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martes, 20 de diciembre de 2016

Las cosas que no se dicen (Las cosas que se dicen): PARTE 1

-Levántate-, dijo una voz etérea más allá de su cabeza.
Estaba acostado, solo y abandonado, en un páramo seco, yermo y plagado de arena, con plantas secas y ásperas. Su mejilla ardía, y su cabello estaba seco, tieso. Le dolía todo.
-Vamos, levántate…
El muchacho se levantaba. Su largo cabello pelirrojo caía por el hombro y sus ojos tardaron en acostumbrarse a la luz de aquel lugar. Ahí, frente a él, estaba parado alguien, otro muchacho. Sólo podía distinguir su silueta.
-¿Quién eres?-, dijo, tartamudeando. Sentía hambre y sed, cansancio y dolor.
-Tú conciencia. Pero primero dime una cosa…
El pelirrojo sintió que le daban la mano, una mano suave y fría. Miró al rostro de aquel que le hablaba.
-¿Quién eres tú?
El otro le sonrió al pelirrojo.
-¿Quién eres tú, mejor dicho?

-Levántate-, dijo la voz electrónica a su lado.
El muchacho pelirrojo estaba acostado en su cama, con el lado más caliente de la almohada bajo su mejilla. Se sintió asustado por un momento, pero luego recordó. La alarma de su celular.
Tenía algo importante que hacer, pero no recodaba qué. Dormir durante tanto tiempo causaba muchas veces problemas con su memoria. Pero ese sueño que había tenido… En fin, cosas que no valían la pena recordar.
Se levantó y medio recogió su largo cabello en un moño poco elaborado. Su barba estaba despeinada, como si se tratara de un matorral. Trató de peinarla como pudo, mientras el reflejo en el espejo le devolvía una mirada cansada, y un tanto confundida.
-¿Qué tiempo hará hoy?-, dijo el muchacho en voz alta a su celular. Este podía interpretar la voz del usuario cuando le daban órdenes.
-Frío la mayor parte de la mañana, con tendencia de lluvias en la tarde.
-¿Y los pendientes?
El aparato tardó un momento en responder.
-Preparar la cena para la gala de los Masones. La cena será a las 9:45 esta noche…
Y mientras el aparato seguía con su cantaleta, Arturo sólo pudo exclamar:
-¡Verga, la cena!

El pelirrojo y el otro muchacho llevaban caminando cinco minutos por aquel paraje sin que el ambiente cambiara. El pelirrojo vio a su compañero: era un muchacho un poco más grande que él, en tamaño y edad. Tenía una silueta poco definida: de no haber escuchado su voz, hubiese dicho que era una chica. Se contoneaba, y su ropa era bastante ligera. Llevaba sobre su cabeza un gorro de lana (muy incómodo para aquel lugar desértico), de varios colores que parecían moverse.
-¿En qué piensas?-, dijo el muchachillo al pelirrojo, observándose con una sonrisa que parecía más bien perturbadora.
-Pendientes que debo terminar.
El muchachito se detuvo, y empezó a mirar alrededor de ambos. El pelirrojo también miró, pero su visión no le dejaba ninguna esperanza.
-Date cuenta dónde estamos. ¿Qué pendientes podría tener alguien como tú aquí? Ni siquiera sabes quién eres ni tampoco de dónde has venido. No debes tener esperanza alguna de saberlo pronto.
El muchachito hablaba con razón: ni siquiera sabía qué estaba pasando. Solamente había despertado ahí, abandonado a su suerte por qué sabe que horribles razones.
-Tengo un nombre-, dijo el pelirrojo.
El muchachito sonrió aún más.
-¿Ah sí? Entonces dímelo…
El pelirrojo dudó un poco lo que iba a decir. Era obvio que estaba mintiendo, pero no se le había ocurrido otro nombre.
-John Wayne…
Su compañero no sólo sonrió, sino que también soltó una sonora carcajada.
-¡Vaya que sí! ¡John Wayne, el vaquero más valiente del Oeste! Muy bien señor Wayne, camine…
Los dos reanudaron la caminata a través de aquel paraje yermo. John Wayne sólo pudo recogerse el cabello en una coleta. Aún así, el poco viento que de repente soplaba le alborotaba su burdo trabajo.
-¿A dónde vamos?
El muchachito tardó en responder.
-Eso lo sabrás cuando lleguemos, John Wayne.
El pelirrojo volvió a abrir la boca. La sentía seca.
-¿Cómo te llamas?
El otro sólo alcanzó a contestar:
-Sinner’s Prayer…

Jacobo miraba hacía el techo con aquellos ojos de café descafeinado. No buscaba una respuesta en el cielo, ni siquiera formas divertidas en las manchas que adornaban la superficie carcomida. Miraba al techo porque el enorme sujeto que estaba encima de él no le dejaba ver hacía otra parte. Y mientras el otro embestía, Jacobo fingía disfrutarlo. Era el quinto hombre al que se entregaba en la misma semana.
Siempre era en hoteles: nada en casas particulares. Así guardaba la discreción de aquellos que, en su gran mayoría casados, disfrutaban del amor de otro de los suyos. Pero usualmente Jacobo no hacía nada: solamente se quedaba quieto, recibiendo los enormes miembros de sus amantes masculinos. La semana anterior habían sido dos al mismo tiempo, una cosa dolorosa para no especificar más.
Esta vez era un hombre casado, un grandote con panza y algo calvo, buen amante por todo lo demás, pero bastante inseguro. Jacobo le había rogado, casi aprovechándose de la calentura de aquel hombre, y sin embargo, este le había dicho que despacio, “porque mi esposa puede enterarse y…” Habladurías solamente. El instinto animal hacía que aquellos hombres engañaran a sus esposas, les mintieran a sus hijos, y descuidaran un poco más sus trabajos. Pero quienes se engañaban, mentían y se descuidaban eran ellos mismos…
El muchacho lo sabía: ellos no eran sinceros con ellos mismos. Jacobo tampoco.
Ni siquiera lo sintió: el hombretón encima de él se vino dentro, y el semen escurría hacia las sábanas. A pesar de todo, Jacobo fue rápido. Abrazó a su amante, y le dio la vuelta para que quedara de espaldas contra la cama.
-¿A qué se debe tanta energía?-, preguntó el hombre.
Jacobo lo miró desde arriba, mientras con una mano se masturbaba. El semen salió a chorros, y le cayó en la cara a su amante.
-No sé, me siento creativo, creo-, decía el muchacho, jadeando, disfrutando, y odiando…

