Music

viernes, 9 de noviembre de 2012

Muerte en el Museo (QUINTA Y PENÚLTIMA PARTE)


Javier, Ricardo y Luis llegaron al vestíbulo de visitantes. Afuera, la fuente con forma de paraguas seguía tirando su hermosa cascada de agua sobre el piso inclinado hacía afuera. Al fondo del pasillo, dónde sólo estaba la entrada a la oficina del director y otra puerta que no pudieron identificar, estaba una enorme pared. En ella, había un hermoso mural, más largo que ancho, dividido en dos secciones.
-Ahí está. Le dije que no era una pieza cómo tal, señor Carrillo, pero al menos ahí lo tiene. Y el poema está pegado en la parte oscura-, dijo Ricardo, agarrándose la mano herida con la sana, mientras señalaba con la cabeza el lugar indicado.
Luis y Javier se acercaron más al mural, el muchacho por la derecha y el médico por la izquierda.
Era una extensa pared, dónde, a la derecha, se representaba el día, un amanecer color anaranjado rojizo, con un sol perfectamente redondo, amarillo, que parecía brillar. Del lado izquierdo era la noche, con una enorme media luna apuntando su cara redonda hacía abajo, y un conjunto de estrellas por arriba, que formaban constelaciones con líneas muy finas. En el centro, dónde el rojo amanecer y el azul anochecer se unían en un extraño violeta moteado, había dos figuras. Del lado nocturno, un jaguar, con manchas negras y piel de cobre, el rostro enfurecido, mostrando los colmillos, con una garra al aire, listo para el ataque. Del lado diurno, una extraña serpiente con plumas verdes, enrollada en una espiral simple, con una especie de alas en la curva de la espiral, las fauces abiertas por debajo de la garra del tigre, los ojos pequeños, pero furiosos también.
-Es una lucha-, dijo Javier, tocando un poco la superficie de la piel del jaguar. Se veía impresionante, incluso de cerca.
-Es de Rufino Tamayo, ¿verdad?-, dijo Luis, reconociendo el estilo.
-Así es. Su nombre es Dualidad. Terminado en 1964, adorna el museo desde que fu construido. Es la lucha eterna del día y la noche, no cómo sentidos opuestos, ni cómo el bien o el mal, sino cómo un proceso eterno, natural y necesario. La serpiente emplumada es Quetzalcóatl, el dios del aire, de las artes, de la humanidad. El jaguar es Tezcatlipoca, su hermano el hechicero, señor de la oscuridad y los malos presagios.
Luis miró con atención los elementos restantes, dejando a un lado a las dos figuras que peleaban. Un enorme Sol que brillaba en un hermoso día. La media Luna que engalanaba la noche. Y más arriba, las estrellas…
-¿Ya te diste cuenta?-, le dijo el muchacho al médico.
-Estrellas, Luna y Sol. ¿Son los tres niveles divinos?-, dijo Javier, dándose la vuelta para preguntarle a Ricardo. El hombre asintió.
-Me puse a pensar en la posibilidad de que pueden ser. Las estrellas cómo un símbolo del mundo nocturno de la muerte. La Luna y su relación con el agua del lago principal. Y el Sol, dueño de toda la creación, el dios que deslumbra en los cielos eternos. Tal vez ese sea el orden de las pistas. Tenemos que alcanzar la carta.
Javier alzó la mirada, y justo dónde estaban las estrellas formando las constelaciones, estaba el papel, bien plegado, fijo a la pared con cinta adhesiva de la delgada, la que se usaba en las restauraciones.
-Súbeme, yo lo alcanzo-, dijo Luis, ya que el papel estaba casi dos metros más arriba que ellos.
-Ni lo pienses. Pesas demasiado, no te voy a cargar…
-No seas tonto, no me vas a cargar, sólo apoyaré mi pie en tus manos, y lo alcanzaré. No seas tan delicado.
-Perfecto, hazlo. Pero si no lo alcanzas a la primera, te tiraré, ¿lo entiendes?-, dijo Javier, poniendo ambas manos cómo si fuese un escalón. Luis lo miró con ojos de reproche, pero apoyó bien el pie en las manos de Javier. El médico hizo un esfuerzo para levantarlo, y Luis hizo el suyo propio para mantenerse en equilibrio.
-Se va a caer-, dijo Ricardo, mirando con aprehensión la escena. Javier no podía voltear ni moverse, pero asintió un poco con la cabeza.
-¡Si sigue moviéndose, sí se va a caer! ¡No tiembles tanto canijo!-, dijo Javier, tratando de soportar el peso de Luis, entre soplidos y enojos.
-Nunca había estado tan arriba, así que no me regañes… Ya falta poquito…
Estiró su brazo, y sus dedos quedaron a cinco centímetros del papel. Trató de estirarse, pero era inútil. Agarró entonces vuelo, y brincó de la mano de su amigo. El papel quedó envuelto entre sus dedos, pero su cuerpo se movió inevitablemente hacía el suelo. Primero cayó de pie, pero las piernas se le doblaron, y su espalda pegó fuertemente contra el suelo.
Javier se acercó apresurado hacía Luis, a quien le faltaba el aliento y sentía cómo si le hubiesen estrellado una silla en la espalda. Hacía muecas de dolor, y se retorcía en el suelo.
-¡Pero qué carajo estabas pensando! ¿Estás bien?-, exclamó Javier. Ricardo estaba detrás de él, mirando.
-Sí, creo que sí…
Y le mostró el papel a Ricardo, quién lo tomó de sus dedos, mientras Javier revisaba al muchacho, pero en apariencia estaba bien.
Miró la hoja desdoblada, después de haberle quitado un poco de cinta encima, y lo leyó:

No acabarán mis flores,
No cesarán mis cantos.
Yo cantor los elevo…
35

-Flor y Canto. El tesoro de los dioses, las estrellas, brillantes. Así eran sus cantos, como tesoros. Tenemos que darnos prisa y encontrar el poema referente a la Luna. ¿Está bien Luis?-, dijo Ricardo, dándole espacio al muchacho para que se levantara. No podía apoyar bien el pie izquierdo, y ya comenzaba a cojear.
-Me torcí el tobillo, creo… Tenemos que darnos prisa.
-¿Puedes caminar?-, dijo Javier, visiblemente enojado.
-Claro que puedo. Vamos de regreso…
Caminaron más lento, cuando escucharon pasos que venían desde la sala Maya, hacía las oficinas. Fue cuando se toparon con Glenda y Alejandro, con rostros de susto.
-¿Pasó algo?-, dijo Javier, quien venía adelante, mientras Ricardo le hacía apoyo a Luis con su pie torcido.
-Tiene que venir, doctor. Pasó algo con Carlos-, dijo Glenda, con voz aguda, a punto del llanto.
-Veníamos a buscarlos, y llegó César con Carlos… Tiene que verlo, no sé que es lo que pasa-, dijo Alejandro.
Javier asintió y echó a correr, pero se detuvo unos pasos al acordarse de Luis.
-No te detengas, vamos detrás de ti-, dijo el muchacho, sonriendo con una extraña mueca de dolor. Javier asintió y corrió junto con los otros dos.
-Tenemos que darnos prisa, Ricardo. Tengo una idea. Hay una leyenda acerca de la Luna, el Sol y las Estrellas, ¿no es así?-, le dijo Luis a su compañero, que empezó a escuchar atento.

Cuenta la leyenda que Coatlicue, la diosa de la Tierra, había parido a 400 hijos, los Centzon Huitznahuac, las estrellas, y a una mujer guerrera, llamada Coyolxauhqui. Un día, barriendo su casa, Coatlicue encontró una hermosa pelotita de plumas, la cual se guardó bajo la falda.
Cuando se dio cuenta, la pelotita ya no estaba, y ella estaba de nuevo embarazada. Los hijos, al darse cuenta de lo que había acontecido, decidieron matar a su madre, por ordenes de la celosa Coyolxauhqui. Coatlicue escapó, ayudada por uno de los hijos desertores, que la iba advirtiendo del peligro.
Pero Coatlicue no temió, sino todo lo contrario, por que escuchó la voz de su hijo nonato, que la ayudaba a sentirse más tranquila. Cuando el hijo le advirtió que los Centzon Huitznahuac estaban cerca, junto con Coyolxauhqui, dispuestos a matar a su madre, nació Huitzilopochtli, el Colibrí Zurdo, el dios de la guerra y del Sol, armado y listo para la guerra.
Uno a uno, los hijos de Coatlicue fueron cayendo ante la furia y las armas de su hermano recién nacido. Y para nunca perdonar la afrenta, Huitzilopochtli descuartizó a su hermana Coyolxauhqui y arrojó su cabeza al cielo, dónde brillaría junto con sus hermanos cada noche, cómo recuerdo del poder divino del Sol.
Esa fue la leyenda que le conté a Ricardo, por que fue la primera que relacioné. Pero, ¿en qué nos ayudaba eso? ¿Cuál sería el primer paso?

