Music

viernes, 10 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 4.

Cuento 4: A Day in the Life (The Beatles, 1967). https://www.youtube.com/watch?v=usNsCeOV4GM



¿Quién pudiese contar mejor mi historia que yo? Lamentablemente es algo aburrido y demasiado pesado como para contarlo en tan poco tiempo. Cortaría las mejores partes. Si lo hago completo, seguro morirían de estupor.
Así que prefiero contarles uno de mis días. Uno de mis tantos días en la tienda, ese lugar mágico donde pasan cosas extrañas, cosas estupendas y que me mantienen atento, a la espera de poder aprovechar…
Mi nombre es Julián. Tengo casi los treinta, y trabajo en el departamento de sonido. Vendo televisiones, películas, discos, aparatos modernos que simplifican muchas de las necesidades de las personas. Y sin embargo, me aburro.
Todos los días, a excepción de mi descanso, me levanto casi temprano. Hago la cama, me meto a bañar, salgo a vestirme. Todo normal. El desayuno consiste en algo frito siempre: tocino, carne, chilaquiles. Y el jugo especial: una mezcla de muchas cosas, que al final se ve de un tono muy fuerte, un tono rojo impactante. Después de limpiar la cocina, termino de vestirme y salgo a tiempo para la tienda: me queda como a tres minutos caminando.
Desde la calle se ve la impresionante estructura del lugar: una enorme torre donde reside el hospital. Y otra zona, un enorme edificio casi cuadrado, gigantesco, de tres pisos, donde sólo hay tiendas. La de nosotros está hasta el fondo, justo en el extremo, en el primer piso de las tiendas. Es como si fuese el sótano, el cajón olvidado de un mueble.
Todos nos registramos en la entrada, en el segundo nivel del estacionamiento, tras una cortina café de metal. Nos cambiamos en la zona de lockers, y ya uniformados, hay que subir a la tienda, a vender, a aguantar a los clientes, a enojarnos, y a sonreír poco a poco. Lo peor es limpiar: los ojos arden, las manos se resecan, los brazos se cansan, estornudas. Pero lo que más disfruto que los clientes vengan a ti: preguntan, se fascinan con el avance tecnológico tan maravilloso de nuestros tiempos… Otros clientes sólo quieren joder: piden descuentos que no existen, se quejan de los precios altos, te piden que les iguales precios que vieron en otras tiendas. O peor: descomponen sus aparatos, y creen que somos tontos, y que se los vamos a cambiar por algo nuevo. La gente es así, no hay remedio.
Terminando mi turno, después de que la tienda se vacía un poco de gente, me gusta andar por ahí, ver lo que otros departamentos tienen. Relojería, dulces que huelen delicioso, tabacos, pasteles, libros… Un mundo de posibilidades. Sólo en la farmacia parece que toda la magia de la tienda se detiene: es como si ahí hubiese algo raro, algo demasiado oscuro. El chico que está ahí siempre me ve, suspicaz, silencioso y como si tramara algo terrible. Es lo único que evito: su trato.
Después de mi turno, a entregar el dinero, a volver a quitarse el uniforme, y ser revisado por si no llevas nada. Curioso: el chico de la farmacia parece siempre salir primero o después que yo, porque jamás lo he visto salir. No importa. Salgo de la tienda, y de nuevo hay que regresar caminando a casa. Siempre de noche: pero no me da miedo. Porque al parecer, el mundo es a mí a quien teme.
¿Por qué digo esto? Me gusta buscar a la gente, enamorarlos, encantarlos, y luego llevarlos a casa. Es una cualidad, una expresión de mi personalidad. La gente jamás se resiste. Y no es que yo sea guapo: soy grande, camino pesado, tengo el cabello claro, y acné. Creo que es la voz, o la forma de hablar, o los temas. Lo mejor es cuando llegamos a casa. Se ponen cómodos, comen algo de botana, miran la televisión o escuchan la música que pongo. Y cuando no ven, por detrás, me gusta golpearlos. Ver sus cabezas rebotar contra el bate de beisbol es algo agradable, el sonido más impresionante. Nunca los mato: eso viene después mucho después.
En un cuarto tengo mucha gente, mucha viva, otra muerta. El paso del tiempo es inevitable, y no puedo deshacerme de ellos. Trato de esconder bien el olor, y bueno, soy cuidadoso en todo lo que hago. Que no griten, que no se suelten. Y que me den su sangre.
Recuerdan el jugo especial, ¿verdad? Bueno, es una mezcla de muchas cosas. Mis frutas favoritas, vitaminas, minerales, fibra, y sangre. Bastante sangre. La idea no me vino de los vampiros, ni de una película de terror. Eso es de niños. Una vez me acerqué tanto a la farmacia, que ni el chico que atiende ahí se dio cuenta de que ese olor impregnaba el ambiente, que había algo ahí escondido, en cada cajita de pastillas, cada solución, cada botella de agua. El olor de la sangre. Era lo que estaba buscando: un poco de vida extra.
Después de que una de mis victimas es drenada, me retiro a dormir. Limpiar bien la ropa que uso para el trabajo pesado, bañarme otra vez, quitar la impureza de aquel olor de la muerte y la putrefacción. Y después a acostarme: me pongo los audífonos, y la música de mi celular suena, vibra dentro de mi cabeza. Por muy al fondo escucho una voz, mi propia voz pero más oscura, más vieja, diciendo mi nombre.
Julián, Julián…

-¿Julián?
Una voz lo sacó de su ensimismamiento. El muchacho que atendía el departamento de Sonido saltó de la impresión, y miró a quién le había hablado. Era otro hombre, alguien de edad madura, ya con algunas canas en sus sienes, y la mirada más severa que jamás hubiese visto en alguien.
-Perdone caballero, ¿puedo ayudarlo en algo?-, dijo Julián, tratando de sonar calmado.
El hombre dejó de ver el gafete del muchacho: así había sabido su nombre. Ya no le asustaba la idea de que fuese alguien de la policía. Era un cliente más.
-¿Sabes si está el muchacho de la farmacia atendiendo hoy?-, dijo el señor. Julián se asomó por encima de su hombro, mirando a la izquierda, hasta el fondo. Junto a las tres chicas del departamento, estaba el muchacho, con aquella bata que parecía siempre limpia.
-Sí, ahí está. ¿Sabe que es lo más curioso? Que parece que diario viene, como si no descansara. La verdad es que no le pongo mucha atención: no le hablo. ¿Verdad que eso es lo que parece?
El hombre asintió.
-Ni que lo digas. Gracias-, dijo con amabilidad, dejando al muchacho de nuevo solo con sus pensamientos.

miércoles, 8 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 3.

