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martes, 23 de abril de 2013

El Último Sacrificio Parte II: Amigos del Pasado.

LAMENTO HABER TARDADO MUCHO EN PUBLICAR UN NUEVO CAPÍTULO, PERO AQUÍ LO TIENEN, QUE LO DISFRUTEN.


Amigos del Pasado.
Hace tiempo que Daniel no recordaba las circunstancias que lo habían llevado a pararse en México desde hacía un poco más de 10 años. El vivía demasiado tranquilo en Boston, buscando un pretexto con el cual vivir siempre el día a día, a pesar de que su vida era un maldito basurero. Se miraba en los reflejos de los aparadores de ropa, con aquel cuerpo joven, delgado, no tan atlético, y la piel blanca, algo cetrina. Y esas horribles manos, de dedos alargados, y uñas mordidas por los nervios…
Siempre regresaba a la pocilga que él llamaba su “casa”, y la cual compartía con un montón de mocosos de su edad, vestidos con harapos. Olía siempre a marihuana, y nunca a café. El café siempre había sido su delirio y obsesión, pero ahí no había de eso, y el trabajo en la dulcería del cine no daba para demasiado café. Se sentó en el diván viejo, lejos del humo de la hierba quemándose, y miró hacía el techo, buscando en el bolsillo ese nuevo esmalte de uñas, de un color negro apergaminado.
-¿No tienes nada mejor que hacer?-, le dijo uno de los muchachos, aguantando la enorme bocanada de humo del cigarrillo casero de una manera casi sobrehumana.
-El que no tiene nada que hacer eres tú, Damon. Solamente ahí, aspirando esa cosa que te hace sentirte más especial, según tú. Prefiero verme bien…
Damon se levantó y tiró de un manotazo el frasco de esmalte de uñas, manchando el suelo de linóleo de un negro muy viejo.
-Eso es lo que le pasa a los idiotas como tu cuando quieren estar en lo más alto, ¿comprendes, basurita? Ahora, cállate y déjame hacer mis cosas en paz…
Las palabras de Damon y las risas de todos los demás envueltos en nubes de marihuana quemada, hicieron que Daniel reaccionara mal. Se levantó del diván, y del bolsillo de su pantalón, sacó una lima para uñas. Todo pasó tan rápido que nadie pudo haber reaccionado, entre risas y burlas. Daniel empuñó la lima y la clavó en el cuello de Damon, quién compuso una mueca de dolor y sorpresa, algo que no se esperaba. Daniel perforó las arterias con la lima, lo suficiente como para hacerlo con ambas manos.
La sangre se mezcló con el barniz para uñas en el suelo, y la ropa de Daniel estaba salpicada de ella. Se veían las manchas de sangre sobre la tela, y algunas gotas escurriendo por su mejilla, mientras Damon se retorcía por momentos en su agonía final. Todos los muchachos dejaron caer sus cigarrillos, e incluso una botella de ron se rompió sobre el suelo.
Olía a sangre, barniz y ron barato.
-Lárguense de aquí, escóndanse…
Nadie se movió. Solo miraban a Daniel, y luego al cuerpo de Damon, ya sin vida.
-¡Qué se vayan o los mato!
Todos salieron corriendo, algunos con un paso más acelerado. Daniel se quedó solo en esa estancia sucia, con olor a hierba y a muerte. Dejó la lima para las uñas en el cuello de Damon, ya no la necesitaría. Tenía que hacer algo, algo pronto.
Se limpió las manos en el fregadero de la pequeña cocina, mientras sus ojos empezaban a ponerse rojos, aguantando las ganas de llorar. Miró la estancia, y encendió la música en la pequeña grabadora, a todo volumen. Para ser un aparato viejo y pequeño tenía muy buena definición. También encendió la televisión, sin buscar un canal en particular, y también a todo volumen.
Daniel comenzó a buscar entre el montón de cosas algo que le sirviera.
-Uno de estos idiotas debió dejar uno al menos… Aquí estas…
Entre sus manos, deslumbraba un encendedor de plástico amarillo, con algo de líquido aún. Hizo la prueba, con aquel chasquido de metal, y una pequeña flamita salió a deslumbrar.
Tomó unos pedazos de tela, y los empapó con el ron sobre el suelo. Después, les encendió fuego, una llamarada leve y tenue al principio, pero que luego se convirtió en una gigantesca llamarada.
Daniel salió a tiempo por la puerta del callejón, esperando que su plan funcionara, y que tarde, muy tarde, lo descubrieran.

