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miércoles, 20 de diciembre de 2017

#UnAñoMás: Luces de Navidad [PARTE VI] (Quinta Posada)

Representación artística del encuentro con un supuesto ser extraterrestre en el pueblo de Varginha, Brasil (1996)


-S-sí, lo haré…
Silvestre miraba a Sonia, y de nuevo al suelo de la cocina, dónde ella tenía el cuerpo de Juan. Lo había arrastrado hasta ahí con dificultad, y aunque empezaba a oler mal después de un día muerto, tenía que apresurarse. Silvestre era la única opción: un borracho que podía ser muy manipulable, y que además, se creyera sus mentiras.
-Cuando tuvo el accidente no lo podía creer. Fue muy repentino, y no pude hacer nada. Sólo queda sacarlo de aquí, sin que nadie se entere. Si me ayudas bien, te daré dinero, y puedes gastarlo en unas cervezas o lo que quieras, ¿te parece?
Silvestre asintió.
-Pero… ¿Usted no mató al otro, a Juan Diego?
Sonia frunció el entrecejo.
-No, no… Tampoco maté a mi marido, ya te dije que fue un accidente. Sólo necesito sacarlo de aquí, y en mi coche sería la mejor opción. Sólo necesito que me ayudes a sacarlo, y yo haré lo demás. Te lo agradeceré siempre, y más porque sé que sabes guardar secretos. Por favor…
La súplica de Sonia era muy convincente, y Silvestre no dejaba de asentir.
-No se preocupe, bella damita, yo le ayudo en lo que sea, y no diré nada. Por usted, por Juan Diego, y por el amigo de las luces…
-¿Amigo de las luces?-, preguntó Sonia, bastante desconcertada. Ella también había visto las luces aquel día, después de la misa.
-Uno que a veces veo por aquí. Es algo raro, no habla mucho. Espero presentárselo algún día. Bueno… ¿cómo le vamos a hacer?
Ella le contó todo a detalle: mientras hicieran la letanía de la posada, cuando nadie se diera cuenta, subirían el cuerpo de Juan al coche, y ella misma se iría manejando para poder “arreglar ese asunto”. Lo que Silvestre no sabía era que la muchacha tiraría el cuerpo con todo y el auto en algún barranco. Eso la haría menos sospechosa.
-Pero nadie puede vernos, nadie. ¿Está claro? Ni siquiera tu amigo ese el de las luces…
Silvestre asentía sin decir palabra.
Pasaron las horas, y cuando la letanía de la posada estaba en casa de doña Mercedes, la más apartada de la casa de Sonia, junto a Silvestre puso manos a la obra. Cómo pudieron, entre los dos levantaron el cuerpo, envuelto en una cortina de color azul oscuro, mientras la gente, lejos de ahí, cantaba pidiendo posada, y entonando alabanzas a los santos. Ella trataba de cargar con el muerto, pero su abdomen se lo impedía un poco. Al fin, el cuerpo quedó dentro del coche, en el asiento trasero. Con mucho cuidado, Sonia cerró la puerta del coche y luego se metió en el asiento del conductor. La puerta de al lado también se abrió, y Silvestre se subió.
-¿Pero qué haces? Ya te dije que me encargaría yo sola de esto.
Silvestre le sonrió.
-No me voy hasta que me des el dinero. Después, te dejaré en paz y no lo contaré a nadie. Iré contigo a solucionar tus problemas, muchacha…
Sonia frunció el ceño.
-Está bien, está bien…