Siguieron caminando, hasta que una sombra se dibujó bajo el inclemente sol de la tarde. John Wayne se detuvo al ver aquella larga figura negra dibujándose en el suelo. El muchacho del gorro de colores observó atento la figura que tenían delante.
Era un enorme árbol, o al menos eso parecía. Parecía un pino seco, pero se trataba más bien de una persona, con enormes ramas por brazos y raíces profundas que semejaban pies. Su cabeza miraba hacía ellos, una cabeza normal, con dos ojos negros bastante oscuros y expresivos, y una sonrisa larga, llena de dientes amarillos. Solamente miraba con curiosidad a aquellos dos viajeros.
-¿Qué es eso?-, preguntó John Wayne. Sinner’s Prayer no dijo nada inmediatamente. Se acercó y rodeó al árbol. Este le seguía con la mirada, pero no podía seguirlo por todas partes. Parece que su mirada se limitaba sólo hacía el frente y los lados, como las personas normales.
-Se llaman Vigilantes. Este está seco, casi marchito. Si aún se mueve, es porque nos sigue observando…
John Wayne reflexionó un momento, olvidándose durante un momento del asunto de aquel árbol.
-¿Qué clase de nombre es Sinner’s Prayer?
Sinner’s Prayer miró divertido a su compañero.
-El mismo que John Wayne, supongo. También me dicen Panda: ¿ves las manchas alrededor de mis ojos? Por eso. La verdad es que mi nombre es más complicado. Traducido significa “creatividad”.
John Wayne le miró, y una idea le llegó a la cabeza. Aquel idioma del que Sinner’s Prayer hablaba, él también lo sabía, aunque no sabía cómo…
-Entonces mi nombre se traduce cómo…
-Así es, John Wayne. “Depresión…”
El árbol movió sus ramas, desenterrándolas del suelo, levantando polvo y arena. Miró a los dos viajeros.
-¿Están perdidos?-, dijo con una voz más etérea, lisa, robótica.
-No. Vamos al lugar que prometí llegar desde el principio. Sólo que John Wayne se niega a cooperar con sus recuerdos. Es ese de ahí…
El Vigilante miró a John Wayne, cuando Sinner’s Prayer lo señaló. Este se puso nervioso, con aquella sonrisa y esos ojos negros siempre observando.
-John Wayne… Un nombre que no se escucha mucho por aquí. Casi todos tienen nombres estúpidos como “Bondad Herida” o “Trauma”. Bienvenido a este paraje, John Wayne.
El árbol se agitaba, buscando un nuevo pedazo de tierra donde guardar sus ramas y raíces. Parecía que caminaba entre la tierra, levantando polvo cada que sus extremidades salían y entraban. Sinner’s Prayer jaló de la mano a John Wayne, y ambos lo iban siguiendo, dando pasos lentos.
-¿Y a dónde vas tú?-, preguntó John Wayne, tartamudeando un poco. Jamás había visto a una criatura similar, y eso le causaba una fuerte y aterradora primera impresión.
-Los que son como yo caminamos siempre a lugares más frescos. Cruzamos las tierras muertas hasta donde empezamos a oler la sangre fresca de la clorofila en nuestros hermanos más afortunados. Pero algunos como yo ya no podemos seguir más lejos…
El Vigilante se detuvo, volviendo a afianzar sus ramas en lo más profundo de la arena, quedando algo más encorvado que antes. Se veía viejo y cansado, a pesar de aquella sonrisa de madera amarillenta, maliciosa.
-Tu muerte se acerca, compañero viajero…-, dijo Sinner’s Prayer, solemne y un tanto pernicioso.
-Sólo un paso más hacia la eternidad, joven. Su amigo y usted merecen llegar a donde yo tenía planeado establecerme. Sigan las huellas…
El enorme árbol señaló hacía el suelo, donde enormes agujeros de ramas y raíces se dibujaban, con los bordes a punto de desaparecer por acción de la brisa que soplaba en aquel lugar.
-Vámonos, por favor…
La voz de John Wayne lo decía todo: tenía miedo. Sinner’s Prayer le echó una última mirada de consuelo al Vigilante, quién no dejaba de sonreír, y ambos siguieron aquel sendero de huellas.

Arturo se dio prisa a salir de su casa. Barba y cabello bien arreglado, y su gabardina tan elegante como siempre. Una ligera llovizna caía cuando salió del edificio donde vivía. Excelente, pensó el muchacho. Y no porque no le gustara, al contrario: la sensación suave de la lluvia sobre su blanca piel le causó una erección bastante bien disimulada.
Caminó un poco más apresurado hasta donde salía el transporte. No iba tan lejos, y el autobús lo dejaría en la entrada del centro comercial. Ya tenía la lista: distintas variedades de hongos y setas, hierbas de olor, algunas verduras, y carnes: algunos de los mejores cortes sólo para un grupo tan selecto como el de los Masones. Cincuenta personas solamente, pero aún así, el problema no era ese. La comida estaría lista para la noche, sí, porque tendría ayuda para hacerla.
Muchas veces el problema de la gente era el paladar. No todos estaban acostumbrados a ciertos sabores, y los de Arturo eran demasiado exquisitos, con sabores que nadie más se atrevería a probar habiéndose acostumbrado a los clásicos. Entre curry y guasave, paprika, tomillo y hasta chile fantasma de la India, Arturo no tenía porque conformarse con tan poco y tan sencillo.
Buscando entre los anaqueles del centro comercial, específicamente un frasco de aceitunas negras, se tropezó sin querer con uno de los dependientes de la tienda de autoservicio. El dependiente se dio la vuelta, y Arturo pudo ver a un hombre de mediana edad, algo calvo, con una sonrisa espantosa, y ojos que parecían vigilar siempre.
-¡Disculpe!-, dijo el dependiente con voz alta, bastante alarmado pero tratando de guardar la calma con su sonrisa, lo que incomodaba un poco al muchacho.
-No… Yo tuve la culpa en realidad, no me di cuenta por donde iba…
El dependiente se alisó su mandil.
-Parece que está desubicado. ¿Buscaba algún producto en especial?
Arturo sentía algo de temor hacia aquel sujeto, con aquella falsa mirada y su sonrisa que… Le recordó un sueño que tuvo alguna vez. Un monstruo, el sonido de las ramas que se rompían cuando aquello se movía a través de un lugar solitario. Y unos ojos cafés que lo miraban a lo lejos, invitándolo a caminar a la perdición.
-No-, dijo Arturo, aclarando su voz con una tosecita discreta. –Sólo andaba caminando y no vi por donde iba, disculpe…
El muchacho siguió caminando, sin siquiera mirar hacia atrás, como lo haría un colegial en su primer día de escuela, tratando de no mantener contacto visual con los chicos más grandes. El dependiente lo miró, y esta vez no sonreía. Sólo parecía algo confundido, y sin importarle demasiado lo que un cliente pensara, siguió acomodando las latas de atún en su lugar.
Después de una búsqueda algo cautelosa, Arturo encontró las aceitunas. Con todo en el carrito de las compras, se dirigió a la caja para pagar. Valía la pena gastar bastante para que una cena tuviese su propio toque personal.
Se van a morir con lo que prepararé, decía el muchacho en su mente, sonriendo de satisfacción ante la idea de las felicitaciones.
No tenía idea…

