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sábado, 16 de septiembre de 2017

#UnAñoMás: Sueño de Libertad [PARTE II] (Día de la Independencia de México)



Cada vez más cerca. Los fuegos artificiales subían y se disolvían en el cielo nocturno, y todo brillaba. Un tono verde enfermizo, el amarillo brillante como el sol, y un rojo profundo como la sangre.
Josafat caminó despacio, saliendo del bosque, cruzando el camino que llevaba directamente a la pequeña finca. Todo estaba en su lugar, cada adorno y las mesas. Pero estaban vacías. Las sillas estaban acomodadas perfectamente en su sitio, y la comida descansaba sobre los manteles de colores festivos que aún cubrían las mesas.
No se había dado cuenta del detalle más escalofriante, hasta que uno de los fuegos artificiales iluminó el cielo y todo a su alrededor. Josafat no estaba solo: alrededor, contra la pared de la finca, estaban todos los invitados, de pie, dándole la espalda al centro, como expiando sus pecados con los rostros y las manos pegados a la piedra de la pared. El muchacho estaba anonadado: todos estaban ahí, pero nadie lo miraba. Las luces seguían iluminando aquel lugar, y las siluetas de las personas en la pared se reflejaban de manera inquietante.
-Siéntate-, dijo una voz como susurro, quieta, apacible, como si viniera de dentro suyo y a la vez del cielo colmado de estrellas de colores. Josafat no tuvo que escuchar dos veces: se sentó en una de las sillas de madera, una que tenía una serpiente grabada en el respaldo.
Frente a él apareció su amigo Jhonatan, caminando despacio, viniendo de las sombras de la finca que lucía apagada y muerta. Con su mano derecha sostenía una copa hermosa llena de líquido rojo tan espeso como sangre, y en el dedo índice de la mano izquierda se posaba un pequeño colibrí, con plumas azules que brillaban aún en la oscuridad como con luz propia. El ave no se movía. A veces movía las alas, pero cada cierto tiempo bajaba para chupar un poco de aquel néctar rojo.
Jhonatan se sentó en una silla frente a su amigo, con el respaldo de un inmenso jaguar negro, abriendo las fauces y mostrando los dientes ensangrentados.
-Mira el colibrí que brilla en la oscuridad, y que ni la Luna ha podido apagar, y hasta las estrellas se arrodillan con su calma sin igual. Bebe del néctar y nunca se cansa. No necesita volar…
La voz de su amigo estaba afectada, como si le doliese hablar. Josafat escuchaba, y la sed empezó a resecar su garganta. El frío congelaba sus piernas y sus manos, pero no le importaba. Quería beber de aquello que el colibrí estaba tomando.
-¿Vas a darme de beber?-, dijo Josafat, tosiendo un poco al final por la sensación de sequedad en su garganta.
Jhonatan sonrió y luego se quedó muy serio.
-El alimento del colibrí de la mano izquierda no es para mortales. Lo que cambia se hace más fuerte. Lo que se estanca, se convierte en piedra por siempre. El eclipse, mira al eclipse, y dime si los sentimientos humanos no se han vuelto ya pelotitas de pluma…
Los fuegos artificiales iluminaron de rojo el patio, y de las sombras volvió a salir la chica, envuelta en un vestido negro, cubriéndole todo el cuerpo, excepto las manos y la cabeza. De su cuello colgaba una serpiente, y de la cintura se ceñía un cinturón de manos humanas, cortadas, que aún temblaban y doblaban los dedos. El muchacho se puso tenso, y la silla le parecía aún más dura que antes.
-Recuerda mi nombre, Josafat. La serpiente te lo ordena, y las manos claman sostener tu corazón. Bienaventurada soy, y llego cuando menos me lo piden. Ven a mí y roba los huesos, y hazte de ellos una nueva piel con cada sol que se eleva en el horizonte.
Fue cuando Josafat empezó a sacudir la cabeza. Era obvio que estaba soñando, y que aquello eran alucinaciones. La comida, el tequila, algo debió de haber pasado. Seguía acostado en el bosque, tal vez inconsciente, no lo sabía.
-¿Qué quieren de mí? ¿No ven que tengo mucha sed? Denme néctar, o regrésenme de vuelta a la realidad…
Jhonatan negó. Josafat sentía que algo le corría entre las piernas. Era un perro, negro, sin pelo, y con las orejas puntiagudas siempre arriba, ladrando y corriendo sin detenerse.
-Hasta aquí llega el camino, al pueblo de los olvidados, donde el Páramo aún llora sangre y de sus fuentes brota el polvo y la soledad. El beso de la madre te ha traído aquí. No puedes irte, porque en realidad no has visto como llegaste…
La muchacha sonrió, con su cabello negro y aquella piel suave y tersa, perfecta. Josafat le estiró la mano, pero ella no le hacía caso. No podía salvarlo. Con su delicada mano, la chica tomó la copa de néctar de la mano de Jhonatan, y el colibrí voló hacia el cielo, fundiéndose en una de las estrellas multicolores, llenando el aire y la pared de un color azul intenso, profundo.
-Bebe, mi dulce amor, y cuando despiertes, yo seré alguien más y tú no te reconocerás. Dulce sabor, que recorra tu garganta seca y tu corazón marchito, y seamos por hoy solamente alguien diferente. Cierra los ojos, mi ollin miquiztli…
Josafat obedeció a su dulce amada, a aquella mujer a quién ahora podía ver en su mente, y cuyo nombre resonaba como una dulce campana en su corazón. La muchacha levantó la copa y vació el néctar en la boca de Josafat, quien bebía como si su vida dependiese de ello. Y el néctar le ardía, quemaba su piel y su interior, derretía sus intestinos, y flameaba su corazón. Cuando la carne se desprendió de su pecho, y los huesos se abrieron, el corazón en fuego salió. Y de ahí mismo, el colibrí chupaba, como si de una fruta se tratara.

