Music

martes, 4 de junio de 2013

El Último Sacrificio Gran Final: Ciudad en Ruinas.

11 de Diciembre: Ciudad en Ruinas.

La mañana se despertó gris, un gris muy intenso como solo las mañanas en invierno podrían ofrecer. Pero ese gris no era por el frío o por la niebla, sino por el humo, las cenizas, los restos de la explosión.
Daniel disfrutaba aquello. Ahora que la ciudad había sido abandonada por la autoridad, y la gente estaba dentro de sus casas desde anoche, podían hacer prácticamente lo que desearan. Tomó la iniciativa, y ahora el MUAC, el Museo Universitario de Arte Contemporáneo ardía con extrema vehemencia y el humo inundaba el cielo cada vez más gris. No las podía ver, pero Daniel sabía que había más lugares incendiados en la ciudad, vestigios de lugares importantes que se consumían en las cenizas.
-¿Por qué quemamos este lugar?-, dijo uno de los muchachos que acompañaban a Daniel. Él sólo se limitó a sonreír, mientras se limaba las uñas, sin ver necesariamente el fuego consumiendo el museo poco a poco.
-Ya te lo dije. Este lugar, con todo y su “arte”, tenía que quemarse. Me tenían harto, esas pinturas y las estatuas… Me gusta ver arder las pinturas, por eso lo hago. Pero bueno, ustedes nunca van a entender algo así…
El celular empezó a vibrar en su bolsillo, mientras algunos de los árboles de alrededor empezaban a arder. Daniel miró la pantalla, y el nombre de VIKTOR aparecía una y otra vez, como en un destello. Contestó emocionado.
-¡Eres un gran amigo! Un gran amigo, ¿sabes? Nunca había tenido un momento de destrucción así… Bueno, a excepción del Palacio de Bellas Artes, pero ese no cuenta, ¡porque ahora es mejor!
-Me apetece que te haya gustado esta pequeña libertad. Ahora, ¿podrías hacerme el favor de venir acá por favor? Necesito hablar con ustedes…
Daniel miró hacía el museo en llamas con expresión atónita, como si le hubieran cortado de raíz el árbol de la felicidad que le estaba creciendo en el corazón.
-¿Por qué querría ir yo allá, si estoy bien aquí? Por favor, Viktor, no deseo ir ahora. Me estoy divirtiendo mucho, y no creo que sea el momento justo…
-No es una opción, muchacho. Tienes que estar aquí. Voy a presentarte a un nuevo miembro de nuestra familia, y no sería justo que estuvieras ausente.
Daniel dudó, con el celular pegado a la mejilla.
-Mejor dime quién es, y tal vez vaya para allá si vale la pena…
-Mejor no te lo digo. Vienes acá, o saldré yo mismo a buscarte, maldita sea. ¿No entiendes una estúpida y sencilla orden cuando te la doy…?
-Está bien, voy para allá.
Y colgó. Se guardó con furia el celular en el bolsillo, y volvió a echar una ojeada al incendio. Sus ayudantes seguían bailando alrededor de las llamas, como si celebraran un triunfo o algún ritual de destrucción.
-¡Nos vamos, bola de holgazanes…!
Daniel nunca había gritado tan fuerte, y los bailarines se calmaron, bajaron los ánimos de sus bailes, y se dirigieron de nuevo a los autos que habían robado anoche.