-¿Qué tiene que ver esta leyenda con lo que estamos buscando?-, dijo Ricardo, caminando lentamente hacía la entrada de la sala Tolteca. Luis iba a su lado, cojeando cada vez menos.
-Si la siguiente pieza es algo relacionado con la Luna, tendría que ver con Coyolxauhqui. Recuerdo un monolito redondo de la diosa descuartizada, pero no lo he visto en el museo.
-Será por que ese monolito está en el museo del Templo Mayor, no lo tenemos aquí. Pero hay una pieza relacionada… Mira, ahí están.
Cuando llegaron a la sala Azteca, vieron a Javier atendiendo a Carlos, que estaba en el suelo, con sangre en la cabeza, desmayado. César lo miraba desde arriba, con rostro extrañado.
-¿Qué pasó?-, dijo Luis, cojeando más al caminar deprisa. Le dolía, y su cara lo denotaba.
-Está inconsciente. Pensé que había sido César pero…
-Pero nada, señor Carrillo. Ya le dije que lo encontré y lo traje conmigo. La persona que lo hizo sigue allá arriba, y no sé qué quiere. Tenemos que salir de aquí antes de que pase algo más-, dijo César, apretando bien los puños.
-¿Encontraron algo?-, dijo Trilce, sin ponerle demasiada atención a los reclamos de su enorme compañero de trabajo.
-Un poema a las Estrellas. En fin, tenemos que encontrar los otros dos. ¿Qué vamos a hacer, señor Carrillo?-, dijo Ricardo.
-Tenemos que sacarte a ti y a Carlos a un lugar seguro. César, tendrá que ayudarnos para sacar a Carlos, tal vez a la caseta de vigilancia en la entrada del museo, la vi al entrar. Ricardo, tienes que ir con ellos, para que pidan asistencia médica…
-Yo me quedo, señor Carrillo, pueden necesitar mi ayuda-, dijo Ricardo, con su mano adolorida en el regazo.
-Perfecto. Trilce y Glenda si se tienen que ir, mis sospechas con ustedes no son para acusarlas. Puedo quedarme con Alejandro, para que me apoye en algo. Vamos, señor Colín, saque a la gente, y llamen a la policía.
César asintió, y volvió a cargar con Carlos, que se había vuelto pesado. Las mujeres siguieron detrás de él. Glenda se detuvo:
-Señor Carrillo, resuelva esto, salve a este museo de las amenazas que vengan. Y por favor, atrapen a ese maldito…
-Lo haré, señora Lugo. Ahora llamen a la policía. No nos queda mucho tiempo, y abran la puerta…
Ella asintió, mientras se alejaba junto con los demás por la sala Tolteca.
-Alejandro, quiero que vigiles las escaleras, por si alguien baja, y es verdad lo que nos dijo el señor Colín. ¿Alguna idea de la siguiente pista?-, dijo Javier, acercándose a Luis. Alejandro salió corriendo hacía las escaleras, encendiendo la linterna que había dejado César en manos de Javier.
-Coyolxauhqui es la diosa de la Luna. Su cabeza fue usada para ese propósito. Ricardo sabe acerca de una pieza que tiene que ver con la Luna y la diosa.
-Así es, y es esa, exactamente…
Ricardo señaló otra urna, cerca de la puerta que daba a los jardines, parecida a la del pez del Preclásico, sólo que no estaba cubierta de plexiglás. Era una cabeza de piedra, un rostro femenino lleno de dolor, a pesar de sus ojos cerrados.
-Es la cabeza de Coyolxauhqui. Representa a la Luna, obviamente. Si el papel está ahí, estará debajo, pero la piedra es pesada. Levántenla, yo lo sacaré.
Javier y Luis se pusieron en extremos opuestos de la piedra, y la levantaron con cuidado. Pesaba demasiado, pero para dos personas era menor el esfuerzo. Y en efecto, con la mano sana, Ricardo sacó de debajo de la piedra un nuevo poema. Lo desdobló y leyó en voz alta, incluso Alejandro pudo escuchar, alejado del lugar:

Cuando sobre la tierra amanece,
La Luna muere,
Las estrellas dejan de verse.
23

-Se nota que la siguiente poesía trata del Sol-, dijo Luis, mientras ayudaba a Javier para poner la piedra en su lugar.
-Lo más preocupante de todo es que hay muchas piezas en el museo que representan al Sol. Era la máxima deidad en casi todas las culturas, por que era lo que le daba vida a las plantas, e iluminaba su mundo fuera de las tinieblas. No hay tiempo, y hay que encontrar la siguiente pista antes de que llegue la policía-, dijo Ricardo, guardándose el papel en un bolsillo.
-Siento interrumpir, señores, pero la fiesta terminó.
Alguien bajaba por las escaleras, una figura delgada y de estatura mediana. Alejandro se alejó de espaldas, poco a poco, y los demás voltearon la mirada hacía la penumbra. Javier no pudo reconocer esa voz. La figura andrógina iba bajando poco a poco, raspando con sus uñas la superficie del pasamanos. A Luis le dio un escalofrío.
-¿Quién está ahí?-, dijo Alejandro, apuntando la luz hacía el recién llegado.
Era joven, de aspecto demacrado, con los ojos grandes, pero cubiertos por unas ojeras de días. Su cabello negro deslumbraba de lo lacio, y su sonrisa dejaba espacio para imaginarse en qué actitud venía. Vestía todo de negro, con pantalón y una chaqueta. Las uñas, que más bien parecían garras plateadas, dejaron de surcar el pasamanos.
-Un mensajero y emisario. Vengo a dejar un mensaje, y vengo por algo que me pertenece…

***


0 comentarios:

Publicar un comentario

 
Licencia Creative Commons
Homicidio Mexicano por Luis Zaldivar se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://letritayletrota1989.blogspot.mx/2012/09/homicidio-mexicano-luis-zaldivar-para.html.
Permisos que vayan más allá de lo cubierto por esta licencia pueden encontrarse en http://letritayletrota1989.blogspot.mx/2012/09/homicidio-mexicano-luis-zaldivar-para.html.