Ambos seguían caminando a través de aquel paraje, el cual ya no se veía tan abandonado después de todo. Los esqueletos de varios Vigilantes yacían de pie a su alrededor, como horrendos muñecos, mitad huesos secos, mitad ramas marchitas, que se pudrían al sol, con una sonrisa macabra que perduraba incluso después de la muerte.
-¿A dónde me llevas?-, dijo de repente John Wayne, sacando a Sinner’s Prayer de sus pensamientos. Ambos iban agarrados de la mano: eso los hacía sentir más cómodos.
-Es una sorpresa. Más bien, es como una prueba. Algo me decía que te encontraría aquí, en este lugar desolado, y que tenía que llevarte a donde vamos. Eso es todo…
John Wayne pensó un momento.
-¿Siempre dices lo que piensas al instante? Eso es bueno, pero…
-Te incomoda, lo sé. A dónde vamos, la gente ni siquiera piensa a veces. Son todos iguales, normales, cortados con la misma tijera. ¿Y sabes qué es lo mejor? Te van a considerar un dios, al verme contigo.
Sinner’s Prayer le apretó la mano a su compañero, y este no pudo más que sonrojarse. John Wayne estaba empezando a sentir algo por aquel muchachito que… No, eso no podía explicarse.
-Espera-, dijo el pelirrojo, quedándose parado. Sinner’s Prayer se detuvo, confundido.
-¿Qué pasa…?
John Wayne le hizo señas para que se callara. Su nariz olía algo. Su sentido del olfato era bastante bueno, tanto que podía oler el sudor de Sinner’s Prayer desde un poco más lejos, y aún así distinguir el olor de podredumbre de los Vigilantes muertos que se encontraban más apartados.
-¡Por allá!-, señaló el pelirrojo, y el muchacho de la gorra se sorprendió, aunque aún no sabía por qué.
Ambos corrieron hacia donde John Wayne había señalado, sin soltarse de la mano. Sinner’s Prayer tuvo que acomodarse la gorra de colores para que no se le cayera, y aún así, seguir corriendo al ritmo de su compañero.
-¡Qué diablos te pasa…!
Sin dejar de correr, jadeante, John Wayne le sonrió por un breve segundo, sin importarle que las ramas secas de un cadáver de Vigilante le rasguñaran la mejilla.
-¡Huele a…!

Vida.
La palabra que más le hacía a daño a Jacobo era esa. Anhelar siempre una vida normal era lo que quería, y aún así, no la tenía. Y eso no le preocupaba: lo “normal” nunca había sido su fuerte.
Estaba frente a la computadora, aquella noche después de dejarse llevar una vez más por la pasión y un deseo irresistible. Tenía que escribir. Una vocecita en su cabeza siempre le decía que “ese relato nunca iba a acabarse solo”. Sus dedos eran el medio ideal para continuar, para que las ideas se convirtieran en algo medio tangible.
La historia de sus últimos años, quizá. Acosado por su propia sexualidad y sus ganas de disfrutar. Y también de todos aquellos que habían pasado por encima de su cuerpo desnudo sin dedicarle palabras de amor. Ahí estaban plasmados ellos, con nombres y apellidos, carreras, deseos, y hasta direcciones. A cada uno iba a plasmarlo de la manera más fidedigna, con cada recuerdo, cada palabra…
Y luego lo iba a dar a conocer. Todo estaba planeado. Quería que el mundo supiera lo que esas personas le habían hecho sentir alguna vez, las decepciones y los miedos. A cada uno le iba a tocar su rebanada de pastel. Una invitación a cada quién, para que todos fueran testigos de algo que ni siquiera sabían de que se trataba. Sólo iban a estar presentes para el lanzamiento de un nuevo libro de Jacobo. Pero del tema nada se decía.
Todo estaba planeado…

(PARTE 2)

jueves, 20 de octubre de 2016

El reencuentro (Jaime Martínez)




Caminar cada tarde hacia el parque Álamos, se ha vuelto un hábito para Genaro.  La avenida Tlalpan es una buena opción para aminorar los problemas cotidianos, sobre todo, los económicos. Aunque renuente a los cambios, deja que la gente nueva del barrio lo distraiga de sus preocupaciones. Desde hace mucho tiempo, no sentía una sensación de tranquilidad. Tal vez sentado en uno de estos nuevos cafés, me venga la inspiración para pintar nuevamente, tal vez, y hasta logre vender, pensaba mientras caminaba. El entusiasmo por la posibilidad de volver a pintar se fue desvaneciendo conforme avanzaba por la acera hasta quedarse en una vaga inspiración, del que apenas recordaba al llegar al parque.

