo de la iglesia, confiándole como siempre todo lo que representaba para el pueblo. Cerró con cuidado las puertas, con aquellas enormes llaves de cobre y se encaminó hasta el Santísimo, donde estaban los interruptores de la luz. La iglesia se sumió en la oscuridad de la noche, mientras las enormes lámparas en el techo se iban apagando poco a poco.
Juan estaba acostumbrado al sonido nocturno de aquel enorme lugar, incluso cuando sus pasos retumbaron en los pasillos, entre las bancas de madera con los respaldos acojinados levantados. Miró hacía las paredes, pintadas de blanco, para irse guiando con el pequeño resplandor de los adornos en los altares y las pequeñas capillas. Al final del pasillo, justo antes de dar la vuelta hacía su recámara, se encontró con el altar más pequeño del recinto. Estaba dedicado a una misteriosa figura que, en la oscuridad del recinto, parecía más bien la puerta abierta a un inmenso abismo.
Era una virgen hecha de madera negra, tan bellamente tallada que, a la luz del día o de las lámparas, tenía unos rasgos tan finos y bien delineados como cualquiera de las otras estatuas de yeso. Llevaba una túnica de color claro, como beige, que contrastaba inmensamente con la piel de madera, que parecía hecha más bien de carbón. Sus ojos, hechos de gemas preciosas, tenían un tono azulado y gris muy misteriosa. Nadie sabía quién la había llevado, y algunos estudios tampoco dejaban ver claro quién había sido el artífice de tal obra de arte tan extraña. Sin embargo, a pesar de su asombrosa apariencia, era tal vez la figura más adorada entre el pueblo, con un espacio especial para poner varias flores y peticiones escritas en papeles. Los milagros de la llamada Virgen Oscura habían pasado a la historia a través de varias generaciones.
Juan miró a la estatua a través de las penumbras de la iglesia, como si esperara alguna señal o palabra de la Virgen, tan real, y tan etérea también.
-¿Hola?-, dijo hacia la imagen, más como si se lo dijera a sí mismo. Su voz retumbó en las paredes, y llegó hasta el techo, desapareciendo en la cúpula adornada con hermosos frescos de ángeles y santos.
La Virgen estaba ahí, sin moverse, solo mirando piadosamente hacía el cielo.
-No respondes, ¿verdad? Creo que jamás lo hacen.
Juan se quedó a escasos metros de la imagen, mirándola como a una amiga que hace tiempo no se encontraba.
-Eres muy callada y solitaria. Aún así todos te adoran. Te buscan y te piden ayuda. Yo estoy más solo. No tengo familia. Trabajo aquí desde muy joven, sin recibir mucho. Quisiera ser como tú.
Le sonrió a través de las penumbras, sin importarle que la imagen estuviera ahí, sin moverse. Juan pensó en ese instante en su vida, en todo aquello que pareciera ir bien, y que en realidad no estaba yendo como debería. Se estaba aburriendo de la vida en la iglesia, de su trabajo y de todo lo que cada día tenía que hacer…
Caminó despacio hasta su habitación, cerrando la puerta tras de sí. No se dio el ánimo de leer, ni siquiera de ver que había en la televisión. Se cambió, con su pijama de siempre, y se metió a la cama. Estaba quedándose dormido cuando escuchó algo que, normalmente, le tranquilizaría en un horario más temprano.
Alguien tocaba la puerta.
Abrió los ojos, incorporándose rápidamente en el colchón. Miró alrededor, pensando que algo se había caído de su lugar. Pero su recámara lucía tan plácida como cada noche. De nuevo aquel sonido de nudillos sobre la superficie de la puerta de madera le hizo sentirse intranquilo. Sabía que el padre Antonio tenía copias de las llaves de la iglesia, de ambas puertas, pero no sabía por qué habría regresado y por qué razón. Se levantó de la cama, descalzo, estremeciéndose con el frío del suelo.
-Padre, no sé que pase, pero creo que es muy tarde para tocar. Aún así lo voy a atender…-, se dijo Juan a sí mismo, en un susurro que sólo él pudo disfrutar. Sonrió para sus adentros. Tomó el pomo de la puerta, y la abrió despacio, dejando entrar la brisa fría del interior de la iglesia.
A pesar de la oscuridad, alcanzó a divisar la figura de una persona conocida. Le sorprendió tanto que hizo que diera unos pasos hacia atrás y cayera sobre el suelo, lastimándose las nalgas al caer. La figura se movía, sin siquiera moverse, con la misma apariencia de siempre. Flotaba a escasos centímetros del suelo, y una voz más allá del espacio conocido murmuraba la misma palabra una y otra vez. “Cree, cree…”
-No, no puede…-, balbuceó Juan, tratando de esconder su miedo, queriendo correr, pero sin poder mover ni un solo músculo. Estaba paralizado del miedo. Vio en el rostro de aquella imagen la cara piadosa de madera negra, y los ojos que hipnotizaban a quien la viera. Sin embargo, a escasos centímetros de su rostro, el cuidador de la iglesia se dio cuenta de su error. El miedo a la Virgen Oscura no era lo que él creía: pero el padre Antonio, una criatura indómita que, en secreto, tenía hambre, con aquellos ojos grises-azules que se tornaron rojos como la sangre que buscaba con tanto ahínco.


Y fuera, en la iglesia, mientras los gritos de agonía de un hombre resonaban en los pasillos vacíos, entre las bancas solitarias, la Virgen Oscura miraba hacía el techo, piadosa, y tal vez, con miedo a la criatura que acechaba en la Casa de Dios.


 
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