La noche dio paso al día, y ahí estaba él, tal como lo prometió la muchacha, renacido…

viernes, 15 de septiembre de 2017

#UnAñoMás: Sueño de Libertad [PARTE I] (Día de la Independencia de México)



Ahí estaba Josafat, en la fiesta de la empresa para la que trabajaba. Era una noche fría, y el tequila que tenía entre sus dedos le reconfortaba con cada traguito que le daba. Ya se había comido un pambazo, un plato enorme de pozole y algunas tostadas. Ahora solo se limitaba a disfrutar la fiesta desde su asiento en la mesa más apartada, viendo a sus compañeros bailando y riendo.
Josafat tenía unos ojos verdes bastante expresivos, con lentes discretos que guardaban una mirada que podía analizarlo todo. Cada movimiento, cada sonrisa, hasta las palabras dichas en un susurro. Desde la otra mesa, una pareja de casados hablaba acerca de su hijo a otros compañeros, al cual habían dejado con su abuelo para que pasara la noche. Y en una mesa un poco más cercana, una chica de cabello castaño, largo y lacio, de piel clara y ojos muy bellos, le guiñaba. Estaba seguro de conocerla, de saber su nombre… lo había olvidado con ese guiño.
La chica se levantó, con sus piernas bien torneadas, y sacudiendo su cabello, se retiró, tal vez a estirar un poco las piernas afuera. Josafat solo la siguió con la mirada, mientras se llevaba de nuevo el caballito de tequila a la boca. Fue cuando alguien le tocó la espalda e hizo que se atragantara con un sorbo de tequila de más, que le abrasó la boca y la garganta.
-Vamos compañero, ¿por qué no le hablas?
El muchacho detrás de Josafat era también un compañero suyo. Jhonatan era alto, muy grande y de carácter más animado. Se sentó junto a su amigo, mientras Josafat trataba de hablar después del trago de tequila.
-Porque… no me conoce y… tal vez ni le guste…
Jhonatan soltó una carcajada.
-No puedes saberlo si te quedas aquí sentado. Además, no es preciso que te guste. Con que hablen ya es más que suficiente. Sabes bien como se llama…
Josafat estaba incómodo. Recordaba a la chica, su cabello, sus piernas, aquel vestido color verde esmeralda… y el guiño de uno de sus hermosos ojos. Pero nada de su nombre: era como si aquel gesto de coquetería le hubiese borrado la memoria.
-No recuerdo como se llama, sinceramente. Es muy bella y todo, pero…
Jhonatan soltó la carcajada, aunque no se escuchaba con aquella música tan fuerte.
-Está bien, aún así, síguela. Platica con ella, puede que te enteres de algo bueno.
-Pero yo…
-No. Nada, no hay excusas. Es noche de héroes: sé un héroe y enfrenta tus inseguridades. Por favor, ¿qué cosa podría pasar? Si te rechaza, al menos lo intentaste, y créeme que no diré nada malo o gracioso. Te admiraré siempre…
Jhonatan le pasó el brazo a su amigo por encima del hombro y se levantó para ir a tomar otra bebida. Josafat se quedó un rato más pensando en aquello, y en su corazón sentía que la chica y su sonrisa le llamaban sin hablar, sin escuchar voz alguna.
Sin darse cuenta, se levantó de la silla y caminó directo afuera. Atravesó el patio adornado de banderas y tiras de papel tricolor, con sombreros colgando de las paredes y algunos cactus. Cruzó entre las mesas y salió por el portón. Afuera había un camino de tierra que iba en paralelo con la fachada de aquel lugar. Los árboles se veían al otro lado como vigilantes mudos en la noche, mientras los animales caminaban entre las ramas haciendo ruidos extraños. Los grillos cantaban entre las hojas, y la luna se asomaba tras las nubes grises que quedaban por ahí.
-Oye…
La voz de una mujer le llegó como si fuese el viento, el susurro entre las ramas que agita las sombras y las convierte en parte de un silencio más oscuro y grande que la noche misma. Estaba en alguna parte, esperándolo, vigilando, tal vez jugando con él.
-¿Dónde estás? Aquí está muy oscuro-, exclamó Josafat, mientras apartaba las ramas de su camino y pisaba con cuidado entre piedras flojas, hojas secas y raíces.
Pronto, se vio envuelto en la oscuridad, entre los árboles y arbustos, con aquel olor a maleza vieja y humedad, mientras el frío se le metía entre las manos y lo hacía tiritar.
Frente a él se escuchaban menudos pasos, como si alguien se acercara lentamente desde la espesura del bosque. Con el rayo de la luna entre las hojas, Josafat vio la silueta de la muchacha. Estaba recargada en un tronco viejo, mirando hacia el cielo, tal vez, hacia las estrellas. El muchacho la contempló durante unos minutos, mientras ella sonreía, sin despegar aquellos grandes ojos del cielo. Su cabello caía por encima del pecho, cubriéndola como una sedosa cortina negra.
-Estaba esperándote…-, dijo ella, sin mirar a otra parte más que al cielo. Entre sus dedos tenía unas ramas, con hojas que soltaban un olor fragante cada vez que ella las agitaba.
-Bueno, yo… No sé qué decirte. No me acuerdo de tu nombre. ¿Cuál era?
Ella bajó la mirada, y sus ojos se encontraron. Los de él, tan deliciosos como la miel, y los de ella, negros, más profundos que la noche en el bosque.
-¿No sabes mi nombre? Podría decírtelo, si quieres. Pero sería muy fácil. Mejor ven, y dejaré que lo adivines…
Josafat no lo pensó. Caminó despacio entre los árboles, cuidando de no tropezar, aunque era casi imposible. Al fin, se encontraba casi frente a ella. Su cuerpo no daba calor, su piel se veía fría, y sus ojos tan hermosos, tan profundos… Y ese perfume, un olor dulce contrastando entre la maleza.
Y entonces, ella le besó. No fue un beso largo, no fue ni siquiera un beso. Los labios de la muchacha rozaron los suyos, y él temblaba, con los ojos muy abiertos. El roce de los labios más suaves que jamás hubiese sentido, y ese sabor. Cerró los ojos, y se dejó llevar.
Pero el frío del bosque era inclemente, y un atronador sonido le hizo abrir los ojos una vez más. No había nadie en aquel claro del bosque, y una bandada de pájaros salió volando, asustados tal vez por el sonido del estallido. Por encima de los árboles, se podía ver el origen de aquel sonido: varios fuegos artificiales levantándose por encima de la casa donde se hacía la fiesta. Verdes, amarillos y rojos, todos ellos estallando como delicadas flores que se deshacen con el viento otoñal.
Josafat miró extrañado, mientras la música le llegaba desde lejos. Era el mariachi, una canción alegre, las trompetas y los violines. Regresó sobre sus pasos, mientras que en la punta de su lengua, recorriendo su boca, el sabor dulce del beso de aquella chica le recordaba su nombre…

lunes, 28 de agosto de 2017

#UnAñoMás: El Abuelito Payaso (Día de los Abuelos)