Como en los últimos dos años se sentó en la segunda banca, del lado derecho, de la entrada oriental del parque, en donde la sombra levemente diluida, apenas cobija. Siempre solitario, débil y encorvado, a pesar de tener cuarenta años.  Recordó algunos lugares que visitó de joven, amistades que no veía desde hace años y no pensaba volver a ver. El recuerdo de la familia lo evitaba al recordar las deudas. Hizo un inventario mental de todos los cuadros que tenía y no había logrado vender desde hace más de diez años. El conteo empezó por del estudio, guardados, pasando por los empeñados, hasta terminar por los obsequiados. De repente la banca ya no era tan cómoda.  Se paró a caminar por el parque. Al caminar un par de pasos  algo le llamó la atención. Era una imagen en una hoja fotocopiada y pegada a un poste. Fijó su vista en el anuncio. Sintió que los pensamientos de toda la tarde bajaban como uno solo al estómago, mientras leía el anuncio, para después sentirlos subir al cerebro.

Se vende autorretrato en óleo, técnica mixta, con marco original, autor: Mauricio Moliner, siguió leyendo: Sólo se darán informes personalmente y por las mañanas. Concentró la mirada en la imagen fotocopiada de la pintura, antes de releer nuevamente el anuncio, memorizó la dirección. El resto de la tarde Mauricio vio la imagen del cuadro entre pensamientos. Toda la noche sintió como los ojos del joven muchacho retratado en la pintura, miraban a los suyos, retándolo a recordar. Sería posible que fuera la del anuncio su primera pintura. Su primer autorretrato. Pero no recordaba, la había olvidado desde hace muchos años. Y por qué la había olvidado nunca más le interesó recordar qué había pasado con ella, hasta esta tarde. Al día siguiente despertó con el recuerdo del cuadro incrustado en el pensamiento, en el aliento, cómo algo que se trae guardado, escondido en la mente desde hace mucho, y de repente se puede llegar a él. Como un sueño que se sabe que algún día va a salir de ahí, del resguardo onírico, para volverse realidad y ya nunca más ser un recuerdo.

Al tomarse el resto del café frío, de hace un día, se dirigió inmediatamente al domicilio señalado como una máquina que se mantiene viva gracias a las reservas de energía. Como un autómata que vive sin saberlo, pensando en algo que está fuera del mundo real tocó el portón de madera estilo colonial. Abrió la puerta una mujer anciana  de cien años de edad. Encorvada y con arrugas donde antes lucía una papada lo miró. Despreocupada por el efecto natural de la vejez dirigió su mirada penetrantemente. Él,  vio sus arrugas, sus canas, sus manos reumáticas. Ahí estaban los dos, mirándose mutuamente. Dos personas, obsequios perdidos de añoranzas extraviadas de alguien, o de algo. No intercambiaron palabras. Mauricio, con el anuncio de la ubicación de la pintura y, con una velocidad sorprendente se lo mostró a la vista de la anciana. Se adentró a las fuertes paredes de tezontle pidiendo permiso con la mirada. La anciana le señaló el camino sin decir nada. Cuando pasaron un recibidor de cedro perfectamente barnizado pasaron un pasillo de tapiz amarillento que direccionaba hacia la pintura. Era lo único que adornaba. Observó detenidamente la obra. La iluminaba una ligera luz venida de los tragaluces puestos correctamente, simétricamente. Mantuvo la vista fija en el cuadro unos minutos, de repente tuvo la sensación de estar descansando de toda una vida de insomnio. No pudo reflexionar sobre el tiempo que llevaba viéndola. Tampoco de cuantas veces había releído su firma, “Mauricio Moliner” diez veces, “Mauricio Moliner” cincuenta veces. No cabe duda, es mi firma, soy yo, es mi autorretrato. El pensamiento fue interrumpido con la invitación para abandonar la vieja casa. La anciana, lastrada por una larga vida. Sacando fuerza de su común perplejidad, lo invitaba a salir motivada por el extraño espectáculo. Mauricio salió de la introspección, Regresó a su casa intrigado y confundido, como si hubiera permanecido una vida entera ahí, tratando de reflexionar sobre la extraña introspección.

Se dirigió hacia el trasporte público, se bajó en Tlalpan en la altura de la zona de hospitales. Concentró sus pasos al hospital psiquiátrico de san Fernando. En la entrada, el agente de seguridad lo recibió con la misma mirada con la que lo vio partir hacia el pabellón principal.  Recorrió el pasillo principal y se metió a su casa. Escuchó arrastrar con sus pies los ladridos de los perros que resguardaban las puertas de sus vecinos. Una enfermera con el uniforme más blanco de todo el psiquiátrico la cogió del brazo. Lo dirigió hacia el sofá manchado de líquidos amarillentos. Le descubrió sus antebrazos para inyectarle un líquido pulposo de color casi transparente. No quiso pensar en nada, era mejor así, siempre había sido mejor no pensar.  

 El día antes de ver su muerte, vio su imagen en una pintura reflejada en las paredes de tezontle. Sintió el líquido pulposo en diferentes tonos y periodos. Tranquilo, muy tranquilo, se durmió.

miércoles, 31 de agosto de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Final.

Cuento 17: Now We Are Free (Lisa Gerrard, 2000). https://www.youtube.com/watch?v=o2ZiIPEorP0



¿Quién es el verdadero enemigo aquí, querido lector? ¿A quién le debemos ese deshonroso gusto? ¿A qué le temen tanto los vendedores de nuestra tienda?
Simple.
A aquellos que con sus ridículas exigencias se creen los reyes. Las personas que asisten a desordenar anaqueles, ensuciar los pisos recién lavados o a quejarse de cosas triviales. Exigen un trato especial, sin siquiera merecerlo muchas veces. Los que piden un respeto que muchas veces no dan. Los que alardean con tenerlo todo, y sólo siembran la discordia. Aquellos que prefieren aún más el lujo sobre la verdadera necesidad.
Sí: a ellos…

En el borde de la reja arrancada, había mucha gente, observando, esperando a que alguien les diera la oportunidad para entrar. Gente anciana, jóvenes, niños. Mujeres y hombres, formales o indecentes, enfermos, sanos, locos, cuerdos. Aquellos que habían ido alguna vez a exigir el cambio de algún producto, o a quejarse de los precios sin comprar nada, o los que pedían a gritos hablar con el gerente para denunciar cualquier pequeña incomodidad, aunque esta no estuviera.
-Ahí los tienes, hermano, los clientes de esta tienda son el enemigo que tanto estábamos buscando-, dijo el Mapache, señalando a la gente que seguía ahí de pie, observando, esperando. Todos tenían los ojos en blanco, como si estuvieran atados a un profundo trance.