César tomó el cuchillo grande, su favorito, y le cortó el cuello al sacerdote que estaba sometiendo sobre el suelo. Escuchaba a sus saqueadores atrás, en el altar, robando cosas y destruyendo estatuas de santos. Las bancas ardían en el centro de la iglesia, con una llamarada que se elevaba casi hasta el techo. La Catedral Metropolitana era la sede del infierno.
La sangre del sacerdote, un hombre ya viejo y que se había orinado en los pantalones, corría bajo la sotana y en el suelo. César vio el líquido escarlata corriendo por el suelo, como un pequeño río lleno de pecados escondidos y pedofilia. Los otros dos muchachos bailaban sobre el altar, con sus uniformes del reclusorio mixto.
César recordaba toda la noche anterior. Después de la explosión en la Basílica, él y su grupo se habían dirigido de nuevo al reclusorio de donde había salido, y con unas cuantas bombas compactas, habían sacado a todos de aquel lugar, incluyendo a los presos más peligrosos. El poder de la libertad que se les había dado era suficiente para que ahora buscaran en toda la ciudad, las mejores cosas de valor.
-He derramado la sangre del hombre más santo del lugar, muchachos. Y ustedes bailando en el altar…-, dijo César, con un tono de sarcasmo en su hablar. Su enorme figura se levantó del suelo, dejando el cadáver del sacerdote entre sus pies. Puso la planta del izquierdo sobre su cabeza, como si fuera su apoyo contra el cansancio.
-¡Y tú ya te crees muy malo matando a ese cabrón…!-, le gritó uno de los saqueadores, mientras efectuaba una extraña vuelta de ballet.
Un cuchillo salió zumbando del cinturón de César, y se incrustó directamente en el cuello de aquel tipo que se atrevió a insultarlo. Su cuerpo cayó detrás del altar, con un sonido hueco que retumbó en todo el lugar. Su compañero de baile se detuvo, y bajó del altar, asustado y pálido.
-No me creo el malo… Soy malo en verdad. Ahora sal, y esperen a que salga. ¡Pero ya!
El grito de César retumbó en las paredes de la catedral, ennegrecidas poco a poco con el humo de las bancas ardiendo. El muchacho, muerto de miedo, se alejó corriendo por la puerta delantera, procurando que las llamas no le quemaran el costado.
César se quedó mirando el altar destruido, con la luz de las llamas crepitando en las paredes. El mundo que conocía antes se estaba desmoronando, y eso era bueno.
-Mira tus obras, querido amigo. Mira todo lo que has hecho aquí, y todo lo que te van a dejar hacer…
Desde la puerta entró una mujer de edad, vestida con una sotana de colores, un sombrero de obispo demasiado exagerado y con algunas blasfemias escritas en él. Esa mujer ni siquiera parecía alterada, se veía más feliz que nunca.
-Hola Julia. ¿Qué haces aquí?
Julia Klug era una activista que, antes de aquel día, se la pasaba de pie enfrente de la catedral, con pancartas y disfraces criticando el sistema religioso en la ciudad, atacando los ideales de los sacerdotes corruptos y pederastas. Aunque había personas que se acercaban a ella, tomándose fotos y apoyando la causa, siempre había creyentes y religiosos que insultaban, e incluso pegaban y maltrataban a Julia, por sus convicciones y sus ideales. Y ahora, se había unido a la causa de aquel hombre que había irrumpido en la catedral para cambiar el ambiente.
-Lo siento, César. No quería interrumpirte, pero me dio felicidad de verte feliz por esta ocasión tan especial. Creo que el mundo ha estado cambiado. O al menos nuestro mundo. Cuantas veces intenté convencer a la gente que todo este sistema era una completa mentira, un robo, y mira lo que han hecho, lo que has hecho tú y tus amigos…
César se sentó en un escalón, dándole la espalda al altar. El crucifijo ya colgaba de una sola mano en la pared, con aquel rostro de dolor que, en vez de causar lástima, daba risa.
-Ay Julia, las cosas pasan muy lento. Esto ni siquiera es lo más fuerte que hemos hecho. Pero me alegro de que estés aquí, mirando nuestras obras y nuestro nuevo mundo. ¿Tienes algo más que decir?
Julia se acercó, mirando con alegría el suelo manchado de sangre y todos los destrozos.
-Me mandaron decirte que un tal Viktor te estaba buscando. Los rumores se hacen fuertes entre la gente, y llegan muy rápido. Me enteré que ese hombre está en la Basílica de Guadalupe. ¿Qué han hecho allá de lo que no me he enterado?
César la miró, y sonrió.
-Algo más grande… Se me hace raro que Viktor me mande llamar así. Me hubiera llamado por el teléfono y asunto arreglado. ¿Quieres acompañarme?-, dijo César, mientras se levantaba del suelo para dirigirse hacia la puerta.
-No, no te preocupes. No acostumbro viajar en moto, soy muy grande para esos trotes. Me quedaré aquí con los muchachos, e intentaremos resistir, ¿está bien?
César asintió, la tomó de las manos arrugadas, y se las besó.
-Eres una mujer fuerte. Espero verte pronto, cuando esto acabe. Ahora eres mi mejor amiga…
El hombre salió por la puerta de la Catedral Metropolitana, dejando a Julia dando la espalda a la fogata de bancas. Después, ella caminó hacia el altar, mirando al sacerdote sobre el suelo, con el enorme charco de sangre rodeando su cuerpo muerto. Le hizo la señal obscena del dedo medio, y empezó a carcajearse.
En la plaza de la Constitución, el Zócalo, la gente empezaba a congregarse, para cantar, para bailar, para disfrutar de su nueva libertad en la ciudad sin ley.
-Vamos a cambiar el mundo-, dijo César para sí mismo.