Beto se iba a quedar en casa del abuelo mientras papá y mamá iban a una fiesta con sus amigos del trabajo. El abuelo José era un hombre amable y muy cariñoso. Aunque hace años que la abuela Pina había fallecido, José no estaba tan triste. Era jovial, jugaba mucho con Beto, que era su único nieto y el consentido, y le cuidaba cuando su hijo lo requería. Muchas veces solo lo tenía unas horas, o incluso iban los cuatro de paseo, pero esta vez era diferente. Beto se iba a quedar toda la noche en la casa del abuelo.
Los papás dejaron todo lo necesario: ropa extra por si se ensuciaba, un pijama calientito para la noche, además de sus juguetes, algo de comida y hasta palomitas y algunas películas para ver si el niño se aburría. Papá y mamá se despidieron de su retoño, y ella le dio un beso en su mejilla.
-Pórtate bien con el abuelo, por favor, y te vas a dormir temprano. Mañana vendremos por ti. Te amamos, corazón…
Los dos se fueron, y el niño se despidió de ellos desde lejos, sacudiendo su manita, mientras el abuelo José estaba a su lado.
-Bueno, muchachito, ¿a qué vamos a jugar?
-Mmmm… ¡A la pelota!
El abuelito sonrió, y sacaron un pequeño balón al jardín para jugar a los penales. El abuelo José tenía una regla: nunca jugar dentro de casa, al menos que estuviese lloviendo o ya fuese muy tarde, y nunca algo muy brusco. El hombre tenía una colección bastante inusual, que a Beto le causaba risa y, a veces, algo de incomodidad. Su abuelo coleccionaba payasos, figuras, peluches, juguetes, cuadros e imágenes de cientos de payasos, que acomodaba en vitrinas y en muebles a la vista de todos. Algunos eran graciosos, personajes sacados de caricaturas y de películas de comedia. Otros eran verdaderos artículos de colección, de payasos o mimos reales como Bozo o Marcel Marceau. Por eso, Beto llamaba a su abuelo el “Abuelito Payaso”.
Pero no todas las imágenes eran graciosas: algunos de los juguetes más viejos, aunque en esos tiempos hubiesen sido bellos y agradables, ahora mostraban algo a veces incómodo y aterrador. Sonrisas despintadas o demasiado grandes, ojos saltones, caras despostilladas por los años… Uno de ellos era un muñeco, casi tan grande como Beto, que colgaba de una repisa en la pared, con las piernas de fuera y los brazos cayéndole a los costados. Tenía una sonrisa enorme, bastante colorida aún a pesar de los años, con una ropa de color amarillo y azul moteada de lunares rojos, una corbata ridícula y zapatos exageradamente largos. Su cabello era una mata enredada de cabello de estambre rojo, sus ojos eran dos botones negros cosidos a la tela de la cabeza, y la sonrisa era roja, de oreja a oreja, con los dientes alineados de forma casi perfecta.
Ese juguete en especial aterraba a Beto, pero nunca decía nada. Solamente lo veía, callado, fijamente a los ojos de botón. En la barriga de aquel juguete se leía claramente “APRIÉTAME”, como una divertida orden. Tal vez el payaso hablaba o chillaba. Y aunque eso fuese divertido, a Beto no se lo parecía. Sabía leer ya, sabía que había que apretar al payaso en la barriga. Pero no lo haría. No quería que ese payaso le dijera algo que él no quería escuchar.
Beto y el abuelo José se la pasaron jugando toda la tarde en el patio con la pelota, también con el frisby y a los caballeros, con espadas hechas de las ramas de un viejo árbol que crecía en la calle y escudos de tapas de los botes de la basura. El pequeño terminó riendo, acostado en el pasto, con su escudo en la barriga y la espada rota a la mitad, mientras el abuelo José se partía de risa.
-¡Levántese, sir Beto, guardián del castillo de los dragones! Vamos a pelear…-, decía el abuelito, todo serio aunque trataba de no reírse.
El niño tardó en levantarse y siguieron peleando, esta vez, con una nueva espada de madera.
-¡Conquistaré el reino!-, gritaba el niño con furia fingida, feliz.
Ambos eran felices.
Por la noche, ambos se bañaron juntos en la tina, y se pusieron a cenar. El abuelo José le propuso ver a Beto una de las películas que mamá le había puesto en su pequeña mochila, pero él quería ver lo que el abuelo José había encontrado en la televisión: una película de terror antigua, en blanco y negro, acerca de extraterrestres que llegaban en sus platillos voladores para llevarse a las chicas lindas.
La película se extendió un poco, y a medianoche, cuando empezaba otra (de vampiros), Beto ya estaba dormido en el sofá, recargado en el regazo del abuelo José. El hombre sonrió, y haciendo un esfuerzo extra, cargó a su nieto, con cuidado para que no se despertara. Lo puso en la cama de los invitados, lo cubrió con su manta y lo dejó dormir en paz.
Durante la madrugada el viento arreció contra la ventana de la habitación de Beto, y el niño se despertó, pensando que alguien golpeaba a la ventana, cuando en realidad había sido un pedazo de basura que el viento arrojó hasta ahí.
La casa estaba en silencio, oscura. Abuelito José dormía en su recámara, en una cama grande, con el retrato de él y abuelita Pina en su boda colgando justo detrás de la cabecera. El niño dejó que su abuelo siguiera durmiendo, y caminó hasta la estancia, repleta de payasos por todas partes. Los más grandes lo miraban, mientras descansaban en las repisas o tras las vitrinas. Los pequeños eran apenas siluetas de colores borrosos entre las tinieblas. Sir Beto, guardián del castillo de los dragones, se enfrentaría a su miedo irracional.
Se acercó despacio a la repisa, donde descansaba aquel payaso enorme, hecho de tela, con los ojos negros de botón mirando a la nada, y aquella sonrisa roja tan amplia como una enorme tajada de sandía. El pequeño ya estaba frente al juguete, mirándolo fijamente a los botones, mientras el payaso sonreía, y en su panza se dibujaban las letras: “APRIÉTAME”. El reto, un reto que aquel pequeño caballero iba a cumplir.
Antes de tomar al payaso entre sus manos, el estruendo de un gato golpeándose con la puerta de la casa lo hizo saltar. Se tropezó contra la pared y el payaso se tambaleó de la vitrina. Beto cayó de rodillas, antes de pegarse con la pared, y el payaso le cayó en el regazo, de espaldas. El niño podía ver el cabello de estambre maltratado y sucio, mientras el viento soplaba más y más fuerte.
Por fin, Beto tenía al payaso en su regazo, y apretó la barriga. Sonó una melodía circense, vieja, y una risita traviesa. El niño se soltó a reír, hasta que el payaso volteó la cabeza por completo. Sus ojos de botón se veían como siempre, negros y vacíos, pero su sonrisa ahora era de furia. La vocecilla que se reía en la barriga de repente gritaba, era una voz horrible, como un chillido animal y el grito de un hombre asustado y enojado:
-¡NO ME TOQUES, NO ME TOQUES, TE MANDARÉ AL INFIERNO Y ME COMERÉ TUS OJOS, TE COSERÉ BOTONES EN LOS OJOS SI ME TOCAS!
Beto arrojó al muñeco al suelo, quién cayó con un sonido pesado y seco, rebotando en la pared y luego contra el suelo. La cabeza dio vuelta de regreso lentamente, mientras el niño se levantaba para correr. Pero cuando daba la vuelta, unas manos lo tomaban y lo levantaban. Era el abuelo José, pálido y con rostro de susto, y unos ojos tan negros como los botones del payaso.
-¡No lo toques, esa cosa se llevó a Pina, no lo toques o te matará, te llevará al infierno y te coserá botones en los ojos…!
Beto gritaba, y su voz se ahogaba con el silbido del viento, mientras su abuelo lo sacudía y el payaso gritaba y reía como un poseso.
Cuando Beto despertó, sudando y asustado, ya era de día. Gritó, aunque ya se había dado cuenta que estaba a salvo, y que todo había sido una horrible pesadilla. El abuelo José llegó corriendo a ver al niño. Ya no parecía asustado y sus ojos volvían a ser de ese color café muy bonito.
-¿Qué pasó mi niño?
Beto se calmó y le contó lo que había soñado. El abuelo José se puso serio, pero escuchaba con atención. Incluso se asustó cuando el niño le contó lo que el hombre de su pesadilla le había contado de la abuela Pina, y lo que el payaso le había hecho.
-No te preocupes, cachorro, ya pasó. Fue un sueño muy feo, y eso fue porque vimos la película de extraterrestres toda la noche. Vamos a desayunar y vas a ver que se te pasa el susto. Además quiero mostrarte algo…
José tomó a su nieto de la mano y lo llevó ante el payaso, el cual seguía en la repisa, en la misma posición de siempre. El abuelo lo bajó y se lo mostró de cerca. Luego, con los dedos, apretó la barriga. La voz de la abuela Pina salió de dentro, una voz tranquila y dulce:
-“Te amo”
El abuelo José le explicó a Beto que el muñeco grababa la voz de la gente, y se quedaba el mensaje por siempre en él. El niño sonrió, y ahora él apretó la barriga del muñeco. La voz de su abuela sonaba aún más dulce, y de repente el payaso no daba tanto miedo… Si el abuelito José era feliz con eso, él también.
Ambos serían felices, siempre.