El chico de la farmacia no podía dar crédito a lo que estaba observando. Todas esas personas habían ido a la tienda alguna vez, y ahora…
-¿Pero cómo…?
-Pasamos años persiguiendo a un monstruo. Pensábamos que el mal se había anidado aquí, y en realidad lo hizo. La gente se ha convertido en el látigo de todos estos muchachos durante años. Sus quejas y malos tratos, sus exigencias y su falta de respeto. Ahí anidaba el mal desde siempre. Pero no era el monstruo que siempre perseguimos. Lo comprendí desde que llegamos aquí.
“Los humanos siempre han sido malos: en parte, como todo en este mundo, con su dualidad. Pero el verdadero mal residía en otra parte. ¿Cómo es que solamente tú y yo podíamos permanecer aquí y que todo lo malo siguiese pasando? Nunca hubo otra fuerza malvada. Sólo éramos tú y yo, desde el principio de los tiempos, peleando y conviviendo, uniendo fuerzas y esquivando nuestros propios ataques. Dos fuerzas que se complementaban pero también se repelían la una de la otra…
“Tú y yo. Yo peleaba contigo en secreto, sólo para mantener este mundo en orden. Pero no podía seguir escondiéndolo por mucho tiempo, antes de que te dieras cuenta. Tenía que fingir mi muerte en manos de una entidad más fuerte y malvada, y esconderme en sus paredes por siempre, para seguir encontrándonos. Aún así era más listo, y jamás pudiste dar conmigo. Lamento haberte mentido así, pero si queríamos que este mundo siguiera de pie, había que seguir con el juego, con el engaño.
“Luego me metí en cada uno de los clientes que llegaban aquí. Los usé para mis propósitos. Los contaminé con mi odio hacía los humanos, y los puse a trabajar en secreto para que, llegado este momento, pudiesen servirme, como fuerza, como un cuerpo más, para así enfrentarte. Los seres humanos son malos, hermano. Tenemos que acabar con ellos, por el bien de este precioso mundo en el que crecimos. Dejar en el suelo sus esperanzas, destruir sus sueños. Olvidarnos que alguna vez ellos mismos querían dominarse unos a los otros, y que también querían destruirse. ¿Por qué no lo hacemos nosotros?”
-¿No has visto el futuro, Mapache? Si me quedo, o si tú te quedas, al fin y al cabo van a morir, y va a ser peor. Ellos deben elegir: si quieren perdurar como una especie feliz y unida, o acabar muertos por intereses mezquinos. Nosotros estamos acabados. Nosotros ya no valemos nada en un mundo donde la gente muere todos los días. La inmortalidad ya no es algo que me divierta. Aunque yo quiera morir, hermano Mapache, no dejaré que les hagas daño.
-Está bien. No me dejas otra opción…
El Mapache le dio la espalda al chico de la farmacia, y se reunió con la gente al borde de la tienda, perdiéndose entre la gente. El chico de la farmacia no hizo nada. Los demás seguían observando, atónitos, todo lo que estaba pasando.
-¿Lo sabías?-, preguntó María, atónita y más pálida que nunca. A su lado, David respiraba rápidamente, aturdido.
-No. Todo este tiempo pensé que el mal existía. Pero siempre fuimos nosotros dos. Sabes por qué te di muerte, ¿verdad?-, dijo el chico de la farmacia, sonriéndole a la muchacha.
David se le adelantó, y le golpeó el rostro. El chico cayó de rodillas, adolorido, con sangre escurriendo de su labio.
-¡Eres un monstruo!
María jaló de un brazo a su amado. Este no dijo nada, mirándola con extrañeza.
-Él siempre creyó que tú eras el elegido para acabar con el mal, David. Pero me escogió a mí primero. Según sus leyes naturales, un espíritu sólo puede ser aniquilado por otro. Ni siquiera los humanos más preparados pueden. Me enseñó mi camino en esta vida, lejos del dolor que tú habías causado. Confiaba en que el amor que me tenías era sincero, por eso decidí morir. Así podría esperar una promesa mejor que el amor: salvar a las personas.
-Yo… regresé por ti, María. No sabes lo que sufrí cuando…
-Regresaste muy tarde. Me quedé aquí, esperándote, porque él me lo había prometido así. Pero algo peor que la muerte me obligaba a matar a la gente que decía mi nombre, un castigo que cumplía por esperar. Ahora debo acabar con el mal para siempre.
David se quedó mudo, mientras las personas de afuera comenzaban a avanzar, movidas por algo incomprensible.
-Puedo ayudarte, por favor-, dijo él, reaccionando. El chico de la farmacia sólo observaba, sin moverse.
-No, David. Tengo que hacerlo yo sola. Además: no puedo morir dos veces. Pero como todas las almas humanas, puedo equivocarme. Y si no lo detengo, será peor para todos.
A David le llegó una idea, algo que pasó fugazmente por su cabeza:
-¡Yo puedo acabar con el mal también! Si el muchacho se queda en este mundo, aunque hayas cumplido tu deber, todos estaremos condenados-, decía el hombre, señalando al chico.
María asintió:
-Tienes razón…
Sacando una daga del bolsillo de la bata, la muchacha apuñaló en el pecho a su amado David, quién no tuvo oportunidad de defenderse. La hoja afilada del arma penetró sus costillas, llegando hasta su corazón, traspasando también su pulmón. Había bastante dolor, y la sangre manaba lentamente, manchando la ropa de aquel hombre al que alguna vez había querido como su propia alma.
-María, no…-, balbuceaba David, cayendo al suelo de rodillas, sacándose la daga del pecho, y dejando que la sangre saliera a chorros, manchando el suelo chamuscado.
María sólo podía ver. No podía pronunciar palabra. Miraba cómo se le escapaba a David su último aliento, como su cuerpo se caía encima de un enorme charco de sangre.
-El muchacho tenía valor, y lo sabes bien, hermano. Pero cuando se convirtió en un hombre su espíritu decayó. Yo maté a sus compañeros, lo vi convertirse en un ser despreciable y débil. Ahora que está muerto no podrá hacer nada por nadie. Vamos a ver hasta dónde podemos llegar esta vez. Y que de esto dependa el futuro de la humanidad-, dijo el Mapache, acercándose hasta el mostrador, mirando con indiferencia el cuerpo de David, inerte.
-Podemos vivir otros años más aquí, hermano Mapache. Escondámonos de la gente como siempre lo hemos hecho. Sigamos alimentando al mundo con su sangre, sin que nadie se entere. Este lugar no tiene que desaparecer. Tienen que salir adelante.
-No. Ya no puedo soportar que los seres humanos sigan creyéndose superiores unos de otros, y que siempre busquen su propia aniquilación. Vamos a darles el final que merecen y que con tanto anhelo están buscando. ¿Recuerdas todas esas guerras que vimos desde allá arriba? ¿Todas las muertes que nos dedicaban y que a pesar de todo eran sólo para su beneficio? ¿Todos esos niños y esos adultos sacrificados por un interés mediocre? No se merecen vivir en este mundo…
Con una señal de su mano, el Mapache hizo que los clientes poseídos se lanzaran contra los vendedores que aún quedaban. El chico de la farmacia sólo podía mandar a los escarabajos para que intentaran atacar a la gente, pero sus fuerzas estaban menguando.
-¿Ves? Ya ni siquiera tienes fuerzas para continuar-, dijo Mapache, empujando a su hermano para que cayera de espaldas al suelo. El chico no reaccionó, y se estrelló contra el suelo, quedando sentado entre los escombros.