Viktor miró la plaza Guadalupana en el amanecer del nuevo día. La gente, asustada y en masa, se congregaba en el centro, llenas de polvo y heridas. Él ya estaba a las puertas de la nueva basílica, vacía y oscura. Miraba a la multitud, rodeada por hombres y mujeres fiel a su causa, muertas de miedo, sin  posibilidad de escapar.
Alrededor de la plaza, las bombas habían estallado, dejando gente muerta entre los escombros que ahora tapaban las salidas, a través de los puentes y de las puertas del estacionamiento subterráneo. No había más que pocas personas vigilando las salidas y la plaza. Y el cerro del Tepeyac no tenía salidas adicionales, al menos que alguien se quisiera lanzar por los costados.
-¡No van a salir, no tienen derecho! Van a presenciar un cambio muy importante en la vida de esta ciudad, de su pensamiento y de su forma de ser. La libertad que ustedes han tenido durante años no es más que una fantasía…
Unas mujeres empezaron a sollozar, y los hombres las cubrían, con sus brazos y sus espaldas, manteniéndolas lejos de los guardias, al igual que los niños.
-¡Usted no tiene derecho, monstruo!-, dijo un hombre entre la multitud.
Viktor sonrió, sin mirar siquiera al hombre que había exclamado. No tenía razón eliminarlo.
-No se han dado cuenta, y cuando acabemos esto, su pensamiento va a cambiar. El mundo va a ser diferente…
Nadie se atrevió a abrir la boca. Todos estaban indefensos, aunque ganaran por número ante los guardias y ante el mismo Viktor. Tenían miedo, el miedo los hacía defenderse. El miedo los movía para seguir viviendo.
De una de las esquinas de la plaza, los guardias se arremolinaron para dejar pasar a la gente de fuera. Era como el seguro de una enorme puerta para pasar a un mundo desconocido.
Desde el otro extremo de la plaza, venían caminando otros veinte hombres, rodeando la figura delgada de Daniel, quién venía exultante y con un rostro de felicidad como nunca lo había visto. Incluso Viktor le recibió con una sonrisa de fraternidad, como el hombre quién no ve a su hermano en muchos años.
-¡Ya estoy aquí! ¿Qué es lo que querías decirme? No hay tráfico desde Insurgentes hasta acá, y a veces los coches abandonados nos estorbaban. No vine en vano…
Daniel se quedó en las escaleras de la Basílica, mirando hacía Viktor con concentración.
-No puedo decirte nada. Falta César. Lo mandé llamar con la gente de las calles, y creo que el mensaje tarda más. Quería probar ese método de comunicación…
-Pero si no llega, ni siquiera es mi culpa. Yo ya estoy aquí, y ya quiero saberlo. ¡No importa nadie más! ¿No lo crees?
Viktor se quedó mudo, sin siquiera sonreír, ahí de pie, mirando a la multitud.
-¿Por qué la impaciencia, buen amigo? Tienes que esperar, ya que las buenas cosas vienen cuando tienes paciencia. Además, será una excelente sorpresa para ti, ya lo verás…
César se acercó por otro lado de la plaza destruida, mirando a los asustados feligreses en el centro. Una de las niñas lo vio, con su figura imponente y terrible, y se echó a llorar en el regazo de su madre.
-Deberían de callarlos a todos, Viktor. Vine en cuanto Julia Klug me avisó…
Viktor miró a César, quién se quedó cerca de Daniel, esperando a que también le dijeran algo. Daniel se frotaba el dorso de la mano izquierda con sus uñas, inquieto y a punto de estallar.
-Ya que están los dos aquí, quiero mostrarles a una persona muy especial, que se va a unir a nuestra causa de ahora en adelante. ¡Ya puedes salir…!-, gritó Viktor hacía el interior de la Basílica, y su voz potente retumbó en el edificio vacío.
Unos pasos se escuchaban desde el interior, alguien venía, y alguien saldría. César frunció el ceño cuando miró el rostro del invitado, y Daniel desencajó su cara de la sorpresa. Sus ojos se llenaron de furia, pero César lo detuvo, cuando vio que estaba a punto de abalanzarse sobre aquella persona.
-¡Suéltame César! ¡Lo voy a matar…! ¿Cómo se atreve?
Luis miró el rostro de Daniel, agobiado por una rabia inmensa y unas ganas de darle fin ahí mismo. Había recordado aquella promesa en el museo, que cuando se vieran las caras de nuevo, lo mataría. Pero Luis no le tenía miedo, no en ese momento. Su rostro reflejaba la tristeza y las ansias de salir de ahí, de ver a todas esas personas asustadas, unas contra las otras, llorando y lamentando su situación.
-Sé que deseas matarlo. Pero yo no te voy a dejar Daniel. Él viene por algo que le pertenece, pero si logramos convencerlo con nuestra forma de pensar y de ver esta situación, será un buen partidario…
Luis miró a Viktor, quién al pronunciar estas palabras, le dedicó una mirada de confidencia.
-No me quedaré aquí, Viktor. Te traje a Azahena y quiero de regreso a Vianney, nada más. Puedes hacer lo que quieras después. No soy tu trofeo del triunfo contra el IECM, si eso es lo que deseabas…
Viktor se le acercó, con modestia y pasos leves. Daniel ya se estaba tranquilizando, pero era el brazo duro de César el que no lo dejaba escapar.
-No eres mi trofeo, Luis. Eres un excelente investigador, una persona inteligente. Ven, acompáñame…
Luis siguió por un costado a Viktor, como si se tratara de un paseo cualquiera en un espléndido día, aunque ese día fuera gris y lleno de muerte. Daniel alcanzó a soltarse pero no hizo nada, solo susurró algo que sonó a “imbécil”.
Viktor rodeó la Basílica, encaminándose al tramo de escaleras que subían hacía el cerro del Tepeyac. La explosión se había llevado un buen tramo de los escalones, por lo que tuvieron que subir con cuidado, Luis por detrás de Viktor. Subieron lentamente, sin decirse ni una sola palabra, hasta que llegaron a lo que parecía un balcón a la mitad del camino.
A lo lejos, la ciudad parecía mirarle de nuevo, pero Luis ahora supo que no era una mirada de maldad o de rencor. Con el humo a lo lejos y los gritos que de repente se escuchaban en las calles vacías, ahora la ciudad gemía de dolor.
-Mira todo el horizonte, Luis. La ciudad ha cambiado hoy demasiado, ¿no lo crees?
A Luis se le empezaron a humedecer los ojos, al mirar toda aquella faceta de la ciudad, derribada, quemada, bañada en sangre. Había querido a aquella ciudad desde el primer día que había ido a vivir ahí, sus calles, sus costumbres, su forma de moverse, la gente que la habitaba. Y ahora, todos estaban encerrados, muertos de miedo, y sin saber nada…
-Siempre fue una de mis ciudades favoritas. Soñaba con venir aquí y vivir mi vida entre las personas de la capital. Y ahora… Bueno, disfruté tanto como pude, si es que vas a cambiar el ambiente en este lugar, es mejor no albergar demasiadas esperanzas.
Viktor lo miró, mientras el muchacho alzaba la mirada por encima del humo y de la niebla, que ya comenzaba a disiparse.
-No quiero que lo divulgues a nadie, Luis. Y qué bueno que Javier se haya ido, fue muy sensato de su parte. ¿Ves a toda esa gente allá abajo? Todas esas familias, amigos y conocidos, ahí, arrinconados…
Luis asintió.
-Son un poco menos de 800 personas. Todos los demás escaparon, y los que no, están entre los escombros. Llegamos un poco tarde para contener a los que quedaban, pero con ellos es suficiente. No vamos a sobrevivir, Luis…
El muchacho perdió el sentido de sus pensamientos, y con los ojos bien abiertos, y una expresión desencajada, le hizo frente al rostro tranquilo e imperturbable de aquel hombre.
-¿Vas a matarlos a todos? Carajo, hay niños allá abajo, gente inocente…-, exclamó Luis, tratando de no gritar demasiado. La gente allá abajo en la plaza se apañaba más y más y muchos, cansados, decidieron sentarse en el suelo, cosa que no molestó a los guardias.
-Allá abajo solo veo gente ignorante, llena de pensamientos ajenos a la existencia humana y a la capacidad de sus mentes. Los han atiborrado con religión, les han mostrado un camino hacía una fe que no cumple ninguna expectativa, y que los mata poco a poco. Quiero acabar con ellos, para que los demás aprendan, de la manera más cruda, que los seres humanos estamos hechos de carne y no tenemos alma. Pero eso también implica que no podemos seguir aquí, y esperar que de fuera vengan las fuerzas armadas y destruyan antes este anhelo. Aprecio que estés aquí para morir con nosotros…
-Viktor, no puedes hacer esto. Ahora sí estás en problemas, y…
-¡No tienes derecho a reclamar nada! Tuvieron su oportunidad de detenerme, y estuvieron demasiado ocupados en buscar pistas y perseguir monstruos. Ahora vienes y reclamas acerca de mis planes… Si te lo confío a ti, es porque todo esto necesita trascender. Después de mañana, podrás llevarte a Vianney y salir de esta ciudad. Ahora ve y vístete con lo que acordamos. Tengo que escribir una carta…
Viktor subió solo a la cima del cerro del Tepeyac, y desapareció en la puerta de una de las pequeñas capillas. Luis se quedó en silencio, mirando de nuevo hacía la ciudad, mientras sus puños golpeaban la piedra del balcón, con rabia.
-¿Dónde estás Javier?-, dijo en un susurro.