 Cuento 3: Goodbye Yellow Brick Road (Elton John, 1973). https://www.youtube.com/watch?v=DDOL7iY8kfo



La noche caía rápidamente sobre toda la ciudad, y la plaza donde se encontraba la tienda ya estaba cerrando sus puertas. Unos cuantos curiosos aún caminaban mirando las cosas en los aparadores, pero nadie se quedaba mucho, y menos a comprar. Los vendedores tenían que ser rápidos: limpiar y acomodar, hacer el conteo final de sus valores y salir temprano, antes de que el transporte escaseara más.
Sin embargo, en otra parte de la plaza, algo iba mal. Ernesto había salido rápido de la tienda, asustado y pálido por lo que había visto, que no se había dado cuenta de la hora que era. La gente no parecía ponerle mucha atención, pero si alguien lo hubiese visto, en su estado y con esa cara de asustado, bien pudiesen haber creído que era un fantasma.
El muchacho bajó las escaleras eléctricas, buscando su auto, pero el miedo no le dejaba recordar dónde lo había dejado. El primer nivel del estacionamiento estaba bastante iluminado, y a pesar de que estaba corriendo entre las filas de coches, ninguno era el suyo. Tuvo que bajar otras escaleras para el siguiente nivel del estacionamiento, pero fue la misma situación: no había nada.
Se paró un momento para recordar dónde había dejado su auto, cuando las luces del estacionamiento empezaron a parpadear. Estaba claro que ahí no había tanta luz, pero a pesar de eso, se veía bastante claro. Ahora, con el titilar de las lámparas, la visión era peor, y cada vez se hacía más borrosa. Ernesto tuvo que pegarse a una de las columnas que sostenían la estructura, para tratar de calmar más los nervios. Pero no podía, era imposible no pensar en lo que había pasado con aquella mujer y las muchachas. Y el chico de la farmacia, que parecía burlarse de él…
Cerca de las escaleras eléctricas, en el borde del estacionamiento, podían verse los cimientos del edificio, con vigas de acero, y concreto, paredes firmes de donde escurría el agua de fuera cuando llovía: toda una obra de ingeniería para evitar las inundaciones. Ernesto escuchaba el agua, primero como chorros, luego gota a gota, y el eco que hacía al resonar contra el fondo de aquel pozo de concreto. Algo gutural parecía sonar hacía el fondo, algo que se arrastró poco a poco desde abajo, reptando por las paredes. Era como una criatura, una enorme serpiente o un lagarto que podía subir la pared. Sin luz y sin forma de verle, Ernesto sólo podía escuchar:
-Ven a mí… Quiero devorar tu carne. ¡Ven a mí…!-, decía la voz rasposa, casi apagada y silbante de aquello. El muchacho no se iba a quedar más tiempo ahí. No iba a asegurarse de que había algo en el fondo, que anhelaba salir, y matarlo.
Trató de caminar unos metros hacía el estacionamiento, alejándose del borde de aquel agujero, y para su sorpresa, la luz empezó a iluminar un poco más el ambiente. Volteó para ver si aquella cosa lo iba siguiendo, pero no había nada, solo la enorme pared de concreto viejo y mohoso, que se extendía hacía abajo al menos unos veinte metros más. Pero no había monstruo ni lagarto. Secándose el sudor de la frente con la manga, suspiró. Dio un paso hacia atrás, y sintió algo pegajoso al pisar.
Era pintura. De color amarillo muy brillante. No como el amarillo que se ponía para delimitar las banquetas en una calle: este se podía ver más, como si brillara. Ernesto levantó su pie. Su tenis no estaba sucio, y aquella sustancia no parecía más que haber adoptado la forma de su suela, con sus líneas y figuras geométricas. A pesar de la luz del estacionamiento, Ernesto no lo dudó: aquella cosa brillaba en serio, y parecía hacerlo de forma intermitente, como si de un camino se tratara. Un camino que lo llevaba hacía algún lugar.
No parecía haber nada más. Ernesto seguía el camino de manera casi hipnótica, con los ojos reflejando una luz amarilla que parecía verdosa. No escuchaba nada más. Sólo podía ver aquel camino amarillo, como el enorme camino que llevaba a Ciudad Esmeralda en El Mago de Oz. Después de andar un tramo en el estacionamiento casi vacío, el camino se acabó, y la pintura que brillaba se agotó como en un manchón sobre el suelo. Ahí ya no brillaba: sólo parecía una enorme mancha de mostaza desperdiciada. Con la mente ya despejada, Ernesto levantó la mirada, para ver hasta donde lo había llevado el camino.
Era una simple cortina de metal de color café, con un anuncio impreso en papel y forrado en plástico: BIENVENIDO. PARA ENTRAR, TOQUE LA CORTINA. GRACIAS. Había un interfon a un costado de la cortina, pero parecía no funcionar. La pequeña puerta que estaba en medio se hallaba cerrada. Al lado de aquella estructura, rugían los generadores de electricidad de la plaza. Olía a basura y a humedad.
-¿Hola?-, exclamó Ernesto, esperando que con eso le abrieran la puerta de la cortina. Nada. Ni un simple ruido de pasos.
Tocó la puerta con los nudillos, pero igual nadie parecía escucharle. Volteó para ver el camino de pintura amarilla, pero sólo parecía haber una mancha en forma de serpiente sobre todo el asfalto, algo que olía a muerto…
Escuchó que la cortina se abría, y Ernesto se dio la vuelta. Fue el peor error de su vida. La cortina ni siquiera estaba abierta: algo estaba encima de ella, rasguñando y sosteniéndose de su superficie. Era una enorme criatura con forma de reptil, con solo dos patas delante, y una enorme cola como de serpiente por detrás. Parecía que su piel se movía, o al menos que el color y los patrones de sus escamas cambiaban conforme se colocaba en un lugar o en otro. Ernesto se quedó viendo un momento a la criatura, que había colocado sus muertos ojos blancos en él, o al menos eso creía. Con un siseo, aquella cosa saltó hacía el suelo, justo después de que el muchacho echase a correr.
Sin mirar atrás, Ernesto supo que la criatura lo perseguía, a pesar de solo tener dos patas. Al llegar hasta el primer auto que vio, saltó por encima del cofre y se escondió tras la puerta del piloto. No se escuchaba nada, ni garras, ni rugidos, ni nada. Tal vez aquello ya se había ido. Tal vez se escondía, o se camuflaba con el entorno. No quiso averiguarlo. Se quedó ahí, pegado en el metal del coche, sudando y jadeando.
Sin embargo, sintió que algo lo arrastraba. No a él, sino al coche. El auto se movía solo o algo lo estaba jalando. Ernesto se levantó, sin pensar que eso lo delataba. Algo viscoso se cerró alrededor de su pierna derecha, e hizo que cayera. Su rostro se estampó contra el pavimento, y varias piedras pequeñas se le incrustaron en las mejillas, haciendo que sangrara. Los lentes se le rompieron y quedaron ahí, abandonados, mientras la enorme lengua viscosa y tentacular de la criatura lo jalaba de regreso hacía la cortina café.
Ernesto se despertó un momento de su inconsciencia, para darse cuenta que estaba siendo jalado hacía las fauces de aquel ser, quien ya subía por la pared en reversa. Trató de agarrarse de una de las columnas del estacionamiento, y aunque lo logró al principio, sus fuerzas se iban acabando. Sus brazos no aguantaron, y sus dedos se lastimaban con el esfuerzo de salir de ahí. La criatura jalaba más y más, y con un fuerte tirón, hizo que el muchacho cayera de nuevo al suelo, y lo arrastró hacía la pared.
Ernesto gritaba, mientras un agujero se abría en el concreto del edificio. Por ahí desapareció la criatura, y luego él, gritando y tratando de agarrarse de lo que fuese. Sin embargo, la pared se cerró, ahogando los gritos desde el otro lado.
Nadie, ni siquiera Ernesto, vio que la puerta de la cortina café estaba abierta. Había un hombre muy alto desde el otro lado, delgado y con rostro huraño. Y alguien más junto a él: un muchacho de cabello relamido, ojos burlones y bata blanca. El chico de la farmacia se asomó del otro lado de la puerta abierta, y miró alrededor del estacionamiento. Solo había un coche mal colocado en su lugar, y manchas amarillas en el suelo. Y claro, unos lentes rotos, que nadie extrañaría.
-Gracias. No podíamos dejar que nos descubriera. Por ahora, estamos a salvo. Cierra la puerta por favor. Allá afuera me da miedo-, dijo el chico de la farmacia, poniendo una mano sobre el hombro de aquel enorme hombre. Este no dijo nada. Empujó la puerta de la cortina, cerrándola con un estrepitoso ruido.