Daniel caminó sin rumbo fijo por las calles de Boston, viendo a la gente reír. Afortunadamente esa gente no vio la mancha de sangre bajo su chaqueta, si no, la felicidad se hubiera esfumado. Ya escuchaba a lo lejos las sirenas de los bomberos, aunque por la altura de los edificios del centro no podía distinguir el humo de su crimen.
Faltaba media hora para las 11 de la noche, y el cielo oscuro no le ofrecía ningún escondite asegurado. Siguió caminando, sin rumbo, sin esperanza de poder enmendar las cosas. Las lágrimas nunca salieron.
Y recordó que había un lugar al que podía asistir sin causar tanto escándalo. Se llamaba “El Callejón Bisexual”. Era un nombre tonto, pero funcionaba para describir aquel lugar. Era un simple callejón, con la entrada de un bar, en donde se podían dar encuentros, sexuales o no, de diversa gente, tanto heterosexual, como homosexual o bisexual, según fuera el caso. El hecho era que todos podían estar ahí sin hacer nada más que tomar o fumar, y eso podía ser algo divertido.
Daniel encontró el Callejón Bisexual quince minutos después de las 11, cuando sus pies ya no aguantaban aquel paso apresurado que llevaba. Fuera, las guirnaldas con focos alumbraban a los presentes: Un par de lesbianas platicando, con una cerveza en la mano; un chico y una chica en un encuentro pasional, cual pulpos peleando, y un solitario, mirando al fondo del callejón, cerca de la puerta del bar, esperando tal vez una conquista.
-¿Qué tal muchachito? ¿Buscas algo más que acción…?
Daniel se quedó de piedra, a medio camino de abrir la puerta del bar. Miró a aquel hombre de mirada lasciva.
-Lo siento. No creo que sea tu tipo.
Daniel entró al establecimiento, lleno de mesas, con una barra al fondo. Parecía oscuro, pero era el efecto de las lámparas rojas. Nadie se percató de la presencia del muchacho, ni siquiera cuando se sentó en una mesa apartada de todos. Miró sus manos, que temblaban de los nervios.
-¿Te sirvo algo?-, dijo una bonita muchacha de senos grandes, con una libreta y una pluma. Daniel la miró.
-Sólo agua. Tengo sed.
La chica frunció el ceño, y se alejó, caminando pesadamente. Volvió a los diez minutos con el vaso de agua, y sin más cortesía, Daniel empezó a beber.
La puerta del bar se abrió otra vez. Era un hombre, no tan alto, muy joven, con cabello corto, barba de candado, y unos lentes oscuros. Con la mano libre se los quitó, y los puso en uno de los bolsillos de su gabardina negra. Miró el espacio donde ahora se encontraba, con total indiferencia, y se encaminó a la mesa donde estaba Daniel. Como si no le prestara atención, el chico se limitó a tomar su vaso de agua, y a mirar al techo, nervioso. Si era un agente de la policía, tendría que afrontar las consecuencias de sus idioteces.
-Este lugar parece perfecto… ¿Puedo sentarme, no es así?-, dijo el recién llegado. Daniel detectó un acento extranjero en la voz de aquel sujeto, y no pensó que fuera de la policía, cuyos miembros tenían un extraño tono de voz a la irlandesa.
-Para nada…
El hombre se sentó, y le pidió a la misma chica un whisky, del mejor que tuviera. Después, colocó su maletín sobre la mesa, estirando un poco los dedos de la mano izquierda.
-No pensé que un chico de tu edad rondara estos lugares. Te ves muy joven…
Daniel miró al hombre más de cerca. Esa noche no era para tener sexo con un desconocido, y menos en ese ánimo.
-No soy tan joven como tú crees. Me llamo Daniel, Daniel Greene…
Los dos intercambiaron saludos de mano.
-Viktor Kunnel. Vine a cumplir un pequeño encargo de unos amigos aquí en Boston. No conozco casi a nadie, y pues la ciudad es enorme…
-¿No eres de por aquí, verdad? Me refiero al país, eres extranjero.
La chica trajo el whiskey.
-Sí, Alemania. Pasé trabajando algunos años por mi cuenta, haciendo encargos para investigaciones privadas y algunas más personales. Es mi primera vez en los Estados Unidos.
Daniel lo miró, pensando qué era lo que buscaba aquel hombre en Boston. Por su forma de hablar, tan calmada y calculadora, se imaginaba que podría ser algo más grande que una simple junta de negocios.
-¿Y qué clase de investigaciones?
Viktor sonrió, todavía con el borde del vaso de whisky en los labios.
-Se llama ciencia marginal. Casi nadie la conoce, y esperemos que nadie más se interese en ello, sinceramente. Es una especie de estudio en donde la ciencia convencional no entra, sólo admite reglas que no estaban contempladas. La criptozoología, la invisibilidad, los viajes en el tiempo, combustión espontánea, levitación, poderes mentales…
-Espera, ¿no todas esas cosas son consideradas como irreales?
Viktor soltó una carcajada, leve y sincera.
-Sí, todas son irreales, por eso no pueden demostrarse a través de la ciencia verdadera. Hay cosas tan pequeñas en el mundo que no se puede decir con exactitud si existen y es ahí donde entramos nosotros…
Otro sorbo de whisky, y Daniel ya pensaba que eso era algo extremo de escuchar. Se miró las manos por debajo de la mesa, y sintió que aquella podría ser la oportunidad de oro…
-Quisiera ver todo lo que haces para tu trabajo en la ciencia marginal. Digo, si no te molesta.
Viktor dejó el vaso vacío sobre la mesa, y lo miró, de nuevo, como si hubiesen sido amigos toda la vida.
-Está bien. Solamente quiero advertirte una cosa. Las cosas que hacemos no son muy bien comprendidas por muchos, y menos las que yo hago. Es la primera vez que pienso hacer una cosa similar, y no me llena de agrado, pero es necesario. Y si me permites confesarte algo, será la primera vez que puedas presenciar algo nuevo, algo que cambiará para siempre tu comprensión de la vida…
A Daniel le brillaban los ojos. Sentía que las cosas no podían ir mejor.
-Está bien. ¿Podría pasar la noche en tu casa o donde te alojes? No tengo a donde ir. No es una proposición indecorosa, aclaro…
-¡Para nada compañero! No te preocupes, creo que será mejor que vengas conmigo.

Daniel despertó al otro día, en un sofá ajeno al suyo, con un techo completamente desconocido. Viktor estaba en la cocina, preparando unos waffles.
-¿Dónde…?
-No te preocupes, amigo. Es mi departamento aquí en Boston. Anoche te vi demasiado agotado como para que te dieras cuenta. Ven a desayunar algo, y luego nos iremos…
Daniel se levantó como pudo, y se sentó a la mesa, para empezar a comer. No se dio cuenta que la playera, llena de sangre, se veía con todo su esplendor. Se miró, y cuando se dio cuenta, trató de escapar.
-No te vayas Daniel. No sé qué fue lo que hiciste, no me interesa saberlo. Ahora sé que eres una persona muy parecida a mí. La ciencia que yo manejo nunca se ha hecho así, simplemente. Hay algo más que se debe sacrificar en pos del conocimiento. Come, ya verás de lo que hablo…
Daniel regresó a su silla, y Viktor asintió, con una mirada de orgullo y tranquilidad.

Al filo de las 4 de la tarde, Daniel y Viktor se acercaron a la avenida principal en Boston. Había más gente de lo normal en los callejones y calles aledañas, y Daniel se acordó de pronto.
-¡Cómo pude ser tan idiota…!
-¿Qué pasa?-, preguntó Viktor, cuya mirada no se despegaba del camino que tenía delante.
-Hoy es el Maratón…
Y era cierto, era la fecha primaveral en la que se efectuaba el maratón, a mediados de abril. Por eso había mucha gente, pero aún Daniel no entendía de lo que se trataba.
-Es perfecto para nuestro experimento. Ahora dime, amigo, ¿qué es lo que más marca a las personas en una sociedad como la nuestra?
-La muerte, ¿quizá?
Los dos habían pasado cerca de un montón de gente que se dirigía a las gradas colocadas en las acercas de la avenida. Ya se escuchaban los gritos de algunas personas que empezaban a cruzar la línea de meta, después de haber recorrido kilómetros corriendo. Viktor y Daniel llegaron al pie de una escalera de incendios al costado de uno de los edificios.
-Tenemos que subir…
Daniel se adelantó primero, aunque Viktor le indicó que no subiera hasta la cima de la escalera. Él subía más lento, por llevar el maletín.
Se quedaron en uno de los descansos de la escalera, frente a una ventana cerrada, con las cortinas puestas. Desde ahí se veía mejor la carrera, y la gente celebrando tras unas banderas, en las gradas del otro lado.
-La muerte es un punto sin importancia para los hombres y mujeres, porque todos saben que van a llegar ahí, de alguna u otra forma. La muerte ni siquiera es un obstáculo… Mira el punto de allá…-, señaló Viktor, haciendo que Daniel se acercara al barandal de la escalera. Mientras el muchacho buscaba, Viktor sacó algo del maletín.
-¿Qué hay allá? Solo veo las gradas y la gente…
-Contratamos a dos chicos del M.I.T., creo que son hermanos, para que colocaran el aparato que nos hará medir la reacción de las personas. ¿Ya sabes lo que marca a la gente en nuestra sociedad?
Daniel no escuchó, pero siguió mirando. En un momento repentino, Viktor apretó el botón de su mando a distancia.
La bomba explotó entre las gradas y con la gente presente. Primero una, luego otra más lejana. El humo se levantó, y la gente empezó a correr, o al menos la que no estaba herida. Algo había en las bombas que la gente no alcanzó a reconocer, y que hacía que sus miembros, heridos o amputados, sangraran por todo el camino. El caos y la confusión reinaron durante un momento.
-¿Qué diablos hiciste…? ¿Qué había en esas cosas?-, dijo Daniel, encarando a Viktor, quién empezaba a guardar el mando a distancia en el maletín.
-Clavos en una olla de presión con explosivos. Sentiste miedo, ¿no es así?
-¡Estoy a punto de cagarme en los pantalones y tú preguntando eso!
Viktor sonrió.
-Esa era la idea. El miedo es la fuerza natural que corroe más a la humanidad, pero a veces, hay que hacer sacrificios para generarlo, modos artificiales para darle rienda suelta a lo peor en la mente de una persona. Ahora, te recomiendo sentir lo que la gente sienta, necesito tu empatía para con estos desgraciados…
Mientras caminaban por las calles, Daniel sintió todo el dolor de aquellas personas en la explosión. Había helicópteros y patrullas en las calles, pero nadie les dijo nada, nadie los detuvo. Comenzaron los rumores de ataques terroristas, de que cerrarían el centro de la ciudad, o de que incluso habría un éxodo masivo. Miró a Viktor, desde la espalda, y comprendió que no tenía opción más que seguirlo.