Javier había pasado la noche entera bajo el peso de la motocicleta, inconsciente. Cuando se despertó, se encontró a los pies de un poste de luz en la calle, y su motocicleta lo cobijaba del frío. El cielo era gris y olía a humo por todas partes. Quiso despertar, salir de ahí, de aquel viento que le pegaba en la cara, pero tenía sueño. Quería dormir…
Se despertó de súbito, con el dolor de su costado incrementándose. Las piernas no le molestaban, pero una de las costillas estaba tal vez rota por el impacto de la motocicleta sobre su cuerpo. Javier se incorporó, y con la fuerza de sus brazos, empujó la motocicleta, hasta que sus piernas se liberaron. Se levantó con cuidado, sacudiéndose el polvo y quejándose del costado lastimado. Su rostro parecía el de un fantasma, pálido.
La plaza de la Basílica estaba destruida, y Javier pudo ver que los escombros formaban una especie de barrera para los intrusos y ajenos. Había gente alrededor, como vigilantes que buscaban a cualquier intruso. Todas las calles alrededor estaban abandonadas, y solo habían quedado los autos y los transportes públicos, algunos incendiándose.
A Javier se le hizo un nudo en la garganta, mirar toda aquella destrucción y desolación lo hacía sentir rabia, querer regresar con la motocicleta y apañarse de todos cuanto antes. Pero no podía ir así solamente y causarle problemas a Viktor y a su gente, que a estas alturas ya tendrían dominada a la ciudad.
Sintió el celular en el bolsillo de su chamarra y lo sacó. Tenía que pedir ayuda a alguien antes de que fuera demasiado tarde. Encontró el número marcado con IECM en los contactos.
Nadie contestaba. No podía ser posible.
Intentó con el celular de Molina, esperando al tono de marcado.
-Javier, ¿dónde estás?-, dijo el comandante, pero en voz muy baja, como un susurro.
-Cerca de la Basílica. Ese maldito vació las calles e hizo explotar la plaza… ¿Por qué habla así?
-Tomaron la ciudad, y están dentro del cuartel. No tienen acceso a las armas, pero las vigilan en la bodega. Si tardan más, tal vez la puedan abrir. Tienes que venir, no todos nos fueron fieles al final…
Las palabras de Hiram Molina al teléfono parecían de verdad alarmantes. Algo estaba pasando, y las fuerzas de la ley ni siquiera podían responder. Tal vez no hubiera muchas personas fieles a sus convicciones con las acciones que se habían tomado desde la noche pasada.
-Está bien. Voy para allá…
-Perfecto, ven con Luis y trataremos de hacer algo para solucionar todo esto…
Javier se crispó con la idea de llevar a Luis al IECM, y aunque tenía ganas de gritarle la verdad a Molina, ni siquiera se atrevió. Asintió, como si el comandante fuera a verlo, y colgó.
Se metió de nuevo el celular en la chaqueta, se acercó a la enorme motocicleta, y se subió en ella. Fue un milagro que hubiese encendido a la primera, con aquel rugido de su motor y luego el rechinar de las llantas. El viento le dio de lleno en la cara, y se sintió libre, pero furioso. En una de las pequeñas maletas que colgaban a los costados de la llanta trasera, Javier traía una sorpresa para los invasores…