lunes, 6 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 2.

Cuento 2: Hawaii-Bombay (Mecano, 1984). https://www.youtube.com/watch?v=5WXnPV2Mze4



Pasaron tres días, y como Arturo no aparecía, Ernesto tuvo que volver a la tienda a buscarlo. La familia de su amigo había puesto sobre aviso a las autoridades de la desaparición del muchacho, después de los tres días legales en los que una persona era considerada desaparecida.
Sin embargo, algo hizo que Ernesto no se la creyera. Su amigo no pudo simplemente haber salido de la tienda y luego desaparecer así como así. Si era cierto, aquel lugar tenía influencias demasiado negativas, algo que hacía que pasaran las cosas más terribles. Se armó de valor, y decidió ir el viernes por la noche, cuando ya casi no hubiese gente.
Todo estaba en su lugar, a excepción de los peculiares adornos de temporada: la tienda parecía una playa interior, con varias palmeras de cartón adornando los diferentes departamentos, pelotas de playa en las estanterías y muchas ofertas para el verano. Ernesto entró discretamente por el lado derecho, directo hacía la farmacia. Buen lugar para una pesquisa: ahí casi nunca había gente.
Efectivamente, el departamento estaba vacío. También contaba con los adornos usuales del tema de playa, pero no había mucha gente. Al menos una pareja de ancianos comprando medicamento, atendidos por una chica menuda, de cabello rubio. Del otro lado del mostrador estaban otras dos muchachas, una de cabello negro corto y la otra morena, de tacones altos, platicando casi en secreto. El muchacho se dio cuenta de algo muy peculiar: en aquel lugar sólo había un chico atendiendo, pero estaba muy alejado de sus compañeras, recargado en la pared, con las manos pegadas a la superficie lisa.
La pareja de ancianos se dio la vuelta con su medicamento entre las manos, y Ernesto notó que la caja de pastillas casi chorreaba un líquido rojo.
-Eh, disculpe, su caja está rota o algo así…
La pareja notó que el muchacho les había dirigido la palabra, y miraron la caja con cuidado. No tenía nada. Ernesto se extrañó.
-Creo que viste mal, querido muchacho-, le dijo el anciano a Ernesto, mientras la viejita se reía, pero no burlándose, sino más bien de cariño.
Después de que la pareja salió, Ernesto se encaminó hacia la farmacia. La chica que había atendido a los ancianos ya se había ido, reuniéndose con sus amigas para platicar y sonreír. Solo quedaba el muchacho detrás del mostrador, aún recargado en la pared. Miraba a Ernesto con una seriedad muy vacua, como analizándolo, y sonriendo. Siempre sonriendo.
-¿Puedo ayudarte en algo?
Ernesto se estremeció con la voz de aquel muchacho. Era como una voz lenta, demasiado baja, aguda a veces, como de serpiente.
-Yo… Quería saber si habían visto a este muchacho. Es mi amigo y desapareció hace tres días, al salir de la tienda.
Ernesto sacó su celular del bolsillo y le mostró la foto de Arturo. El chico de la farmacia se acercó un poco por encima del mostrador, mirando la foto. Frunció un poco el ceño.
-No. Lo dudo.
-Algo le pasó, y fue aquí, en su tienda. ¿En serio no lo viste?-, repitió Ernesto, enojado y con las orejas rojas.
De repente, una mujer apareció por detrás de él. Iba bastante elegante, con una bolsa cara y un celular aún más caro en su mano derecha.
-¿Tendrás bloqueador solar? Voy a ir a la playa en unos días y necesito uno que sea bastante efectivo-, dijo la mujer al chico de la farmacia. Este sonrió aún más, mirando a la mujer primero, y a Ernesto después.
-Por supuesto. Chicas, ¿podrían ayudarme por favor?
La chica que iba vestida completamente de blanco, de cabello corto, se acercó a la mujer, y la encaminó cortésmente hasta un módulo, donde había varios productos de belleza. Hizo que la mujer se sentara en la silla que ahí tenía, y sin aviso, la chica le estrelló la cabeza a la mujer contra la pared, mientras las otras dos amigas sostenían a la mujer para que no saliera corriendo. La muchacha de blanco se acercó a la mujer, a quién le escurría sangre por la parte de atrás de la cabeza, y…
Ernesto se quedó pasmado, porque la escena había cambiado. La mujer estaba como si nada, dejando que la chica de blanco le pusiera productos para la piel en el rostro. Las otras dos amigas platicaban cerca, mientras esperaban a que los clientes se acercaran. El muchacho se vio rodeado de gente que veía las cosas en los estantes y platicaban animadamente. Nadie podía ver nada, porque no pasaba nada.
El chico de la farmacia estaba agarrado del mostrador, mirando fijamente a Ernesto con sus ojos marrones. Sostenía el borde del mueble de los medicamentos con tal fuerza que se le ponían rojos.
-¿Qué pasa aquí?-, dijo Ernesto, acomodándose las gafas en la nariz, y sudando, nervioso y asustado. El corazón parecía querer salirle por el pecho, y explotar.
-No pasa nada. Ahora ve y busca a tu amigo en otra parte. Tenemos trabajo que hacer…
Ernesto empezó a caminar hacia atrás, mientras la gente le esquivaba. Cuando estaba a punto de tropezar con uno de los muebles, el chico de la farmacia le gritó:
-¡Que tenga buena noche, caballero!
Mientras Ernesto salía corriendo de ahí, el chico de la farmacia dejó de aferrarse tan fuerte al mueble de los medicamentos, sólo dejando sus manos ahí. Las chicas ya habían acabado: el cuerpo de la mujer yacía seco en la silla, como una momia con las mejillas hundidas y sin ojos.
-Terminamos.
El chico de la farmacia estaba tranquilo. Las miró y asintió.
-Está bien. En un momento regreso. Tengo otras cosas pendientes que hacer…
El chico salió caminando pesadamente de la farmacia, tocando los muebles como si de rejas se tratasen, mientras las chicas se llevaban a la mujer hacía el cuarto especial de la farmacia. Y nadie había visto nada.
Nadie, excepto…