El auto salió de la calle, en dirección contraria a donde estaba la gente de la posada, y Sonia aceleró para perderse en una avenida que daba hacía los parajes vacíos que rodeaban el pueblo. Afuera, el viento soplaba y el frío calaba como cuchillos en la piel. Los matorrales secos se movían y crujían, y ni siquiera había aves en el cielo. Después de un largo rato sin decir nada, Silvestre habló.
-Mi amigo de las luces sabe…
El auto frenó repentinamente, y Sonia casi se golpea la cabeza con el volante.
-¿Pero qué dices? ¡Te pedí que no le dijeras a nadie!
Silvestre negó, sonriendo.
-No le dije. Él sabía. Dijo que te vio matando a tu esposo. Y también vio quién había matado al pobrecito de Juan Diego. Dijo que vendría con nosotros y que nos encontraría pronto…
Las palabras del borracho hicieron que Sonia sintiera miles de escalofríos recorriendo su espalda. Era el miedo a ser descubierta, al hecho de que su crimen no había pasado desapercibido.
-Por eso quiero más dinero. Así no diré que tú lo mataste-, dijo el borracho, guardando silencio y extendiendo la mano hacía la muchacha. Esta no se inmutó.
-Tu amigo y tú pueden irse al carajo, borracho de mierda…
-Eso díselo tú misma. Ya llegó…
Silvestre señaló hacía afuera, justo frente al coche, arriba. En el cielo oscuro, estaban las luces que ella y muchos otros habían visto aquel día. Sonia se quedó pasmada, se quitó el cinturón de seguridad, y abriendo con cuidado la puerta, salió del coche, impactada. La luz era potente, pero se mantenía quieta en el cielo, pasando de un color ambarino a uno verde bastante fluorescente. No hacía ruido.
Silvestre también se salió del coche, pero caminó en dirección a Sonia, rodeando el auto. La tomó del brazo, y aunque forcejeaba para soltarse, le hacía daño.
-¡Dame el dinero, tonta, o le voy a decir a todos que eres una asesina!
-¡Ya suéltame, estúpido borracho!
Aunque el forcejeo seguía, la luz no se inmutó. Seguía ahí, en el cielo, cada vez más cerca del auto.
-O me das el dinero, o te voy a…
Fue en ese momento cuando unas largas manos negras jalaron a Silvestre hacía atrás, una desde el vientre, y otra apretando su rostro. Empezó a gritar desesperadamente, pero aquel ser ya lo jalaba en dirección hacia la luz, y aunque pataleaba, se lo estaba llevando. Sonia retrocedió, y cayó de espaldas en el borde de la carretera, entre un arbusto seco.
Otro de esos seres iba caminando directamente hacía ella. Estaba enfundado en ese traje negro parecido a una malla, y sólo podía ver su rostro inexpresivo y grandes ojos. Cuando estuvo frente a ella, una de sus manos se estiró, y le acarició el vientre con aquellos enormes dedos.
-¿Qué me vas a hacer?-, preguntó ella, aterrada, casi sin aliento.
La voz de aquel ser era como un zumbido eléctrico, agudo y rasposo, pero ella pudo entenderlo todo:
-Tú serás la madre de todos nosotros. Danos al niño cuando salga, y todos se salvarán. Yo te vi matando a tu esposo, y vi quién mató al muchacho solitario y acongojado. Vete a casa, y no volverás a pensar en nosotros…
La luz empezó a parpadear, y se llevó consigo a los seres y a Silvestre, quién gritaba con todas sus fuerzas. El auto de Sonia, incluyendo el cadáver de su esposo, se fue arrastrando por el asfalto, y justo cuando aquella fuerza invisible lo tenía bajo la luz, se elevó en un chirrido, desapareciendo junto con un destello que hizo todo blanco un segundo, antes de sumirlo todo en la oscuridad.