Hiram Molina vigilaba por la rendija de una puerta entreabierta. En el pasillo, había hombres caminando, y al parecer, no se habían percatado que estaba encerrado en una oficina. Junto a él, estaba Isabel, con una enorme herida en la cabeza y también algo confundida, y Salvador, quién había salido en la noche al escuchar la noticia. Ni siquiera se había despedido de Yoselín, pero ya habría tiempo para estar con ella, si es que la volvía a ver. Al fondo, estaban apostados tres miembros del IECM que habían podido refugiarse. Había más de ellos, fieles a los ideales que habían adquirido en sus entrenamientos, pero la mayoría habían optado entre huir o unirse a aquellos que ahora dominaban la ciudad.
-¿Por qué no entran a buscarnos?-, dijo Isabel en un susurro, agarrándose la cabeza de vez en cuando por el dolor.
-Piensan que todos hemos huido o nos hemos unido a su causa. Mejor para nosotros. Necesitamos llegar hasta el depósito de las armas, antes de que puedan encontrar la forma de entrar-, dijo Molina, cerrando un poco la puerta para que no escucharan su voz.
-Traje algunas armas especiales para el xilam, pero no van a ser suficientes para poder pasar. Puede que ya traigan armas de fuego. Hay que esperar a que venga Javier-, dijo Salvador, señalando la enorme bolsa que había dejado al otro lado de la oficina.
-No funcionará, y menos si no sabemos cuántas personas hay por ahí.
-Tenemos que arriesgarnos, señor-, dijo Isabel. Los otros agentes asintieron, y se miraron, como preocupados. Estaban nerviosos, por lo que podría resultar.
Hiram Molina los vio a todos, a cada uno por turno. No podía dejarlos ahí, había sido su responsabilidad aquel equipo, y todo se había vuelto en su contra. Tenían que salir de ahí, a como diera lugar…
El edificio del IECM era grande, pero sin el ajetreo usual, empezaron a escucharse pasos, como de una multitud que corría. Había gritos y exclamaciones groseras, y Hiram presintió que habían encontrado a alguien, y se preparaban para matarle.
-¿Qué pasa? ¿Qué van a hacer?-, preguntó Isabel.
Molina se puso el dedo en los labios, y salió despacio por la puerta, asegurándose de que no quedaba nadie en el pasillo.
De los pisos de abajo, comenzaban a escucharse los disparos…