sábado, 4 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 1.

Dos amigos se sentaron a tomar café en la mesita del restaurante. Uno llevaba lentes. El otro, solamente una gorra. La mesera les sirvió el líquido negro en las tacitas, y les llevó unas galletitas de cortesía. Los amigos tomaron sorbos pequeños, y comieron cada quien dos galletas. Luego se miraron, divertidos. Uno de ellos, el de la gorra, se puso serio, mirando hacia la mesa.
-¿Qué te pasa?-, dijo el muchacho de los lentes, tomando más café.
Su amigo lo miró de reojo, como si su objetivo se cumpliera: llamar su atención.
-¿Sabías que esta tienda y el restaurante están embrujados?
El chico de los lentes soltó una risita tonta.
-No manches. Creo que el café tenía algo, ya no me lo voy a tomar…
-No, es en serio. Pasan cosas raras en este lugar. Ha desaparecido gente. Y no se diga de las muertes…
El chico de los lentes sonrió, y luego puso su taza en la mesa, derramando el líquido, como la mancha de sangre de un herido.
-¿Quieres saber lo que pasa aquí…?

NUESTROS NUEVOS MIEDOS: LA TIENDA.
Por Luis Zaldivar

            Cuento 1: Bloody Mary (Lady Gaga, 2011). https://www.youtube.com/watch?v=VFwmKL5OL-Q