martes, 4 de julio de 2017

#UnAñoMás: Fuegos Artificiales (Independencia de los Estados Unidos - Celebración Invitada)



El lugar era una casa abandonada, con un jardín descuidado, y un árbol cerca de la ventana tapiada con madera. En la pared del patio colgaba un foco, que iluminaba el patio con una luz trémula, potente. Una rata salió corriendo de entre el pasto crecido, y las polillas volaban entre la luz. En la banca bajo el árbol estaba sentado un muchacho, de espaldas anchas y rostro infantil, con lentes, barba y mirada perdida.
M. White se acercó caminando desde el otro lado de la calle. Aún vestía de blanco, pero ahora su cabello estaba suelto, después de la pequeña pelea con la mujer del museo. Se acercó a la banca, y se quedó de pie frente al muchacho de rostro soñador. Este le miró, aún sentado.
-Un lugar bastante tranquilo, diría yo. Se ve muy abandonado, lo sé, pero es relajante. Nadie podría decir que estuvimos aquí, y mucho menos que nuestras pláticas se llevaron a cabo. El Lobby está agradecido por lo que haces, White, y aún así…
El acento del muchacho era de un inglés perfecto, algo que M. White apreciaba. Le miró con suspicacia.
-No están satisfechos. Los enemigos del Lobby son muchos, y más aquellos que son un potencial peligro. ¿Tienes idea de lo mucho que me costó encontrar a esa mujer? La muy perra estuvo a punto de levantarse y de arrancar mi cabello.
-Pero al menos sabes dónde está nuestro objetivo. Roger Wingates, ese maldito. Me lo cogía, ¿sabes? Le gustaba ser pasivo, al muy asqueroso. Y aún lo oculta. Peor: ha expresado su homofobia matando gente inocente. En resumidas cuentas, me debe mucho y se lo voy a hacer pagar. Te han dado una nueva misión…
M. White puso los ojos en blanco, suspirando.
-¿Y otra vez se supone que iré yo? Me costó bastante encontrar a la mujer aquí en México. Texas es un poco más grande que la capital, créeme. No lo encontraré pronto y…
El muchacho de los lentes se levantó y le dio una bofetada a M. White.
-El Lobby tiene dinero suficiente para mandarte al fin del mundo y hacerte regresar con vida. ¿No crees que ellos tengan el mismo poder para mandarte a Texas y traer la cabeza de ese hijo de puta?
M. White sonrió, con la mejilla roja y adolorida.
-Eres un cabrón, pero te voy a creer. Saldré lo antes posible y…
-La única condición que pusieron es que vaya contigo.
El muchacho sonrió, mientras M. White no podía aún caer en la cuenta.
-No, ni lo sueñes. Serás una carga y... no puedo arriesgarme.
-¡Oh, vamos! Me permitieron cumplir un pequeño capricho de niño pequeño. Hasta que no le meta un maldito fierro caliente en el culo a Wingates no dormiré tranquilo.
M. White, al borde del desquicio, se dio la vuelta, con furia en sus ojos, mientras el muchacho la seguía, satisfecho.
Con el dinero del Lobby, ambos llegaron a Texas al día siguiente. Allan, el compañero de M. White, pensó que todo aquello era imposible. Sin duda, buscar a alguien en específico en el estado más grande del país sería una locura.
-Tienes que aprender a buscar. Cada señal, cada rumor. Todo eso te lleva a la persona indicada. Ustedes, que siempre están sentados tras los escritorios o las mesas de los bares nunca aprenden.
-Por eso te traje. Eres como un lobo buscando presas…
La sonrisa tonta de Allan y la mirada seca y gélida de M. White parecían chocar.
-Te traje yo para que cumplieras un capricho solamente. Así que mantente cerca, y no digas nada hasta que hayamos encontrado lo que vinimos a buscar.
-Venganza-, dijo el muchacho con voz trémula.
-Sí, como digas…
Visitaron bares, caminaron entre gente extraña por las noches, interrogando, escuchando. Y por lo que M. White llegaba a escuchar, El tal Roger Wingates no era un alma de Dios. Era un descarriado, hombre con vicios caros, que sólo podía conseguirle la supremacía blanca que ya reinaba del otro lado del Muro.
-Escuché que estaba planeando una fiesta bastante selecta por aquí-, le dijo un hombre a M. White cuando llegaron a El Paso. –Nada de maricones, ni negros, ni esos bastardos que llenan de mierda al país.
Allan observaba al hombre, un desharrapado de barba larga e hirsuta, rubio, con una chamarra de mezclilla adornada con parches de esvásticas y la bandera de los Confederados en la espalda, cubriéndole los hombros.
-No se olviden de mencionarle a su amigo Ralph-, dijo el desconocido cuando los dos se alejaron de ahí.
-Hijo de puta-, escupió M. White, asegurándose que nadie le escuchaba.
-Bueno, al menos sabemos que hará una fiesta. Al parecer no es muy discreto que digamos…
-Pero no sabemos nada más aparte de eso. Es un lugar bastante grande, por si no te habías dado cuenta.
-Al parecer, no te diste cuenta de algo. Nadie organiza una fiesta así por estas fechas. Dos días más y será 4 de Julio. ¿Qué mejor para el bastardo de Wingates que celebrar la supremacía blanca el Día de la Independencia? Con todos sus vicios favoritos… Será como decirle al mundo “miren, soy un americano modelo…”
M. White pensó que su compañero tendría razón: era 2 de Julio. Aún quedaban dos días, y era bastante sospechoso. Una enorme fiesta para una celebración tan importante…
-Muy bien. No eres tan idiota después de todo. Ahora dime, ¿cuál es el siguiente paso? ¿A quién debemos acudir?
Allan estuvo pensando un momento, mientras recorrían las casi vacías calles de El Paso aquella noche.
-Si conozco bien a ese pervertido, trae a sus espaldas a sus dos favoritos, un par de gemelos ucranianos que le satisfacen sus más horribles placeres. Los he visto y también me tocó acostarme con uno un día, aunque bueno ese no es el punto…-, dijo Allan, al ver la mirada de hielo de M. White puesta en él.
-Ok. ¿Y qué propones?
Ahora Allan le miró con un tanto de desprecio.
-Buscar, como tú dices. No debe ser complicado encontrar a un par de ucranianos idénticos en una ciudad como esta. Además, yo los conozco mejor…
M. White se ruborizó, pero siguieron caminando.
Al día siguiente, en una cantina, dieron con el premio mayor: era uno de los hermanos ucranianos. M. White se dio cuenta sólo mirarlo por qué Allan estaba tan encantado. El muchacho era rubio, enorme, al menos de 1.90 de estatura, con penetrantes ojos azules y rostro de niño confundido.
El ucraniano ni siquiera se dio cuenta cuando aquella enigmática mujer, vestida de un blanco impecable y el cabello suelto hacía los pechos se sentó a su lado.
-Pareces aburrido-, dijo la muchacha, con voz suave, mientras el ucraniano la veía, y le sonreía, con aquel rostro infantil y el poder de sus ojos azules.
-No. Sólo que no me gusta tanto el ambiente de estos lugares-, dijo el muchacho, con un acento bastante marcado, en especial en la letra “R”.
-Ya veo. No eres de por aquí. ¿Cómo te llamas?
-Vladimir. ¿Y tú?
-Esthela-, dijo M. White. Obviamente mentía.