Andrea y Lola trataban de escapar de los brazos de aquellas personas, pero eran demasiado fuertes y les hacían daño. La señorita J.H. se estaba quitando a un niño de encima, mientras que dos chicas ya tenían a Raymundo contra una de las repisas, y le mordían los brazos.
Miguel trataba de jalar a Selene del brazo, pero esta no le hizo caso. La chica se levantó del suelo, y apuntando con sus manos hacía el Mapache, le lanzó una ráfaga de fuego tan intenso, que algunos de los clientes ahí presentes empezaron a arder en llamas, gritando y lanzando rugidos sobrenaturales.
-¡No, no lo hagas!-, gritó el chico de la farmacia, tratando de impedir que la chica quemara a su hermano. Pero a este no parecía afectarle.
-Hazle caso, muchacha. Deja de intentarlo…
Selene no hizo caso. Con sus últimas energías, sacó una ráfaga aún más grande de fuego, que se tornaba azul cuando salía de sus extremidades. Mapache se dio la vuelta, encaró a la muchacha, y con otro movimiento de sus garras, le rompió la pierna. El chasquido fue terrible, y el grito de la chica aún más, quién sin poder controlar su poder, incendió toda la farmacia al caer al suelo.
Ahora, todo el lugar estaba rodeado de fuego intenso, y la gente ahí presente ardía. Lola y Andrea se vieron libres de los brazos de los clientes, y salieron corriendo hacia la puerta de la tienda. La señorita J.H. trató de alejarse, escondiéndose tras un mostrador de relojes, y Raymundo salió corriendo también, arrastrándose y sangrando del rostro.
-Ven, te ayudo-, dijo Miguel, levantando a su querida Selene y ayudándola a caminar como pudiese para alejarse de ahí. Mapache ni siquiera estaba quemado. Nada podía hacerle daño. Su fuerza crecía conforme la de su hermano se desvanecía.
-Ya han muerto bastantes por tu causa, Mapache. Por favor, déjalos ir. Que ellos encuentren el camino. Nosotros ya somos obsoletos. Los dioses ya no tienen poder en este mundo. Alguna vez fuimos divinidades, entidades poderosas. Por favor, deja que ellos hagan de este mundo su propio paraíso o su mismo infierno.
Mapache escuchaba atento a su hermano, mirando a su alrededor. Sólo había llamas, productos quemándose y cuerpos en el suelo, chamuscándose, y gente corriendo, ya conscientes de lo que estaba pasando, refugiándose de las llamas.
-Los espíritus de todos los muertos, ya no están. ¿Esperas que crea que están desapareciendo?
El chico de la farmacia también lo notó. No había nadie: ni Susana, ni Ivette, ni el monitorista. Ni siquiera María.
-Todos respondían ante mi poder. Ya no tengo fuerza. Han desaparecido.
El chico se levantó de entre las llamas, sintiendo su cuerpo adolorido, y su espíritu desvanecerse. Cuarenta años luchando contra su hermano le habían dejado débil, en un cuerpo que se marchitaba.
-Hazlo. Termina conmigo-, dijo el muchacho, abriendo los brazos, listo para recibir la muerte.
Mapache se estaba acercando a su hermano, listo para esfumarlo de la faz de la existencia, cuando sintió un dolor en la espalda. Fue rápido para darse la vuelta, viendo que era María la que estaba ahí, con la daga en la mano derecha.
-¡Qué hiciste…! No puede ser…
María le apuñaló una vez más, esta vez en el cuello, cerca de la mejilla. Cuando sacó la daga, no manó sangre, sino una especie de líquido azul que se tornaba verde con la luz, como un dulce líquido extraño.
-Me mantuve atada a tu poder durante años, viviendo en las cañerías de este lugar, comiendo hombres tontos que ansiaban conocer mi dolor. Tu poder me alimentó. Y por eso pude matarte. Tu hermano tenía razón, yo era la indicada.
María sonrió, mientras se alejaba de ahí para esconderse entre el humo y las cenizas, mientras el agua salía del techo, apagando el incendio poco a poco. El chico de la farmacia se acercó a su hermano, quién ya estaba de rodillas en el suelo, implorando que la muerte fuese rápida. Se arrodilló junto a él, mirándole con dolor y sentimiento. El dolor que aún podía sentir. Empezó a llorar, a pesar de que sus lágrimas se perdían en el agua que caía en todas partes.
-Este mundo ya no nos necesita. Vete en paz, hermano Mapache. Siempre vas a vivir en los recuerdos de muchos. Te verán como un dios, como un espíritu que guía a los débiles. Pero también como el mal, como una fuerza imbatible. Si ellos te recuerdan, jamás vas a morir. Yo también me quiero ir. Pero antes…
Los espíritus habían vuelto. Se les unieron las muchachas de la farmacia, traspasando el agua, caminando lentamente hasta dónde estaban los relojes. Escondida detrás del mueble, mojada y asustada, la señorita J.H. gritaba histérica, mientras los espíritus cargaban con su cuerpo.
-¡SUÉLTENME, MALDITOS! ¿QUÉ NO SABEN QUIÉN SOY…?-, aullaba la mujer, mientras la caravana de fantasmas la llevaban hasta la farmacia destruida.
Detrás de ellos iba un nuevo espíritu. Un hombre que ahora se veía más joven, libre ya del dolor y la culpa.
-No es más que otro ser humano, señora. Guárdese los gritos para el lugar a donde va a parar-, dijo David, tranquilo, sereno, mientras los demás se acercaban a la puerta de la rebotica de donde aún salía el agujero del pozo, oscuro y húmedo, con aquel aleteo persistente. Con un último aullido, la señorita J.H. fue arrojada al agujero, y su cuerpo fue a dar hasta el fondo, mientras los demás espíritus reptaban por las paredes del pozo, para acompañarla para siempre en aquella tumba fría.
El chico de la farmacia estaba de rodillas, frente al cuerpo ya inerte de su hermano Mapache, que no era más que polvo en el suelo mojado, deshaciéndose después de tantos años de permanecer en un cuerpo viejo. David se acercó al muchacho, y se vieron ambos, durante lo que parecieron varios minutos.
-María era la mujer indicada. Tú no eras nadie para detener esto. Al menos no en ese momento. Llévame con mi hermano, querido amigo. Ahora que eres un espíritu, y antes de que pierdas la fuerza, mátame, y déjame ver de nuevo el infinito.
David asintió, y tomando la daga que había dejado María en el suelo, se acercó más al chico.
-Sólo necesito saber algo antes de que tenga que matarte: ¿cuál es tu nombre? ¿De quién era este cuerpo?
El chico de la farmacia se acercó a David, y poniendo sus labios cerca de su oreja, le dijo en un susurro su nombre verdadero. El espíritu de aquel hombre se sorprendió, y sonriendo, le encajó la daga al muchacho en el estómago, una y otra vez. El chico se retorció y, levantando la mirada al techo, se dejó caer de espaldas, lejos del cuerpo de Mapache, mirando al cielo detrás de la piedra. Sonriendo, miró a David, y luego de nuevo hacia arriba.
-Gracias.
El cuerpo del muchacho se hizo cenizas, disolviéndose con el agua, y todo lo demás despareció. Las luces de la tienda se apagaron, y las pantallas se rompieron. Los libros se caían de las repisas, y los discos de un tal Brett se quebraban. Parecía como si todo en la tienda ya no sirviera. Ya no había nada ahí que sostuviera aquello, y la poca gente que había sobrevivido al incendio o la que apenas llegaba a ver se sorprendían, en silencio, viendo como todo pasaba tan rápido, tan silencioso.