Javier había arrancado en el último tramo hacía la puerta del IECM, que estaba hecha de vidrio. La motocicleta chirrió un poco, y aceleró a paso veloz. Los guardias en la puerta se apartaron, y algunos otros cayeron de espaldas, cuando el pesado transporte entró por las puertas, rompiendo los vidrios, y chocando contra sus cuerpos.
Javier desenfundó de su chamarra la pistola, y empezó a disparar contra los agentes y presos que estaban alrededor de él. Ninguno tenía un arma mortal, y cuando la moto derrapó, Javier saltó para dejar que el aparato siguiera su curso, y fue a estamparse contra cuatro de los vigilantes. Por arriba, ya venían corriendo más personas, y ni siquiera los esperó. Había otras escaleras en el pasillo a la izquierda, y tenía que encontrarlas, incluso antes de que las balas de la pistola se agotaran.
-¡Agarren a ese maldito!-, exclamó uno de los vigilantes que habían huido cuando la motocicleta chocó contra unas puertas de cristales casi invisibles, arrojando de espaldas a los atacantes, ahora malheridos.
Javier se lanzó corriendo hacía el pasillo de la izquierda, esquivando a algunos y pateando a otros. Ninguno de ellos era una amenaza mayor, a excepción del enorme hombre que salió al final del pasillo, y que llevaba entre sus enormes dedos una escopeta.
Javier se hizo a un lado a tiempo de que el primer disparo partió el aire en el pasillo, alcanzando a unos cuantos detrás de la espalda del médico, quién se había escondido detrás de uno de los castillos de la estructura. El enorme monstruo del pasillo se acercaba, dando grandes y pesados pasos hacía donde estaba escondido Javier. Tendría que hacer algo, y pronto…
-¡Javier!-, gritó una voz femenina del otro lado del pasillo, al pie de las escaleras. Era Isabel. Pero había cometido un error. El enorme hombre de la escopeta se dio la vuelta, apuntó el cañón hacía las escaleras, y disparó. Isabel alcanzó a quitarse a tiempo. El hombre de la escopeta caminó unos cuantos pasos, buscando a la chica que se había atrevido a gritar…
Javier se acercó corriendo. No le importó que sus enormes botas hicieran ruido con cada paso, ni que el hombre gigante se volteara para dispararle directamente en el pecho. Se abalanzó cuando llegó hasta su oponente, y con la pierna derecha, le dio en el cuello con una potente patada. Había sido como patear un enorme tronco, pero al final, el enorme hombre cayó al suelo, adolorido, y gritando pestes. La escopeta cayó al suelo, rodando hacía las escaleras.
Isabel dio un salto enorme, abarcando cinco escalones, y cayó de pie frente al arma, la tomó y apuntó al enorme hombre sobre el suelo, que seguía quejándose y tratando de incorporarse.
-¿Lo mato?-, dijo Isabel, quién ya tenía el gatillo entre su dedo, a punto de jalarlo.
-No, no creo que valga la pena. Pero tampoco hay que dejar que nos siga…
Javier se acercó y le propinó una patada en el rostro, con la punta del casquillo de la bota, y lo dejó en el suelo, totalmente inconsciente.
-Javier, ¿dónde estuviste? Tenemos un serio problema y… ¿Dónde está en señor Zaldivar?-, dijo Hiram Molina, bajando las escaleras junto a Salvador y un grupo de personas que aún habían sido fieles al comandante.
-Está con Viktor. El muy maldito se fue con ellos. Y les entregó a Azahena…
Isabel abrió los ojos, y no dijo nada, porque se le formó un nudo en la garganta. Salvador y Hiram se miraron.
-Tendremos que avanzar nosotros mismos. No somos muchos, pero debe de haber alguien aquí que aún nos siga. ¿Qué propone, comandante?-, dijo Javier, tomando la decisión antes que nadie.
-Tenemos todas las armas en la armería, y aparte lo que trae el señor Salvador en su maleta. Con eso y la gente que logremos convencer, no creo que lleguemos a la Basílica…
-Tenemos que intentarlo, señor. Al menos tenemos que hacerle ver a Kunnel que no estamos tan lejos de él ni de su maldito plan-, dijo Isabel, mirando a Molina con una devoción que nunca antes había demostrado. Él no sonrió, pero le dedicó una mirada de confidencialidad sin límites.
-Tengo una idea. Aquí debe de haber un enorme camión contra represalias, ¿cierto?-, exclamó Salvador.
-¿Y cómo sabe eso?-, le preguntó Molina. Salvador sonrió, con un rostro pícaro.
-Cuando veníamos a las prácticas, me daba una vuelta por las bodegas de vez en cuando, y lo encontré de casualidad. Ahora dígame, ¿podríamos usarlo o no?
-Por supuesto que sí, señor Ángeles. Las llaves de todos los vehículos especiales del IECM están en la armería. Sea lo que sea que tenga en mente, guárdeselo para usted. Vamos a tener que movernos, sea como sea…
Salvador asintió, y se dirigió junto a los hombres de Molina a la armería. El comandante se quedó junto a Isabel y a Javier, esperando una respuesta franca.
-Vamos a hacer lo que a Salvador se le haya ocurrido. Luego, tendremos tiempo para sacar a la gente de ese lugar. Isabel y yo nos quedaremos aquí, esperando que venga gente o regresen los agentes que queden fieles a nosotros. Vaya con él, le será de mucha ayuda…
Molina asintió, y se dirigió hacía la armería.