Sonia, impactada y aterrada, temblando y sin poder respirar bien, se desmayó.

sábado, 16 de diciembre de 2017

#UnAñoMás: Luces de Navidad [PARTE II] (Primera Posada)

Luces en formación vistas sobre las ciudad de Phoenix, Arizona, en Mayo de 1997.


El pollo se estaba asando en el sartén, y doña Remedios recordaba aquella noche mientras ponía otra cacerola en la estufa, para hervir agua para la sopa. La noche de las luces, la llamaron todos…
-¿…no es así?-, dijo su amiga, la señora Isabel. Remedios no había puesto tanta atención, mientras empezaba a poner la sopa en el agua hirviendo.
-¿Qué dijo, doña Isabel?
-Oh nada, nada… Hablaba de la pobre Eva, muchacha que vive en el 19. La noche de las luces se puso muy nerviosa. ¿Será el embarazo?
Remedios revolvía la mezcla de tomate con caldo de pollo que había molido en la licuadora.
-Tal vez. La pobrecita, tan joven, y tan asustada por esas cosas. Usted vio qué cerca estaban de nosotros, ¿no? Uno podría decir que hasta se podían tocar. ¿Qué serían?
Doña Isabel miró a su amiga mientras preparaba su comida.
-No lo sé, doña Reme. Las cosas así no deben cuestionarse, si nos vienen de Dios. Tal vez era una manifestación de la Virgen, algo así. Por cierto, ¿va a ir a la posada?
-No lo creo. Mis hijos quieren que vayamos al cine, y pues ni modo de decirles que no.
A través de la pared de la cocina se escuchaba la música del vecino, un muchacho que no tenía mucho que se había cambiado, y que casi siempre tenía un escándalo. La música seguía tocando, desde hacía ya cuatro días.
-¿Y dice que no ha visto al muchacho salir a trabajar?-, le había preguntado la señora Isabel a su amiga, mientras doña Remedios dejaba que la sopa se cociera a fuego lento.
-Pues no. Casi siempre sale a la misma hora y regresa por la tarde haciendo su escándalo. Tal vez esté deprimido, o solamente no quiere salir a trabajar. Uno nunca sabe lo que pasa por la cabeza de esas personas. Van varios días que voy por mi lavadero, cerca de su patio trasero, y huele horrible. Tal vez no limpia su casa, pero el olor es horrible. Mire…
Ambas mujeres salieron de la cocina, y salieron al patio trasero. Cerca del lavadero, justo detrás de la pared que separaba ambas casas, el olor ya era insoportable. Era como si la basura de varios días se estuviese pudriendo y fermentando al aire libre.
-Dios, es asqueroso. Es como si no tirara la basura. ¿Va a llamar a alguien para que lo solucione o…?
-Tal vez-, dijo la señora Remedios, alejándose un poco de la barda. –Es horrible que viva así. Yo podría ir a limpiar su casa, en serio que sí, pero es un asco…
-¿Ya le preguntó?
-Le fui a tocar anoche, pero no me abre. O no me quiere abrir, o está que se ahoga en alcohol. No tuve más remedio que llamar a la policía. Me dijeron que iban a estar aquí por la tarde, así que más vale esperar.
Las dos señoras regresaron a la casa, y sólo volvieron a salir hasta que la policía llegó. El oficial, un hombre gordo y de cara malhumorada, llamó a la puerta del muchacho, pero sin que este le abriera. Doña Remedios no tuvo otra opción: dejó que el oficial pasara por encima de la pared del patio de atrás para acceder a la casa del vecino. El hombre tomó una escalera de metal que doña Remedios le había prestado, y con algo de torpeza saltó justo del otro lado.
Ahí no había basura, ni nada que indicara que ese asqueroso hedor venía del patio de atrás. Todo estaba solitario, ordenado, pero sin atender. La tierra se acumulaba en las esquinas, y el ambiente se sentía frío. Pareciese que ahí no vivía nadie. A través de las pequeñas ventanas de la puerta trasera, se podía ver la luz aún encendida de la cocina, y se escuchaba la música.
-Buenas tardes. ¿Hay alguien aquí?-, dijo el policía, tocando con su mano en la puerta, la cual se movió unos centímetros y rechinó. El olor de la podredumbre venía de dentro, y se intensificó cuando la puerta se abrió por completo. Las dos mujeres, del otro lado de la pared, no decían nada, esperando poder escuchar lo que pasaba en casa del vecino.
El policía se internó en la casa, dando pasos pequeños, cauteloso. El olor era insoportable. La música ahora era lenta, una balada de Roy Orbison. In dreams, I walk with you… In dreams, I talk to you… In dreams, you’re mine…
Cruzando la cocina estaba la sala, el único lugar de la casa iluminado. Aunque el policía mantenía su nariz cubierta con la manga de su uniforme, el olor era bastante insoportable. Se detuvo para ver en la sala, al final del pasillo.
Todo estaba en orden. El muchacho aún estaba sentado en el sillón, con la cabeza de lado, los ojos abiertos y la boca con una mueca de horror, la piel húmeda y de un color verdoso bastante desagradable. El olor que desprendía venía desde el estómago, como si este hubiese estallado. La música ahora se escuchaba apagada, porque las arcadas del policía retumbaban en las paredes. Tuvo que retroceder lo más rápido posible, antes de vomitar en la cocina. Aquello era demasiado…
La policía tardó en llegar, y una ambulancia iba cerrando la comitiva fúnebre. Prepararon todo para llevarse el cuerpo, y los policías hacían preguntas a los vecinos, tanto a doña Remedios como a su amiga Isabel, y al huraño señor Ernesto, quién vivía en la casa del otro lado. Desde el otro lado de la acera, a dos casas de distancia, una chica vio todo. Sacaron el cuerpo del muchacho envuelto en una bolsa de plástico negra, y lo subieron a la ambulancia del servicio forense sin más ceremonias. Ella soltó un gemido, y sintió que el estómago se le congelaba.
Juan Diego, ¿qué hiciste?
A lo lejos, en la esquina de la calle, los vecinos que ya preparaban todo para la posada de aquella noche, miraban curiosos, pero sin decir nada. Sólo la chica solitaria, mirando por la ventana, soltó una lágrima de dolor.

jueves, 21 de mayo de 2015

I: La Casa Torcida.