El pensamiento de Daniel regresó de nuevo al presente, mirando a lo lejos el Palacio de Bellas Artes en llamas, con el caos de las personas allá abajo, en el suelo, corriendo. Ahora él era el que sostenía el control, con aquellos dedos rematados en uñas de metal, que se había puesto un año después de haber dejado Boston. Las amaba, y le recordaban lo que había pasado. Eran el miedo mismo de la gente que había caído en ellas, todas aquellas gargantas cortadas y todos los vientres desgarrados.
Miró fijamente el fuego que su bomba había comenzado, y pensó que vendrían más como esa.
-Ahora me tocó a mí, maldito desgraciado…


lunes, 8 de abril de 2013

El Último Sacrificio Parte II: Perla Blanca. Charro Negro.




Presentación estelar
“FLOR Y CANTO: EL SIMBOLISMO AZTECA”
Impartida por la Mtra. Vianney Gil Marcial
Experta en simbolismo religioso azteca y prehispánico en México
10 p.m., Sala de Exposiciones “Diego Rivera”
Primer piso, lado poniente
Museo del Palacio de Bellas Artes
Av. Juárez, Esq. Eje Central, Centro Histórico, D.F.

Luis leyó la invitación de nuevo, antes de arrancar el auto. Las casas desaparecieron poco a poco, conforme el auto amarillo avanzaba a través de calles y avenidas de la ciudad. El Palacio de Bellas Artes no quedaba muy lejos, pero los automóviles y los semáforos hacían un poco más lento el tráfico.
Mientras esperaba detrás de la línea peatonal, Luis miraba hacia delante, esperando que el reflejo rojo de la luz del semáforo cambiara a verde esmeralda. Recordó ciertas cosas que habían pasado hace años, recuerdos de una vida que había marcado la existencia de aquel muchacho para siempre…

Luis había crecido en una familia de costumbres, de vidas rectas y monótonas. Él siempre quiso buscar las cosas más allá de lo que sus ojos y sus enseñanzas le dictaban, y se quiso dedicar a cualquier cosa, antes de decidirse por la filosofía, una carrera a la cual amó poco a poco, a pesar de las dificultades.
Su mundo de colores se desvanecía con los problemas, en una familia que no aparentaba tener respeto por las diferencias notables. Luis buscó el refugio que necesitaba en su mente, en sus proyectos y en sus diversos trabajos, investigando muchas veces cosas que eran, en ciertos puntos, estúpidas.
Encontró pronto ese consuelo de alejarse de la realidad, cuando cayó en manos de una persona a la cual jamás había buscado, y que llegó a su vida de una manera muy inesperada y especial. La muchacha estudiaba la carrera de Historia, y estaba a punto de concluir su tesis. Luis también estaba enfrascado en su proyecto final, buscando información acerca de la filosofía azteca, una rama extraña en el conocimiento humano.
Coincidieron un día en la biblioteca. Ella estaba buscando ciertas citas en algunos libros del pasillo de la cultura Azteca, en la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria, un enorme edificio sin ventanas, adornado por fuera con un hermoso mural gigantesco, hecho de azulejos de colores distintos, representando, por un lado, la historia prehispánica, y por el otro, las maravillas de la ciencia.
Cuando ella se agachó para buscar en las filas de debajo de aquel pasillo, unos pasos la hicieron alterarse, por el susto que le imprimieron. Miró un poco a su lado, para comprobar que alguien, vestido de botas verdes despintadas, caminaba hacía ella. Fue cuando ella cayó sentada en el suelo, con unos cinco libros desperdigados encima de ella.
Luis se acercó más, pero no en afán de causarle molestia, sino de tenderle una mano a la muchacha, apenada sobre el suelo, con las mejillas sonrojadas.
-¿Estás bien? Creo que te golpeaste fuerte…
-No te preocupes. Pensé que tú me ibas a…-, dijo ella, mientras se levantaba con gran esfuerzo de recuperar todos los libros del suelo.
-Lamento si te asusté. Es que me acerqué a esta sección para buscar un libro. Necesito alguno que hable de “flor y canto”…
Ella lo miró. En ese tiempo, aquella muchacha tenía el cabello pelirrojo, un poco descolorido, pero radiante ante la luz de las lámparas de la estancia.
-Bueno… Yo tengo algo que puede servirte. Mi tesis está un poco encaminada a ello. Podría ayudarte un poco…
Y desde ahí, y en la siguiente hora después de la caída de ella, Luis se quedó impresionado. La inteligencia, la perspicacia de aquella chica era todo lo necesario en una vida que buscaba diferencias, en una vida que era diferente a la de las demás. Y ella le devolvía las sonrisas, cuando él encontraba una frase o una cita que lo ayudara con su trabajo.
Y prometieron apoyarse mutuamente, para que ambos pudieran titularse. Cada dos o tres días se veían, en la misma mesa de biblioteca, reuniendo datos en la computadora de ella, mientras él le indicaba cuales eran los pasajes o las bibliografías a consultar. Y fue cuando supo su nombre…

-Vianney, querida, ¿está todo bien?-, dijo el editor, un hombre de estatura baja, entrando a la oficina anexa de la Sala Diego Rivera, dónde Vianney se estaba preparando para la conferencia de su proyecto. Se miró en un espejo que estaba empotrado en la pared, y su semblante cambió. Había pasado las últimas horas envuelta en un aura de felicidad e incluso de risitas de nerviosismo, pero ahora estaba completamente seria, con unos ojos de preocupación, cómo los de un extraño presentimiento.
No va a llegar…
-¿Sucede algo?-, dijo el editor, acomodándose los lentes en el tabique de la nariz.
-No es nada, Eduardo. Es un miedo que no me he quitado desde hace algunos años. Siéntate…
El editor se sentó, mirándola con las gafas acomodadas. No se veía tan bien, pero estaba dispuesto a escucharla un momento antes de que empezara la presentación.
-¿Qué es lo que te preocupa? No lo entiendo, estabas bien…
No va a llegar…
-Invité a Luis Zaldivar a la presentación…
Eduardo la miró con sorpresivo rostro y la tomó de la mano.
-¿Luis Zaldivar? El investigador de la televisión, vaya… Pensé que ya no se hablaban desde… Bueno, ya sabes…
-No fue su culpa, y créeme, lo estuve investigando durante algún tiempo, más bien indagando las posibilidades, y ahora sé que era verdad lo que me decía. Por eso lo decidí…
-Pero él te abandonó cuando ambos estaban haciendo su tesis. Me contaste que un día él tenía que verte y no llegó. Luego te inventó una historia acerca de un asesinato en el museo, y pensaste que era una tontería. ¿Por qué la decisión tan abrupta entonces…?
No va a llegar…
-No lo sé. El asunto es que nos hemos estado viendo, y pues al parecer ahora veo lo que le ha pasado en tantos años. Creo que fui muy dura con él, no lo sé…
Vianney recordaba el momento cuando Luis le había pedido perdón por no haberse presentado aquel día con ella. Estaba magullado, con moretones en la cara, en las manos, pero completo, y completamente arrepentido. Ella estaba llena de rabia, y sus ojos ese día reflejaban la furia de una mujer que no esperaba demasiado, pero que ni lo sencillo le habían podido cumplir. Él se alejó, con el miedo de haberla perdido para siempre, y no la había vuelto a contactar, hasta el día que ella terminó su tesis, y se la mostró.
-Al menos me alegra que hayan resuelto sus diferencias, Vianney. Necesito que te prepares, porque ya están casi todos los invitados allá afuera, y no queremos hacerlos esperar más… Vamos, ¡anímate preciosa! Es tu noche…
Él se levantó y le dedicó una sonrisa cálida. Ella se la respondió, pero no dijo nada más. Se miró de nuevo en el espejo, recordando las palabras del pasado, aquellas que le seguían doliendo…
¡No me interesa lo que hayas estado haciendo, debiste estar aquí…!
Eso no es excusa para mí. Lo siento demasiado, y ¿sabes qué? No quiero volverte a ver, eres un mentiroso, un cerdo hipócrita, y un falso…

