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lunes, 25 de diciembre de 2017

#UnAñoMás: Luces de Navidad [PARTE XI] (Navidad)



Juan Diego se despertó de repente. Una pesadilla horrible le había hecho saltar sobre el sillón, y hasta el control de la televisión se le había caído. En la tele daban una película navideña.
Al instante, el muchacho recordó todo.
Era Navidad. Y la pesadilla no era nada más que una estupidez de una película que hace poco había ido a ver con su esposa. De repente, la muchacha cruzó el pasillo de la cocina hacia las habitaciones.
-¿Otra vez te quedaste dormido?-, dijo Sonia, acercándose hasta su marido, quién le sonrió, entrecerrando los ojos tras los anteojos.
-De repente olvidé que era Navidad, eso es todo. Y sí, me quedé dormido viendo esta tontería…
Juan Diego tomó a Sonia por la cintura, y la acercó a él, sentándola en sus piernas. Le dio un tierno beso en la nariz, y otro en la boca, el cual ella respondió, y le sonrió.
Tengo que ir a ver a ya sabes quién. Voy a traerlo, está algo inquieto.
Juan Diego asintió, y dejó que su esposa se fuera hacía la habitación. Mientras ella desaparecía en el pasillo, Juan Diego pudo mirar un rato hacía la esquina de la estancia. Ahí descansaba un hermoso árbol navideño, adornado con enormes esferas, y a sus pies, un enorme nacimiento, con todos los personajes acomodados. Pero lo que lo ensimismó fueron las luces: amarillas, rojas, azules y verdes, danzando alrededor del árbol. Era como un extraño baile entre la oscuridad y las pequeñas ramas artificiales, luces pequeñas que destellaban en la superficie de todas aquellas esferas…
Sonia regresó a la sala, esta vez con el pequeño Arturo entre sus brazos. Estaba envuelto en varias cobijas calientitas, y no lloraba, ni siquiera se movía. El calor de su cuna le había hipnotizado, y dormía tan profundamente como si nunca hubiese dormido en su corta vida.
-Mira, alguien vino a visitarte…
Ella le dejó suavemente al bebé entre los brazos, y Juan Diego se sintió aún más dichoso que el día que lo había visto por primera vez. Aquel día, mientras la enfermera se lo prestaba, no había podido evitar soltar lágrimas de felicidad. Ahora, no estaba en el hospital, y una enfermera no tenía a su bebé todo el tiempo. Era su casa, cálida, con olor a ponche y pavo de la noche anterior. Y era su propia esposa la que le daba a su bebé para que lo sostuviera en brazos todo el tiempo que quisiera, incluso una eternidad.

Era muy feliz.

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