Vladimir le sonrió con un tonito pícaro. Ya lo tenía. La chica miró alrededor, como apenada, mientras le daba la señal a Allan con una sola mirada. Este salió del bar.
-Si quieres, puedes venir conmigo. Sé dónde podremos divertirnos mejor-, dijo la misteriosa chica, mientras ponía su mano en la del ucraniano. A pesar del leve calor de la noche en El Paso, la piel de Vladimir se sentía fría.
-Muy bien. Pero no podremos tardar tanto…
La chica sonrió.
-No te preocupes. Prometo regresarte a casa sano y salvo…
Ambos salieron del bar, y ella lo iba guiando, a través de la calle primero, y luego por un callejón. El ucraniano era alto, y ella tan delgada, que hacían una verdadera pareja dispareja. Después de un rato caminando en aquel estrecho lugar, él la tomó con sus enormes manos, la puso contra la pared, y la besó hasta cansarse. Ella le correspondió, acariciándole su enorme bulto a través del pantalón de mezclilla. Él también hizo lo mismo, pasando sus enormes manos frías por las nalgas, y luego por el frente…
Vladimir abrió los ojos, confundido. Ella sonrió.
-No te conté todo. Un pequeñito detalle…
El muchacho ucraniano sintió que alguien lo golpeaba en la cabeza. Allan estaba detrás de él, levantando un pedazo enorme de madera. El ucraniano cayó al suelo, mientras la sangre le brotaba de la cabeza.
-¿Dónde va a ser la fiesta?-, dijo Allan, levantando el tronco un poco más arriba. Vladimir no hablaba, mientras M. White lo miraba desde arriba, seria.
-No sé de qué están hablando…
Ahora fue ella quién soltó una patada en la entrepierna al ucraniano, quién aulló de dolor.
-No mientas. Dinos dónde va a ser la fiesta, y te irá mejor. No tiene por qué ser así.
El ucraniano los miró, y asintió.
-La finca se llama Beso del Diablo. Como a 5 kilómetros saliendo de la ciudad… ¿A quién buscan?
M. White sacó algo de su bolsillo.
-A nadie.
La bala atravesó directamente en la frente del ucraniano, y la sangre manchó las paredes del callejón.
-Dijiste que no le iba a pasar nada-, dijo Allan, mirando al cadáver.
-Lo siento, mentí. Dijo que se llamaba Vladimir…
-Ah, es él. Yo me cogí al otro… Hiciste bien, entonces. Vamos por los demás, ¿te parece?
Tuvieron que esperar un día más. El siguiente día, 4 de Julio, todo fue más tranquilo. M. White preparó todo lo necesario. No podrían entrar cómo invitados, y obviamente, a esas alturas, ya habrían notado que uno de los invitados faltaba. Lo harían a su modo…
-¿Entrar por atrás? Bueno, sí que estás loca.
-Si tienes una forma mejor de hacer las cosas, te escucho. Estarán bastante ocupados, por lo que puedo suponer, así que no se darán cuenta. Solamente harás lo que yo te diga, y no tendremos problemas. ¿Ya tienes tu traje?
Allan sonrió, sacando del clóset del hotel un extravagante traje de color azul claro que brillaba intensamente.
-¿Verdad que está divino?
M. White arqueó una ceja.
-Si ese es tu concepto de “no ser descubiertos”, prefiero que nos maten a ambos en cuanto entremos.
La noche los cubrió cuando aún faltaban 500 metros para llegar a Beso del Diablo, un lugar maravilloso, repleto de plantas desérticas, una enorme alberca y un diseño bastante moderno. M. White dejó el coche en un camino de terracería lo bastante cerca como para llegar caminando. Ella había escogido un traje negro, bastante discreto, en comparación con el azul chillante de su compañero, quién tiritaba de frío.
-Vamos a caminar a partir de aquí. No me arriesgaré a que nos vean pasar con el coche. Vas a ensuciar tu traje tan divino, querido…
Allan la miró, nervioso.
-Tendré lo que vine a buscar al final. Si me ensucio, no me importa. Arena, sangre, da igual…
-Entonces, andando.
Caminaron entre matorrales, esquivando las madrigueras de los conejos, y llenándose los zapatos de arena, que formaba pequeñas volutas y espirales en el aire con cada paso que daban.
Al llegar a la finca, se dieron cuenta de algo extraordinario. La pared que rodeaba el lugar era bastante baja, al menos de dos metros de altura. Aunque no había forma de ver lo que pasaba del otro lado, se escuchaban risas y música.
-Vamos a tener que saltar. No es una altura realmente grande, pero si nos están esperando…
Allan tomó la palabra.
-Si nos hubiesen esperado, ya estaríamos muertos. No veo que alguien vigile. No hay cámaras en las paredes, no hay nada.
El muchacho tenía razón.
-Resultó ser bastante inteligente. No voy a arriesgarme a pasar por la puerta así que…
Con una habilidad sorprendente, M. White saltó hacia el borde de la pared, sosteniéndose con ambas manos. Trepó y se quedó sentada en el borde, mirando a su compañero.
-Busca la entrada y espera. Que no te vean, si es que hay gente esperando. Yo te abriré.
Allan asintió, y se dio la vuelta, mientras su compañera desaparecía detrás de la pared.
Después de unos cuantos metros, dando la vuelta a la pared, Allan encontró la entrada, un hermoso cancel de hierro forjado, con enormes cabezas de caballo y el rostro de un diablo a la mitad de las puertas abatibles, que lo miraban con furia y maldad.
No había nadie cerca, y desde ahí se podía ver la finca, después de una inmensa oscuridad. La puerta se abrió y M. White estaba detrás de ella.
-Bonita puerta. Ahora veamos si el infierno se desata.
Allan sonrió a través de la oscuridad. Ambos caminaron, hombro con hombro, por un camino de piedras de río, hasta que la finca quedó mucho más cerca. Las luces ya dejaban ver el hermoso decorado del lugar, y la pintura blanca y roja que coloreaba el lugar. Por uno de los ventanales se veían difusas sombras y gente que pasaba. La música había bajado de intensidad, y las voces ahora se dejaban escuchar mejor.
M. White fue la que se adelantó. Tomó el pomo de la puerta de la finca, y caminó lentamente. Allan abrió la otra parte de la puerta, de madera, roja por completo, sólo para ver aquello dentro.
Había muy poca gente, todas reunidas en tres grupos diferentes. Por un lado, un hombre con dos mujeres desnudas. Mientras a una la penetraba, la otra esperaba su turno, masturbándose. En otro rincón de la estancia, otro hombre, visiblemente más grande de edad, estaba penetrando a una muchachita, tal vez mucho más joven que las otras mujeres. Y más allá, en el centro, había algo aún más extraño.
Era Roger Wingates, quién le dedicaba todas sus energías a una mujer, quién gemía de placer sobre una alfombra. Pero justo detrás de él, había un hombre, el otro de los enormes ucranianos, entregándole toda la energía a su señor.
Con el afán de interrumpir, M. White empezó a aplaudir. Una de las chicas desnudas soltó un grito, y la pequeña que estaba bajo el viejo se soltó, y corrió hacia la puerta, sin acercarse tanto a los recién llegados.
-Qué bonita escena. Un tercio de depravados…
Allan asintió, mirándolos a todos, en especial a su antiguo amigo, Roger.