No va a llegar…

-¡Carajo…!
Luis se detuvo justo antes de estamparse con el auto que llevaba enfrente. Faltaban al menos 500 metros para llegar al Palacio de Bellas Artes, e incluso algunos árboles de la Alameda Central ya se dibujaban en la penumbra de la noche. La avenida estaba llena de autos, un tráfico casi imposible a esa hora de la noche. Más allá, cerca de la placeta que engalanaba al palacio, con sus enormes estatuas de caballos alados montados por seres hermosos, había unas camionetas amarillas, atravesadas en la avenida. Tal vez estaban haciendo obras en las alcantarillas.
El claxon de muchos autos empezó a sonar, gracias a aquellos conductores que desesperaban por no poder seguir avanzando. Luis pudo haber dejado en medio de la calle su auto, y llegar corriendo al Palacio, esperando que nada malo le pasara.
-Y todo por no tomar el transporte público, soy un idiota…
Luis se puso la mano sobre la sien, mirando el tablero del auto, y luego el espejo retrovisor. No había nada en sus ojos, a excepción del cansancio y ese color avellana. Miró el reloj de su celular, el cual ya marcaba las 22:05. Estaba perdido…
El sonido de los conductores impacientes fue reemplazado por un estallido, tal vez producto de los trabajos en las obras públicas. El auto cimbró un poco, y Luis sólo sintió cosquilleo en el estómago. Sus manos le empezaron a sudar, y cuando otro estallido se presentó, volvió a asomarse por el espejo retrovisor.
Uno de los autos que estaban por detrás, como a diez metros del suyo, salió disparado hacía un lado, y cayó encima de otro. La gente de los otros automóviles empezó a salir despavorida, corriendo en todas direcciones. Luis miró con asombro toda aquella destrucción, de fuego y vidrios rotos. Alguna alcantarilla había explotado, y ahora todos querían salir de ahí…
Otra explosión, más fuerte que la anterior, se escuchó de nuevo justo detrás del auto amarillo, haciendo voltear el segundo auto detrás de Luis. Actuando, llevado por el miedo, Luis abrió la puerta, pegándole en el costado a un auto que ya estaba abandonado. Cuando intentó salir, el cinturón de seguridad no lo dejó.
-¡Maldito seas!-, gritó Luis, empezando a manipular el seguro para liberarse. Sus manos empezaron a temblar, como siempre, y no pudo más que jalar el seguro, pero sin que este cediera.
Otra explosión alcanzó por fin la parte trasera del auto amarillo, haciéndolo caer hacía delante, levantando la parte trasera en un ángulo demasiado pronunciado antes del golpe. Luis quedó de cabeza, balanceándose por el movimiento del auto sobre el espacio entre dos autos, los cuales rechinaron con el impacto de metal. Luis sintió la sangre de su cuerpo agolparse en su rostro y en su cabeza. Luego vio el fuego que ya invadía los asientos traseros del auto.
Cuando logró zafar el seguro del cinturón, salió por la puerta, que había terminado abierta y doblada por el impacto, y saltó a la calle, para ponerse a resguardo del fuego. Otras explosiones se hicieron sentir hacía lo que quedaba de la avenida, en dirección al Palacio. La gente salía corriendo de sus autos para ponerse a salvo, y una toma de agua había reventado, sacando el líquido a chorros, con enormes cargas de tierra.
Luis terminó mojado y lodoso, con dolor en las costillas y en la cabeza, pero pudo echar a correr entre los autos, dejando atrás el suyo, envuelto en llamas. Del suelo salía fuego en dónde se habían dado las explosiones, y los agujeros donde antes había alcantarillas ahora parecían enormes cuevas del infierno.
Mientras avanzaba por el costado de la hermosa Alameda, con sus árboles y sus caminos de adoquín, esquivando a la gente asustada, mientras toda la calle seguía siendo invadida por las explosiones subterráneas. El palacio quedaba a pocos metros de ahí, y Luis trataba de llegar a como dé lugar. Estando ya a punto de cruzar hacía la placeta del Palacio, Luis miró la entrada del Palacio. Lo que pensó que era una estatua de un caballo y su jinete, empezó a moverse, pero a nivel del suelo. La cúpula de aquel magnífico edificio de mármol brillaba como nunca, con su clásico resplandor color ámbar y naranja.
-¡No, ella no!-, gritó Luis, corriendo, sin importarle si empujaba gente o si las pisaba.
Pero era demasiado tarde. Aquel caballo y el jinete misterioso habían entrado al Palacio.

Vianney llevaba la presentación de manera normal, frente a los invitados más ilustres de las letras y las artes de la Capital. Rostros serios, otros interesados, pero la mayoría felices por la demostración de inteligencia de la muchacha.
-El sentido de “flor y canto” para la mayoría de los aztecas era el sentido de alabanza hacía los dioses, un trabajo que estaba excluido a pocos miembros de la sociedad, los que podríamos considerar como precursores de una filosofía propia, un pensamiento arcaico de la mente y la razón, de la comprensión de un mundo que no podían entender. Es justo decir que los sacrificios humanos eran puertas de entendimiento para los sacerdotes, y en fechas recientes se ha investigado que el sacrificio no era el acto barbárico y satánico que describieron los españoles en aquellos tiempos, sino que constituía para el sacerdote una ventana para ver al mundo de la forma más cruda, más real. “Flor y canto” lo hacía menos traumatizante…
Vianney interrumpió su discurso, mirando hacia el fondo de la sala. Ahí, de pie, mirando una de las obras maestras exhibidas, y sin poner demasiada atención a lo que ella decía, se encontraba un hombre, alto, de espaldas anchas, barba y cabeza rapada. El desvió la mirada hacía la muchacha, y le sonrió, con la ceja levantada por la mueca de felicidad.
-Tú…-, susurró Vianney ante el micrófono, aunque todos la escucharon. Pronto empezaron los cuchicheos, y nadie quería perderse aquello.
La puerta de la sala retumbó dos veces, antes de abrirse violentamente. De entre la penumbra de los pasillos del Palacio, entró un enorme caballo negro, con enormes cascos, una hermosa crin peinada hacía un lado, y larga cola sedosa. Y encima del enorme animal, montado sobre una exquisita silla, estaba un hombre, un charro, vestido de negro, con pantalón con hermosos adornos de plata, la chaquetilla bordada de plata, y unas botas de espuelas. No se le veía el rostro, que estaba cubierto por una máscara de diablo, con los bigotes curvos y los ojos fijos ante una sonrisa perenne y siniestra. El enorme sombrero de charro dibujaba una sombra sobre aquel rostro siniestro.
Los cascos del caballo, encabritado, empezaron a destrozar todo a su paso, incluyendo las sillas y los huesos de algunos de los presentes en la sala. El misterioso charro sacó, de su cinturón, una pistola, y empezó a disparar. Algunos cayeron al suelo, víctima de las balas que el mismo espectro lanzaba a diestra y siniestra, y otros más alcanzaron a salir de la sala, entre gritos y alaridos. Vianney se lanzó al suelo, arrastrándose fuera del estrado, y tropezando con el cuerpo sin vida de su editor, aplastado por las coces feroces del caballo.
-Lamento que tenga que haber sido de esta manera, Vianney. ¿Dónde está Luis?-, dijo Viktor Kunnel, acercándose poco a poco a la muchacha, que seguía en el suelo.
-¿Cómo lo sabe?-, dijo ella, quitándose las zapatillas y arrojándoselas al terrorista. Cuando este las esquivó, Vianney salió corriendo de la sala, sin mirar hacia atrás. El charro cabalgó hasta su jefe, con aquella sonrisa diabólica en su máscara.
-Ve por ella…
El jinete asintió, y jaló las riendas del caballo para perseguir a la muchacha, mientras Viktor sacaba de su bolsillo el celular, para marcar el número deseado.
-Ya pueden comenzar…