Cuenta la leyenda que había cierta casa en las afueras de la ciudad, que más que un elemento histórico del mundo antiguo, era un punto de encuentro para los aficionados de lo paranormal. Es común ver que hay atracciones en las ferias donde uno puede entrar a una casa construida específicamente para que el público se sienta confundido por su estructura interna. Sentir que uno va bajando cuando en realidad sube, sostenerse de un barandal porque el piso está demasiado inclinado, o incluso ver como una bola de billar baja por una pendiente inclinada hacia arriba.
La casa de este relato es igual, aunque con una sencilla diferencia: el acceso al público está restringido del todo. Nadie puede entrar ahí, a excepción de un grupo especializado que el gobierno de la ciudad eligió para cuidar la fachada y los alrededores. La casa, una bonita estructura de estilo victoriano, por fuera tiene toda la apariencia normal, aunque los que han entrado han dicho que la casa comienza siendo normal, con un vestíbulo completamente recto. Hasta ahí es donde la gente del gobierno ha podido acceder, ya que al cruzar cualquiera de las tres puertas (dos en los costados y una al fondo), la casa se transforma en un sinfín de laberintos y pasillos que no tienen pies ni cabeza.
Es común oír historias de gente, como Archibaldo Sanders, que cruzó la puerta al fondo en 1940, tratando de averiguar más acerca de la historia de la casa. Cuando abrió la puerta, la gravedad de la casa cambió, haciendo que el techo esta vez fuera el suelo. Archibaldo corrió con mucha suerte, ya que sólo tuvo que cruzar la puerta de nuevo, y resistir el golpe, para caer sano y salvo en el vestíbulo y regresar por sus propios pasos.
En 1958, Sonia James, una investigadora paranormal de renombre, se aventuró a ir más allá de lo que Archibaldo había podido. Sabiendo que la puerta del fondo sólo accedía a un pasillo que cambiaba la gravedad, se aventuró a cruzar la puerta. El golpe hacía el techo la desorientó un poco, pero pudo seguir caminando. Sonia llevaba una cuerda atada a la cintura, mientras afuera de la casa la cuerda se mantenía atada a una camioneta, la cual la jalaría ante cualquier eventualidad. Sonia caminó más allá en aquel pasillo, abriendo las puertas sin cruzar los umbrales. Una de las recámaras estaba colocada de manera horizontal, con la cama en la pared. En otra de las puertas, el baño estaba hacía el fondo, como si la puerta estuviera en el techo de la habitación.
La habitación al final del pasillo, justo antes de subir las escaleras, sería llamada con el tiempo “La Habitación James”, en honor a Sonia. Ahí la mujer encontró algo que la marcaría de por vida. La puerta de la habitación estaba en lo que sería el piso, como una trampilla o un sótano. La habitación está completamente oscura, y aunque ella encontró el interruptor de la luz, no encendió ningún foco. En el centro sólo había una mesa y una silla, llenas de polvo. En la silla se encontraba un cuerpo, un cadáver presumiblemente de hombre, aunque la ropa no permitía saber ni su sexo ni su procedencia.
-Le vi ahí, medio sentado y acostado sobre la mesa. Su ropa era extraña, una mezcla de una capa larga hasta el suelo, con pantalón muy amplio de la parte de abajo y una especie de blusa de colores que, por la oscuridad, no llegué a distinguir-, dijo Sonia en una entrevista varios años después.
-Debajo del cuerpo había papeles, hechos de un material similar al caucho de las llantas, pero más delgados. Las letras eran comprensibles, aunque estaban escritas en una caligrafía muy extraña, casi mecánica. Eran las escrituras de la casa, sólo que esperé a salir al pasillo iluminado para seguir leyendo.
Lo que había en esos papeles dejó a Sonia perpleja. La casa era propiedad de un hombre llamado Hister, construida como un regalo a su esposa Brontia, con elementos que unían dos épocas: la suya, y la de la antigüedad, época que a la mujer le apasionaba en gran medida. Las escrituras fueron firmadas por autoridades y selladas por el gobierno de Salamar, un país que, con posteriores investigaciones, no existía en el mapa. Lo más chocante fue cuando Sonia leyó la fecha en la que los papeles estaban firmados: 10429. Era imposible que algo estuviera firmado con esa fecha.