-Oh sí. Pero apuesto a que no los conoces, querida. Ahí está el senador Raymond Glover. Un fiel partidario de las leyes de segregación, y quién votó primero porque los adeptos del Islam no pudiesen entrar al país.
El hombre rodeado de las dos mujeres se levantó, tratando de cubrir sus partes íntimas.
-Más allá, el anciano y olvidado padre Alessandro Colio, enviado del Vaticano para administrar las iglesias católicas que auspicia en secreto la presidencia. Un hombre de gustos enfermos, como puedes ver.
El anciano se quedó arrodillado ahí, tratando de buscar su sotana para cubrirse.
Y ya conoces, al querido amigo de todos en el Lobby: el asesino Roger Wingates. Un querido millonario que ha visto bien por todos sus amigos, apoyando campañas racistas y homofóbicas, mientras encubren sus propios vicios a la sombra de la gente más importante del país…
Roger Wingates se acercó. Llevaba el cabello rubio alborotado, y su cuerpo, aún firme y delineado, sudaba, brillando con las luces de aquel lugar.
-Y tú, Allan, no cambias nunca. ¿Qué te dio más coraje? ¿Qué me llevara a Ilich? ¿Qué nunca correspondiera tus sentimientos? Por cierto, que traje tan ridículo…
Allan se sonrió.
-No lo luzco para ti. Si voy a tener mi propia fiesta, quiero verme elegante. Hola, Ilich-, dijo Allan, moviendo su mano como idiota para saludar al ucraniano, que lo veía con furia.
M. White también lo notó. No había nadie más cuidando aquello. Ni siquiera a un senador, quién usualmente tenía a su servicio un séquito de guardaespaldas.
-Muy bien. Ahora que están aquí, ¿qué harán? No tienen pruebas. Dos personas en un lugar apartado no tienen oportunidad de nada. ¿Qué harán?-, dijo Roger Wingates, feliz, extendiendo los brazos y burlándose de los recién llegados.
-Vinimos a ver los fuegos artificiales-, dijo M. White. Con calma, sacó de su saco una pistola. Con un solo disparo, hizo que el pecho del padre Colio estallara. Las mujeres echaron a correr, aterradas, para esconderse dónde pudieran, mientras que la chiquilla salía desnuda hacia el patio.
-¡En el nombre de los Estados Unidos, deténgase! La haré detener aunque escape, y créame que no será nada lindo lo que le haremos-, exclamó el senador Glover a la mujer.
-No me importa lo que me hagan o no. Venimos a hacer justicia, cuando ustedes no pudieron hacerla correctamente para miles más. Miren que encubrir a pedófilos y corruptos… ¿Quién sigue?
M. White levantó de nuevo el arma, y esta vez, fue la cabeza del senador la que fue empujada por el impacto de la bala. El ucraniano, Ilich, no lo pensó dos veces. Se abalanzó, con su enorme cuerpo desnudo contra la mujer, quién se lo quitó de enfrente con un certero golpe.
Ilich era un poco más rápido, la tomó de un brazo y la lanzó contra una mesa en el centro de la estancia, la cual estalló en cientos de fragmentos de cristal. Mientras ambos peleaban a golpes y patadas, Allan se acercó a la chimenea, y tomó un atizador de entre las llamas y las cenizas.
-Así que sólo quedamos tú y yo, Wingates. Mi amiga, la chica que pelea con nuestro amado Ilich, está en lo cierto. Sólo queremos retribución, justicia por todos aquellos a los que mataste, o a los que despreciaron por su religión, su color de piel, sus preferencias. Creo que ni con tu muerte se va a remediar algo, pero habré hecho lo suficiente para aliviar mi corazón…
Allan estaba cada vez más cerca de Roger, quién se alejaba, tratando de encontrar con las manos algo con qué defenderse. No había nada a la mano.
-Si dejas que Ilich la mate, a tu amiga, los tres podremos volver a como estábamos antes. Los tres felices. ¿No lo entiendes? Tu Lobby tiene una causa perdida, y lo sabes…
Allan sonrió.
-Algo aprendí de México, la letra de una canción. “Tres son muchos para el amor”, algo así decía. No me quieras comprar así…
El atizador dibujó un arco en el aire antes de estrellarse contra el costado de Wingates, quién rugió de dolor y se dobló, quedando arrodillado en la alfombra. Otro golpe, esta vez en la espalda, y ya olía a carne chamuscada. Uno más en las piernas, otro y otro más.
M. White trataba de quitarse a Ilich de encima, quién buscaba su cuello para apretarlo con semejantes manos. Con la mano que le quedaba libre, la chica tanteó el suelo, buscando la pistola. En vez de eso, tomó con la mano desnuda uno de los vidrios rotos, y lo clavó en la nuca del ucraniano. Este trató desesperadamente de quitárselo, pero el dolor era insoportable, y la sangre salía a chorros sobre la cara de la chica.
Allan golpeó una vez más a Roger, esta vez en las nalgas, lo que hizo que gritara aún más, y quedara ahí, quieto, a cuatro patas como un perro.
Cuando el ucraniano cayó, M. White se lo quitó de encima. Se levantó y caminó hasta donde estaba Allan, aún con el atizador en ambas manos. Se puso frente a Wingates, mirándolo desde arriba, y se quitó la ropa.
Allan miraba, desconcertado. Su compañera empezó a desnudarse, y él no podía creer aquello.
Era el cuerpo de alguien delgado. No tenía pechos, y bajo los pezones sólo había un par de marcas en forma de U. El sexo era de hombre, y aún lucía las cicatrices de la cirugía de reasignación.
-Yo nací siendo mujer. Y un bastardo me tomó como esclava sexual, en una maldita subasta en la Deep Web. Pero no conforme con eso, me transformó en algo horrible. Lo que soy ahora, se lo debo a un degenerado como tú y esos otros. Y aunque acabe contigo, nada se va a solucionar.
Roger Wingates la miraba desde arriba. Estaba asqueado.
-¿Me vas a convertir en algo como tú, monstruo asqueroso?
M. White negó.
-No. Pero te vamos a dar placer. ¿Allan?
El muchacho sonrió.
-Con gusto, Martha…
El atizador de nuevo se levantó entre los dedos del muchacho, y con la punta, fue entrando poco a poco entre los glúteos de Wingates, quién gritó de dolor, mientras M. White miraba…
Después de un rato disfrutando del dolor, dejaron a Roger tendido en la alfombra, boca abajo, rezumando sangre por el ano, pero vivo. La chica ni siquiera se vistió. Colocaron todo lo que encontraron en una maleta dentro de la estancia de la finca, bajo los muebles, tras los cuadros.
-Va a ser hermoso. Vamos.
Allan se detuvo.
-¿Y las mujeres?
-Compartieron el pecado con sus hombres. La única inocente era la muchachita. Deja que siga corriendo si quiere.
Abandonaron la finca, mientras M. White encendía la mecha.
Después de varios metros, los fuegos artificiales estallaron dentro de la casa, prendiendo fuego a los muebles, y haciendo que las ventanas se rompieran. Los gritos de las mujeres se escuchaban por encima de los estallidos de color azul, blanco y rojo. Allan miraba aquello con ojos llenos de alegría. Pero M. White estaba seria, sin parpadear.
-Bien, muchacho, ya tienes lo que querías. Vámonos a casa…