Vianney corría todo lo que podía por el hermoso piso de mármol de diversos colores. Escuchaba detrás los enormes cascos del caballo persiguiéndola, pero no quiso mirar atrás. Bajó las escaleras como pudo, tratando de no resbalarse, y pensó que el caballo tendría miedo de hacer lo mismo. En el vestíbulo, mucha gente seguía aún lista para salir, presa del pánico de haber visto aquel espectro entrar de la placeta. Gente que salía del teatro, asustada por algo que pasaba en la calle…
Ella empezó a correr hacía las puertas del teatro, mientras el enorme caballo bajaba por las escaleras, con un enorme salto, y arremetía contra la gente, que gritaba y corría, algunas aplastadas por las enormes patas del animal.
La muchacha cerró las dobles puertas del teatro, cuando las patas delanteras del caballo negro empujaron para abrirlas, y ella fue lanzada al suelo, de espaldas. Recuperándose de la falta de aliento, Vianney trató de arrastrarse hacía las butacas, mirando el hermoso escenario, con aquel telón confeccionado en Estados Unidos, hecho de piezas de azulejo que formaban el hermoso paisaje del Valle de México. Los instrumentos de la sinfónica habían sido olvidados, desperdigados sobre el escenario.
Vianney sintió un ardor incomparable en la espalda, y pensó que había sido un disparo. Pensó en Luis, en lo que le había dicho hace años, y en todas las veces que jamás le volvió a dirigir la palabra…
No va a llegar…
Su cuerpo se quedó quieto, con los ojos abiertos, y balbuceando…

Luis entró con dificultad al Palacio, apartando a la gente asustada que salía de ahí, muchos vestidos elegantemente, para una ocasión interrumpida. Había cuerpos en el vestíbulo, gente muerta en todas partes. Luis sintió que las tripas se le salían por un agujero debajo de su cuerpo.
Una explosión sacudió el lugar, y fue como si hubiera sido en alguna parte dentro del recinto. Una parte de la cúpula del Palacio se quebró y cayó al suelo. Luis corrió hacia el único lugar que había visto con las puertas abiertas.
Luis empujó la puerta, y el resplandor del fuego sobre el escenario lo aturdió un momento, todo el recinto estaba en llamas, desmoronándose, y algunas butacas habían sido destruidas por la explosión. Y en medio de ellas, sobre un caballo negro, estaba el jinete diabólico, y su presa. Vianney parecía de trapo, con las manos y piernas colgando, sin moverse. Sus ojos lo miraban, y parpadeaba. Balbuceaba, pero no alcanzaba a escuchar nada, por el crepitar de las llamas.
Ya llegó…
-¡Suéltala! Maldita sea…
El jinete mantenía al caballo lejos del fuego, que avanzaba inevitablemente, y la máscara diabólica le regresó la respuesta a Luis: No. Con una mano, sostenía una bolsa, que al agitarla, sonaba algo metálico en su interior.
-Kommen Sie sterben mit mir, und ich will euch das ewige Leben!
Luis volteó de nuevo hacía la puerta abierta. Aunque llevaba la mitad del rostro lleno de lodo, no le impidió ver a Viktor Kunnel de pie, frente a él. El enorme hombre se abalanzó hacía él, y lo tomó del cuello de la camisa. Luis ni siquiera se resistió.
-¿Vienes a morir conmigo por ella? Viniste a esta hermosa perla blanca sin propósito y sin deseo. No te la daré…
-Déjala ir. ¿Qué le hiciste?
-La paralicé. Es una toxina ligera que hace que te pongas como piedra. Quiero que vea sin que haga nada por evitarlo…
Luis quiso soltarse, pero sus manos no le respondían. Tenía miedo, miedo ante esos ojos misteriosos y terribles.
-¿Quieres recuperarla?
Luis asintió, mientras sus pies trataban de moverse. Viktor hizo una señal, y el charro, junto con el caballo y Vianney, desaparecieron hacía la puerta del teatro.


jueves, 4 de abril de 2013

El Último Sacrificio Parte II: Cena el 30 de Noviembre.


Habían pasado al menos 25 días desde que habían iniciado los entrenamientos, y Azahena Gomezcaña no recordaba tanta falta de piedad.
Los primeros días habían pasado demasiado lentos, con calentamientos largos desde temprano y luego altas sesiones de enfrentamientos, con sus respectivos golpes. Isabel y Kerly miraban atentas, en especial la última, anotando todas sus observaciones y los avances de cada uno.
Salvador se dio el tiempo necesario para estudiar un poco del xilam, una compleja forma de arte marcial prehispánico, que combinaba técnicas de pelea de los aztecas y los guerreros águila y jaguar, además del uso de armas cómo la lanza de venado, o los cuernos de este mismo animal, los cuales eran armas individuales, que se manejaban con la misma facilidad que un par de cuchillos. Aunque nadie podía siquiera imaginar un poco el sentido de estas enseñanzas, Salvador las usaba junto con las técnicas que él ya sabía, y la combinación fue un tanto explosiva.
Azahena sabía que Javier se iba temprano a entrenar en el gimnasio, lo que le daba un poco de ventaja en los entrenamientos. Salvador no era ni siquiera un poco paciente, y se pasaba regañando a todos, cuando no daban una patada bien, o no blandían las espadas de bambú cómo era necesario. Muchas veces hubo heridas leves, pero nadie se quiso quejar.
Azahena siempre entrenaba con Vianney, siempre que ella asistiera, y si no, Isabel le apoyaba con lo que fuera. Era malísima con la espada, pero Azahena parecía aprender poco a poco con las patadas y los golpes de otras técnicas, además de que su cuerpo tenía mucha fibra para hacerlo bien. Después de que ellas terminaran, se quedaban un momento para ver a los chicos, que siempre resultaban ser Luis y Javier, y muchas veces ambos terminaban un tanto lesionados.
Por fin llegó el 30 de Noviembre, último día del mes. Las actividades del equipo estaban convenciendo a muchos, ya que habían dado con dos de los cómplices de Viktor, quienes confesaron un poco antes de suicidarse. Una técnica demasiado eficiente, pero triste para Javier, quién tenía que preparar aquellos cuerpos, chicos que rondaban entre los 15 y 25 años, muy jóvenes, o muy idiotas.
-Sabemos ahora que Viktor está tomando a los muchachos de la calle para formar un equipo más grande. Los entrena, y los pone a consideración para otras tareas. Lamentablemente no sabemos nada más, y no esperamos más de estos muchachos. Algunos agentes, comandados por la señorita Isabel, salieron en la madrugada a patrullar algunas calles de la ciudad. Los niños de la calle desaparecen poco a poco, y todos los que hemos interrogado dicen lo mismo: “Se los han llevado los demás, los convencen y les prometen dinero y comida…”
Javier entendía muy bien las palabras de Molina, aquella mañana, después de que él hubiese llegado del gimnasio. Azahena lo miró. A pesar de ser un hombre de edad, Javier se veía en forma, más ancho de espaldas, con las piernas mejor marcadas.
-¿Pero por qué Viktor organiza así a sus muchachos?-, preguntó Luis.
-Es una medida de precaución. Mandar desde las sombras a los chicos, prometiéndoles cosas que seguro les está cumpliendo, a cambio de trabajos extraños. Por cierto, señor Zaldívar, tenemos que analizar el mapa que nos encargó revisar. No hemos encontrado concordancia con ningún lugar parecido en mapas modernos o mapas del siglo XVI. O más bien es una clave para encontrar otro lugar. Vamos a necesitar mucho más tiempo…
Luis asintió.
-Los dejo con su entrenamiento, y por favor, no quiero que tomen un descanso si no es necesario. Hagan todo lo posible por concentrarse, no queremos más sorpresas.