Cuando una persona se convierte en espíritu, ronda el lugar donde ha muerto. David miraba desde donde estaba a Miguel y a Selene, quienes, refugiados en la bodega de cartón, buscando refugio de la muerte, habían decidido desnudar sus cuerpos y sus corazones, ahí mismo. Estaban dormidos, sin que nada perturbara sus sueños.
María también estaba ahí, más bella que nunca, angelical. Miraba a David, y sentía algo parecido a la compasión.
-Ahora nadie puede vernos nunca más. Cumpliste con tu misión, David. Acabaste con ese muchacho, y le diste al mundo un equilibrio. Ahora, como bien decía, hay que dejar que ellos continúen construyendo un mejor mundo. No nos necesitan.
David volteó a ver a su amada María, con rostro serio.
-Perdóname por no haberte valorado más. Sé que es demasiado tarde. ¿Qué pasará con nosotros?
María sonrió.
-Yo no puedo perdonarte. Eso déjaselo a otra fuerza superior que pueda darte perdón y consuelo. Mi alma está libre al fin. La tuya, sin embargo se quedará aquí para siempre. Serás el recuerdo de la venganza, del odio y del rencor, pero también del amor que jamás perdura, por más que uno se esfuerza en quererlo hacer valer. Adiós.
María se desvaneció, así como había aparecido, pero esta vez para nunca más volver. David se quedó contemplando a la pareja, sentado en el suelo polvoso y sucio, sintiendo como el tiempo se acumulaba en su espalda, y en su corazón muerto.