           
            -No te creo. Digo. Es imposible que pasen cosas extrañas en un lugar tan grande y que siempre está lleno de gente. Alguien lo notaría, ¿no?
El chico de los lentes, que se llamaba Ernesto, le asintió a su amigo el de la gorra, de nombre Arturo.
-Sí, sí. Pero digamos que la gente no quiere o no puede ver las cosas que pasan. Como si algo aquí lo controlara todo y…
Arturo soltó una carcajada, esta vez dejando salir de su boca moronas de la galleta que se estaba comiendo.
-No me chingues. Es obvio que si algo pasa, se sabe. Me acuerdo que aquí una vez un niño casi se saca el cerebro cuando una repisa se le cayó en la cabeza.
-Pues sí, llegan a pasar cosas, pero sólo en apariencia pasan pocas cosas para la gente. Así se acostumbran a los incidentes ocasionales, sin ver lo peor de este lugar. ¿Tan difícil es creer eso, güey?
Arturo solo veía a su amigo con sorna. Y Ernesto no se molestaba: sólo quería que su amigo le creyera.
-Ok, muy bien. Digamos que es verdad. ¿Qué historia es la peor de todas?
Ernesto se quedó pensativo, entrelazando sus dedos encima de la mesa.
-En el baño de caballeros hay algo, que se supone atrae a la gente y después los asesina. Al parecer era una empleada de la tienda que, acosada por el recuerdo de su antiguo amor, se suicidó ahí.
-Ajá…
-Si la llamas por su nombre, se aparecerá y hará lo suyo. A cualquier hora, a quién sea. Sólo tiene que ser exactamente donde murió: en el baño de discapacitados.
-¿Y cómo se llamaba?
Después de una pausa dramática, Ernesto contestó:
-María.
Arturo volvió a reírse.
-Es como esa leyenda de Bloody Mary, que si dices su nombre tres veces en un espejo se te aparece. De verdad eres bueno inventando cosas…
-No lo inventé, cabrón. Si quieres ir y averiguarlo, por mi no hay problema.
Arturo, decidido por el desafío de su amigo, se levantó y salió del restaurante. Atravesó el departamento de los dulces y juguetes, y al fondo, encontró la entrada a los baños. A la izquierda el de mujeres, y del lado contrario el de hombres.
Dentro, además de mingitorios e inodoros, sólo había tres cosas: luz baja, música de elevador, y un señor a traje que apenas se lavaba las manos, listo para salir. Arturo se asomó en los cubículos para ver si estaban ocupados, pero no había nadie más ahí. Se acercó entonces al de los minusválidos, que estaba hasta el fondo, frente a los mingitorios. Era más grande, con un espacio especial reservado para las sillas de ruedas y unos pasamanos para facilitar su uso. Sin temor, Arturo entró, y cerró la puerta tras él.
De repente, sintió una vibración y el sonido de su celular lo asustó tanto que casi resbala. Sacó el aparato y vio el mensaje de Ernesto: TE ASUSTÉ, ¿VERDAD? NO TE VAYAS A CAGAR CUANDO LA VEAS…
-Imbécil.
Volvió a meter el aparato en su bolsillo, se bajó los pantalones, y se sentó en el inodoro. Escuchaba la música de ambiente, y miraba al suelo, sintiendo la porcelana fría en sus posaderas.
-¿Estás ahí?
Su voz retumbó como un eco sin ganas, pero nada pasó. Sólo se escuchó el goteo de una de las llaves para lavarse las manos, pero nada más que mereciera de su atención.
Arturo, aburrido, empezó a tamborilear con sus dedos sobre la caja donde guardaban el papel higiénico. Silbó un poco al ritmo de la música, y al fin, se decidió.
-María, ¿estás ahí…?
Otra vez nada.
-Pendejo mentiroso-, le dijo a su amigo, mientras se levantaba y se volvía a subir los pantalones. Sin embargo, un sonido captó su atención.
Desde el inodoro, se escuchaba un gorjeo, como si algo salpicase dentro del agua. Arturo se dio la vuelta poco a poco, mirando hacia abajo. En el agujero donde todo caía, el agua parecía dar saltos, como si hirviese. Luego, su color se tornó turbio, como el del lodo, y algo entre las manchas cafés y negras se asomó. Era un rostro, un rostro de finas facciones, que se retorcía, parecía quejarse en silencio. Arturo, aún con los pantalones a medio camino, se pegó a la puerta del baño, buscando el seguro para salir. El rostro salía más y más del inodoro, ya casi en la base, chorreando agua negra en el suelo del baño, como si se tratara de sangre. Olía a caño y a carne podrida.
Arturo, en su desesperación y con las manos temblorosas, encontró el seguro y lo quitó. La puerta se abrió de repente, y cayó de bruces. Quería levantarse rápido, pero los pantalones no lo dejaron, y con el agua chorreando, se resbaló de nuevo. Esta vez sintió el tirón de unas manos, como si algo lo jalara de regreso al cubículo. Trató desesperadamente de agarrarse de lo que fuera, pero no había de dónde. Volteó a ver: una figura de mujer salía del inodoro hasta la cintura, cubierta de sangre y de heces. La miró al rostro, mientras la figura abría los ojos: eran rojos, inyectados en sangre, llorando lágrimas del mismo color carmesí. Aquella cosa gritó al mismo tiempo que Arturo soltaba un alarido, mientras la gorra, que se le había caído, se manchaba de aquello que salía de abajo…

Ernesto esperó a su amigo media hora ahí sentado, y tuvo que pagar por los dos cafés antes de salir al baño a buscar a Arturo. Entró al baño, pero ahí no había nadie. Se asomó en el cubículo de los minusválidos, pero estaba vacío: limpio, sin usar. Mientras sacaba su teléfono para marcarle a su compañero, salió del baño, esperando verle en alguna parte de la tienda. No vio la mano negra que se había quedado marcada en la pared de aquel baño…

martes, 17 de mayo de 2016

Reseña y opinión de la Mini Marcha Gay en Bellas Artes.

Regresaba de comprar un libro (irónicamente, “Orlando” de Virginia Woolf), cuando, al caminar por la explanada del suntuoso y hermoso Palacio de Bellas Artes, me encontré con bastante gente que estaba reunida en el lugar. Todos tomaban fotos, algunos gritaban y otros más se abrazaban. No recordé el por qué hasta que tuve la noción de una noticia que había leído en la mañana: el 17 de Mayo era el día contra la homofobia. Y la gente que estaba ahí reunida no eran más que miembros muy jóvenes de la comunidad LGBT.



A propósito de la homofobia y la defensa de los derechos de la comunidad gay en México hay mucho de donde tocar tema. En primera, muchos afirman que estos derechos y estas leyes anti violencia deberían ser reducidas un poco, ya que muchos de los miembros de dicha comunidad son aceptados en varios escaños de la sociedad, desde trabajos bien remunerados, hasta los escalafones políticos. Los derechos de las personas como tal, sean de la preferencia que sean, no deberían ser vulnerados, mucho menos “reducidos”, aunque estos derechos ya incluyan al sujeto en cuestión dentro de la sociedad.
Otros más radicales indican que estos derechos les están otorgando a los miembros de la comunidad LGBT un poder demasiado grande. ¿Será que son los mismos que dicen, a espaldas de todos, que todo eso es “aberración y pecado”? Moralistas que, en cuanto se cierra la puerta, hacen lo peor que puede existir en este mundo, pero intentan cambiar las cosas.
¿Qué hay entonces con la discriminación cómo tal? Y no me refiero a la que se da desde la sociedad hacía la comunidad gay, sino dentro de la misma. No es un secreto, y no tenemos que cerrar los ojos fingiendo que no pasa: si no tienes un cuerpo bien delineado y rostro perfecto, no eres gay. Eres, para la mayoría de ellos, un maricón más. La inclusión entre la misma sociedad LGBT se divide en varios grupos, desde los musculosos de siempre, hasta los gorditos, los osos, los delgados, los transexuales… Sin ahondar en ello, ¿no se está haciendo una exclusión? Parece que entre la misma sociedad, ellos mismos se dividen en “razas”, y no porque eso marque más la diversidad. Todo lo contrario: entre ellos se buscan para no ser discriminados por los demás, los “perfectos”.