miércoles, 28 de junio de 2017

#UnAñoMás: Orgullo y Perjuicios (Día Internacional del Orgullo LGBT+)



Había nacido hombre, pero se veía como chica. ¿O era al revés? Eso ya no importaba. Ahora era M. White, una persona más, con una apariencia única. Las instrucciones en el bolsillo derecho, su “arma” en el izquierdo. Era momento de trabajar.
Aquella tarde, el museo estaba casi vacío. Un antiguo convento del Virreinato transformado en un lugar de arte, historia y cultura, con la entrada gratuita los domingos y cerrado los lunes. M. White caminaba por los pasillos vacíos, con el eco de sus tacones retumbando en las viejas paredes, y aquel pantalón sastre blanco que le abultaba todo, su saco del mismo color y el cabello recogido tras la nuca. Todo le daba un aire de severidad.
Pasó cerca de ella una mujer, de cabello castaño largo, vestida pulcramente, con algunos libros y documentos sobre los brazos. M. White se había acercado a ver un retablo enorme, que mostraba a una monja de rostro serio, ojos grandes y enorme hábito de color marrón oscuro, sentada en una silla junto a una mesa, con un libro abierto sobre ella y cientos de ellos acomodados al fondo en un enorme librero.
-Hermoso cuadro de Sor Juana…
M. White volteó a ver a la mujer de los libros, y no entendió ni una palabra. La mujer se dio cuenta y, soltando una risita, repitió aquello mismo en inglés. Las visitas eran extranjeras, al parecer.
-Tengo entendido que era una poetisa excepcional…-, dijo M. White con voz de asombro, una voz suave, cantarina, pero firme.
-Era muy versada en diversos temas, y conocía a muchos autores de la época, para una mujer de aquellos tiempos. Por eso era monja: ninguna mujer sería bien vista indagando en el conocimiento humano si no era rica o religiosa.
La mujer de los libros se acercó más a su inesperada visita guiada. Le sorprendió ver a una persona tan diferente a las demás. Su apariencia le causaba admiración, pero también algo de distanciamiento.
-Aún así, se que murió enferma, arrepentida por sus obras, por su forma de ser. Escribió algo horrible de sí misma, ¿no?
La mujer de los libros asintió.
-“He sido y soy la peor que ha habido… Yo, la peor del mundo.” Firmada por ella en un libro de expiaciones. Un confesor la obligó a quemar su biblioteca personal, expiando sus pecados, sus poemas, su obra. Acercarse a Dios para salvar su alma de los pecados que había cometido como mujer y como poetisa. Una injusticia…
M. White miró a la mujer de los libros, con sorpresa en los ojos.
-Eso es horrible. Una mujer tan lista y apreciada… reducida a nada. Además era lesbiana.
La mujer de los libros soltó una carcajada que retumbó en las paredes. M. White solo pudo sorprenderse.
-Es solo un rumor. Infundados porque la mayoría de sus textos eran regalos para su amiga, la virreina y condesa de Paredes, con quién entablaba una amistad sin precedentes. Y porque en sus poemas siempre reivindicaba a la mujer como un símbolo de poder, y al amor como algo libre, que no tiene rostro. “Ser mujer, ni estar ausente, no es de amarte impedimento; pues sabes tú que las almas distancia ignoran y sexo…”
M. White miró hacia el suelo, tratando de analizar lo que la mujer le decía. Una mujer ejemplar, más allá del pensamiento de su época, con ideas que le hubiesen costado más que una larga penitencia. Todo su pensamiento era…
-Maravilloso. Una mujer digna de gente como nosotros…-, dijo M. White, recalcando la última palabra.
La mujer de los libros se sonrió.
-Pues muchas gracias. Me alegra saber que varios de nuestros visitantes ponen atención, en especial aquellos que vienen de tan lejos. La dejo disfrutando de las instalaciones, señorita. Un gusto…
M. White vio a la mujer alejarse.
-El gusto es mío.
Mientras la mujer seguía caminando entre los pasillos, con aquel montón de libros entre los brazos, M. White seguía admirando el cuadro de Sor Juana, la interesante mujer que había tomado una buena decisión en el momento menos oportuno. Los pasos de la mujer seguían escuchándose. Y M. White la siguió.
Su caminar era decidido, y entre los pasillos vacíos del museo parecía una sombra blanca, el fantasma del pasado. La mujer de los libros escuchó el retumbar de los tacones, y fue aminorando el paso. Tal vez su invitada quería más información. O simplemente estaba perdida…
-Oh, disculpe que la interrumpa. Pensé que no la podría alcanzar…
M. White ahora casi corría, tratando de no resbalar en el suelo de madera.
-No se preocupe. ¿Se le ofrece algo…?
-A decir verdad, sí.
La sonrisa de M. White puso un tanto nerviosa a la mujer de los libros, y cuando sintió la patada en el abdomen, no le cabía duda de que algo iba mal.