Después de las alentadoras palabras de Molina, tocó primero el turno a Javier para su sesión diaria. Esta vez, se enfrentaría contra Salvador con la katana de bambú. Javier, macizo y alto, no parecía tener miedo, y Salvador menos, ya que era un poco más ágil aún.
-Muy bien, doctor Carrillo, demuéstrame lo que has aprendido.
Los dos se miraron, frente a frente, con la katana apuntando al suelo. Se inclinaron en señal de respeto, y empezó el combate.
Azahena miraba atenta a cada movimiento de Javier, ya que era sorprendente su agilidad. Esquivaba, giraba y se protegía, con tanta fuerza que las espadas de bambú se tambaleaban con cada impacto. Salvador, aunque era de menor estatura, podía ponerse fácilmente a la altura, y se escabullía a la menor provocación. La espada de Javier cayó al suelo, pero en vez de darse por vencido, se tiró de espaldas, rodó sobre sí mismo, y encontró el mango de su arma, blandiéndola con la misma facilidad que al principio.
Esta vez, Salvador fue el sorprendido, ya que Javier, con un impresionante salto, se colocó detrás de su maestro, y le soltó un golpe a través de la espalda con toda la parte plana de la espalda. El sonido de aquel golpe hizo que Azahena y Vianney se estremecieran. Incluso Salvador cayó al suelo, arrodillado, apoyándose en las palmas de las manos. Su espada estaba lejos, tirada.
-Muy bien… Carajo, eso duele. Te toca a ti, Zaldívar…
Luis se acercó al centro de aquella bodega, con su espada en la mano. Javier se alejó para ocupar su lugar.
-Ni lo pienses, doctor. Tú te quedas. Los dos van a enfrentarse.
Los dos amigos se miraron, desconcertados. Se pusieron frente a frente, mirándose a los ojos, y se inclinaron. Pusieron posición de combate, pero ninguno de los dos dio el primer paso.
-Lo siento, chaparro. Si te destrozo, no es culpa mía, ¿estamos?-, exclamó Javier, sin perder la pose.
-¿Qué dices? Para nada, compadre. Te voy a sacar unos cuantos moretones más…
Y las espadas dejaron de estar quietas, y rasgaron el aire en movimientos rápidos. Luis tuvo que doblarse hacia atrás, porque Javier se movió demasiado rápido, esquivando su primer golpe. Después, el muchacho pasó por debajo del brazo estirado de Javier, intentando hacerle daño con la katana en el vientre. Pero Javier reaccionó antes, y su espada se movió justo a tiempo para chocar contra la de Luis.
-¡No es justo!-, reclamó Luis.
-No grites, no te desesperes, y concéntrate. Tu también, Javier. Dale cómo se lo merece…
-Perfecto…
Javier se sentía más confiado, y a partir de ahí, sus movimientos fueron más violentos y rápidos. El aire se escuchaba cómo silbidos, heridas de muerte de unas katanas de bambú furiosas. Pronto, el entrenamiento se volvió pelea, una pelea con saña.
-¡Órale cabrón! ¿No tienes los tamaños o qué?-, gritó Javier, mientras se empeñaba en ponerle la fuerza necesaria a cada golpe. Luis se enfadó, y su rostro se veía rojo, por el hecho de enojarse, no por el esfuerzo físico.
-¡Cállate y dale con todo lo que tengas!
De nuevo, Luis se abalanzó, dando todo lo que tenía en sus manos para imprimirle fuerza a cada movimiento y a cada golpe. Luis ya ni siquiera usaba ambas manos, sino sólo una, para mover la espada. Javier saltaba y se agachaba cada vez que Luis le propinaba un nuevo golpe, los cuales siempre retrasaba con ayuda de su arma.
Y entonces, en un movimiento que pareció ser más que coincidencia, Javier le dio fuerte a Luis en una mejilla, con la punta de la katana de bambú. Todos se quedaron en silencio, e incluso Azahena se levantó y corrió hacia donde estaban los dos.
Luis tiró su katana, y se lanzó contra Javier, a golpes y patadas sin sentido. Javier ni siquiera le contestó con golpes, pero trató de detenerlo, de calmarlo, aunque en el fondo también estaba enojado.
-¡Eres un…! ¡No vuelvas a humillarme! Ya me cansé… de tener que estar siempre… a tu estúpida sombra. ¡Cabrón!
El muchacho salió corriendo del lugar, todavía con la mejilla enrojecida, y los ojos furiosos.
-¡Luis, espera!-, gritó Vianney, corriendo detrás de él. Azahena se quedó a lado de Javier, revisándole el rostro o el cuerpo. Pero parecía que nada podía dolerle más que aquellas palabras.
-Lamento esto, Javier. Le avisaré a Molina que acabamos por hoy-, dijo Salvador, saliendo más tranquilo por la puerta. En cuanto el joven se retiró, Javier se irguió por completo, y fue a patear su propia espada contra la pared.
-Tranquilo Javier, por favor. No ganas nada con enojarte, ¿entiendes?-, le dijo Azahena, tratando de acercarse a él, a pesar de que estaba lleno de furia.
-¿Escuchaste lo que me dijo ese maldito…? No tiene derecho de decirme esas cosas…
-Ya lo sé. Es tu amigo, han estado trabajando juntos diez años, y créeme que no lo dijo de verdad. Es este maldito régimen de entrenamiento, una y otra vez. Necesitamos estar más tranquilos…
Javier respiró, se tranquilizó, y sintiendo que el sudor le corría por la espalda, no hizo más que cerrar los ojos.
-Lamento que hayas visto esto, Azahena. Creo que tienes razón, las cosas son demasiado complicadas ahora, mucho más que antes. ¿Crees que valga la pena todo esto?
Javier se sentó en el suelo, poniendo sus enormes manos en la cabeza. Azahena se inclinó junto a él, poniendo sus manos en los hombros enormes de su compañero.
-Todo tiene su propósito, Javier. Necesitas estar entero y bien puesto en el suelo, si no, no tiene caso seguir. Tienes que mirar hacia el futuro y preguntarte a ti mismo si mereces seguir aquí. Las cosas van a ser más difíciles cada día que pase sin aparecer ese maldito. Y cuando por fin demos con él, todo será irreversible. Tienes que ser fuerte…
Javier puso una de sus enormes manos sobre la de Azahena, volteó para mirarla mejor, y le sonrió.
-Tenemos una cita en la noche, no lo olvides por favor…
Azahena recordó la cita que le había propuesto Javier la semana pasada. Se le había hecho una buena idea, para poder despejarse de todos los problemas que ambos tenían. Ella aceptó, aunque aún no sabía de lo que se trataba. Recordando aquel pasaje, se le soltó una carcajada.
-No lo olvidaré. Voy a tener que prepararme bien, no quiero ir toda fachosa, sea lo que sea lo que me tengas preparado…
Él le sonrió, y se levantó, quedando frente a ella, muchos centímetros por encima de su mirada.
-No te preocupes, no soy tan malo como Kunnel…