Después de haber sacado la llave indicada y unas cuantas armas para Molina y sus muchachos, Salvador y todo el equipo se encaminó hacía el enorme camión anti motines que el IECM tenía guardado. Era un gigantesco espécimen de ocho ruedas, con rejillas en cada ventana, además de una enorme bocina en la parte superior.
-Es todo lo que necesitamos. No creo que tengan armas allá afuera, o si las tienen, no servirán de nada… ¿Vienen?
Molina y sus hombres se quedaron estupefactos ante la decisión de Salvador de subir al enorme monstruo de metal, y cuando por fin arrancó, con todos dentro, comprendieron lo que intentaba hacer. Encendió el altavoz, el cual se manejaba con una especie de diadema, por la cual se podía hablar:
-A todas las personas que estén asustadas, a todas las personas de la ciudad que quieran liberar su hogar de estas represalias, los estamos esperando en este camión. Sólo daremos una vuelta por gran parte de la ciudad, así que los esperaremos…
Salvador siguió repitiendo el mensaje, mientras aplastaba con el frente del camión las rejas de las bodegas hacía las calles traseras del IECM, y el mensaje retumbaba en todas las casas, saqueadas o intactas.
-¡Espero funcione su plan, señor Ángeles!-, gritó Molina por encima del estruendo de la voz del médico por todas partes.