Bien me lo decía un amigo gay hace mucho: “los heterosexuales esperan siempre a que nos demos la vuelta: es cuando nos queman, nos torturan, nos arrojan de edificios…” Tal vez ha estado pasando todo lo contrario desde hace muchos años. La comunidad en general ha adoptado algo que ha existido desde hace cientos de años, y lo ha convertido en cotidiano. Nadie se escandaliza porque dos hombres vayan agarrados de las manos o porque dos mujeres se demuestren su amor con un beso. Lamentablemente, sólo estoy hablando de ciertos sectores de la sociedad. Ni el sector religioso ni el ultraconservador permitirían tales cosas, si estuviese permitido prohibirlas como ellos desean. Aún vemos gente de cultos religiosos enarbolando pancartas donde exclaman que ser gay es un pecado que se castiga en el infierno. Varios políticos de derecha afirman que las bodas civiles entre personas del mismo sexo están de más. Sobre este último punto, aún es un debate para mí: no sé si está bien o mal que dos personas del mismo sexo contraigan matrimonio. Es complicado, pero eso es tema de otro costal.
¿Por qué entonces la comunidad LGBT se reunió hoy en Bellas Artes? Simple: los días considerados para ellos son importantes, y deben celebrarse bien y con creatividad. Muchachos y chicas con pancartas que rezaban “Besos y abrazos gratis en contra de la homofobia”. Incluso un chico, de aspecto delgado y un tanto nerd, con una bandera rosa, gris y blanco, sostenía una pancarta en la que se leía: “Asexuales en contra de la discriminación cis-transgenero”. Había de todo, debo aclarar. Banderas y paraguas arcoíris. Pelucas de colores llamativos, besos y abrazos entre parejas y desconocidos. Abrazos fraternales y otros más románticos. Y todo esto bajo el amparo de la lluvia.
No obtuve palabra de ninguno directamente. Escuchaba sus palabras, sus pláticas, sus gritos y también, por qué no, sus llantos. Una chica sonrió al ver que tomaba una foto, preguntó para qué, y le dije que quería escribir de ello en mi blog. Me agradeció bastante, y yo también le agradecí en silencio, porque era lo más cercano a una entrevista que había tenido.




¿Qué hay entonces de aquellos que, al amparo de la oscuridad, aún siguen demostrando que son de la comunidad? Me refiero a la gente que no ha “salido del closet”, como siempre se ha dicho. Hombres casados que buscan la compañía de jóvenes para ir a moteles. Todos los hombres de traje y corbata que frecuentan los cines Nacional y Savoy en busca de una aventura rápida, anónima, y algo peligrosa. O de esos que, con cautela y sin pudor, buscan una “mano amiga” entre las muchas que se suben al metro de la ciudad, especialmente en el último vagón, famoso por sus prácticas entre hombres que, sin ser homosexuales (o sin aceptarlo, me imagino), buscan saciar el placer entre iguales. ¿Qué hay de todos esos hombres y mujeres entonces? Tienen miedo: un miedo primitivo, algo que les inculcaron. Que lo que ellos son es malo, y que deben buscar saciar sus placeres a escondidas. No aceptarse como uno es, al final, es una trampa. Una que uno mismo forja, y a la cual uno mismo va a caer.



Camino a casa me di cuenta de lo que quería escribir: no deseo apoyar a la comunidad LGBT en todo. Son buenas personas, muchos trabajadores y otros tanto más talentosos. Varios de buen corazón, y obviamente, otros con el alma muy negra. Por eso no me preocupa ayudarlos mucho: hasta que no acaben con la discriminación que existe en la comunidad, hasta que esas divisiones no estén unidas en otra vez, no se entenderá lo que en verdad la comunidad ha buscado siempre. Inclusión, no discriminación, respeto. Ahora es común escuchar de chicos que se suicidan porque sus compañeros se burlaban de ellos por ser homosexuales. ¿Qué hay con los que murieron por querer verse mejor? ¿Qué hay de aquel quién pretendía conseguir pareja y terminaron diciéndole “gordo”? Si muchos no han muerto, ahora tienen el corazón partido en dos: son personas molestas con el mundo, frías, y con mucha razón. El no querer volver a sufrir las ha hecho así, no impedidas para amar, sino solamente distantes, para no tener que pasar por esos horribles detalles nunca más.
Para su servidor, no hay más horror que ver a una persona triste por las causas que mencioné antes. Y no importa la preferencia sexual: en ambos lados ha pasado siempre. Algo es seguro, y es que la discriminación nunca va a acabar, si seguimos creyendo que cierto estándar es el indicado, y todo lo demás que no se parezca debe ser desechado. No hay que temer a las diferencias, sino todo lo contrario: si hay que temer, hay que hacerlo a la igualdad, en ciertos casos. Como en este, puede ser peligrosa, clasista, aberrantemente destructora. Si nos vemos todos iguales a pesar de las diferencias tan notorias, otra cosa sería.
Esta, sin embargo, es sólo mi opinión, Juzga tú, querido lector, LGBT o no, transgénero o bisexual, oso, activo o pasivo. Ya no importa: el que decide como ser y vivir, eres tú, y eso deberíamos aprenderlo todos.




Luis Zaldivar, 17 de Mayo de 2016 a las 10:59 p.m.

lunes, 16 de mayo de 2016

Notas de Muerte. Capítulo I.

CAPITULO I: El criminal discreto.

A veces, terminas creyendo cosas que superan tus propias expectativas. Más si sabes que eso se suponía que no podía suceder…

El curioso sujeto conocido solamente como El Artista, miró lo que quedaba de aquella mujer sobre el suelo. Restos nada más, sangre y partes desperdigadas por aquí y por allá. Él no había sido: no en esa ocasión. No solía matar a los inocentes, y menos de esa manera. Tenía que apurarse antes de que apareciera la policía, y pensaran que él tenía algo que ver. Eso era absurdo: nadie nunca lo había culpado de nada. Era de gran ayuda a veces, aunque trabajase en las sombras.
Con cautela, El Artista volvió a analizar el suelo, la estancia, el cuerpo de la mujer. Se fijó en la indumentaria: el clásico atuendo de una camarera. En la solapa llevaba una placa con su nombre: Annie.
-Mmm…
Antes de salir, y como prueba de que había estado ahí para ayudar, como siempre, El Artista dejó su clásica marca: una hoja impresa, libre de huellas dactilares, donde aparecía un símbolo, un cangrejo en color verde bandera. Cerró la puerta tras de sí, y mientras bajaba las escaleras, escuchó las sirenas de la policía. Pronto, el apartamento estaría lleno de gente, tomando fotografías y analizando cosas. Pero él ya iba un paso adelante…

Sí: fue la policía la que apoyó mucho resolviendo el caso de la pobre Annie, pero fue un investigador anónimo quién empezó a mover los hilos de una historia en verdad fascinante.