Varios años después, aquella plaza quedó totalmente abandonada, como un edificio que pronto demolerían. La popularidad que había perdido a raíz de los asesinatos en masa la habían dejado en la quiebra, y se convirtió rápidamente en un lugar oscuro y deprimente. La tienda, aquella donde todo había pasado, presuntamente a manos de los vigilantes del mismo establecimiento, era el lugar más oscuro de todos. Después del desastre, nadie la había reclamado, y nadie tampoco la había sacado adelante, porque su Distrital había escapado.
Dos hombres, uno delgado y de facciones muy finas, y otro más gordo, de rostro amable y lentes, caminaban entre los escombros de la plaza abandonada, con linternas que alumbraban a pocos metros de donde estaban. Ambos habían trabajado en el restaurante de la tienda, y habían perdido sus empleos cuando nadie más se hizo cargo de todo.
-¿Qué crees que podemos encontrar?-, dijo el enorme amigo del otro, quién pateaba piedras para que el eco le regresara el sonido.
-No lo sé. ¿No se te hace raro que todo haya pasado tan repentinamente? Digo, no era el trabajo de mis sueños, pero al menos quiero saber qué fue lo que pasó en realidad. Dicen que hay algo dentro, donde estaba la farmacia. Muchos vagabundos que entran aquí han visto cosas ahí.
Ninguno dijo nada hasta que entraron a la farmacia, la cual estaba aún negra por el fuego que hace años había quemado sus paredes. Los muebles estaban ahí, deformados por el fuego, llenos de polvo e insectos muertos. Las ratas correteaban por donde quiera, y olía a humedad, a viejo, a muerte.
Con las linternas, los muchachos apuntaron hacía la puerta donde estaba antes la bodega de la farmacia, y sólo había un cuarto vacío, oscuro y sucio. Hasta que al chico delgado se le ocurrió apuntar con la luz en la pared, ninguno de los dos había visto antes algo como eso.
A primera vista parecía una especie de enredadera seca que creía en la pared desde el suelo. Sin embargo, mirándole mejor, era un cuerpo. Un esqueleto pegado a la pared, anclado con suciedad y restos, y del cual crecían ramas, como una planta que jamás germinaría ahí por falta de agua y sol.
-¿Qué le habrá pasado?-, dijo el muchacho más gordo. El otro fue a ver el cuerpo de cerca, que aún conservaba la bata de la farmacia puerta, comida por las polillas.
-Murió aquí. Pero esas ramas… No sé. Se contaban cosas desde hace tiempo de este lugar. Cuando nos sacaron a todos fue tan raro. ¿Recuerdas que todo estaba destruido? Como si el tiempo hubiese pasado rápido en la tienda.
-Mira quién era. Todavía trae su gafete…
En efecto: el cuerpo aún tenía su bata, y colgando de la bolsa en el pecho, llevaba un gafete. No se veía el nombre, por la suciedad y la humedad, pero sí la foto: un muchacho, muy joven, de ojos felices y sonrisa amplia.
-Pero si sólo era un niño. ¿Cómo pudieron…?
Pero el chico delgado dejó de hablar al escuchar un sonido horrible. Era como si alguien gritara desde detrás de una pared. En realidad eran varios gritos, como de dolor. Y no era a través de una pared: el sonido venía de debajo de ellos, como si bajo sus pies hubiese algo, un cuarto, o un agujero, y algo quisiera salir, arañando y gritando, golpeando el suelo.
-Vámonos de aquí. Esto da miedo-, dijo el muchacho gordo, pero el otro no se movió. Escuchaba atentamente, y trataba de sacar algo de todo eso. Pero nada se explicaba con claridad.
-Esas personas puede que necesiten ayuda. Vamos a buscar por dónde sacarlas…
El muchacho gordo se quedó impresionado.
-¿Y qué nos pase algo? Puede que ni siquiera sean personas. ¿Qué tal si es algo más?
-Pero…
-No, pero nada. Vamos antes de que nos pase algo peor…
El muchacho gordo jaló a su amigo, y al cruzar la puerta, al chico delgado se le atoró la mano con un clavo salido, lo que le causó una herida profunda, que manaba sangre casi a chorros.
-¡Eres un imbécil! Seguro me da algo. Dame algo para que deje de sangrar…
Mientras los dos muchachos trataban de ponerse de acuerdo para curar la herida, los golpes se callaron, y un sonido como de ramas se escuchó, algo que camina entre hojas secas. Los dos voltearon para ver qué era lo que causaba ese sonido.
El cuerpo ya no estaba, pero las ramas sí, aún enterradas en el suelo y traspasando la pared. Pero se movían, cómo si aquel extraño árbol aún quisiera crecer. Nutriendo las raíces de aquella planta, había un chorro de sangre, de la herida que el muchacho se había hecho.
-No puede ser-, dijo el muchacho delgado, con la mano envuelta en su propia playera, la cual se estaba manchando de sangre poco a poco.
El muchacho gordo salió corriendo, tropezando con los escombros de la tienda abandonada. Su pie se atoró en un pedazo de madera podrida, y cayó de rodillas. Frente a él, había algo aterrador, una visión horrible: el cráneo de aquel cuerpo, con los dientes blancos, los ojos vacíos y la ropa arruinada por el tiempo. El muchacho gritó, y la calavera abrió la boca, sin hacer ningún sonido.
El amigo herido corrió hasta donde estaba su compañero, pero cuando lo encontró, no había nada más que su amigo, pálido y asustado.
-¡Ahí estaba, esa cosa estaba frente a mí!-, gritaba el muchacho, totalmente aterrado, sudando, con los lentes chuecos sobre la nariz.
-¿Dé qué hablas?
Aferrando bien su mano contra la ropa, sintiendo un terrible dolor, el muchacho delgado buscaba alrededor algo que su amigo había visto, pero no había nada. Sólo oscuridad, motas de polvo flotando, y basura. Dio la vuelta, y ahí mismo, había un cuerpo, con músculos creciéndole alrededor de los huesos, y con las vísceras colgando del abdomen abierto. Ahora, con su cuerpo más completo, aquella cosa soltó un grito, un aterrador gemido que retumbó en las paredes vacías del lugar.
-Tenemos que irnos, levántate…-, dijo el otro muchacho, soltando su mano herida y tratando de ayudar al otro. Cuando se levantó, ambos corrieron hacía la salida, pero algo los hizo detenerse.
La tienda de nuevo estaba iluminada, como si nada hubiese pasado antes. Cada producto estaba reluciente, las exhibiciones estaban limpias, y la gente iba y venía, observando, comprando, probándose cosas, comiendo otras más. El olor de los perfumes y de los chocolates inundaba el lugar, y la música de aquel músico llamado Brett ponía un ambiente romántico pero también alegre.
-¿Qué pasó?-, preguntó el chico delgado. Pero su amigo no le contestaba. Estaba pálido como un muerto, con los ojos totalmente abiertos y la mandíbula casi desencajada.
Ambos tenían frente a frente a un muchacho, un chico alto, de cabello crespo y ojos de color claro, que los miraba atentamente, con las manos por detrás de la cadera. Llevaba una bata blanca, bastante reluciente, y en su gafete limpio y nuevo se leía claramente su nombre: Christopher.
-Buenas tardes, ¿puedo ayudarlos en algo?-, dijo el chico de la farmacia, con voz dulce y bastante alegre, sonriendo.
Y los dos amigos escucharon, por detrás de la alegría y los sonidos habituales de la tienda, el aleteo incesante de miles de insectos, y un grito de terror…

Comencé con estos cuentos el 28 de Mayo y acabé el 29 de Agosto de 2016. Será el mejor de los recuerdos que conserve de mis días trabajando en la farmacia de aquella tienda, cuyo nombre no puedo mencionar. Mis mejores y más bellos deseos y recuerdos para mis compañeros, para mi jefa, para mis gerentes. Todos son parte de esto, aterrador y dulce, grande o pequeño, significante o mínimo. Los quiero, y los llevaré siempre en mi corazón.

Luis Zaldivar, 31 de Agosto de 2016.
 
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