Javier e Isabel escucharon la voz de Salvador, que retumbaba en la ventana conforme se alejaba del edificio. Isabel miró a su amigo, quién estaba serio, mirando hacía la ventana del primer piso, sin decir absolutamente nada.
-Ella estará bien, Javier. Azahena es una mujer muy buena, y estoy seguro que Luis no va a dejar que le pase nada…
Javier la miró, sin quitar el ceño fruncido.
-No me importa Luis, puede morir hoy o mañana, si eso es lo que quiere. Pero tengo que recuperar a Azahena. Ya sufrió bastante como para que vuelva a pasar.
Isabel le sonrió, aunque él no le contestara de la misma forma. Por alguna razón, ella sentía que, dentro de su corazón, Javier estaba sufriendo como ninguna persona podría hacerlo.
-Vamos a tener que esperar aquí. Voy por la motocicleta, regreso pronto…
Javier bajó las escaleras para ir en busca de su motocicleta. Isabel se quedó sentada sobre el suelo del pasillo, con las manos entrelazadas, mirando hacía el techo. Sólo sería cuestión de esperar…

Pasó todo el día completo, y mientras Salvador y Molina seguían subiendo gente al autobús, y tratando de convencer a otros cuantos de la causa, Luis miraba por el mismo balcón del cerro del Tepeyac. La gente seguía en el centro de la plaza, rodeada por hombres que los tenían hostigados y amenazados. Iba vestido con el disfraz que llevaba el día de la fiesta de Azahena, una indumentaria azteca, con capa y un hermoso tocado de plumas.
Viktor bajó de nuevo la escalinata desde la cima hasta donde estaba Luis. Llevaba su indumentaria también, aunque la de él era completamente distinta: Una enorme chamarra de cuero, abierta por en medio, que dejaba ver su enorme pecho velludo, además de una falda escocesa de color negro y rojo. Se veía imponente, y amenazador, a pesar de la oscuridad que ya imperaba en el lugar.
-La noche es mejor que el día. Te permite esconderte en cualquier lugar sin pedirle permiso a nadie, y hacer lo que mejor te venga en gana. ¿Te sientes nervioso?-, dijo Viktor, colocándose a un lado de Luis, cuya capa empezaba a ondear con el frío viento nocturno.
-No lo sé. Me siento tranquilo, pero no siento mucho. Tal vez el frío no solo entume nuestro cuerpo. Juraste liberar a Vianney si dejaba que Azahena llegara ante ti…
-Y lo cumpliré, Luis, no me tomes desconfianza. Nunca hago un juramento en vano, y menos cuando me complace en cierta manera. Presiento que mañana, cuando termine todo esto, va a ser algo sumamente gratificante, para ambos. Lo prometo…
Luis lo miró, y vio en sus ojos negros un tanto de mentira, un tanto de humildad. Luis pensó, por un momento, que Viktor también tenía miedo.

El autobús gigante del IECM surcaba las calles del sur de la ciudad a medianoche. Por todas partes, salían algunos hombres y mujeres, armados con lo que pudieran encontrar. Ya no había asientos, pero el autobús tenía aún espacio para llevar gente a pie. Mientras Salvador seguía dando su mensaje, Molina tomó el celular:
-Javier, necesitamos que te muevas, estamos a punto de acabar…
Javier escuchaba atento del otro lado, mientras Isabel buscaba algunas armas en la armería.
-¿A dónde nos dirigimos entonces?
Molina se lo dijo, y Javier asintió.
-Entendido, vamos para allá…
Y colgó.
Isabel llegó corriendo, con un par de escopetas enormes y unas cuantas municiones.
-¿Quién era?-, dijo la muchacha, acercándole una de las armas al médico.
-Molina. Tenemos que movernos, ya…
-Pero la moto…
-Está bien, solo un poco abollada y raspada. Son resistentes. Vamos…
Javier corrió por delante, e Isabel lo seguía, dando grandes pasos cada vez que quería estar a su altura. La motocicleta los esperaba, de pie, en el vestíbulo destrozado del edificio, todavía con los cuerpos inconscientes de sus víctimas atropelladas. Javier subió primero, e Isabel se sentó justo detrás de él, asiéndose bien de su compañero con una mano, y del arma con la otra.

Esta va a ser la última oportunidad que voy a tener, y tengo que ser fuerte, no importa el precio que haya que pagar, pensó Javier, mientras el viento le golpeaba el rostro

Todo va a cambiar mañana, y luego, no seré más que las cenizas…, pensó Luis, mirando el horizonte.


Azahena no podía ver nada con aquella venda en los ojos: ¡Voy a morir!

CONTINUARÁ...


0 comentarios:

Publicar un comentario

 
Licencia Creative Commons
Homicidio Mexicano por Luis Zaldivar se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://letritayletrota1989.blogspot.mx/2012/09/homicidio-mexicano-luis-zaldivar-para.html.
Permisos que vayan más allá de lo cubierto por esta licencia pueden encontrarse en http://letritayletrota1989.blogspot.mx/2012/09/homicidio-mexicano-luis-zaldivar-para.html.