Los libros cayeron, dispersos en el suelo como piedras al azar en un campo. La mujer cayó de costado, agarrándose el vientre, tratando de soportar el dolor y de volver a respirar. Sintió un escalofrío, un miedo aterrador que le subía por la espina dorsal. Aquella sombra blanca se acercaba a ella, pateando los libros, haciendo que sus tacones se escucharan en el pasillo como clavos de su ataúd.
M. White, de pie ante la mujer de los libros, se agachó para verla un poco mejor. Ya no sonreía. Estaba analizando.
-¿Dónde está?
La mujer no entendía lo que le estaban preguntando. Negaba con la cabeza y trataba de balbucear, pero las palabras no salían de su boca.
-¿No sabes o no me quieres decir? Te lo voy a preguntar una vez más-, decía, mientras levantaba su dedo. -¿Dónde está?-
La mujer volvió a negar. M. White se levantó, insatisfecha. Le dio una patada en el vientre una vez más a la mujer, y luego otra, esta vez en las costillas. La otra ni siquiera gritaba. Una y otra vez, trató de aguantar las patadas, pero era inútil. Los zapatos de tacón de M. White le hacían bastante daño. La última patada que le soltó fue en la cabeza, y le abrió la frente con el tacón.
-¡No sé de lo que hablas, por favor!-, gritó la mujer, cuya sangre le escurría por la sien y le manchaba la cara de escarlata brillante.
-Eso es mentira y lo sabes. Te lo recordaré de la manera más educada que conozco.
M. White se metió la mano en el bolsillo, y sacó su “arma”. No era más que una larga cuerda enrollada sobre sí misma, pintada de colores: rojo, naranja, amarillo, verde, azul y violeta. Se la mostró de cerca a la mujer, quién a pesar de la sangre pudo verla claramente, y se sorprendió, toda pálida y sin poder moverse.
-¿Quién te dio…?
M. White compuso una sonrisa en su lindo rostro.
-Un buen amigo en común. Me pidió que te encontrara a ti, que eres la responsable de restauración del museo. También me pidió que preguntara por un tal Roger Wingates, un amante tuyo que nuestro amigo conoce pero que no encuentra, lamentablemente. Ese tal Roger Wingates y tú tuvieron algo que ver, una serie de ataques y declaraciones en contra de nosotros. Y luego, tu querido Roger se puso violento y masacró a varios de ellos en una marcha. Los arrolló y se dio a la fuga. A ti no pudieron culparte porque sólo tenías una opinión que dar. Estabas escudada tras las faldas de cierto sector del gobierno y de la iglesia.
La mujer se armó de valor, y le escupió en la cara a M. White.
-¡Tú y los tuyos son basura! ¡El Lobby es un grupo de degenerados que deben morir! Roger hizo bien, obró bien ante los ojos de Dios y de la familia. Y ustedes siguen ahí, envenenando a nuestros niños con sus mentiras. Él está en Texas. Y tú jamás lo vas a encontrar…
M. White se limpió la cara, y acto seguido, le soltó una fuerte bofetada a la mujer, la cual escupió sangre y chilló como una rata.
-Que desagradables son ustedes los creyentes. Bien. Mi amigo dijo que te dejara este regalo, y me dijo que te dijera que el Lobby no se olvida tan fácil de sus buenos amigos…
Deshizo el nudo de la cuerda, y la agarró entre sus dos manos. La mujer trató de levantarse, pero su costilla rota no le permitió moverse tan lejos. M. White se abalanzó, y rodeó el cuello de la mujer con la cuerda, apretando fuerte. La otra trató de soltar patadas, y sus uñas le agarraban el cabello a aquel fantasma blanco, pero no le hacían daño. M. White apretó más fuerte, y escuchaba las arcadas de la mujer, quién trataba de soltarse, soltando patadas al aire y a sus libros en el suelo. Apretó aún más fuerte, hasta que la cuerda se quedó marcada en el cuello de su víctima, y soltó su último aliento. Los ojos de la mujer estaban inyectados en sangre, y la lengua lucía morada.
M. White se levantó, se acomodó el traje blanco y el cabello. Miró a la mujer ahí en el suelo, con la cuerda aún alrededor del cuello, y no sintió lástima. Sacó de su otro bolsillo el teléfono, y llamó.
-¿La encontraste?-, dijo la voz de un hombre al otro lado de la bocina.
-Deberías estar orgulloso. Sufrió. Al menos me dijo lo que querías saber. Roger está en Texas. Creo que iré para…
-Espera. Tienes que venir primero conmigo. Tengo que decirte algo antes de que te vayas. Por favor…
La voz de súplica del muchacho hizo que M. White suspirara.
-Muy bien. Ahora déjame salir del museo, y te buscaré. No llames, no te muevas de ahí.

Colgó y se guardó el teléfono de nuevo en el bolsillo. Caminó despacio, vigilando los pasillos. El museo estaba vacío, sin duda. El mismo museo la ayudaba. Y al pasar por el otro pasillo directamente a la salida, M. White sonrió, cuando Sor Juana le dirigió una mirada severa. Una mirada que, para aquel fantasma blanco, decía: “Bien hecho. Ahora eres uno de nosotros…”
 
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