Ana, uno de los elementos más importantes de la policía de la ciudad, miró el cuerpo destrozado de Annie. No la asustaba, pero le daba asco pensar en quién o quiénes pudieron haber hecho semejante cosa. Sus demás compañeros daban vueltas alrededor de la habitación, analizando cada objeto en la estancia, algunos con aparatos especiales ponían muestras de sangre en ellos para sacar nuevas conclusiones. Ana alcanzó a mirar por encima del barullo a su compañero, un hombre muy alto y fornido, con enormes ojeras. Se llamaba Rocky, pero le apodaban el Mapache por sus inusuales y muy marcadas ojeras, y sobre todo, por su astucia en los casos que tomaba.
-Vaya, hasta que te veo temprano en la escena del crimen-, dijo Rocky, mirando desde muy arriba a su compañera, quién era menuda y delgada.
Cuando se dio cuenta del desastre que había por el suelo, fue imposible que Rocky no abriera sus ojos en un asombro no muy usual de él.
-¿Pero qué diablos le hicieron…?
Ana le puso una mano sobre el hombro a su enorme compañero, como para ayudarlo a digerir aquello.
-No sabemos todavía. Es horrible: parece como si…
-Como si la hubiesen amarrado y arrancado las partes estirándola hasta donde pudieron. No pudo haber sido una sola persona.
-Eso creemos todos. De verdad que le tenían saña a esta mujer, o fue algún asunto demasiado escabroso. No se relaciona con nada que hayamos visto antes. Quiero decir que no fue obra de un asesino serial…
Rocky miró a Ana con cierto recelo, frunciendo el ceño, como si estuviese confundido.
-¿Entonces?
Ana sacudió la cabeza.
-Tal vez ella tenía algo que no quiso dar, o tenía problemas con alguien. Y ese alguien se cobró de la peor manera, trayendo a sus amigos y haciendo esto… Por cierto…
La muchacha se revolvió el bolsillo de su chamarra, y sacó un papel envuelto ya en una bolsa de plástico para pruebas policiales. Rocky reconoció al instante el dibujo del cangrejo verde sobre el papel.
-¿Crees que él…?
-No, para nada. Él no pudo haber hecho eso. Sabes que siempre que él deja su marca, se apresura a resolver las cosas por nosotros. Eso a veces me tiene con los nervios de punta. Sabes que puede ser capaz de cualquier cosa.
El Mapache se puso a analizar un momento las cosas. Ana podía ver en su cara algo que se avecinaba, algo que ella ya conocía. Una de las más alocadas y peligrosas ideas de su compañero.
-¿Y si buscases a este individuo y lo ayudaras a resolver todo esto?
Ana soltó una carcajada.
-No, Rocky: no haría más que estorbar. El hombre o mujer o lo que sea es un maldito profesional. Nos ha dado más en varios casos que todo el equipo junto. No haríamos más que asustarlo y eventualmente se alejará. Mejor así, a la distancia.
Rocky sonrió, como temiendo que algo en su amiga la hiciese cambiar de opinión. Pero nadie dijo nada.

Imagina: todo un mundo de posibilidades al alcance de tus manos. Y todo a través de la música: ese espíritu invisible que te cuenta historias difíciles de creer y que mueve tus sentimientos hasta el máximo. ¿Qué puedes ver…?

A la orilla de la playa, escondido en una cueva inundada por la marea, se hallaba un hombre. Su figura delgada contrastaba con la piedra negra con la que estaba formada la cueva. La suave arena en sus pies le transmitía tranquilidad, y ya no sentía tanto frío por el agua que le empapaba hasta las pantorrillas. Ahí vivía, vistiendo como un humano, y luciendo como tal: aunque no se lo creía.
Su piel era blanca, tanto como el blanco de la Luna llena que cada mes le daba algo de luz a su hogar. Era delgado, pero no tanto: él comía, y también hacía ejercicio. No estaba descuidado. Su ropa siempre era nueva, y la guardaba en un hueco de la cueva donde no se mojara. No conocía otro entretenimiento más que el goteo del agua, los animales que se refugiaban a su lado, y un cubo Rubik que había comprado en una juguetería, el cual ya sabía armar a la perfección.
De repente, como un susurro, la luz de la Luna entró por la parte más elevada de la entrada de la cueva. Tal vez, para cualquier otra persona, hubiese sido algo hermoso y natural. Pero para Miguel no: cada noche, la luz de la Luna le traía consigo voces. En especial una, la voz de una mujer que le hablaba cosas tiernas, y le decía al oído hermosos secretos y también le cantaba.
Esta vez, la Luna le hablaba, con esa voz de mujer, pero más seria, algo turbada. Era como si una preocupación más grande que ninguna otra la invadiera.
Miguel se puso de pie desde su roca en la orilla de la cueva, y escuchó atento las palabras de la Luna.
-Mikaelo, mia filo. Aŭskultu min: ni estas en danĝero... (Miguel, hijo mío. Escúchame: estamos en peligro…)
Miguel miró al cielo con sus ojos rosas, sintiendo el frío contacto de la luz lunar en su piel blanca.
-¿Kio okazas? (¿Qué pasa?)
La Luna, desde donde estaba, con la voz más dulce y triste de todas, empezó a contarle a su hijo lo que pasaba.

Cuando comienzas a comprender lo que pasa en tu vida y alrededor de ella, es cuando más atento estás a los peligros, que siempre existen, y que nunca se acabarán.