Luis estaba mirando por la ventana de uno de los pasillos de la IECM. La ciudad apenas despertaba en aquella mañana, con la gente que iba y venía por encima de las aceras, los edificios del centro que se dibujaban tan lejanos, tan llenos de secretos.
Vianney lo alcanzó, jadeando un poco del esfuerzo de no haberlo podido encontrar antes. Él pareció no ponerle atención, ya que aquella bella ciudad, de calles misteriosas y estructuras incomprensibles, le devolvía la mirada, cómo aquella amante a la que nunca pudo tener.
-¿Por qué hiciste eso?-, dijo la muchacha, convencida de que su tono de voz sería suficiente para despertar a Luis de su ensoñación.
-Me trata como si no supiera hacer bien mi trabajo. Como si algún día fuera a necesitar su ayuda. Me salvó la vida una vez, y espero no tener que hacerlo yo para darle un poco más de lástima…
Un auto pasó zumbando por la calle que Luis tenía enfrente. Le maravillaba ver las cosas de afuera, aunque las entendía perfecto, juntas eran algo que jamás podría explicarse. Sintió de nuevo remordimiento por su amigo, y algo de odio por aquellas palabras, por todas las humillaciones…
-No digas eso. Javier es una buena persona, pero creo que sólo fue el agotamiento. Los dos ni siquiera estaban pensando de manera cabal, ¿no lo viste? Era como si tuviera ya a su verdadero adversario enfrente de él…
Luis se desprendió de la mirada de aquella ciudad, y de repente posó los ojos en Vianney. Ella estaba atenta a la mirada de él, unos ojos que jamás le había visto.
-Tal vez eso es lo que considera él que soy. Su adversario, después de todo. Tengo que prepararme, si Molina quiere verme, no puedo estar así…
Luis se despegó de la ventana, y se encaminó de regreso al pasillo. Vianney lo siguió, antes que él se detuviera.
-Tengo una presentación especial en el Palacio de Bellas Artes en la noche. Hablaré de las técnicas y usos del “flor y canto” en la literatura contemporánea. Espero pueda verte por ahí. Además, es un tema que te gusta mucho. Por favor, olvida lo que pasó hoy. No tienes por qué presionarte por algo que ni siquiera vale la pena. Sal un poco, distráete con algo que te haga olvidar tantas cosas.
Luis la miró, y asintió. Ella sonrió, un tanto sonrojada.
-Siempre convences a la gente. Te veré ahí, lo prometo. Y sé que no me defraudarás, eres una mujer muy inteligente. Por algo Molina te contrató. Ahora déjame ir a ver que desea el comandante. Te veo en la oficina…
Luis se alejó trotando un poco por el pasillo, y Vianney lo vio alejarse, antes de que ella se asomara también por aquella ventana.
La ciudad le devolvió la misma mirada de indiferencia…

Molina y Salvador estaban en la oficina, y Luis aún no llegaba. Se miraron mutuamente, Salvador tratando de entender mejor lo que el comandante le quería decir.
-Es imposible señor comandante…
Molina asintió, con una terrible expresión en el rostro.
-Pensé lo mismo, pero no es así. Por algo el director del Museo de Antropología confió en que Javier Carrillo lo encontrara, pero al menos pasó la responsabilidad a Luis. Vamos a tener que decirle, para que el equipo especial pueda analizarlo.
Salvador asintió, mirando de repente la hoja encima del escritorio. Algo muy malo resultaría de esto…
-¿De qué me perdí?-, preguntó Luis entrando abruptamente en el despacho. Los dos presentes lo miraron, con toda su ropa desentonada y su cabello mojado, después de una buena ducha.
-Siéntese señor Zaldivar. Primero me daré la libertad para amonestarlo. No pueden simplemente usted y el señor Carrillo hacer muestra de sus problemas personales en el entrenamiento. Sea cual sea el problema con su compañero, estoy aquí para que me lo diga…
Luis miró a Molina, en cuanto tomó asiento.
-Lo siento, comandante. Fue el calor de la pelea, algo que surgió de repente, y no volverá a pasar…
-Exacto, no volverá a pasar. Ambos son elementos muy fuertes de este equipo, y no quiero que se repita de nuevo. Vuelvan a la práctica del xilam, y no a las peleas. En otras cosas, hay algo que quiero comentarle…
Salvador le estiró el documento a Luis. El muchacho le echó un vistazo rápido, aunque no lo comprendía demasiado.
-¿Qué es esto?
-Es el mapa que usted mismo nos confió hace tiempo, como forma de apoyar a la investigación del homicidio en el museo. Lo analizamos un poco mejor en este último mes, esperando encontrar una relación entre lo que está haciendo Viktor Kunnel y lo acontecido hace diez años. Encontramos esto. No es un mapa como tal, sino fragmentos. Es una ruta, que conecta el sur con el norte, un camino que termina en la parte superior, en un lugar delimitado como “El Monte de la Madre en la Tierra”…
Luis observó el mapa, mientras Molina le explicaba el sentido del mapa. Parecía una serie de fronteras, como las que existían entre el lago de México y la costa del mismo alrededor del año 1520, un año después de la llegada de los españoles. El camino atravesaba ciertas partes del lago, desde el sur de lo que sería hoy la Ciudad de México, pasando por en medio de la isla donde se asentaba Tenochtitlán, y luego directamente al norte, pasando del lago, llegando a una zona un poco escarpada.
-Es un mapa de Tenochtitlán. Los aztecas tuvieron que haberle seguido la pista desde el agua. ¿Qué tiene que ver con Kunnel?-, preguntó Luis, siguiendo con el dedo la fina línea que marcaba el camino, envuelto entre letras inteligibles y algunos dibujos sin sentido.
-Lo encontré yo por casualidad, y está marcado con los cuatro puntos con pluma en esta copia, los cuales coinciden con la presencia de unos símbolos, los únicos que se repiten en el documento. La ruta sigue un camino demasiado conocido para nosotros, al menos en nuestras primeras pesquisas. El primer punto parte desde Xochimilco, y continúa así hasta el encuentro de la zona que ahora es Ciudad Universitaria…
Luis miró a Salvador, con ojos exorbitados, mientras el médico le explicaba su descubrimiento. Los puntos de la hoja estaban cercanos a símbolos que representaban una flor sencilla de cuatro pétalos, enmarcada en un cuadrado.
-No puede ser…
-Así es, señor Zaldivar. Ni siquiera yo mismo lo creí cuando lo vi. Viktor Kunnel, antes de que usted recuperara esta hoja del manuscrito, había descubierto, de alguna manera, el camino que sigue este mapa. Lamentablemente, al norte del lago de México, había cientos de cadenas montañosas, y cualquiera podría ser el final para este viaje. Confío en que usted, más que nadie, encuentre una respuesta, y pronto…
Luis asintió, con la boca medio abierta de la impresión.