Sin embargo, y para sorpresa de Sonia, junto a los papeles oficiales firmados en Salamar más de 8400 años a partir de ahí, había una especie de carta, una misiva o última voluntad. La hoja era similar que las otras, solo que la caligrafía esta vez era de puño y letra de una persona, con un color de tinta tan brillante y cambiante que era difícil saber de qué color era. El contenido era demasiado sobrecogedor:
“La estructura de esta casa tiene conciencia propia. Los arquitectos que la edificaron incluyeron en sus paredes, bajo el suelo y sobre el techo varias especificaciones electrónicas que, sin lugar a dudas, le dieron una mente a la casa. No podíamos quedarnos sin hacer nada. Hicimos que se destruyera, que al final cambiara a su forma original, pero ni el fuego ni las bombas nucleares a pequeña escala mejoraron el asunto. Ahora la casa ha viajado, no sé a qué tiempo. Se adaptó, cambió por fuera, pero por tiempo sigue siendo la misma pesadilla. Somos uno mismo ahora, y moriremos aquí, sin que nadie nos encuentre. Escuchamos gente que entra, y grita porque no vuelve a salir. Las puertas a los costados del pasillo son el horror: una lleva al infinito absoluto, y la otra es un laberinto interminable. El único lugar seguro es al fondo, donde estamos nosotros. Y aquí moriremos, juntos…”
Sonia regresó a verificar que en la habitación hubiese dos cuerpos. Pero sólo estaba el de la persona acostada en la mesa. Sin embargo, al ver más de cerca, se quedó pasmada. El cuerpo era una mezcla de órganos, con un solo seno femenino, y dos cráneos que parecían haberse fusionado por la mitad, con lo que parecía un pedazo de ojo a la mitad de la frente.
Sin perder tiempo, y esperando no dejar su cordura en aquel lugar, Sonia regresó rápidamente sobre sus pasos, agarrándose de la cuerda. Al salir del pasillo que cambiaba la gravedad, miró hacía el fondo, hacía la puerta abierta de la entrada. No podía irse sin verificar dos cosas. Se dirigió con cuidado hacía la puerta que tenía a su izquierda, en el vestíbulo, a pesar de las advertencias de la carta que llevaba en las manos, junto a los papeles de la casa. Abriendo con cuidado la puerta, se percató de que más allá, en aquella habitación, había un enorme laberinto, hecho de paredes metálicas, como si estuvieran vivas, cubos gigantes que se movían en todas direcciones. Sonia juraba, años después, que había alcanzado a ver una figura humana, y otra más grande y ominosa, hecha de algo que no parecía carne.
La otra puerta debía ser la del infinito insondable de la que hablaba la carta. Cerrando la puerta del laberinto, se acercó a la otra, pero sólo para escuchar, poniendo la oreja en la superficie de la madera. Un grito ensordecedor rompió el ambiente silencioso al otro lado de la puerta, una voz que clamaba ayuda en diferentes idiomas, con una voz que ya se encontraba más allá de la comprensión.
Sonia soltó un grito y salió corriendo hacía el patio de la casa, relatando entre sollozos lo que había visto y encontrado. Los papeles que ella extrajo desde el corazón de la casa están escondidos, y ella misma fue una de las que promovieron la prohibición de acceso a la casa en años posteriores. La edificación ha sido objeto de debate, si dejarla en pie para futuras investigaciones, o incluso para demolerla, aunque todos los intentos han sido infructuosos. Ni la dinamita ni siquiera las máquinas han servido para tal efecto. Y ahí sigue, de pie, mirando hacia la calle vacía que da hacía la ciudad.
¿Qué hubiese encontrado Sonia de haber subido las escaleras de aquella casa sin principio ni final? ¿Dónde quedaba Salamar y quiénes habían sido en realidad Hister y Brontia? Ninguna de estas preguntas tenía respuesta. Y peor: varios decían que la casa parecía susurrar en las noches, esperando despertar, y devorar lo que se le pusiera enfrente. Ahora, rezamos porque ese día jamás llegue…


 
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