Hay algo en todo esto que aún no me cuadra, aunque llevo la mitad de entendido de lo que acabo de ver en el departamento de esa mujer. A ella la mataron, no hay duda: en cuanto a cómo, puedo suponer. Pero, ¿por qué la mataron? Continúa siendo un misterio para mí.
Descarté desde el inicio el crimen pasional: nadie en su sano juicio le haría algo así a esta mujer, mucho menos por celos. Una venganza: puede ser. ¿Qué negocios turbios podría manejar una camarera? ¿Una propina robada? Puede que sea también descartado este hecho, y puede que no. Me fío en mi instinto casi siempre, y puedo suponer que es un homicidio sin más, hecho con algo que hasta ahora no puedo comprender.
Tal vez sí lo comprenda, después de todo, viendo las heridas de aquel cuerpo mutilado, con toda la sangre y las vísceras saliendo. No había ni una sola marca de arma, ni un disparo, ni el más leve y fino corte de un cuchillo, no había precisión. Fue una muerte desastrosa, tal vez hasta dolorosa y agónica. ¿A qué nos estamos enfrentando entonces? Simple: Annie fue devorada.
Le faltaban pedazos de cuerpo, alguno que otro miembro (como su pie derecho, por ejemplo), y las heridas eran verdaderas muestras de lo que una dentadura poderosa podía hacer. ¿Un caníbal o necrófago? Abundan en la ciudad, pero casi nunca comen aquí. Siempre buscan a sus víctimas en las afueras, entre los provincianos. Y casi nunca son abatidos.
Por las heridas, por el efecto que me causó ver a una mujer inocente así, y por el hecho de haberla descubierto yo primero, antes que nadie, me hace pensar algo que, hasta ahora, me da escalofríos. Nada pasa porque sí: llegué ahí por un presentimiento, y a pesar de haber forzado la puerta del departamento para entrar, sólo encontré la ventana abierta. El asesino pudo haber sido a quién he perseguido durante muchos años. una criatura que he estado buscando como una aguja en el pajar, y que hasta ahora se ha escurrido de mis manos.
Si estoy en lo cierto, que Dios me ampare, a mí y a toda esta ciudad.

Atte: El Artista.

Nada como la noche para encontrar a las personas más interesantes, polémicas y divertidas de la ciudad. Más si se visita el Bar Electric Chapel, uno de los centros más concurridos de esta célebre gente. Entre ellos, rondando, buscando, se encuentra un excelente caballero, de esos que ya hay pocos.

Vestido con un exquisito frac negro, llevando una pajarita del mismo color, con bastón y el bigote atusado a lo Dalí, Don Diego Ablorán se paseaba entre la gente que aquella noche, como casi siempre, concurría el gran Bar Electric Chapel. Hombres y mujeres: él no hacía distinción. Todos eran, al final de cuentas, seres humanos.
A lo lejos, recargada en la barra, estaba una chica, de piel dulce como un durazno, con el cabello negro suelto, cayendo tras su espalda como una hermosa cascada de fría agua congelada, sólo iluminado por el neón de los precios que se anunciaban justo encima de ella.
Don Diego se acercó, caminando muy recto, muy galante: algo que no se veía desde hace, quizá, cien años o más. A la muchacha no le importó: sonrió cuando el elegante caballero la abordó, mostrándole algo que al mismo Don Diego asombró: dos ojos de diferente color, uno azul, y otro verde.
-¿Cuál es su nombre, bella criatura?-, dijo Don Diego con la voz más dulce que podía existir. Una voz grave, modulada, fresca.
La chica soltó una carcajada.
-María. ¿Y tú?
Con una reverencia, el hombre se presentó:
-Don Diego Ablorán, a sus órdenes, bella muchacha. ¿Qué te trae aquí?
-Nada. Vine a tomar un café antes de regresar a casa. Quiero olvidar un poco la vida que tengo.
-¿Con un café? Eso no es correcto, querida amiga. Acompáñame, y te enseñaré a olvidar una vida como nunca lo has hecho.
Don Diego le ofreció el brazo a María, quien se sonrojó cuando se tomó de aquel noble caballero. Salieron del Bar, y alejándose poco a poco del bullicio del lugar, se encontraron entre el silencio de calles abandonadas y sucios callejones. Estaba a punto de amanecer. Caminaron juntos por un lugar hermoso, lleno de casas antiguas y perfectamente alineadas. Ahí mismo, Don Diego se detuvo, para colocarse frente a la figura delgada y menuda de María.
-No quiero sonar obsceno, señorita. Es usted muy bella y no concibo la idea de que una criatura como usted sufra. Permítame regalarle uno de mis más dulces besos, si gusta en la mejilla o en la frente, y deme su permiso para acompañarla hasta su casa.
María sonreía, sin creerse la caballerosidad de aquel sujeto, que asintió, poniéndose más colorada de lo que ya estaba. Don Diego se acercó y le dio un suave y hermoso beso frío en la mejilla, tomándola de las manos, sin siquiera soltar el bastón.
En ese momento, al otro extremo de la calle, una voz gritó:
-¡QUÉ DIABLOS HACES, MARÍA!
La chica se asustó al reconocer aquella voz masculina, y Don Diego miró también hasta donde aquella figura venía acercándose. Era un hombre, no mayor, pero si muy grande. De cabello negro, y ojos azules profundos. Miró a la chica con amargura, y la empujó para quitarla de enfrente, y darle la cara a Don Diego, quién no parecía perturbado.
-Mario, por favor, no le hagas nada, él no quería…
-¡Pero lo hizo, vi como te besaba!-, dijo el hombretón. Don Diego tomó bien su bastón. Si se presentaban problemas, él podía enfrentarlo.
-¿Y quién es usted? Se ve ridículo-, dijo Mario, quién, al parecer, era novio de la chica.
-Don Diego Ablorán, y tu novia tiene razón: no fue más que un beso amistoso. Si deja que me retire, no habrá problemas, se lo prometo.
Mario soltó una carcajada, haciendo que María se estremeciera de miedo, y Don Diego dibujara una pícara sonrisa en su rostro juvenil.
-¡No me haga reír! El que tendría problemas es usted. Es débil, es un marica…
Don Diego Ablorán jamás hablaba en vano: del mango de su bastón sacó un cuchillo, una navaja con cuatro filos, algo que parecía una cruz. La primera estocada fue en el pecho, justo en el centro, casi en el corazón. Y la otra en la cabeza, con una fuerza impresionante. El cuerpo de Mario se derrumbó en la calle, mientras la sangre manaba de sus heridas mortales. María soltó un grito, pero no podía moverse: el miedo la atenazaba ahí, pegada contra la pared de una de las casas.
El caballero limpió su arma dando bandazos en el aire, escurriendo la sangre sobre el suelo y las paredes. No podía tocarla, ni siquiera limpiarla con su ropa, porque era demasiado filosa.
-Acero de Damasco. Forjada hace muchos años, un regalo para mí. Una prueba de que el poder de una persona se encuentra en sus manos, cuando quiera. Querida María: como me prendé de usted cuando la vi, le permitiré ir en paz. Nadie le va a creer, por supuesto, y no volverá a verme. Con su permiso…
Con una nueva reverencia, Don Diego Ablorán metió su navaja en el bastón, y salió caminando hacía el filo del amanecer.


FIN DEL CAPÍTULO I


 
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