La noche llegó tan pronto, y Azahena estaba lista. Javier le había propuesto vestirse elegante, muy especial para la ocasión. Se miró al espejo, el enorme espejo de su habitación en el departamento que rentaba la IECM para ella, y contempló su figura, con aquel vestido elegante, largo, con vuelos hermosos de color azul marino que caían al suelo, y la tela azul claro que entallaba aún más sus curvas femeninas.
Sonrió, y se acordó de repente de Viktor, de aquellas noches en las que lo veía, siempre escondido, pero preparado, con alguna cena romántica. Aunque ella a veces se sentía incómoda, pensar en una forma de salvar a su familia y al país que amaba la dejaban divertirse un poco, y sonreía cuando él le hacía un chiste, con aquel acento alemán, con sus ojos profundos y rudos, y su aspecto fuerte…

Azahena llegó unos minutos tarde, y Javier ya estaba esperándola en la mesa que había reservado. Él llevaba un grandioso traje de color negro y corbata de color azul. Al menos habían coincidido en algo. Ella se acercó, con el chal por encima de los hombros y el bolso en la mano izquierda. El peinado de ella, con aquel color rojo, contrastaba mucho con la escena del lugar.
Era una hermosa terraza, en la zona de restaurantes en Insurgentes, en la zona sur, con las luces de los locales encendidas. Había unas guirnaldas adornando por encima de las mesas, y el balcón que estaba a un lado de la mesa de Javier lucía un adorno de luces verdes y ambarinas. En el ambiente había un olor a carne, maíz, queso y pollo.
-Te ves muy linda-, dijo Javier, sonrojándose un poco, invitándola a sentarse, antes de que él tomara asiento. Ella sólo sonrió.
-Muchas gracias. Es un hermoso lugar aquí. Tú te ves muy elegante, lo admito…
Javier se carcajeó, y Azahena le hizo segunda. Se miraron durante un largo momento, hasta que el mesero les trajo las cartas, unas hermosas piezas de tela bordadas, con las letras y las fotos impresas en ellas.
-¿Y qué vas a ordenar?-, preguntó Javier, mirando de repente la carta, de repente a Azahena.
-No lo sé, tal vez unas quesadillas. Hace mucho que no las pruebo…
-¿Unas quesadillas? ¿Estás de broma? Mira, hay cosas más ricas, no sé, los chapulines con chile, escamoles, cosas así…
-Esos son insectos, y nunca me atrevería a comerlos. Si quieres, pídelos, y entre los dos los probamos. Yo quiero mis quesadillas-, dijo Azahena, sonriendo, como una niña traviesa que se sale con la suya.
Javier ordenó las cosas, incluido un pozole y un pambazo para él, y esperaron la comida. Mientras tanto, las bromas y la plática hicieron hambre y tiempo suficiente antes de que llegaran los platillos.
-No entiendo cómo puedes pedir quesadillas, Azahena. Estamos en un restaurante mexicano de haute cuisine, aquí preparan comida estilo prehispánico, carísima y que casi no se consigue, y tu pides quesadillas…
Javier frunció el ceño, en esa expresión que le causaba risa a Azahena, y la hacía sentir más en confianza.
-¡No me molestes con eso! La verdad es que después de una estancia en “aquel lugar”, la comida habitual se te antoja demasiado. El tiempo que yo paso con ustedes en la IECM se agota demasiado, y ya quería comer algo diferente, que no fueran verduras y cosas raras…
Los dos se rieron, incluso ella a carcajadas, al recordar algunas de las sesiones de entrenamiento. Después, vino la comida, y se hizo un poco el silencio mientras comían, con todo y el pequeño plato de chapulines con chile en polvo que estaba en medio.
Después de la comida, y para estirar un poco las piernas, Azahena y Javier se sentaron en unos estilizados bancos de madera, a la orilla del balcón. Miraban a las parejas por encima de las aceras, los autos pasando por una de las avenidas más largas del mundo, y escuchando la música tradicional que venía del piso de abajo. La noche parecía verdaderamente indescriptible.
-Recordé cuando le tuve que quitar uno de sus dientes a Samuel. Se lo arranqué, y subí la foto de su boca con los agujeros a Facebook. Extraño a mis hijos, y creo que tú lo sabes…
Javier la miró, la tomó de la mano, y asintió. Ella no hizo más que mirar hacía la avenida, sintiendo sus ojos húmedos, y la mano enorme de Javier entrelazándose con sus dedos.
-Lo sé, Azahena. El comandante Molina aún no quiere que te reúnas con tus hijos. Tenemos que apresurarnos a resolver todo esto. Te prometo que volverás a ver a Samuel pronto…
Ella ahora sí lo miró, con una lágrima escurriendo de su mejilla, que se perdió en el escote de su pecho. Él no dijo nada, y no quiso perder la oportunidad de decirle lo que sentía, aunque eso lo hubiese hecho perder más tiempo.
Si el lector hubiese visto esta escena por debajo, más allá del balcón, hubiera tenido la mejor vista de amor y de comprensión. Ambos cuerpos se inclinaron, mientras el mariachi tocaba una tonada dulce y suave, y sus labios se encontraron. Solo bastó un instante, un pequeño momento, para que el aroma dulce de sus alientos se fusionara, en un hermoso beso, tan dulce como la miel, como una alegría con pepitas, y el mundo para ellos nunca fue el mismo…

Viktor Kunnel miró dos de las cuatro puertas de aquel pasillo, en el viejo edificio abandonado. En uno, Flor Chávez vivía incomunicada, con muchas atenciones, y una que otra comodidad, pero siempre apartada del mundo. En el otro, Ángeles Cruz sufría otra especie de tortura. El recinto donde ella estaba era una cripta negra, oscura en su totalidad, y en la cual, entraban y salían individuos, que sin hablar ni gritar, asustaban a la muchacha. Sus gritos podían escucharse, pero eran necesarios. El miedo era necesario. El aislamiento era justo. Así estaban los planes, y él lo comprendía.
Aún le faltaba llenar dos de esos cuartos. Su paciencia se terminaba, y las cosas parecían más lentas, más estúpidas. El trabajo mayor iba rindiendo frutos, y aún faltaba un golpe final…
-Te traje un poco de café. Lo preparé yo mismo, no quiero tener que volver a prescindir de uno de tus muchachos…
Daniel apareció de repente, a un costado de su jefe, y le entregó una taza. Se recargo en la pared del pasillo, mirando las puertas también. Viktor las analizaba, y Daniel, con su sonrisa, parecía burlarse de aquella situación.
-¿Ves esos cuartos? Son el resultado de algo que yo mismo he querido desde hace años. El mundo es un asco, Daniel, de verdad lo es. Y quien lo mejore, podrá disponer de él y de sus habitantes de la mejor manera. En México encontré un encanto sin precedentes. La magia de sus costumbres no tiene precedentes. Y la gente hace lo que se le dice, esos borregos siguen el camino de la muerte…
Daniel no se dio cuenta que, entre las piernas de Viktor, descansaba su pequeño mapache, que sacudía la cola cada vez que su amo le pasaba los dedos por el lomo.
-¿Y crees que ellos crean lo que vienes a buscar? Es una empresa muy complicada, y hemos arriesgado demasiado cómo para que no se cumpla la promesa que nos has hecho.
- Ya saben lo que viene, y ni siquiera así se atreven a enfrentarme... Cuando cumpla mi cometido, cuando efectúe ese sacrificio, nadie más se atreverá a cuestionar el poder de la mente sobre la materia.
Daniel asintió, y tomó un nuevo sorbo de su café. No escuchó con claridad cómo Viktor, aquel hombre de mirada profunda e ideas radicales, murmuraba entre dientes, mirando aquellas puertas:
-Licht der Vernunft, Licht der Vernunft, Licht der Vernunft


 
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